Y sí, el primer símbolo apareció casi inmediatamente, un sencillo circulo con un punto más sencillo todavía en el centro, pero de oro puro, de un oro purísimo que, incluso en la cerrada penumbra del pasaje centelleaba bajo la poca luz que atravesaba el techo. Si no nos hubiéramos encontrado en una situación tan apurada, con las largas espinas amenazándonos por todas partes, rasgándonos la ropa y arañándonos la piel, seguramente nos habríamos detenido a contemplar tanta riqueza (pues contabilizamos quince de aquellas representaciones solares), pero teníamos prisa por salir de allí, por llegar a algún lugar donde poder movernos sin agobios, sin pinchazos y sin las erupciones que nos producían las ortigas; y, además, la noche se nos estaba echando encima.
En aquellos momentos pensábamos con verdadero pánico en lo que podríamos encontrar al cruzar la puerta del séptimo y último planeta, la Luna, pero cualquier suposición que nos hubiéramos hecho, por terrible que fuera, se quedó corta al lado de la casi increíble realidad. De entrada, la hoja de hierro, como si tuviera un obstáculo detrás, apenas se abría lo suficiente como para dejarnos pasar con bastantes aprietos; pero el obstáculo sólo era la maleza del muro de enfrente: el pasillo era ya tan estrecho que sólo un niño hubiera podido recorrerlo sin arañarse. Los setos de espinos de las paredes y el techo, podados de manera que dejaban en el centro un hueco con forma humana, nos obligaban a caminar con la cabeza enjaulada por dos finos aleros de zarzas que se cerraban en torno al cuello, impidiéndonos cualquier acción que no fuera seguir el camino marcado. Como Farag y el capitán superaban la altura y la anchura de la forma recortada —que se acoplaba a mi cuerpo como un traje ajustado—, me empeñé en darles mi chaqueta y mi jersey para evitarles, en lo posible, los espantosos arañazos que iban a sufrir, y en ponerles encima, sobre todo al capitán, las mantas de supervivencia. Sin embargo, Farag se negó en redondo a dejarse envolver.
—¡Todos vamos a recibir arañazos,
Basíleia
! —me gritó, enfadado—. ¿Es que no ves que la prueba consiste en eso? ¡Forma parte del plan! ¿Por qué tendrías tú que sufrir más que nosotros?
Le miré fijamente a los ojos, intentando transmitirle toda la determinación que sentía.
—Escúchame, Farag: yo sólo recibiré arañazos, ¡pero vosotros vais a tener heridas muy serias si no os tapáis con toda la ropa posible!
—Profesor Boswell —atajó la Roca—, la doctora Salina está en lo cierto. Coja su chaqueta y cúbrase.
—Y los gorros —añadí—, pónganse los gorros sobre la cara.
—Habrá que cortarlos. Hacer agujeros para los ojos.
—Tú también te protegerás la cara con el gorro, Ottavia. No me gusta nada todo esto… —farfulló Boswell.
—Sí, no te preocupes. Yo también me cubriré.
