El último Catón (71 page)

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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El último Catón
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Cruzando calles en las que el tráfico de calesas y de carretas discurría plácidamente, y atravesando plazas y jardines en los que la gente se divertía haciendo malabarismos con pelotas y mazas —actividad que también formaba parte de sus extraños adiestramientos, en este caso para favorecer el ambidextrismo—, llegamos hasta la ribera del
Kolos
, que no tendría menos de sesenta o setenta metros de anchura y cuyas orillas de rocas irregulares habían sido reforzadas con antepechos tallados con flores y palmas. Apoyé la mano en el barandal mientras contemplaba los barcos que navegaban por sus negras aguas y me pareció que mis dedos resbalaban como si hubieran tocado una mancha de aceite. Pero no era así. La palma de mi mano estaba limpia y sólo había sido el efecto causado por un bruñido espectacular. Entonces recordé aquel sillar de piedra que resbalaba por el estrecho túnel de las catacumbas de Santa Lucía como si estuviera engrasado.

Canoas y piraguas se deslizaban por las quietas aguas del
Kolos
con una, dos y hasta tres personas empuñando los remos, pero los barcos más llamativos eran los de transporte de mercancías, que parecían grandes y gruesas rosquillas de cuya barriga salían, como de los barcos griegos y romanos, hasta tres filas de remos de palas cortas y anchas. Aquellas naves, nos explicó Ufa, eran el principal medio de transporte de personas y bienes entre Stauros, Lignum, Edém y Crucis. Stauros era la capital y la ciudad más grande, con casi cincuenta mil habitantes, y Crucis la más pequeña, con veinte mil.

—¿Pero cómo es que aún utilizáis remeros? —pregunte escandalizada. Y, además, ¿quiénes eran aquellos pobres seres que, condenados a galeras, tenían que pasar su vida en las tripas de una oscura embarcación, sudorosos, mal alimentados y enfermos.

—¿Por qué no? —se extrañaron los cuatro.

—¡Es inhumano! —bramó la Roca, tan escandalizado como Farag y yo.

—¿Inhumano? ¡Es un trabajo muy solicitado! —dijo Gete mirando los barcos con melancolía—. Yo sólo pude disfrutar de un permiso de tres meses.

—Remar es un trabajo muy divertido —se apresuró a explicar Mirsgana al ver nuestras caras de asombro—. Los jóvenes, chicos y chicas, están deseando obtener una plaza en un barco de transporte y hay tantas demandas que, para que todos puedan ser remeros, se conceden licencias de tres meses, como ha dicho Gete.

—Tendríais que probarlo —añadió él, sin abandonar la mirada nostálgica—. El ritmo y los diferentes estilos de las paladas que impulsan la embarcación, los movimientos sincronizados, el esfuerzo común, la camaradería… Con el remo muy bien sujeto entre las manos, hay que echarse hacia delante, flexionando las piernas, y luego coger impulso hacia atrás. Es una secuencia preciosa que proporciona una fuerza increíble en los hombros, espalda y piernas. Y, además, se conoce a mucha gente nueva y se fortalecen los lazos de amistad entre las cuatro ciudades.

Valía la pena, me dije, no volver a abrir la boca durante aquel recorrido turístico. Las miradas que intercambié con Farag y el capitán Glauser-Röist me indicaron que estaban pensando lo mismo que yo. Allí todos parecían felices de hacer las cosas que hacían, hasta las más duras y desagradables. ¿O, tal vez, es que no eran tan duras ni tan desagradables después de todo? ¿No serían otros motivos bien distintos —opinión social, poder adquisitivo…— los que las convertían en tales?

Caminamos a lo largo del hermoso paseo que limitaba con el río contemplando cómo la gente se bañaba alegremente en la orilla. Al parecer, como la totalidad del complejo de grutas que formaban
Parádeisos
, esas aguas oscuras mantenían una temperatura constante de veinticuatro o veinticinco grados. La experiencia adquirida en el asunto de los remeros me hizo callar y no preguntar cómo era posible que algunos de aquellos nadadores alcanzaran y superaran a muchas de las piraguas que se deslizaban impulsadas por la fuerza de dos o tres personas. Era tanto lo que había que aprender, había tantas cosas interesantes en
Parádeisos
que estuve segura de que ni Farag, ni la Roca ni yo podríamos denunciar jamás a aquella gente. Los staurofílakes tenían razón cuando decían que seríamos tan incapaces de hacerles daño gratuita e inútilmente como todos los que habían pasado por allí antes que nosotros. ¿Cómo íbamos a permitir que entraran en aquel lugar hordas de policías uniformados para poner fin a una cultura semejante? Sin contar con que luego, las distintas Iglesias pelearían entre ellas por adjudicarse la propiedad de lo que había sido y de lo que quedara de la hermandad o por convertir aquel lugar en centro de curiosidad religiosa o de peregrinación. Los staurofílakes y su mundo desaparecerían para siempre, después de mil seiscientos años de historia, y se convertirían en foco de atracción masiva para periodistas, antropólogos e historiadores de todas partes. Si habían robado la Cruz, sólo tenían que devolverla. Nosotros, y estaba segura de pensar igual que la Roca y Farag, jamás les denunciaríamos.

