Bajando por unas escaleras llegamos al lugar donde santa Helena descubrió las tres cruces, según contaba Santiago de la Vorágine en su
Leyenda dorada
. La cámara era una estancia amplia y vacía, de piedra, en uno de cuyos rincones una barandilla de hierro protegía el punto exacto donde aparecieron las reliquias. El padre Murphy, mesándose la barba, empezó a contarnos la leyenda y de ese modo descubrimos que sabíamos mucho más que uno de los más reputados expertos mundiales. Pero el afable y grueso arqueólogo se dio cuenta pronto de que se hallaba en compañía de expertos, así que, con toda humildad, escuchó algunas de nuestras apreciaciones.
Recorrimos la basílica de arriba abajo —rotonda de la Anástasis incluida— y, durante la visita, Pierantonio y el padre Murphy nos contaron que tanto la comunidad latina, como la greco-ortodoxa y la armenio-ortodoxa eran copropietarias a partes iguales del templo, que se regía por un
status quo
, es decir, por un frágil acuerdo que, a falta de otra solución mejor, intentaba poner paz entre las iglesias cristianas de Jerusalén. También los coptos ortodoxos, los sirio-ortodoxos y los etíopes podían oficiar sus ceremonias en la basílica y, por ese motivo, Farag protestó vehementemente, ya que los copto-católicos no gozaban de semejante derecho; pero el padre Murphy le suplicó, medio en broma medio en serio, que no echara más leña al fuego, que no estaban las cosas para nuevos levantamientos populares.
Cuando acabamos el recorrido por la basílica, mi hermano y el padre Murphy nos propusieron continuar nuestra ruta turística visitando otros santos lugares de la ciudad.
—Aún queda algo aquí que no hemos visto —rechacé—. La cripta subterránea.
Pierantonio me miró sin comprender y Murphy Clark esbozó una sonrisa satisfecha.
—¿Cómo conoce usted, doctora, la existencia de la cripta? —preguntó, intrigado.
—Sería muy largo de contar, Murphy —le respondió Farag, quitándome la palabra de la boca—, pero estaríamos muy interesados en verla.
—Va a ser complicado… —murmuró pensativo, volviendo a mesarse la barba—. Esa cripta es propiedad de la Iglesia Ortodoxa Griega y sólo unos pocos sacerdotes católicos, que pueden contarse sobradamente con los dedos de una mano, han conseguido entrar en ella. Acaso su hermano, el Custodio Salina, podría obtener el permiso.
—¡Pero si yo ni siquiera sabía que existía! —alegó mi hermano, desconcertado.
—Yo tampoco la he visto, padre —repuso Murphy—, pero, como a su hermana, me encantaría poder hacerlo. Pídale autorización al Patriarca ortodoxo de Jerusalén. Con una llamada bastara.
—¿Es absolutamente necesario? —quiso saber mi hermano antes de empezar a pedir favores políticamente comprometidos.
—Te aseguro que sí.
Pierantonio se dirigió a la salida y, resguardándose de la multitud en un rincón del atrio, fuera de las puertas, sacó el teléfono móvil del bolsillo de su hábito. Sólo tardó unos minutos.
—¡Hecho! —nos anunció alegremente a su vuelta—. Vamos a buscar al padre Chrisostomos. ¡No ha sido fácil! Por lo visto se trata de una bóveda secreta, oculta en lo más profundo de la basílica. Tendríais que haber oído las exclamaciones de sorpresa e incredulidad que me han llegado a través del teléfono. ¿Cómo es que conocíais su existencia?
—Es una historia muy larga, Pierantonio.
