El último argumento de los reyes (74 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—¿Que no son de fiar? ¡Tonterías, Superior! Simplemente son personas a las que no les ha sonreído la fortuna. Usted y yo sabemos bastante de eso. ¡Pero si no hay ni uno solo de ellos al que no le confiaría a mi propia madre!

—¿Está seguro?

—Lleva veinte años muerta. ¿Qué daño podrían hacerle? —Cosca rodeó los hombros contrahechos de Glokta con un brazo y le acercó, provocándole una dolorosa punzada en las caderas—. Eso sí, la pesca ha sido un tanto escasa —su cálido aliento apestaba a alcohol y a podredumbre—. Todos los hombres cuya situación no era desesperada huyeron de la ciudad en cuanto llegaron los gurkos. Pero, bueno, qué más da eso, ¿eh? Les he contratado por sus agallas y por sus músculos, no por sus caras bonitas. ¡La gente desesperada es la que a mí más me gusta! Usted y yo los comprendemos, ¿verdad? Hay trabajos que sólo están hechos para gentes desesperadas, ¿no es así, Superior?

Durante unos instantes Glokta contempló con gesto ceñudo aquella colección de rostros demacrados, abotargados, arruinados y llenos de cicatrices.
¿Cómo es posible que un hombre tan prometedor como el Coronel Glokta, gallardo jefe del primer regimiento de la Guardia Real, haya acabado al mando de semejante chusma?
Exhaló un hondo suspiro.
En fin, ya es un poco tarde para ponerse a buscar mercenarios apuestos, y si de lo que se trata es de cubrir el hueco, supongo que estos servirán a la perfección
.

—Muy bien. Aguarden aquí.

Glokta alzó la vista hacia la oscura casa mientras empujaba la verja con la mano que tenía libre y luego la traspasó con paso renqueante. Entre los gruesos cortinajes de la ventana delantera se distinguía una rendija de luz. Al llegar a la puerta la golpeó con el mango del bastón. Al cabo de unos instantes se oyó el ruido de unos pasos que avanzaban con desgana por el vestíbulo.

—¿Quién es?

—Soy yo. Glokta.

Se corrieron los pestillos y la luz inundó el aire frío de fuera. Apareció el rostro de Ardee: un tanto chupado, con bolsas grises bajo los ojos y un tinte rosáceo en la nariz.
Como una gata moribunda
.

—¡Superior! —le sonrió mientras le agarraba del codo y lo medio arrastraba hacia dentro—. ¡Qué maravilla! ¡Por fin un poco de conversación! Me moría de aburrimiento —en un rincón de la salita de estar había amontonadas varias botellas vacías que relucían iluminadas por unas cuantas velas humeantes y por las ascuas de un leño que había en la chimenea. La mesa estaba abarrotada de platos y vasos sucios. El lugar olía a sudor y a vino, a comida pasada y a desesperación reciente.
¿Existe una ocupación más deprimente que tratar de emborracharse a solas? El vino puede alegrar de vez en cuando a un hombre alegre. Pero al triste siempre le deja peor de lo que estaba
.

—Estaba intentando leer este condenado libro —Ardee dio un manotazo a un grueso volumen que estaba abierto bocabajo sobre una silla.


La caída del Maestro Creador
—musitó Glokta—. ¿Ese bodrio? Magia, valentía y todos esos cuentos, ¿no? Yo no conseguí pasar del primer capítulo.

—Le entiendo. Yo voy por el tercero y cada vez me cuesta más seguir. Hay demasiados hechiceros. No me quedo con los nombres y siempre los estoy confundiendo. Todo son batallas e interminables viajes de ida y vuelta. Como vuelva a ver aunque sólo sea la esquina de otro mapa le juro que me mato.

—Es posible que alguien esté dispuesto a ahorrarla esa molestia.

—¿Eh?

—Me temo que ya no está segura aquí. Tiene que venir conmigo.

—¿Rescatada al fin? ¡Benditos sean los hados! —y acto seguido hizo un gesto displicente con la mano—. Ya hemos hablado de eso. Los gurkos están en el otro extremo de la ciudad. Corre usted más riesgo en el Agriont, así que no veo que...

—La amenaza no viene de los gurkos, sino de mis pretendientes.

—¿Esos caballeros amigos suyos representan una amenaza para mí?

—Subestima usted el alcance de sus celos. Me temo que dentro de no mucho representarán una amenaza para cualquier persona, amiga o enemiga, que yo haya conocido a lo largo de mi desventurada existencia —Glokta cogió una capa con capucha que colgaba de un gancho y se la tendió.

—¿Adónde vamos?

—A una encantadora casita junto a los muelles. El edifico conoció mejores tiempos, pero conserva todo su carácter. Un poco como nosotros, por así decirlo.

Se oyeron unos pasos pesados en el vestíbulo y un instante después Cosca asomaba la cabeza por la puerta.

—Superior, conviene que nos pongamos en marcha si queremos llegar a los muelles antes de... —se interrumpió, miró fijamente a Ardee y durante unos instantes se produjo un embarazoso silencio.

—¿Quién es ese? —murmuró la joven.

