El último Catón (69 page)

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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El último Catón
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Farag Boswell, el
didáskalos
más calvo que había visto en mi vida, se puso en pie de un salto en cuanto me vio entrar —el resto de los asistentes a la comida también lo hizo, aunque más tranquilamente— y, extendiendo los brazos, echó a correr hacia mi tropezando con los faldones de su túnica. Le vi venir con un nudo en la garganta y me olvidé de todo lo que me rodeaba. Le habían rasurado la cabeza, es cierto, pero su barba rubia seguía tan larga como antes. Me estreché contra él sintiendo que me faltaba el aire, notando su cuerpo cálido pegado al mío y aspirando su olor —no el de su
himatión
, que olía suavemente a sándalo, sino el de la piel de su cuello, que reconocía—. Estábamos en el lugar más raro del mundo, pero abrazada a Farag volvía a sentirme segura.

—¿Estás bien? ¿Estás bien? —repetía, angustiado, sin aflojar el abrazo mientras me besaba como un loco.

Yo reía y lloraba a la vez, arrastrada por los sentimientos. Sujetándole por las manos, me separé un poco para mirarle. ¡Qué pinta tan rara tenía! Calvo, con barba y vestido con una túnica blanca que le llegaba hasta los pies, hasta Butros hubiera tenido problemas para reconocerle.

—Profesor, por favor —dijo una voz anciana que reverberó en el vacío—. Trae a la doctora Salina.

Cruzando la sala bajo un círculo de miradas cordiales, Farag y yo nos fuimos acercando a un viejecito encorvado que en nada se diferenciaba de los demás como no fuera por su avanzada edad, pues ni sus ropas ni su posición en la mesa delataban que se trataba, ni más ni menos, que de Catón CCLVII. Cuando adiviné quien era, un sentimiento de respeto y temor se apoderó de mí, al mismo tiempo que el asombro y la curiosidad me llevaron a examinarle con detalle mientras la distancia entre nosotros se reducía metro a metro. Catón CCLVII era un anciano de complexión y estatura medianas que descargaba sobre un delicado bastón el peso de su abrumadora vejez. Un ligero temblor, producto de la debilidad de sus rodillas y músculos, le sacudía el cuerpo de arriba abajo sin hacerle perder por ello ni un ápice de su solemne dignidad. A lo largo de mi vida había visto pergaminos y papiros menos arrugados que su piel, a punto de resquebrajarse por los mil puntos en que las estrías se solapaban y cruzaban, y, sin embargo, la singular expresión de agudeza que mostraba su semblante y esa brillante mirada gris que parecía infinitamente inteligente, me impresionaron hasta tal punto que tentada estuve de empezar con las reverencias y genuflexiones que tan a menudo tenía que realizar en el Vaticano.


Hygieia
, doctora Salina —dijo con la misma voz débil y trémula con la que había hablado antes. Se expresaba en un inglés perfecto—. Estoy encantado de conocerte al fin. No te imaginas el interés con el que he seguido estas pruebas.

¿Cuántos años podía tener aquel hombre? ¿Mil…? ¿Mil millones…? Parecía llevar en su frente el peso de la eternidad, como si hubiera nacido cuando aún las aguas cubrían el planeta. Muy despacio, me tendió una mano temblorosa con la palma hacia arriba y los dedos ligeramente doblados, esperando que yo le diera la mía y, cuando lo hice, se la llevó a los labios con un ademán galante que me cautivó.

Sólo entonces vi a la Roca —tan serio y circunspecto como siempre—, de pie detrás de Catón. A pesar de su gesto grave, presentaba una traza mucho mejor que Farag y yo porque a él, que tenía el pelo casi blanco y lo llevaba siempre muy corto, ni siquiera se le notaba que le hubieran rapado la cabeza.

—Por favor, doctora, toma asiento junto al profesor —dijo entonces Catón CCLVII—. Tengo muchas ganas de charlar con vosotros y nada mejor que una buena comida para disfrutar de la conversación.

Catón fue el primero en sentarse y, tras él, lo hicieron los veinticuatro shastas. Uno tras otro fueron saliendo sirvientes con bandejas y carritos llenos de comida a través de varias puertas disimuladas, de nuevo, por las pinturas al fresco.

—En primer lugar, permitidme que os presente a los shastas de
Parádeisos
, los hombres y mujeres que se esfuerzan cada día por hacer de este lugar lo que a nosotros nos gusta que sea. Empezando por la derecha desde la puerta, se encuentra el joven Gete, traductor de lengua sumeria; a continuación, Ahmose, la mejor constructora de sillas de Stauros; a su lado, Shakeb, uno de los profesores de la escuela de los Opuestos; después, Mirsgana, la encargada de las aguas; Hosni,
kabidários
[71]

Y siguió con las presentaciones hasta completar los veinticuatro: Neferu, Katebet, Asrat, Hagos, Tamirat… Todos ellos vestían exactamente igual y sonreían de la misma manera cuando eran mencionados, inclinando la cabeza a modo de saludo y asentimiento. Pero lo que más me llamó la atención fue que, a pesar de esos curiosos nombres, una tercera parte de ellos eran tan rubios como Glauser-Röist, o, si no, pelirrojos, castaños, morenos…, y sus rasgos podían ser tan variados como razas y pueblos hay en el mundo. Mientras tanto, los sirvientes iban dejando parsimoniosamente sobre la mesa gran cantidad de platos en los que no se advertía por ningún lado la presencia de carne. Y casi todos con cantidades ridículas, como si la comida fuera más un adorno —la presentación era magnífica— que un alimento.

