La traducción del padre Stephanos podía calificarse de meritoria. Su interpretación del texto griego era irreprochable desde el punto de vista del estilo, aunque, gramaticalmente, dejaba algo que desear. Sin embargo, reconocimos que el anciano no hubiera podido hacer otra cosa con un material tan deficitario como el que proporcionaba la plegaria. Resultaba evidente que su autor no dominaba bien la lengua griega: algunos tiempos verbales, aún admitiendo que manejar los verbos griegos es sumamente complicado, estaban mal escritos y algunas palabras estaban mal colocadas en las frases. Lo lógico hubiera sido pensar que, quien redactó aquella oración, había puesto toda su buena voluntad en trasladar sus pensamientos a una lengua que no conocía lo suficiente, impulsado por alguna necesidad social o religiosa, pero sabiendo como sabíamos que se trataba en realidad de un mensaje staurofílax, no podíamos pasar por alto aquellas irregularidades. Lo primero que nos llamó la atención fueron las frases que contenían numerales, en parte porque resultaban absurdas en el contexto y en parte porque estábamos casi seguros de que podía tratarse de algún tipo de clave: «Cristo os dio comida en grupos de cien y cincuenta hambrientos. Su bendita palabra no dijo grupos de noventa o de dos», y también: «Clávate en ella con Jesús con siete clavos y siete golpes». El número siete no podía ser casual —a esas alturas lo teníamos bastante claro—, pero ¿y el número cien, el cincuenta, el noventa y el dos?
Aquella noche no pudimos adelantar mucho. Estábamos tan cansados que apenas podíamos mantener los ojos abiertos. Así que nos fuimos a la cama, convencidos de que, unas cuantas horas de sueño, obrarían maravillas sobre nuestras capacidades intelectuales.
Pero el día siguiente tampoco obtuvimos buenos resultados. Volvimos el texto del revés, lo analizamos palabra por palabra, y, a excepción de las frases primera y última, las que venían remarcadas por un borde de color rojo, nada en el cuerpo de la plegaria aludía directamente a las pruebas de los staurofílakes. A última hora de la tarde, sin embargo, averiguamos un dato que sólo entenebreció más las pocas ideas que se nos habían ocurrido: la frase «Cristo os dio comida en grupos de cien y cincuenta hambrientos» no tenía otro sentido que la referencia al pasaje evangélico de la multiplicación de los panes y los peces, en el cual el evangelista Marcos decía textualmente que la multitud «se acomodó en grupos de cien y de cincuenta»
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. O sea, que nos habíamos quedado otra vez con las manos vacías.
El despacho que nos había proporcionado la delegación pronto se quedó pequeño. Los libros de consulta que nos traían de la Escuela Bíblica, las notas, los diccionarios, las hojas impresas de material extraído de Internet, fueron
peccata minuta
en comparación con los paneles que empezamos a utilizar durante el siguiente fin de semana. Farag pensó que quizá veríamos algo —o veríamos más— si trabajábamos sobre una fotografía en formato grande de la oración. El capitán procedió a escanear la imagen del folleto dotándola de la máxima definición, y luego, como hizo con la silueta en papel de Abi-Ruj Iyasus, empezó a imprimir hojas que adhirió sobre una lámina de cartón de las mismas dimensiones que la tabla original. Luego, aquella reproducción fue colocada sobre un trípode de patas largas que ya no cupo en el despacho. Así que el domingo nos trasladamos con todos nuestros enseres a otra estancia más amplia en la que, además, disponíamos de una pizarra grande sobre la que dibujar esquemas o analizar oraciones.