Cosca hizo una ampulosa entrada en la sala, se quitó el sombrero de golpe, dejando al descubierto su costrosa calva, y se inclinó, y se inclinó, y se inclinó.
Un poco más y rozará los tablones del suelo con la nariz
.

—Permítame que me presente, gentil dama. Nicomo Cosca, afamado soldado de fortuna, a su servicio. Su más humilde servidor, de hecho —el puñal se le salió de la casaca y cayó tamborileando al suelo.

Todos se lo quedaron mirando durante un instante y luego Cosca se irguió con una sonrisa.

—¿Han visto esa mosca que hay en la pared?

Glokta entornó los ojos.

—Tal vez no sea el momento más indicado para...

La hoja del puñal atravesó la sala como una exhalación, falló el blanco por una zancada, golpeó en la pared con la empuñadura, arrancó un pedazo de escayola, rebotó y salió rodando estrepitosamente por el suelo.

—Mierda —dijo Cosca —. Quiero decir... maldita sea.

Ardee bajó la vista y contempló el cuchillo con gesto ceñudo.

—Creo que yo hubiera dicho mierda.

Cosca lo pasó por alto y la obsequió con una sonrisa llena de dientes cariados.

—Debo de estar deslumbrado. Cuando el Superior me habló de su belleza pensé que seguramente estaba..., cómo se dice..., ah, ya, exagerando. Pero ahora veo que se quedó muy corto —recuperó su puñal y se caló el sombrero al bies—. Permítame que me declare absolutamente enamorado.

—¿Qué le dijo? —preguntó Ardee.

—Nada —Glokta se chupó las encías con gesto avinagrado—. Maese Cosca es muy aficionado a pasarse de rosca.

—Sobre todo cuando estoy enamorado —terció el mercenario—. En esos casos sobre todo. Cuando me enamoro, me da muy fuerte, y, por regla general, es algo que me ocurre varias veces al día.

Ardee le miró fijamente.

—No sé si sentirme halagada o asustada.

—¿Por qué no ambas cosas? —dijo Glokta—. Pero hágalo durante el camino.
Vamos mal de tiempo y yo tengo que podar las malas hierbas de un jardín
.

Al abrirse la verja, el metal herrumbroso se quejó con un grito agónico. Acuciado por el punzante dolor en la pierna, la cadera y la espalda que le había provocado la caminata hasta los muelles, Glokta traspasó tambaleándose el deteriorado umbral. La ruinosa mansión surgió de entre las sombras al otro lado del destartalado patio.
Como un imponente mausoleo. Una tumba idónea para mis esperanzas fenecidas
. Envueltos en sombras en los escalones cuarteados, aguardaban Severard y Frost, enmascarados y vestidos de negro, como de costumbre.
Y, sin embargo, no del todo idénticos
. Un hombre fornido y otro delgado, el uno de pelo blanco y el otro moreno, uno de pie, con los brazos cruzados, el otro sentado con las piernas cruzadas.
Uno leal y el otro... ya veremos
.

Severard descruzó las piernas y se puso de pie, mirando como siempre con ojos sonrientes.

—Bueno, jefe, a qué viene tanto...

Cosca cruzó la verja y avanzó con paso cansino por las losas agrietadas del pavimento, apartando algún que otro trozo de albañilería con un golpecito de sus botas raídas. Se detuvo junto a una fuente desvencijada y sacó un poco de mugre rascando con una uña.

—Hermoso lugar. Hermoso y... —señaló alrededor con su dedo mugriento— ...destartalado —sus mercenarios ya habían empezado a desplegarse lentamente por entre los cascotes del patio, abriendo sus raídas capas y sus zamarras parcheadas para dejar al descubierto una colección de armas de todas las formas y tamaños. Filos, puntas, pinchos y rebordes relucían a la luz oscilante de sus faroles, con un acero tan suave y tan limpio como ásperas y sucias eran sus caras.

—¿Quién demonios son esos? —interrogó Severard.

—Amigos.

—No tienen una pinta muy amistosa que digamos.

Glokta mostró a su Practicante el enorme hueco de sus dientes delanteros.

—Bueno, supongo que eso depende de en qué bando esté uno.

Los últimos trazos de la sonrisa de Severard se desvanecieron. Sus ojos miraron nerviosos a uno y otro lado del patio.
Ojos de culpable. Qué bien los conocemos. Los vemos en nuestros prisioneros. Los vemos en el espejo, cuando nos atrevemos a mirarnos. Esperaba algo mejor que esto de un hombre de su experiencia, pero estar acostumbrado a ser quien sostiene el acero no tiene por qué servir de preparación para ser el que recibe su corte. Debería habérmelo imaginado
. Severard corrió hacia la casa, raudo como un conejo, pero sólo consiguió dar un paso antes de que una gruesa mano blanca le propinara un golpe en el cuello que lo arrojó inconsciente a las losas quebradas del suelo.

—Llévale al piso de abajo. Ya sabes el camino.

—Al pizo de abajo. Ajá —el descomunal albino se echó el cuerpo inerte de Severard al hombro y se encaminó hacia la puerta principal.

