El último argumento de los reyes (69 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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Por el rostro de Bayaz cruzó una sombra de duda.

—¿Entonces quién eres?

—Nos conocíamos muy bien hace mucho tiempo.

El Primero de los Magos le miró con el ceño fruncido.

—¿Quién eres? ¡Habla!

—La adopción de formas, como sabes... —era una voz de mujer, baja y suave. Mientras Quai avanzaba lentamente, algo le estaba ocurriendo en la cara. Su piel clara se marchitaba y caía—. .. es un truco insidioso y siniestro —su nariz, sus ojos, sus labios, se derretían y resbalaban por su cráneo como si fueran gotas de cera chorreando por el tronco de una vela—. ¿No te acuerdas de mí, Bayaz? —una nueva cara apareció por debajo, un rostro duro con una tez pálida como mármol blanco—. Dijiste que me amarías eternamente —el aire estaba helado. El aliento que salía de los labios de Ferro se convertía inmediatamente en vaho—. Me prometiste que jamás nos separaríamos. Cuando te abrí la puerta de mi padre...

—¡No! —Bayaz dio un vacilante paso atrás.

—Pareces sorprendido. Pero más me sorprendí yo cuando en vez de cogerme en tus brazos me tiraste desde el tejado. ¿Te acuerdas, amor mío? ¿Y por qué? ¿Para poder guardarte tus secretos? ¿Para poder parecer un ser noble? —el largo cabello de Quai se volvió blanco como la tiza. Ahora flotaba alrededor de un rostro de mujer, de una palidez infinita, que alojaba dos ojos brillantes y negros. Tolomei. La hija del Creador. Un fantasma de un nebuloso pasado. Un fantasma que había caminado junto a ellos durante meses bajo una forma robada. Ferro casi sentía en el aire su respiración helada, tan helada como la muerte. Su mirada pasó de la cara de la mujer a la arcada que conducía a la salida, debatiéndose entre el deseo de huir y la necesidad de saber más.

—¡Te vi en la tumba! —susurró Bayaz—. ¡Con mis propias manos te eché tierra encima!

—Así fue. Y lloraste al hacerlo como si no hubieras sido tú quien me arrojó al vacío —sus ojos negros se volvieron hacia Ferro, hacia su vientre, donde sentía en la piel el cosquilleo que le producía la Semilla—. Pero yo había tocado el Otro Lado. Lo había tenido entre estas dos manos, mientras mi padre trabajaba, y eso me transformó. Durante un tiempo yací entre los fríos brazos de la tierra. Entre la vida y la muerte. Hasta que oí voces. Las mismas voces que oyó Glustrod hace mucho tiempo. Y ellas me ofrecieron llegar a un acuerdo. Mi libertad por la suya.

—¡Quebrantaste la Primera Ley!

—¡Las leyes no significan nada para los que yacen enterrados! Cuando al fin me abrí camino con las uñas hasta la superficie, mi parte humana había desaparecido. Pero la otra parte, la que pertenece al mundo inferior... esa nunca muere. Aquí la tienes, ante ti. Voy a completar el trabajo que inició Glustrod. Voy a abrir las puertas que selló mi abuelo. Este mundo y el Otro Lado serán uno. Como lo fueron antes de los Viejos Tiempos. Como siempre tuvo que haber sido —extendió una mano, la abrió y de ella brotó un aire frío que hizo que un temblor se extendiera por la espalda de Ferro hasta alcanzarle la punta de los dedos—. Entrégame la Semilla, niña. Se lo prometí a los Desveladores de Secretos y yo siempre cumplo mis promesas.

—¡Eso lo veremos! —gritó el Primero de los Magos.