El corredor del séptimo planeta fue una horrible pesadilla, aunque el capitán dijo que los símbolos del suelo, lunas crecientes de plata semejantes a cuencos, eran los más bellos de todo el laberinto. Él podía verlos porque iba el primero y llevaba la linterna, pero supongo que, aunque yo hubiera conseguido inclinar la cabeza para mirarlos —maniobra imposible—, me habría dado exactamente lo mismo. Recuerdo haber sentido ganas, en mi desesperación, de incrustarme contra las plantas para terminar de una vez con aquellos cientos de insoportables pellizcos diminutos, de pinchazos afilados, de cortes que me hacían sangrar por los brazos, las piernas e, incluso, las mejillas, porque no había lana, ni tejido alguno, capaz de parar los asaltos de aquellas dagas. Recuerdo sentir el frío de los hilillos de sangre al secarse, recuerdo haber intentando calmarme pensando en lo que Cristo sufrió camino del Calvario con su Corona de Espinas, recuerdo haberme encontrado al borde de la desesperación, de la histeria incontrolada. Recuerdo, sin embargo, sobre todas las demás cosas, la mano pringosa de sangre de Farag buscando la mía. Y creo que fue entonces, en esos momentos en que no podía ejercer ningún tipo de control sobre mí misma, cuando me di cuenta de que me estaba enamorando de aquel extraño egipcio que parecía estar siempre pendiente de mí y que me llamaba
emperatriz
a escondidas de todo el mundo. Era imposible y, sin embargo, aquello que sentía no podía ser otra cosa que amor, aunque no tuviera ninguna referencia anterior en mi vida con la que poder compararlo. Porque yo nunca me había enamorado, ni siquiera cuando era adolescente, así que jamás entendí el significado de esa palabra, ni tuve ningún problema sentimental. Dios era mi centro y siempre me había protegido de esos sentimientos que volvían locas a mis hermanas mayores y a mis amigas, obligándolas a decir y hacer tonterías y estupideces. Sin embargo, ahora, yo, Ottavia Salina, religiosa de la Orden de la Venturosa Virgen María y con casi cuarenta años a mis espaldas, me estaba enamorando de ese extranjero de los ojos azules. Y ya no sentí más los espinos. Y si los sentí, no lo recuerdo.
Obviamente, el resto del corredor del séptimo planeta fue una larga lucha conmigo misma, una lucha perdida, aunque yo entonces pensaba que todavía podía hacer algo por impedir lo que me estaba ocurriendo, y, de hecho, eso fue lo que decidí antes de que llegáramos frente a la última puerta de aquel diabólico laberinto de rectas: ese desconocido sentimiento que me aturdía, que me aceleraba el corazón y que me daba ganas de llorar, y de reír, y que me hacía existir sólo por aquella mano que todavía apretaba la mía, era el producto absurdo de las terribles situaciones que estaba viviendo. En cuanto esta aventura de los staurofílakes terminara, yo volvería a mi casa y todo sería como antes, sin más arrebatos ni boberías. La vida tornaría a su cauce y yo regresaría al Hipogeo para enterrarme entre mis códices y mis libros… ¿Enterrarme? ¿Había dicho enterrarme? En realidad, no podía soportar la idea de volver sin Farag, sin Farag Boswell… Mientras pronunciaba en voz baja su nombre, para que no me oyera, una sonrisa infantil se dibujaba en mis labios. Farag… No, no podría volver a mi vida anterior sin Farag, pero ¡no podía volver con Farag! ¡Yo era religiosa! ¡No podía dejar de ser monja! Mi vida entera, mi trabajo, giraban en torno a ese eje.
—¡La puerta! —exclamó el capitán.
Hubiera querido volverme para mirar al
profesor
, para sonreírle y hacerle saber que yo estaba allí. ¡Necesitaba verle!, verle y decirle que habíamos llegado, aunque él ya lo supiera, pero si giraba la cabeza un solo centímetro lo más probable era que perdiera la nariz en el intento. Y eso me salvó. Aquellos últimos segundos antes de salir del pasillo de la Luna me devolvieron la cordura. Quizá fue el hecho de estar llegando al final, o quizá, la certeza de que me perdería a mí misma para siempre si seguía dando rienda suelta a esas intensas emociones, así que la sensatez se impuso y mi parte racional —o sea, toda yo— ganó aquella primera batalla. Arranqué el peligro de raíz, lo ahogué en su mismo nacimiento, sin piedad y sin contemplaciones.
—¡Ábrala, capitán! —grité, soltando bruscamente la mano que, un instante antes, era lo único que me importaba en la vida. Y, al soltarla, aunque dolió, se borró todo.
—¿Estás bien, Ottavia? —me preguntó, preocupado, Farag.
—No lo sé —la voz me temblaba un poco, pero la dominé—. Cuando pueda respirar sin pincharme te lo diré. ¡Ahora necesito salir urgentemente de aquí!