Mi enardecido hermano se dirigió al primer sacerdote ortodoxo que se le puso por delante y pocos minutos después nos hallábamos frente a un pope de barba grisácea que usaba el gorro modelo «tejadillo de chimenea», idéntico al de los hombres de la Florencia renacentista. El padre Chrisostomos, que llevaba unas gafas sobre el pecho colgando de un hilillo, nos miró absolutamente desconcertado. Su expresión delataba bien a las claras que todavía no se había repuesto de la reciente llamada que le avisaba de nuestra llegada y del motivo de la misma. Pierantonio se adelantó y se presentó a sí mismo utilizando todos sus cargos, que eran más de los que yo conocía, y el padre Chrisostomos le estrechó la mano con respeto, aunque sin variar el gesto de sorpresa que parecía habérsele petrificado en la cara. Luego fuimos presentados los demás y, por fin, el sacerdote ortodoxo dejó salir la angustia que oprimía su sobrecogido corazón:
—No quisiera ser indiscreto, pero ¿podrían explicarme cómo han conocido la existencia de la Cámara?
La Roca le respondió:
—Por unos documentos antiguos que hablaban de su construcción.
—¿Ah, sí? Pues, si no les incomodan mis preguntas, me gustaría saber algo más. El padre Stephanos y yo llevamos toda nuestra vida custodiando las reliquias de la Verdadera Cruz que se conservan en la cripta, pero no teníamos noticias de que esta fuera conocida y de que hubiera documentos que hablaran de su construcción.
Mientras descendíamos, piso tras piso, hacia las profundidades de la tierra, entre Farag, la Roca y yo, fuimos contando lo que sabíamos sobre las cruzadas y la cámara secreta, aunque sin mencionar a los staurofílakes. Por fin, después de bajar cientos de escalones de piedra, llegamos hasta un recinto rectangular aparentemente habilitado como trastero. Cuadros de antiguos patriarcas colgaban de las paredes, muebles cubiertos por fundas de plástico parecían dormir el sueño de los justos, incluso había un viejo hábito ortodoxo, colgado de una percha, inmóvil como un fantasma. Al fondo, una cancela de hierro protegía una segunda puerta de madera que parecía ser nuestro objetivo. Un viejecito de larga barba blanca se levantó de una silla al vernos entrar.
—Padre Stephanos, tenemos invitados —anunció el padre Chrisostomos.
Los dos curas intercambiaron un breve diálogo en voz baja y luego se volvieron hacia nosotros.
—Adelante.
El cura ortodoxo viejecito sacó un manojo de llaves de hierro de entre los pliegues de su sotana, se dirigió hacia la cancela y la abrió muy lentamente, como a cámara lenta. Antes de hacer lo mismo con la puerta de madera, pulsó un interruptor antediluviano situado en el dintel.
Mi sorpresa fue mayúscula cuando, al entrar en la bóveda secreta de los staurofílakes, la cripta construida en torno al año 1000 para proteger la reliquia de la Vera Cruz de la destrucción ordenada por el enloquecido califa Al-Hakem, me encontré con una suerte de barracón militar amueblado como una cocina. Un segundo vistazo, tras reponerme a duras penas de la impresión, me permitió distinguir un pequeño altar en el centro de la estancia en el que se mostraba un bello icono con una imagen de la crucifixión y, delante, un par de cruces de pequeño tamaño que resultaron ser los relicarios que contenían las santas astillas. A mi izquierda, unos viejos armarios metálicos de oficina servían de complemento perfecto para las sillas plegables y las mesas de madera abandonadas por doquier. ¡Si los staurofílakes vieran aquello! Aunque, pensándolo mejor, quizá fuera la forma más inteligente —si es que se trataba de una decisión consciente— de proteger algo tan valioso.
El padre Stephanos y el padre Chrisostomos se santiguaron repetidamente al modo ortodoxo y, luego, con una gran reverencia y respeto nos enseñaron, a través de los cristales de los relicarios, los menudos pedazos de madera de la cruz encontrada por santa Helena. Todos procedimos a besar aquellos objetos, a excepción de la Roca, que nos daba la espalda y permanecía inmóvil como una estatua de sal. El padre Stephanos, al darse cuenta, se acercó despacito hasta él y buscó con la mirada lo que el capitán estaba contemplando con tanto interés.