Ferro sintió un vuelco en el estómago y vio que el aire que rodeaba a Bayaz empezaba a vibrar. Tolomei estaba a diez zancadas de él. Pero en un segundo se abalanzó hacia adelante y le golpeó con estrépito, como el de un trueno. El cayado de Bayaz se rompió en mil pedazos y sus astillas salieron volando por los aires. El Mago soltó un resoplido de asombro y salió disparado hacia atrás. Rodó por el suelo hasta que al final se quedó parado de bruces hecho un guiñapo. Mientras Ferro le miraba, una ola de aire gélido la iba envolviendo. Sintió un miedo pavoroso, más terrible porque era desconocido para ella. Estaba petrificada.

—Los años te han vuelto débil —la hija del Creador ahora se movía despacio, avanzando silenciosamente hacia el cuerpo inerte de Bayaz, con su melena blanca revoloteando a su espalda como las olas rizadas de un lago cubierto de escarcha—. Tus artes no me pueden hacer daño —le miró desde lo alto y en sus labios, secos y blancos, se dibujó una gélida sonrisa—. Por todo lo que me robaste. Por mi padre —elevó un pie sobre la cabeza calva de Bayaz—. Por mí misma...

Tolomei estalló en llamas. La luz inundó hasta los rincones más alejados de la inmensa cámara, el resplandor se hundió en las grietas que se abrían entre las piedras. Ferro se tambaleó hacia atrás tapándose los ojos con una mano. Entre los dedos vio a Tolomei girando salvajemente por el suelo, con el cuerpo envuelto en llamas y el pelo convertido en una retorcida lengua de fuego.

Cuando por fin se desplomó, volvió a reinar la oscuridad y una hedionda nubecilla de humo ascendió por el aire. Yulwei apareció por una de las arcadas con su tez morena empapada de sudor. Bajo uno de sus escuálidos brazos llevaba un haz de aceros. Espadas de un metal mate, como la que solía llevar Nuevededos, cada una de ellas marcada con una letra de plata.

—¿Estás bien, Ferro?

—Yo... —el fuego no había traído ningún calor. La cámara seguía estando helada y los dientes de Ferro castañeteaban—. Yo...

—Vete —Yulwei contemplaba con gesto ceñudo el cuerpo de Tolomei, del que se estaban extinguiendo ya las últimas llamas. Ferro sintió que recuperaba las fuerzas y comenzó a retroceder. De pronto, sintió una punzada en el estómago al ver elevarse a la hija del Creador con las cenizas de la ropa de Quai resbalándole por el cuerpo. De nuevo se erguía ante ellos, alta, mortalmente delgada, desnuda y tan calva como Bayaz después de que toda su cabellera hubiera quedado reducida a cenizas. Su piel cadavérica relucía con un blanco inmaculado: no le había quedado ni una sola marca.

—Siempre hay algo más —miró a Yulwei con sus inexpresivos ojos negros—. No hay fuego que pueda abrasarme, prestidigitador. No puedes detenerme.

—Tal vez no, pero tengo que intentarlo —el Mago lanzó sus espadas al aire y éstas se pusieron a dar vueltas, a girar, desplegándose en medio de la oscuridad con sus filos centelleantes y trazando trayectorias imposibles. De pronto, se pusieron a volar en círculos alrededor de Ferro y de Yulwei. Más y más rápido hasta convertirse en un borrón plateado de mortífero metal. Las tenían tan cerca, que si Ferro hubiera alargado una mano se la habrían amputado a la altura de la muñeca.

—Estate quieta —dijo Yulwei.

No hacía falta decirlo. Ferro sintió que le empezaba a hervir la sangre en las venas, una sensación que le era muy familiar.

—¿Primero, que me vaya y ahora que me esté quieta? ¿Primero la Semilla está en los confines del Mundo y luego resulta que está aquí, en el centro? ¿Primero que ella está muerta y ahora que no, que le ha robado la cara a otro? ¡A ver si os aclaráis, viejos bastardos!

—¡Son unos mentirosos! —gritó Tolomei, y su gélido aliento bañó la mejilla de Ferro y le heló los huesos—. ¡Te están utilizando! ¡No te fíes de ellos —¿Y de ti sí que me puedo fiar? —Ferro resopló con desprecio—. ¡Anda y que te jodan!