Habíamos llegado al centro del laberinto y di gracias a Dios por aquel amplio espacio circular en el que podíamos movernos y estirar los brazos, y hasta correr si nos apetecía.
El capitán dejó la linterna sobre una mesa que había en el centro y contemplamos el paraje como si fuera el palacio más hermoso del mundo. Lo que ya no resultaba tan agradable era nuestro propio aspecto, parecido al de los mineros a la salida del trabajo. Pero no era hollín lo que nos manchaba, era sangre. Multitud de pequeños cortes goteaban todavía en nuestras frentes y mejillas cuando nos quitamos los gorros de la cara, y también en nuestros cuellos y brazos; incluso bajo los pantalones y los jerséis teníamos heridas que sangraban, además de incontables hematomas y exantemas producidos por el líquido urticante de las plantas. Pero, por si no era bastante con aquellas pintas de
eccehomo
, lucíamos algunas espinas clavadas por aquí y por allá, a modo de sutil toque artístico.
Por suerte, llevábamos un pequeño botiquín en la mochila del capitán, así que, con un poco de algodón y agua oxigenada, fuimos limpiando la sangre de las heridas —todas superficiales, gracias a Dios—, y luego, a la luz de la linterna, les aplicamos una buena capa de yodo. Al terminar, ligeramente recompuestos, y reconfortados por nuestra nueva situación, echamos una ojeada al recinto.
Lo primero que nos llamó la atención fue la rudimentaria mesa sobre la que descansaba la linterna, y que, tras un rápido examen, se reveló como otra cosa muy diferente: se trataba de un antiguo yunque de hierro, bastante grande, duramente castigado en su parte superior por largos años de servicio en alguna herrería. Pero lo más curioso no era precisamente el yunque, que hasta resultaba decorativo, sino un enorme montón de martillos de distintos tamaños apilados descuidadamente en un rincón como si fueran trastos.
Nos quedamos en silencio, incapaces de adivinar qué era lo que se suponía que debíamos hacer con todo aquello. Si al menos hubiera habido una fragua y algún pedazo de metal que moldear, lo habríamos comprendido, pero sólo había un yunque y una montaña de martillos, y eso no era mucho para empezar.
—Propongo que cenemos y que nos vayamos a dormir —sugirió Farag, dejándose caer en el suelo y apoyando la espalda contra la suave y mullida enredadera que ahora cubría de nuevo las paredes circulares de piedra—. Mañana será otro día. Yo ya no puedo más.
Sin pronunciar ni media palabra, totalmente de acuerdo con él, los que faltábamos nos sentamos a su lado y le imitamos al pie de la letra. Mañana sería otro día.
Ya no teníamos café frío en el termo, ni agua en la cantimplora, ni sándwiches de salami y queso en la mochila. Ya no teníamos nada, aparte de un montón de heridas, un cansancio abrumador y muchos crujidos en las articulaciones. Ni siquiera las mantas de supervivencia nos habían mantenido calientes durante la noche, pues los desgarrones del día anterior las habían vuelto inservibles. De manera que, o Dios nos ayudaba a salir de allí, o terminaríamos formando parte de los cuantiosos aspirantes a staurofílakes —seguramente demasiados— fallecidos en el intento.
La razón me indicaba que, pese a las apariencias, nuestra situación no había cambiado mucho respecto al círculo de la Luna, pues si en aquel una jaula vegetal nos obligaba a seguir por la fuerza el camino trazado, en este centro aparentemente libre y diáfano, desde el que podíamos divisar la dureza fría y pura del cielo, no había otra cosa que hacer aparte de resolver el problema del yunque y los martillos. O eso o nada. Así de simple.
—Habrá que moverse —murmuró Farag, todavía adormilado—. Por cierto…, buenos días.
Hubiera querido volverme y mirarle, pero sujeté férreamente mi cabeza y resistí las tontas ganas de llorar que me acometieron. Estaba empezando a cansarme de mí misma.
Glauser-Röist se puso en pie e inició unos ejercicios físicos para desentumecer sus músculos. Yo no me moví.