El domingo por la tarde, abandoné a su suerte a mis desgraciados compañeros —la desesperación empezaba a hacer mella en nuestro ánimo— y me dirigí, yo sola, hasta la iglesia de los Franciscanos en la Ciudad Vieja de Jerusalén. Mi hermano Pierantonio celebraba misa todos los domingos a las seis, y yo no podía perderme algo tan especial estando allí (entre otras cosas porque mi madre me hubiera matado). Como la iglesia de los Franciscanos estaba adosada a los muros de la basílica del Santo Sepulcro, una vez que abandoné el coche de la delegación fuera de las murallas, caminé siguiendo la misma ruta del primer día. Necesitaba pasear tranquilamente, reencontrarme conmigo misma y ¿qué mejor sitio que Jerusalén? Me sentía una auténtica privilegiada por recibir codazos y empujones a lo largo de la Vía Dolorosa.
Según las indicaciones que me había dado Pierantonio por teléfono, la iglesia de los Franciscanos quedaba justo en el lado opuesto a la entrada de la basílica, de modo que no llegué hasta la plaza, sino que me desvié hacia la derecha un par de callejuelas antes. Di un extraño rodeo, completamente sola, para llegar a mi destino.
Escuché misa con devoción y recibí la comunión de manos de Pierantonio, con el que me fui de paseo al finalizar. Hablamos mucho; pude contarle detalladamente toda la historia de los robos de
Ligna Crucis
y los staurofílakes. Y, cuando ya anochecía, se ofreció a acompañarme hasta la delegación apostólica. Regresamos sobre nuestros pasos —vía Cúpula de la Roca, la mezquita de Al-Aqsa, y muchas otras cosas más— y nos detuvimos en la plaza de la basílica del Santo Sepulcro, atraídos por una pequeña multitud que se congregaba junto a la puerta disparando fotografías y grabando con cámaras de video la clausura de las puertas por ese día.
—¡Es increíble! ¡A la gente le llama la atención cualquier cosa! —ironizó mi hermano—. ¿Y tú, turista? ¿También quieres verlo?
—Eres muy amable —respondí con sarcasmo—, pero no, gracias.
Sin embargo, di un paso en aquella dirección. Supongo que no podía sustraerme al encanto de un anochecer en el corazón cristiano de Jerusalén.
—Por cierto, Ottavia, hay algo que quería comentarte y no había encontrado el momento de hacerlo.
Como en una atracción circense, un hombrecillo menudo, subido a una altísima escalera apoyada contra las puertas, estaba siendo iluminado por los focos y los destellos de las cámaras fotográficas. El hombre se afanaba con la sólida cerradura de hierro.
—Por favor, Pierantonio, no me digas que tienes más asuntos turbios que contarme.
—No, si no tiene nada que ver conmigo. Es sobre Farag.
Me giré bruscamente hacia él. El hombrecillo empezaba a descender por la escalera.
—¿Qué pasa con Farag?
—A decir verdad —empezó mi hermano—, con Farag no pasa nada que no pueda pasar. La que parece tener problemas eres tú.
El corazón se me paró en el pecho y noté que la sangre huía de mi cara.
—No sé de qué estás hablando, Pierantonio.
Unos gritos y un murmullo de alarma salieron del grupo de espectadores. Mi hermano se volvió rápidamente a mirar, pero yo me quedé como estaba, paralizada por las palabras de Pierantonio. Había intentado mantener a raya mis sentimientos, había hecho todo lo posible para no dejar que se traslucieran y hete aquí que Pierantonio me había pillado.
—¿Qué ha pasado, padre Longman? —oí que preguntaba mi hermano. Levanté la mirada del suelo y vi que se dirigía a otro fraile franciscano que se encontraba cerca de nosotros.
—Hola, padre Salina —le saludó el interpelado—. El Guardián de las Llaves se ha caído al bajar por la escalera. Se le ha ido el pie y se ha desplomado. Menos mal que ya estaba cerca del suelo.
Me encontraba tan entumecida por la pena y el susto que tardé unos segundos en reaccionar. Pero, gracias a Dios, mi cerebro volvió a funcionar bien, y una voz subconsciente empezó a repetirme dentro de la cabeza: «El Guardián de las Llaves, el Guardián de las Llaves». Salí de la bruma con grandes dificultades mientras Pierantonio le daba las gracias a su hermano de Orden.