—Es hermoso, ¿verdad? —dijo en un correctísimo inglés.
Los demás nos acercamos también hasta allí y, ¡oh, sorpresa!, descubrimos un bello Crismón de Constantino pintado sobre una gran tabla de madera oscura que contenía un largo texto griego. La tabla descansaba directamente sobre el suelo y se apoyaba contra la pared.
—Es mi oración preferida. Llevo cincuenta años meditando acerca de ella y, créame, cada día encuentro algún nuevo tesoro en su sencilla sabiduría.
—¿Qué es? —preguntó Farag, agachándose para examinarla mejor.
—Hace unos treinta años, unos expertos ingleses nos dijeron que se trataba de una oración cristiana muy antigua, probablemente del siglo
XII
o
XIII
. El penitente que la encargó, o el artista que la realizó, no era griego, porque el texto contiene muchos errores. Los expertos dijeron que probablemente se trataría de algún hereje latino que visitó este lugar y que, en agradecimiento, regaló a la basílica esta hermosa tabla con los pensamientos que le inspiró la Verdadera Cruz.
Me puse en cuclillas junto a Farag y traduje en voz baja las primeras palabras: «Tú que has superado la soberbia y la envidia, supera ahora la ira con paciencia». Me incorporé de un saltó y miré significativamente al capitán.
—«Tú que has superado la soberbia y la envidia, supera ahora la ira con paciencia» —repetí en italiano.
El capitán, comprendiendo el mensaje, abrió mucho los ojos. Cualquier aspirante a staurofílax que hubiera superado las pruebas de Roma y Rávena, es decir, las cornisas de la soberbia y la envidia, sabría que aquel mensaje le estaba personalmente dirigido.
—Eso es lo que dice la primera frase, la que está pintada con letras unciales rojas.
El padre Stephanos me miró cariñosamente.
—¿La señorita ha comprendido el sentido de la oración?
—¡Perdón! —me disculpé precipitadamente—. He cambiado de idioma sin darme cuenta. Lo lamento.
—¡Oh, no se preocupe! Me ha alegrado mucho ver la emoción en sus ojos cuando ha leído el texto. Creo que ha captado la importancia de la plegaria.
Farag se puso en pie y los tres intercambiamos significativas miradas de inteligencia; y para que no faltara de nada en aquella escena, a renglón seguido, los tres miramos al padre Stephanos… ¿Padre Stephanos o Stephanos, el staurofílax?
—¿Les interesa? —quiso saber el anciano—. Si les interesa puedo darles un folleto que se imprimió poco después de la visita de los expertos ingleses. Incluye una fotografía completa de la tabla y varias más pequeñas con detalles concretos. Lo malo es que se trata de una publicación un poco antigua y las imágenes son en blanco y negro. Pero la oración viene traducida, aunque —añadió muy sonriente y orgulloso— debo avisarles de que el traductor fui yo —y poniendo cara de emoción, empezó a recitar de memoria—: «Tú que has superado la soberbia y la envidia, supera ahora la ira con paciencia. Igual que la planta crece impetuosa por voluntad del sol, implora a Dios que su luz divina caiga sobre ti desde el cielo. Dice Cristo: no tengas otro miedo sino el temor de los pecados. Cristo os dio comida en grupos de cien y cincuenta hambrientos. Su bendita palabra no dijo grupos de noventa o de dos. Confía, pues, en la justicia como los atenienses y no temas a la tumba. Ten fe en Cristo como la tuvo incluso el malvado recaudador. Tu alma, al igual que los pájaros, corre y vuela hacia Dios. No se lo impidas cometiendo pecados y llegará. Si vences al mal saldrá la luz antes del amanecer. Purifica tu alma inclinándote ante Dios como un humilde suplicante. Con ayuda de la Verdadera Cruz, golpea sin piedad tus apetitos terrenales. Clávate en ella con Jesús con siete clavos y siete golpes. Si lo haces, Cristo, en su Majestad, saldrá a recibirte a la dulce puerta. Que tu paciencia se vea colmada por esta oración. Amén». ¿A que es hermosa?