—He de reconocer —dijo Cosca mientras sacudía la mano para quitarse la porquería— que me gusta la forma en que trata a sus hombres, Superior. No hay nada más admirable que la disciplina.

—Excelente consejo. Sobre todo viniendo, como viene, de uno de los hombres más indisciplinados del Círculo del Mundo.

—He aprendido mucho de mis múltiples errores —Cosca alzó la barbilla y se rascó las costras del cuello—. Lo único que no he conseguido ha sido aprender a no volver a cometerlos.

—Hummm —gruñó Glokta mientras comenzaba a subir trabajosamente los peldaños.
Una maldición a la que nadie escapa. Caminamos en círculos, tratando de atrapar un éxito que siempre se nos escapa, tropezando una y otra vez en los mismos escollos. En verdad, la vida no es más que las miserias que hemos de soportar entre una decepción y otra
.

Entraron por el vano de la puerta y accedieron a la oscuridad más profunda del vestíbulo. Cosca levantó su farol y alzó la vista para escrutar el deteriorado techo mientras pisoteaba con descuido las cagadas de pájaro que cubrían el suelo.

—¡Todo un palacio! —el eco de su voz retornó desde las escaleras desvencijadas, los vanos vacíos y las vigas desnudas.

—Por favor, pónganse cómodos —dijo Glokta—. Mejor, tal vez, en un lugar donde no se les vea. Es posible que en algún momento tengamos visita.

—Estupendo. Nos encanta la compañía, ¿verdad, muchachos?

Uno de los hombres de Cosca soltó una risilla ahogada, mostrando dos hileras de dientes color mierda.
Tan increíblemente podridos que casi me alegro de cómo están los míos
.

—Las visitas vendrán de parte de Su Eminencia el Archilector. ¿No les importaría aplicarles un poco de mano dura mientras yo estoy en el piso de abajo?

Los ojos de Cosca recorrieron con gesto aprobatorio los resquebrajados muros.

—Un sitio ideal para un cálido recibimiento. Cuando se hayan ido, se lo haré saber. Tampoco creo que se queden mucho tiempo, la verdad.

Ardee, que se había buscado un sitio al lado de la pared, tenía la capucha echada y la vista clavada en el suelo.
Como si tratara de mimetizarse con el enlucido. En fin, es natural. No puede decirse que la compañía sea la más placentera para una joven, ni el marco el más tranquilizador. Pero siempre será mejor que acabar con el pescuezo rajado, digo yo
. Glokta le tendió una mano.

—Será mejor que se venga conmigo.

Ella vaciló un instante.
Como si no estuviera segura del todo de que en efecto fuera mejor venirse conmigo
. Pero un rápido vistazo a uno de los tipos más feos de una de las profesiones más feas del mundo bastó para convencerla. Cosca le entregó su farol, asegurándose de que sus dedos rozaban los suyos durante un instante incómodamente largo.

—Gracias —dijo ella apartando la mano de un tirón.

—Es un placer.

Dejaron atrás a Cosca y a sus matones, y emprendieron el camino hacia las entrañas de aquel cadáver de edificio entre las extrañas sombras que proyectaban las tiras de papel colgante, los listones rotos y los trozos de escayola desprendida. A ambos lados desfilaban numerosos vanos vacíos, negros cuadrados que parecían tumbas abiertas.

—Vaya un grupo de amigos más encantador que tiene usted —murmuró Ardee.

—Oh, sin duda. No hay estrellas más rutilantes en el firmamento social. Al parecer, cierto tipo de tareas requieren de gente bastante desesperada.

—Pues debe de tener usted en mente una tarea bien desesperada.

—¿No es así siempre?

El farol apenas lograba iluminar el pútrido salón. Por debajo de los paneles combados que recubrían las paredes asomaba la fábrica de ladrillo barato, y buena parte del suelo lo ocupaba un gran charco purulento. La puerta secreta se encontraba abierta en la pared de enfrente, y Glokta, con la cadera ardiéndole por el esfuerzo, comenzó a bordear la habitación para dirigirse hacia ella.

—¿Qué ha hecho su hombre?

—¿Severard? Me ha fallado.
Y ahora veremos hasta qué punto
.

—En tal caso, espero no fallarle nunca.

—Usted es una persona con mucho más seso. Yo iré delante. Así, si me caigo, me caeré yo solo —hizo una mueca de dolor y comenzó a bajar los escalones. Ardee le siguió con el farol.

—Puaj. ¿Qué es ese olor?

—Las cloacas. Hay un acceso a ellas por aquí abajo en alguna parte —Glokta cruzó la gruesa puerta y entró en la bodega remodelada. El lugar apestaba a humedad y a miedo, y las rejas de acero de las celdas que había a ambos lados brillaban con una luz trémula al pasar por delante de ellas.

—¡Superior! —exclamó una voz desde la oscuridad. El rostro desesperado del Hermano Pielargo apareció apretado contra las rejas.

—¡Hermano Pielargo, le ruego que acepte mis disculpas! No sabe lo atareado que he estado. Verá, los gurkos han decidido poner cerco a la ciudad.

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