Acabados los saludos y las ceremonias, Catón dio inicio al banquete y resultó que todos los presentes tenían cientos de preguntas sobre cómo habíamos conseguido pasar las pruebas y lo que habíamos sentido en ellas. Sin embargo, no estábamos tan interesados en satisfacer su curiosidad como en que ellos satisficieran la nuestra. Es más, la Roca parecía una caldera a punto de estallar, hasta el punto de que, incluso, me pareció ver el humo saliendo por sus orejas. Finalmente, cuando el murmullo había alcanzado cotas bastante altas y las preguntas caían sobre nosotros como gotas de lluvia, el capitán estalló:

—¡Lamento recordarles que el profesor, la doctora y yo no somos aspirantes a staurofílakes! ¡Hemos venido a detenerles!

El silencio que se hizo en la sala fue impresionante. Sólo Catón tuvo la presencia de ánimo suficiente para salvar la situación.

—Deberías calmarte, Kaspar —le dijo tranquilamente—. Si quieres detenernos, hazlo más tarde, pero ahora no puedes estropear con semejantes bravatas una comida tan agradable como esta. ¿Alguno de los presentes, acaso, te ha hablado mal?

Me quedé petrificada. Nadie le hablaba así a la Roca. Al menos, yo no lo había visto nunca. Ahora, sin duda, se levantaría hecho una fiera y tiraría la tabla redonda por los aires. Pero, para mi sorpresa, Glauser-Röist miró alrededor y permaneció quieto. Farag y yo nos cogimos la mano por debajo de la mesa.

—Lamento mi comportamiento —dijo de improviso el capitán sin bajar la mirada—. Es imperdonable. Lo siento.

El murmullo se reanudó de inmediato como si nada hubiera pasado y Catón se enzarzó en una charla en voz baja con el capitán que, aunque sin mostrar la menor señal de indecisión, parecía escucharle atentamente. Pese a su edad, Catón CCLVII conservaba una personalidad indudablemente poderosa y carismática.

El shasta que se llamaba Ufa y que era domador de caballos, se dirigió a Farag y a mí para permitir que la Roca y Catón pudieran hablar en privado.

—¿Por qué os habéis cogido las manos por debajo de la mesa? —el
didáskalos
y yo nos quedamos petrificados: ¿cómo lo había sabido?—. ¿Es cierto que, durante las pruebas, os habéis enamorado? —preguntó en griego bizantino con la mayor ingenuidad del mundo, como si sus preguntas no fueran una injustificable intromisión. Varias cabezas se volvieron para prestar atención a nuestra respuesta.

—Eh… Sí, bueno… En realidad… —tartamudeó Farag.

—¿Sí o no? —quiso saber otro, el que se llamaba Teodros. Más cabezas se giraron.

—No creo que Ottavia y Farag estén acostumbrados a este tipo de preguntas —atajó Mirsgana, «la encargada de las aguas».

—¿Por qué no? —se extrañó Ufa.

—No son de aquí, ¿recuerdas? Son de
fuera
—e hizo con la cabeza un gesto hacia arriba que no me pasó desapercibido.

—¿Qué os parecería empezar a contarnos cosas a cerca de vosotros y de
Parádeisos
? —propuse imitando la ingenuidad de Ufa—. Por ejemplo: dónde se encuentra exactamente este sitio, por qué habéis robado los fragmentos de Vera Cruz, cómo pensáis impedir que os pongamos en manos de la policía… —suspiré—. Ya sabéis, este tipo de chismes.

Uno de los sirvientes que, en ese momento estaba llenándome la copa de vino, me interrumpió:

—Son muchas preguntas para responderlas en un momento.

—¿No sentías tú curiosidad, Candace, el día que despertaste en Stauros? —le replicó Teodros.

—¡Hace ya tanto de eso! —repuso este mientras servía también a Farag. Empecé a darme cuenta de que los que yo había considerado sirvientes, en realidad no eran tales, o, al menos, no lo eran en el sentido habitual. Todos ellos vestían exactamente igual que Catón, los shastas y nosotros, y, además, participaban en las conversaciones con toda tranquilidad.

—Candace nació en Noruega —me explicó Ufa—, y llegó aquí hace quince o veinte años, ¿no es así, Candace? —éste asintió, pasando un paño seco por la embocadura de la jarra—. Fue shasta de Alimentos hasta el año pasado, y ahora ha elegido las cocinas del
basíleion
.

—Encantada de conocerte, Candace —me apresuré a decir. Farag me imito.

—Lo mismo digo… Pero insisto, creedme: si deseáis conocer el auténtico
Parádeisos
debéis empezar por pasear por sus calles y no por hacer preguntas.