—Es… bellísima, padre Stephanos —murmure.
—¡Oh, veo que les ha emocionado! —exclamó, feliz—. ¡Voy a buscar esos folletos y les daré uno a cada uno!
Y con su paso vacilante y lento, salió de la cripta y desapareció.
La tabla era, indiscutiblemente, muy antigua. La madera estaba oscurecida por el humo de los cirios que, durante siglos, habían brillado frente a ella, aunque ahora no tuviera ninguno. Mediría aproximadamente un metro de alto por metro y medio de largo y las letras eran unciales griegas. El texto estaba escrito con tinta negra, aunque en la primera y la última frase las letras aparecían pintadas con un borde rojo. Encima, como un escudo o una seña de identidad, el Crismón del emperador con el travesaño horizontal.
Mi hermano percibió rápidamente que habíamos dado con algo importante. Así que se enzarzó en una conversación banal con el padre Murphy y con el padre Chrisostomos para que Farag, la Roca y yo pudiéramos hablar.
—Esta tabla —observó el capitán— es lo que hemos venido a buscar a Jerusalén.
—El mensaje no puede ser más claro —asintió Farag—. Tendremos que estudiarlo cuidadosamente. El contenido es muy extraño.
—¿Extraño? —exclamé—. ¡Rarísimo! Vamos a quemarnos los ojos intentando comprenderlo.
—¿Y qué me dicen del padre Stephanos? —preguntó la Roca.
—Staurofílax —respondimos Farag y yo a la vez.
—Sí, está claro.
El mencionado padre reapareció con sus folletos en las manos, bien sujetos para que no se le cayeran.
—Recen esta oración todos los días —nos pidió mientras nos los entregaba—, y descubrirán cuánta belleza puede esconderse en sus palabras. No se imaginarían la devoción que puede llegar a inspirar si se recita con paciencia.
Sentí crecer una ira absurda en mi interior contra aquel cínico staurofílax. Arrinconé la idea de que era un anciano, de que podía no ser miembro de la hermandad, y deseé ardientemente agarrarlo por la sotana y gritarle que dejara de reírse de nosotros porque habíamos estado a punto de morir varias veces por culpa de su extraño fanatismo. Entonces recordé que aquella nueva prueba era, no por casualidad, la de la ira, e intenté sofocar la furia que —estaba segura— el cansancio físico y mental alentaban. Sentí ganas de llorar al darme cuenta de que aquella ruta iniciática estaba meticulosamente calculada por esos endiablados diáconos milenaristas.
Sonámbulos, salimos de aquel recinto llevando con nosotros el cariño del viejo sacerdote y la simpatía y el agradecimiento del padre Chrisostomos, al que habíamos prometido enviar toda la documentación histórica sobre la construcción de la cripta. A esas horas de la tarde, todavía estaban entrando oleadas de turistas en la basílica del Santo Sepulcro.
Nos cedieron un modesto despacho en la delegación para que pudiéramos trabajar sobre el texto de la plegaria. El capitán exigió un equipo informático con acceso a la red y Farag y yo pedimos varios diccionarios de griego clásico y griego bizantino que nos fueron traídos desde la biblioteca de la Escuela Bíblica de Jerusalén. Después de cenar frugalmente, Glauser-Röist se colocó frente al ordenador y empezó a trastearlo. Los ordenadores eran para él como instrumentos musicales que debían estar perfectamente afinados o como potentes motores cuyas piezas debían girar siempre bien engrasadas. Mientras se entretenía en estos quehaceres informáticos, Farag y yo extendimos los folletos sobre la mesa y empezamos a trabajar en la oración.