—Podríamos pedir un buen desayuno al servicio de habitaciones.
—¡Yo quiero un café exprés muy caliente con bizcocho de chocolate! —supliqué, juntando las palmas de las manos.
—¿Y qué les parece si empezamos a trabajar? —nos cortó la Roca, con los brazos detrás de la nuca, intentando arrancarse la cabeza.
—¡Como no quiera que forjemos alguna escultura con el hierro de los martillos! —me burlé.
El capitán se dirigió hacia ellos y se quedó plantado delante, sumamente concentrado. Después se agachó y en ese momento lo perdí de vista porque el yunque le ocultó. Farag se incorporó para seguirle con la mirada y terminó por levantarse y caminar hacia él.
—¿Ha descubierto algo, Kaspar? —le preguntó. Entonces la Roca se puso en pie y volví a verle de medio cuerpo. Llevaba un martillo en la mano.
—Nada en especial. Son martillos vulgares —dijo, sopesando la herramienta—. Algunos están usados y otros no. Los hay grandes, pequeños y medianos. Pero no parecen tener nada extraordinario.
Farag se agachó y se levantó enseguida, llevando otro de esos mazos de hierro en la mano. Lo levantó en el aire, le dio volteretas, lo lanzó hacia arriba y lo recogió con habilidad.
—Nada extraordinario, en efecto —se lamentó y, al hacerlo, dio un paso hacia el yunque y lo golpeó. El sonido retumbó como una campanada inmensa en mitad del bosque. Nos quedamos helados, aunque no así los pájaros, que levantaron el vuelo en manadas desde las altas copas de los árboles y se alejaron chillando. Cuando, segundos después, el estruendo cesó, ninguno de los tres se atrevió a moverse, espantados todavía por lo sucedido, incrédulos, solidificados como estatuas.
—¡Señor…! —balbucí, parpadeando nerviosamente y tragando saliva.
La Roca soltó una carcajada.
—¡Menos mal que no era nada extraordinario, profesor! ¡Si llega a serlo…!
Pero Farag no se rió. Estaba serio e inexpresivo. Sin decir nada, giró sobre sí mismo, le arrebató el martillo de las manos al capitán y, antes de que pudiéramos impedírselo, golpeó de nuevo el yunque con todas sus fuerzas. Me llevé las manos a las orejas en cuanto le vi iniciar el inequívoco movimiento, pero no sirvió de mucho: el golpe del hierro contra el hierro se me clavó en el cerebro a través de los huesos del cráneo. Me puse en pie de un salto y me fui directa hacia él. Prefería mil veces tener una discusión que volver a sufrir aquello. ¿Y si le daba por utilizar todos los martillos?
—¿Se puede saber qué estás haciendo? —le pregunté de malos modos, encarándome con él por encima del yunque. Pero no me contestó. Le vi retroceder hacia el montón de martillos, dispuesto a coger alguno más—. ¡Ni se te ocurra! —le grité—. ¿Es que te has vuelto loco?
Me miró como si me viera por primera vez en su vida y, dando rápido un rodeo al yunque, se plantó delante de mí y me sujetó por los brazos como si se hubiera vuelto loco.
—
¡Basíleia, Basíleia!
—me llamó—. ¡Piensa,
Basíleia
! ¡Pitágoras!
—¿Pitágoras…?
—¡Pitágoras, Pitágoras! ¿No es fantástico?
Mi cerebro rebobinó lo sucedido desde que habíamos descendido del helicóptero, al tiempo que, en segunda pista, repasaba velozmente todo lo qué tenía almacenado sobre Pitágoras: laberinto de rectas, el famoso Teorema («el cuadrado de la hipotenusa de un triángulo rectángulo es igual a la suma de los cuadrados de los catetos», o algo así), los siete círculos planetarios, la Armonía de las Esferas, la Hermandad de los staurofílakes, la secta secreta de los pitagóricos… ¡La «Armonía de las Esferas» y el yunque y los martillos! Sonreí.