Nuestro paseo continuaba plácidamente. Stauros contaba con numerosos teatros, salas de conciertos, salas de exposiciones, centros de juegos y entretenimiento, museos (de historia natural, de arqueología, de artes plásticas…), bibliotecas… En éstas encontré, durante los siguientes días y para mi incredulidad, manuscritos originales de Arquímedes, Pitágoras, Aristóteles, Platón, Tácito, Cicerón, Virgilio… Además de primeras ediciones de la
Astronómica
de Manilio,
La medicina
de Celso, la
Historia natural
de Plinio y otros sorprendentes incunables. Cerca de doscientos mil volúmenes se concentraban en aquellas «Salas de la Vida», como las llamaban los staurofílakes, y, lo más curioso: una gran mayoría en
Parádeisos
podían leer los textos en sus versiones originales porque el estudio de lenguas, muertas o vivas, era una de sus aficiones favoritas.

—El arte y la cultura aumentan la armonía, la tolerancia y la comprensión entre las personas —dijo Gete—. Y esto es algo que sólo ahora estáis empezando a comprender ahí arriba.

En las cuadras de Ufa, las más grandes de las cinco que había en las inmediaciones de Stauros, los caballos, yeguas y potrillos campaban a sus anchas por el recinto. En el guadarnés había cientos de ronzales y bridas de todas clases, e infinidad de sillas de montar (todas de un cuero magníficamente repujado) con extrañas cinchas de colores y estribos de madera. Ufa nos invitó a frutos secos y a
posca
, una bebida que ellos tomaban continuamente hecha a base de agua, vinagre y huevos.

Según nos dijeron, la equitación era uno de los (muchos) deportes favoritos de
Parádeisos
. El salto —al trote y al galope—, se consideraba un arte superior. Los jinetes que dominaban esta práctica eran muy admirados por la gente. También hacían carreras o pruebas de habilidad a caballo a lo largo de las galerías y había un juego muy popular, el
Iysóporta
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, que era el preferido de los niños. Pero el trabajo de Ufa, y su pasión, era, en concreto, la doma.

—El caballo es un animal muy inteligente —nos dijo con convicción, pasando la mano suavemente por los cuartos traseros de un potrillo que se había acercado mansamente hasta nosotros—. Basta con enseñarle a comprender las señales de las piernas, las manos y la voz para que se identifique con el pensamiento de su jinete. Aquí no necesitamos ni espuelas ni fustas.

Luego, mientras la tarde iba pasando, se extendió en una larga explicación sobre la necesidad de descartar de entrada el adiestramiento para el salto de caballos que no hubieran sido previamente amaestrados —significara eso lo que significase—, y su interés, desde que era shasta, por introducir la doma en las escuelas, ya que, dijo, era la mejor manera de conocer los movimientos naturales del animal antes de empezar a montarlo o a guiarlo.

Mirsgana, afortunadamente, le interrumpió de manera discreta y le recordó que Khutenptah había venido con nosotros para enseñarnos el sistema de cultivos y que ya se estaba haciendo tarde. Ufa nos ofreció los mejores caballos de sus cuadras pero, como yo no sabía montar, nos dio a Farag y a mí una pequeña calesa con la que pudimos seguir a los demás hasta una zona alejada de Stauros en la que había hectáreas y más hectáreas de huertos perfectamente parcelados. Durante el trayecto, Farag y yo pudimos, por fin, estar un rato a solas, pero no se nos ocurrió perder el tiempo comentando las extrañas cosas que estábamos viendo. Teníamos necesidad el uno del otro y recuerdo haber pasado todo aquel viaje bromeando y riendo. En realidad, descubrimos que los coches de caballos eran mucho más seguros que los de motor por la sencilla razón de que podías dejar de mirar el camino durante un buen rato sin que pasara nada.

Khutenptah nos mostró sus dominios con el mismo orgullo con que Ufa nos había enseñado los suyos. Era hermoso verla pasear, embelesada, entre filas de hortalizas, plantas de forraje, cereales y todo tipo de flores. Glauser-Röist la seguía con la mirada, absorto en sus palabras.

—La roca volcánica —decía— brinda una excelente oxigenación a las raíces, además de ser un sustrato limpio y libre de parásitos, bacterias y hongos. En Stauros hemos dedicado más de trescientos estadios
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a la agricultura; las otras ciudades disponen de más porque han aprovechado algunas galerías. Puesto que
Parádeisos
carece de suelo cultivable, los primeros pobladores tenían que salir al exterior para comprar alimentos o bien se los procuraban a través de los anuak, con el consiguiente riesgo de ser descubiertos. De manera que estudiaron en profundidad el sistema empleado por los babilonios para crear sus maravillosos jardines colgantes y descubrieron que la tierra no es necesaria…

Sólo entonces presté atención a lo que Khutenptah estaba diciendo. Farag y yo seguíamos enzarzados en nuestra propia conversación, ajenos a los demás, y no me había dado cuenta de que, efectivamente, no era tierra lo que pisábamos, sino roca. Todos los productos que brotaban en
Parádeisos
lo hacían dentro de grandes y alargadas vasijas de barro que contenían únicamente piedras.