—El hombre de la escalera ha dado un traspiés… Bueno, volvamos a lo nuestro. Me había prometido a mí mismo que hoy hablaría, sin falta, de este asunto contigo. En fin, que, si no me he equivocado, tienes un problema muy serio, hermanita.
—¿Qué te ha dicho exactamente ese fraile de tu Orden?
—No intentes cambiar de tema, Ottavia —me reconvino Pierantonio, muy serio.
—¡Déjate de tonterías! —le increpé—. ¿Qué te ha dicho exactamente?
Mi hermano estaba más que sorprendido por mi súbito cambio de humor.
—Que el portero de la basílica, cuando estaba bajando la escalera, ha dado un traspiés y se ha caído.
—¡No! —grité—. ¡No ha dicho portero!
Alguna luz debió hacerse de pronto en la mente de mi hermano porque el gesto de su cara cambió y vi que había comprendido.
—¡El Guardián de las Llaves! —articuló entre titubeos—. ¡El que tiene las llaves!
—¡Tengo que hablar con ese hombre! —exclamé mientras le dejaba con la palabra en la boca y me abría paso entre los turistas. Alguien que recibe el nombre de «Guardián de las Llaves» de la basílica del Santo Sepulcro de Jerusalén tiene que estar bastante relacionado con aquel «que tiene las llaves: el que abre y nadie cierra, y cierra y nadie abre». Y si no era así, pues bueno; pero había que intentarlo.
Para cuando llegué al centro del corro, el hombrecito ya se había puesto en pie y se estaba sacudiendo la suciedad de la ropa. Como otros muchos árabes que había tenido ocasión de contemplar esos días, iba en camisa y sin corbata, con el cuello abierto y las mangas dobladas, y lucía un fino bigotito sobre el labio superior. Su gesto era de enfado y de rabia contenida.
—¿Es usted al que llaman el «Guardián de las Llaves»? —le pregunté en inglés, un poco azorada.
El hombrecillo me miró con indiferencia.
—Creo que está claro, señora —repuso muy digno y, acto seguido, me dio la espalda y pasó a ocuparse de la escalera, que continuaba apoyada contra las puertas. Sentí que estaba perdiendo una oportunidad única, que no debía dejarlo escapar.
—¡Escuche! —le grité para llamar su atención—. ¡Me dijeron que preguntara
al que tiene las llaves
!
—Me parece muy bien, señora —respondió sin volverse, dando por sentado que yo era una pobre loca. Golpeó un ventanuco disimulado en una de las hojas y este se abrió.
—No lo entiende, señor —insistí, apartando a dos o tres peregrinos que se empeñaban en filmar con sus cámaras cómo la escalera desaparecía por el postigo—. Me dijeron que preguntara al que abre y nadie cierra, y cierra y nadie abre.
El hombre se quedó unos segundos en suspenso y luego se volvió y me miró fijamente. Durante un instante, me observó como el entomólogo que estudia un insecto, y luego, no pudo evitar manifestar su sorpresa:
—¿Una mujer?
—¿Acaso soy la primera?
—No —articuló, después de pensar un poco—. Hubo otras, pero no conmigo.
—Entonces ¿podemos hablar?
—Por supuesto —dijo, pellizcándose el bigote—. Espéreme aquí mismo dentro de media hora. Si no le importa, ahora debo terminar.
Dejé que continuara su trabajo y volví con Pierantonio, que me esperaba impaciente.
—¿Era él?
—Sí. Me ha citado aquí dentro de media hora. Supongo que quiere verme sin gente alrededor.
—Bueno, pues demos un paseo.