Tolomei hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Entonces morirás, como los demás —comenzó a moverse hacia un lado, caminando de puntillas, y en cada lugar en que posaba sus pies desnudos iba dejando pequeños círculos de escarcha blanca—. No puedes seguir haciendo malabarismos con tus cuchillos toda tu vida, viejo.

Por encima de los hombros blancos de Tolomei, Ferro vio que Bayaz se ponía lentamente en pie, sujetándose un brazo con el otro y con la cara rígida llena de arañazos y de sangre. Llevaba algo colgando de su puño fláccido: un amasijo de tubos metálicos, con un garfio en un extremo, que refulgía con un brillo mate en medio de la oscuridad. Levantó la mirada hacia el techo y las venas de su cuello se tensaron por el esfuerzo cuando el aire comenzó a vibrar a su alrededor. Ferro volvió a sentir que se le encogía el estómago y sus ojos ascendieron magnetizados hacia arriba. La gran máquina que colgaba sobre sus cabezas había empezado a temblar.

—Mierda —murmuró retrocediendo.

Si Tolomei lo advirtió, no dio señales de ello. Dobló las rodillas y de un salto se situó encima de las espadas giratorias. Permaneció suspendida en el aire un instante y después se abatió sobre Yulwei. Se estrelló contra el suelo, con las rodillas por delante, haciendo que el suelo pegara una sacudida. Una esquirla arañó la mejilla de Ferro, que sintió un latigazo de aire frío en la cara y se tambaleó hacia atrás.

La hija del Creador alzó la vista con el gesto torcido.

—No mueres fácilmente, viejo —exclamó cuando los ecos se apagaron.

Ferro no sabía cómo había conseguido esquivarla Yulwei, pero el viejo mago se alejaba bailoteando por el suelo, trazando círculos con las manos, haciendo tintinear sus pulseras y con las espadas dando vueltas en el aire a su espalda.

—Lo he estado ensayando toda mi vida. Tú tampoco mueres fácilmente.

La hija del Creador se puso en pie y le miró.

—Yo no muero.

En las alturas, el enorme mecanismo se balanceó y los cables se soltaron pegando latigazos en la oscuridad. Con la lentitud de un sueño, empezó a caer. El metal centelleante se retorcía, se flexionaba y chillaba mientras se precipitaba por el aire. Ferro se volvió y echó a correr. Dio cinco zancadas sin tan siquiera respirar y luego se tiró al suelo y resbaló boca abajo por la roca pulimentada. Sintió en el estómago el pinchazo de la Semilla y en la espalda el roce del aire que levantaban las espadas giratorias al pasar por debajo de ellas.

La gran máquina cayó a sus espaldas con el estruendo de una música infernal. Cada anillo era un inmenso címbalo, un gong gigantesco. Cada uno tocaba sus propias notas disparatadas, mientras el torturado metal gritaba, retumbaba y atronaba hasta el punto de hacer que a Ferro le zumbaran los huesos. Miró hacia arriba y vio un gran círculo que pasaba girando de canto a su lado arrancando chispas al suelo. Otro rebotó en el suelo y se elevó dando vueltas como una moneda lanzaba al aire. Ferro rodó por el suelo para quitarse de en medio y retrocedió pateando mientras se estrellaba cerca de ella.

En el lugar donde Yulwei y Tolomei se habían enfrentado se alzaba ahora una montaña de metal retorcido, anillos y discos rotos, cables y varillas enmarañadas. Ferro, aturdida, se puso de pie como pudo, mientras una furia de ecos discordantes resonaba por toda la cámara. A su alrededor caían astillas y esquirlas. Todo el pavimento estaba cubierto de fragmentos de la máquina que brillaban en oscuridad como estrellas en el cielo nocturno.

Ferro no tenía idea de quién estaba muerto y quién seguía vivo.

—¡Fuera! —Bayaz la miraba apretando los dientes. Su cara parecía una máscara de dolor—. ