El último argumento de los reyes (79 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—Cierre el pico y concéntrese en lo que está haciendo —le gruñó Glokta.

Uno de los operarios volcó las últimas virutas de madera sacudiendo un tonel, otro rastrilló el montón de polvo claro y la obra estuvo terminada. La totalidad de la Plaza de los Mariscales, desde el imponente muro blanco del Cuartel General del Ejército, que se encontraba a la derecha de Ferro, hasta las verjas doradas de la Rotonda de los Lores, que quedaba a su izquierda, se encontraba cubierta de serrín. Era como si de pronto hubiera caído una nevada, sólo allí, y hubiera dejado una fina sábana blanca sobre losas del pavimento. Sobre la piedra oscura y el metal reluciente.

—Bien —asintió Bayaz, que por una vez parecía sentirse extremadamente satisfecho—. ¡Muy bien!

—¿Es eso todo, milord? —le preguntó el capataz desde el achicado grupo de operarios.

—Sí. A no ser que alguno de ustedes quiera quedarse para asistir a la destrucción de las indestructibles Cien Palabras.

El capataz, confundido, miró de reojo a uno de sus compañeros.

—No, no. Creo que nos... en fin...—él y el resto de los operarios comenzaron a retroceder, llevándose consigo los toneles vacíos. Pronto se encontraban ya entre los blancos palacios que bordeaban la plaza. Ferro y Bayaz se quedaron solos en medio de la gran extensión de polvo claro.

Solo los dos, con la caja del Creador y lo que había dentro de ella.

—Bien. La trampa ya está tendida. Ahora sólo queda esperar a que llegue la presa —Bayaz trató de poner una de sus sonrisas de complicidad, pero Ferro no se dejó engañar. Veía cómo el Mago retorcía sus nudosas manos, cómo los músculos de su cabeza calva se tensaban y se destensaban. No estaba seguro de que el plan fuera a salir bien. Por muy listo, por muy sutil y muy astuto que fuera, no podía estar seguro del todo. La cosa que había en la caja, ese objeto frío y pesado que Ferro tanto ansiaba tocar, era una incógnita. El único precedente que se tenía de su uso se encontraba muy lejos de allí, en las desoladas tierras del Viejo Imperio: las inmensas ruinas de la ciudad de Aulcus.

Ferro torció el gesto y aflojó la espada dentro de la vaina.

—Si vienen, eso no te servirá de mucho.

—Nunca se tienen suficientes cuchillos —le respondió con un gruñido—. ¿Cómo sabe que vendrán por aquí?

—¿Por dónde iban a venir si no? Vendrán por donde esté yo. Es a mí a quien buscan —Bayaz tomó aire por la nariz y lo expulsó—. Y yo estoy aquí.

Sacrificios

El Sabueso entró apretujado por la puerta junto con muchos otros, algunos norteños y un montón de muchachos de la Unión, que accedían a la ciudad en tropel tras el simulacro de batalla que había tenido lugar fuera. Por encima del arco de entrada, desperdigados por la muralla, había unas cuantas gentes aplaudiendo y vitoreando como si asistieran a una boda. Un tipo gordo con un delantal de cuero esperaba de pie al otro lado del pasadizo, con varias personas que aplaudían a su espalda.

—¡Gracias, amigo, gracias! —y le metió al Sabueso algo en la mano sin dejar de reírse como un loco en ningún momento. Una hogaza de pan.

—¡Pan! —el Sabueso lo olfateó. No olía mal—. ¿A qué rayos ha venido eso? —el hombre llevaba un montón de hogazas en un carro y se las iba entregando a todos los soldados que pasaban, ya fueran norteños o de la Unión—. ¿Quién será?

Hosco se encogió de hombros.

—¿Un panadero?

No tenían mucho tiempo para pensar en ello. Les estaban llevando a base de empellones a un gran espacio lleno de hombres que empujaban, gruñían y armaban un buen follón. Toda clase de soldados, con algunos ancianos y algunas mujeres a los lados, que ya empezaban a cansarse de vitorear. En medio de toda aquella lo cura, había un joven atildado, con un uniforme negro, que estaba subido a un carro y chillaba como una cabra.

—¡El Octavo Regimiento a las Cuatro Esquinas! ¡El Noveno al Agriont! ¡Si sois del Décimo, os habéis equivocado de puerta!

—¡Creí que íbamos a los muelles, comandante!

—¡La división de Poulder se encarga de los muelles! ¡Nosotros vamos al norte de la ciudad! ¡Octavo Regimiento a las Cuatro Esquinas!

—¡Yo soy del Cuarto!

—¿Del Cuarto? ¿Dónde está tu caballo?

—¡Muerto!

—¿Y nosotros? —rugió Logen—. ¡Los norteños!

El joven le miró con los ojos muy abiertos y levantó los brazos.

—¡Entrad ahí! ¡Y a todos los gurkos que veáis, los matáis! —se volvió hacia la puerta señalando la ciudad con el dedo pulgar—. ¡Noveno Regimiento al Agriont!

Logen frunció el ceño.

—Esto es de locos —dijo, y luego señaló una calle ancha por la que caminaba un montón de soldados. Una torre muy alta se destacaba sobre los edificios. Una mole enorme que debía de estar construida sobre una colina—. Si nos separamos, nos reunimos allí —echó a correr hacia la calle, y el Sabueso le siguió. Detrás de él iba Hosco, luego Escalofríos con sus muchachos y, algo más atrás, Sombrero Rojo con los suyos. Poco a poco las masas fueron desapareciendo y se encontraron marchando por unas calles vacías donde lo único que se oía eran los alegres chillidos de los pájaros, a los que no parecía importarles que acabara de tener lugar una batalla, y menos aún que se estuviera preparando otra.

Tampoco el Sabueso parecía estar pensando mucho en ello, por mucho que llevara el arco colgando de la mano. Estaba muy ocupado contemplando las casas que había a uno y otro lado de la calle. Unas casas como no las había visto en toda su vida. Hechas con cuadraditos de piedra roja y maderos negros con una capa de estuco blanco. Cada una de ellas era lo bastante grande para alojar cómodamente a un jefe de clan, y encima tenían ventanas con cristales.

—Joder, vaya palacios, ¿eh?

Logen soltó un resoplido.

—¿Te impresiona esto? Pues ya verás cuando lleguemos al Agriont ese, que es adonde vamos. Ahí sí que hay unos señores edificios. Ni en sueños te los has imaginado. Carleon, a su lado, es una pocilga.

Al Sabueso siempre le había parecido que Carleon estaba demasiado edificado. Pero lo de aquel lugar rozaba ya lo ridículo. Se retrasó un poco y se descubrió caminando al lado de Escalofríos. Partió el pan y le dio la mitad.

—Gracias —Escalofríos le pegó un mordisco y luego otro—. No está mal.

—No hay nada comparable, ¿verdad? ¿El sabor del pan recién hecho? Sabe a... a paz, creo yo.

—Si tú lo dices —masticaron un rato sin decir nada. De pronto, el Sabueso le miró de soslayo.

—Creo que deberías dejar atrás esa vieja querella.

—¿De qué querella hablas?

—Tampoco tendrás tantas, ¿no? Hablo de la que tienes con ése de ahí delante. Con nuestro nuevo rey. Con Nuevededos.

—No creas que no lo he intentado —Escalofríos miró con gesto torvo la espalda de Logen—. Pero cada vez que me doy la vuelta, me la encuentro otra vez ahí, a mi lado.

—Escalofríos, eres un buen hombre. Me caes bien. Tienes agallas, y también cerebro. Los hombres te siguen. Puedes llegar muy lejos si no te haces matar, y ese es el problema. No quiero verle empezar algo a lo que no puedas dar un buen final.

—No te preocupes. Todo lo que empiezo, lo acabo.

El Sabueso sacudió la cabeza.

—No, no, muchacho, no he querido decir eso, en absoluto. La cosa te puede salir bien o te puede salir mal. Pero lo que quiero decir es que en ninguno de los dos casos habrás salido victorioso. La sangre pide más sangre, siempre es así. Lo que quiero decir es que tú todavía estás a tiempo. Todavía estás a tiempo de tener algo mejor.

Escalofríos le miró malhumorado. Luego tiró al suelo lo que quedaba del pan, se dio la vuelta y se fue sin decir una palabra. El Sabueso suspiró. Hay cosas que no se pueden arreglar hablando. Y hay cosas que, sencillamente, no tienen arreglo.

Salieron del laberinto de edificios y llegaron a un río. Debía ser tan ancho como el Torrente Blanco, sólo que las orillas de éste estaban hechas de piedra. Lo cruzaba un puente, el más grande que el Sabueso había visto en su vida, con unas barandillas de hierro retorcido a los bordes y una anchura suficiente para que cupieran dos carros uno al lado del otro. Al fondo había otra muralla, todavía mayor que la que habían atravesado antes. El Sabueso se adelantó un par de pasos con los ojos muy abiertos, miró a un lado y a otro de las aguas brillantes y vio que había más puentes. Muchos más, y entre ellos algunos más grandes, que salían de un enorme bosque de murallas, torres y altísimos edificios.

Mucha gente del grupo contemplaba también todo aquello con los ojos muy abiertos, como si estuvieran visitando la luna. Hasta Hosco tenía un gesto en la cara que tal vez expresara sorpresa.

—¡Qué diablos! —dijo Escalofríos—. ¿Habíais visto alguna vez una cosa así?

Al Sabueso le dolía el cuello de tanto moverlo de un lado para otro.

—Con lo que tienen aquí, ¿para qué quieren Angland? Eso es un pozo de mierda.

Logen se encogió de hombros.

—No lo sé. Supongo que hay hombres que siempre quieren más.

—Hay hombres que siempre quieren más, ¿eh, hermano Pielargo?

Glokta sacudió la cabeza con un gesto de desaprobación.

—Le he perdonado su otro pie. Le he perdonado la vida. ¿Y ahora quiere la libertad?

—Superior, con su permiso —dijo el Navegante en tono servil—, usted se comprometió a soltarme... y yo ya he cumplido mi parte del trato. Esa puerta debe dar a la plaza que hay al lado del Pabellón de los Interrogatorios...

—Ya veremos.

Un último golpe del hacha, y la puerta giró estremecida sobre sus bisagras oxidadas, dejando entrar un chorro de luz en el estrecho sótano. El mercenario del cuello tatuado se echó a un lado y Glokta se acercó cojeando y se asomó afuera.
Ah, el aire libre. Un regalo que solemos dar por descontado
. Unos escalones estrechos conducían a un patio empedrado que rodeaban los sucios muros traseros de unos edificios de color gris. Glokta lo conocía.
Justo al lado del Pabellón de los Interrogatorios, como se me prometió
.

—Superior —murmuró Pielargo.

Glokta frunció el labio.
¿Qué tiene de malo? Lo más probable es que ninguno de los dos sobrevivamos al día de hoy, y los muertos se pueden permitir ser misericordiosos. En realidad, son los únicos que pueden
.

—Muy bien. Suéltele —el mercenario tuerto sacó un largo cuchillo y serró la cuerda que ataba las muñecas de Pielargo—. Creo que sería preferible que no nos volviéramos a ver.

El Navegante esbozó un mínimo atisbo de sonrisa.

—Descuide, Superior. Lo mismo estaba pensando yo en este preciso momento —retrocedió con paso renqueante por donde habían venido, bajó los húmedos escalones que conducían a las cloacas, dobló una esquina y desapareció.

—Dígame que ha traído las cosas —dijo Glokta.

—No soy persona de fiar, Superior, pero tampoco un incompetente —Cosca hizo una seña con la mano a los mercenarios—. Es la hora, amigos. A ponerse de negro.

Como un solo hombre, sacaron unas máscaras negras y se las abrocharon. Acto seguido, se quitaron sus harapientos abrigos y sus ropas desgarradas. Debajo de ellas, todos vestían de negro de la cabeza a los pies y llevaban las armas bien guardadas. En un momento, un grupo de viles criminales se había transformado en una disciplinada unidad de Practicantes de la Inquisición de Su Majestad.
No es que haya mucha diferencia entre unos y otros
.

Cosca se quitó la chaqueta, la volvió del revés y se la puso de nuevo. El forro era tan negro como la noche.

—Siempre es prudente poder elegir entre dos colores —explicó—. Por si uno tuviera que cambiar de bando de repente.
La perfecta definición de un chaquetero
—se quitó el gorro que llevaba y dio un papirotazo a la mugrienta pluma—. ¿Me lo puedo quedar?

—No.

—Qué duro es usted, Superior —se echó a reír mientras tiraba el gorro a las sombras—. Pero me encanta que sea así —se puso su máscara y después miró a Ardee, que, confusa y agotada, estaba apoyada en un rincón del almacén—. ¿Y ella qué?

—¿Ella? Es una prisionera, Practicante Cosca. Una espía de los gurkos. Su Eminencia ha expresado su deseo de interrogarla personalmente.

Ardee le miró pestañeando.

—Es fácil. Finja estar asustada.

Ardee tragó saliva.

—No creo que eso sea un problema.

¿Deambular por el Pabellón de los Interrogatorios, con objeto de apresar al Archilector? Pues claro que no
. Glokta chasqueó los dedos.

—Hay que darse prisa.

—Hay que darse prisa —dijo West—. ¿Hemos despejado ya los muelles? ¿Dónde demonios se ha metido Poulder?

—Nadie parece saberlo, señor —Brint trató de hacer avanzar a su caballo, pero estaban atrapados en medio de una airada multitud. Las lanzas ondeaban y sus puntas pasaban amenazadoramente cerca de ellos. Los soldados maldecían. Los sargentos bramaban. Los oficiales cloqueaban como gallinas frustradas. Costaba trabajo imaginar un terreno más difícil para hacer maniobrar a un ejército de miles de hombres que las callejas de detrás de los muelles. Y para colmo de males, ahora había un constante desfile de heridos que cojeaban o eran conducidos en dirección opuesta.

—¡Abran paso al Lord Mariscal! —rugió Pike—. ¡Abran paso! —levantó la espada como si estuviera más que dispuesto a ponerse a repartir golpes con la cara de la hoja, y los hombres se apresuraron a apartarse, abriendo una especie de valle en medio de aquel bosque de lanzas. Un jinete surgió de pronto de la muchedumbre y cabalgó ruidosamente hacia ellos. Era Jalenhorm, y tenía una herida abierta en la frente.

—¿Estás bien?

—Sí, no es nada. Me di un golpe con un maldito madero.

—¿Algún progreso?

—Los estamos obligando a retroceder hacia la parte occidental de la ciudad. Por lo que sé, la caballería de Kroy ha llegado a las Cuatro Esquinas, pero los gurkos tienen sitiado el Agriont y se están reagrupando para contraatacar por el oeste. Muchos de los soldados de infantería de Kroy siguen atrapados en las calles de la otra orilla del río. Si no les hacemos llegar refuerzos pronto...

—Tengo que hablar con el General Poulder —le interrumpió West—. ¿Dónde demonios está ese maldito Poulder? ¿Brint?

—¿Señor?

—¡Llévese a un par de hombres y traiga aquí a Poulder ahora mismo! —agitó un dedo en el aire—. ¡En persona!

—Sí, señor —Brint hizo lo posible para conseguir que el caballo se diera la vuelta.

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