Media hora no era mucho tiempo, pero si lo que mi hermano pretendía era volver sobre el tema de Farag, podía convertirse en una eternidad. Así que, para gastar minutos, le pedí el teléfono móvil y llamé al capitán. La Roca se mostró satisfecho por la noticia del «Guardián de las Llaves», pero también alarmado porque ni Farag ni él podrían llegar a la cita aunque salieran corriendo de la delegación. De manera que empezó a enumerar una larga lista de preguntas para hacerle al Guardián y terminó repitiéndose lamentablemente como un disco rayado, recordándome que hiciera o dijera aquello que acababa de decirme que hiciera o dijera. La verdad es que, después de cuatro días de retraso sobre nuestros planes, haber encontrado una pista tan importante era una luz en medio de la oscuridad. Ahora ya podríamos llevar a cabo la prueba de Jerusalén, fuera la que fuera, y salir hacia Atenas cuanto antes.
De este modo, hablando extensamente con el capitán, conseguí que transcurriera el plazo de tiempo sin que mi hermano tuviera ocasión de hacerme ninguna pregunta comprometida. Cuando, por fin, le devolví el móvil, Pierantonio, sonrió. Estábamos delante de su iglesia, la franciscana.
—Supongo que piensas que ya no podemos hablar sobre tu amigo Farag —me dijo, sujetándome por el codo y dirigiéndome hacia la callejuela empedrada que iba a dar a la Vía Dolorosa.
—Exactamente.
—Sólo quiero ayudarte, pequeña Ottavia. Si lo estás pasando mal, puedes contar conmigo.
—Lo estoy pasando muy mal, Pierantonio —admití, cabizbaja—, pero supongo que todos los religiosos atravesamos alguna vez una crisis de este tipo. No somos seres especiales, ni estamos a salvo de los sentimientos humanos. ¿Acaso a ti no te ha pasado nunca?
—Bueno… —murmuró, mirando en la dirección contraria a mí—. Lo cierto es que sí. Pero hace mucho tiempo de aquello y, al final, a Dios gracias, triunfó mi vocación.
—En eso confío yo, Pierantonio —hubiera querido abrazarle, pero no estábamos en Palermo—. Confío en Dios, y si Él quiere que siga Su llamada, me ayudará.
—Rezaré por ti, hermanita.
Habíamos llegado a la plaza del Santo Sepulcro y el Guardián de las Llaves me esperaba delante de la puerta, tal y como me había dicho. Me acerqué despacito y me planté a pocos pasos de él.
—Repítame la frase, por favor —me pidió amablemente.
—Me dijeron: «Pregunta al que tiene las llaves: el que abre y nadie cierra, y cierra y nadie abre».
—Muy bien, señora. Ahora escuche con atención. El mensaje que tengo para usted es el siguiente: «La séptima y la novena».
—¿«La séptima y la novena»? —repetí, desorientada—. ¿Qué séptima y qué novena? ¿De qué está hablando?
—No lo sé, señora.
—¿No lo sabe?
El hombrecillo se encogió de hombros. Hacía calor aquella noche.
—No, no señora. Yo no sé lo que significa.
—¿Y, entonces, qué tiene usted que ver con… con los staurofílakes?
—¿Con quién? —arqueó las cejas y se peinó el flequillo negro con la palma de la mano—. No sé nada de todo eso, discúlpeme. Verá, mi nombre es Jacob Nusseiba. Mují Jacob Nusseiba. Nosotros, los Nusseiba, hemos sido los encargados de abrir y cerrar todos los días las puertas de la basílica del Santo Sepulcro desde el año 637, cuando el califa Omar nos las entregó. Cuando el califa entró en Jerusalén, mi familia formaba parte de su ejército. Para evitar conflictos entre los cristianos, que estaban muy enfrentados unos con otros, nos entregó las llaves a nosotros. Desde entonces, y durante trece siglos, el hijo mayor de cada generación Nusseiba ha sido el Guardián de las Llaves. En algún momento de la historia, a esta larga tradición se unió otra de carácter secreto. Cada padre le dice a su hijo en el momento de pasarle las llaves: «Cuando te pregunten si tú eres el que tiene las llaves, el que abre y nadie cierra y el que cierra y nadie abre, deberás contestar: “La séptima y la novena”». Lo memorizamos y lo decimos desde hace muchos siglos cuando alguien nos pregunta, como ha hecho usted hoy.