—Con los desechos orgánicos que produce la ciudad —seguía explicando Khutenptah—, elaboramos los nutrientes para las plantas y se los proporcionamos en el agua.

—Es lo que arriba se conoce como cultivos hidropónicos —comentó Glauser-Röist examinando detenidamente las hojas verdes de un arbusto y alejándose, al fin, con gesto satisfecho—. Todo tiene un aspecto magnifico —sentenció—, pero ¿y la luz? El sol es necesario para la fotosíntesis.

—También sirve la luz eléctrica. Además, la favorecemos agregando ciertos minerales y resinas azucaradas al nutriente.

—Eso no es posible —objetó la Roca, acariciando la raíces de un manzano.

—Entonces,
protospatharios
—dijo ella muy tranquila—, ten por seguro que, en este momento, sufres una alucinación y no estás tocando nada.

Él retiró la mano velozmente y, ¡oh, milagro!, exhibió una de sus escasas sonrisas, aunque esta era amplia y luminosa, absolutamente nueva. Y justo entonces recordé de qué conocía a Khutenptah. No, no la había visto nunca antes, pero en la casa que Glauser-Röist tenía en el Lungotévere dei Tebaldi, en Roma, había dos fotografías de una chica que era idéntica a ella. ¡Por eso estaba la Roca tan deslumbrado! Khutenptah debía recordarle a la otra. El caso es que ambos se enredaron en una complicada conversación sobre resinas azucaradas de uso agrícola y, de igual modo que Farag y yo, muy descortésmente, nos manteníamos algo apartados, ellos acabaron dejando de lado a Ufa, Mirsgana y Gete.

Por fin, muy avanzada la tarde, volvimos a Stauros. La gente paseaba después de un largo día de trabajo y los parques estaban llenos de niños gritones, de observadores silenciosos, de grupos de jóvenes y de malabaristas. Nada les gustaba más que lanzar cosas al aire y recogerlas. El malabarismo les ayudaba a ser ambidextros y ser ambidextros los convertía en fantásticos malabaristas. No sé si ellos lo sabían o si lo habrían intuido, pero usar indistintamente ambas manos para todo tipo de actividades potenciaba el desarrollo simultáneo de los dos hemisferios cerebrales, aumentando de este modo las capacidades artísticas e intelectuales.

Por fin, Mirsgana, Gete, Ufa y Khutenptah nos condujeron misteriosamente hacia el último lugar que íbamos a visitar antes de regresar al
basíleion
para la cena. Se negaron a darnos ninguna explicación pese a nuestros ruegos y, al final, la Roca, Farag y yo, decidimos que lo más práctico y divertido era ser discípulos obedientes y mudos.

Las calles rebosaban de caótica vitalidad. Stauros era una ciudad sin prisas ni tensión, pero vibraba con las pulsaciones de un perfecto ecosistema. Las gentes —esos staurofílakes a los que tanto habíamos perseguido— nos miraban con expectación porque sabían quiénes éramos y nos sonreían y saludaban amistosamente desde las ventanas, los carruajes o las aceras de bellos mosaicos. El mundo al revés, recuerdo haber pensado. ¿O no? Apreté muy fuerte la mano de Farag porque sentí que habían cambiado tantas cosas y que yo había cambiado también tanto que necesitaba sujetarme a algo firme y seguro.

Cuando la calesa dobló una esquina y entró de golpe en una inmensa plaza en la que, al fondo, detrás de una zona de jardines, se veía un edificio descomunal de seis o siete pisos de altura, cuya fachada estaba constelada de vidrieras de colores y cuyas numerosas torres puntiagudas acababan en afilados pináculos, supe que habíamos llegado realmente al final de nuestro camino, al final del largo camino que de manera tan irreflexiva habíamos iniciado meses atrás.

—El Templo de la Cruz —anunció solemnemente Ufa, pendiente de nuestra reacción.

Creo que de todos los momentos vividos hasta entonces, ese fue el más emocionante y el más grandioso. Ninguno de los tres podía apartar los ojos de aquel templo, paralizados por la emoción de haber alcanzado, finalmente, la última etapa de nuestro viaje. Estaba segura de que ni siquiera el capitán albergaba la intención de reclamar la reliquia en nombre de unos intereses que ya no nos importaban, pero haber llegado hasta el corazón del Paraíso Terrenal, después de tantos esfuerzos, angustias y miedos, con la única compañía de Virgilio y Dante Alighieri, era algo demasiado importante como para dejar escapar una sola migaja de sentimientos y sensaciones.

Entramos en el templo sobrecogidos por la grandiosidad del lugar, brillantemente iluminado por millones de cirios que doraban los mosaicos y las bóvedas, el oro y la plata, el azul de la cúpula. No era una iglesia al uso; su decoración y condiciones la convertían en realmente excepcional, mezcla de estilos bizantino y copto, a medio camino entre la sencillez y el exceso oriental.

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