Y, diciendo esto, se alejó en dirección a las puertas.

—Quizá Candace tenga razón —comenté, reanudando la conversación y cogiendo la copa entre mis manos—, pero pasear por las calles de las ciudades de
Parádeisos
no va a aclararnos dónde se encuentra exactamente este sitio, por qué habéis robado los fragmentos de la Vera Cruz y cómo pensáis impedir que os pongamos en manos de la policía.

Los shastas que se habían unido a esta conversación se hicieron más numerosos y también los que prestaban oído a lo que se decían, en privado, la Roca y Catón. La mesa había terminado dividida en dos sectores independientes.

A la espera de las respuestas, que tardaban en llegar, me llevé el vaso a los labios y bebí un sorbo de vino.


Parádeisos
está en el lugar más seguro del mundo —dijo Mirsgana al fin—, la Madera no la hemos robado, puesto que siempre ha sido nuestra, y en cuanto a lo de la policía, creo que no nos preocupa demasiado —los demás hicieron gestos de asentimiento—. Las siete pruebas son la única puerta de entrada en
Parádeisos
y las personas que las superan suelen reunir una serie de cualidades que, de por sí, las incapacitan para hacer daño gratuita e inútilmente. Vosotros tres, por ejemplo, tampoco podríais. En realidad —añadió muy divertida—, nadie lo ha hecho nunca, y eso que existimos desde hace más de mil seiscientos años.

—¿Y qué me dices de Dante Alighieri? —le espetó Farag sin miramientos.

—¿Qué pasa con él? —preguntó Ufa.

—Le matasteis —afirmó Farag.

—¿Nosotros…? —preguntaron, atónitas, varias voces a la vez.

—Nosotros no le matamos —aseguró Gete, el joven traductor de sumerio—. Era uno de los nuestros. En la historia de
Parádeisos
, Dante Alighieri es una figura principal.

Yo no podía creer lo que estaba oyendo. O eran unos mentirosos redomados o la teoría de Glauser-Röist se desmoronaba como un castillo de naipes, y no podía desmoronarse porque, sencillamente, nos había conducido hasta allí. O sea, que…

—Pasó muchos años en
Parádeisos
—añadió Teodros—. Iba y venía. De hecho, el
Convivio
y
De vulgari eloquentia
empezó a escribirlos aquí en el verano de 1304, y la idea para la
Commedia
, a la que luego el editor Ludovico Dolce añadió el adjetivo de «Divina» en 1555, surgió durante una serie de conversaciones con Catón LXXXI y los shastas de aquella época durante la primavera de 1306, poco antes de volver a la península italiana.

—Pero él contó toda la historia de las pruebas y dejó abierto el camino para que la gente pudiera descubrir este lugar —señaló Farag.

—Naturalmente —replicó Mirsgana, con una gran sonrisa—. Cuando nos escondimos en
Parádeisos
, en el año 1220, durante la época de Catón LXXVII, el número de los nuestros empezó a disminuir. Los únicos aspirantes a entrar en la hermandad procedían de asociaciones como Fede Santa, Massenie du Saint Graal, cátaros, Minnesinger, Fidei d’Amore y, en menor medida, de Órdenes Militares como la templaria, la hospitalaria de San Juan o la teutónica. El problema de quién protegería la Cruz en el futuro comenzó a ser realmente alarmante.

—Por ese motivo —prosiguió Gete—, se encargó a Dante Alighieri que escribiera la
Commedia
. ¿Lo entendéis ya?

—Era una manera de que la gente capaz de ver más allá de lo evidente —apuntó Ufa—, la gente que no se conforma y que prefiere mirar debajo de las piedras, pudiera llegar hasta aquí.

—¿Y sus miedos a salir de Rávena después de publicar el
Purgatorio
? ¿Y esos años en los que no se sabe nada de él? —preguntó Farag.

—Eran miedos políticos —le dijo Mirsgana—. No olvides que Dante participó activamente en las guerras entre los güelfos y los gibelinos y que fue mandatario de Florencia por el partido de los güelfos blancos, enfrentado al de los güelfos negros, y que se opuso siempre a la política militar de Bonifacio VIII, del que fue un gran enemigo por la vergonzosa corrupción de su papado. Realmente su vida corrió peligro en múltiples ocasiones.

—¿Quieres decir que lo mató la Iglesia Católica el día de la Vera Cruz? —inquirí, sarcástica.

—En realidad, ni lo mató la Iglesia ni estamos seguros de que muriera exactamente el día de la Vera Cruz. Lo cierto es que falleció la noche del 13 al 14 de septiembre —explicó Teodros—. A nosotros nos gustaría que hubiera sido de verdad el 14, porque sería una hermosa coincidencia, una coincidencia casi milagrosa, pero no hay ninguna certeza documental que lo pruebe. Y, en cuanto a eso de que fue asesinado, estáis muy equivocados. Su amigo Guido Novello le envió como embajador a Venecia y, a su vuelta, atravesando las lagunas de la costa adriática, enfermó de paludismo. Nosotros no tuvimos nada que ver.

—Pues no deja de ser sospechoso —observó Farag con recelo.

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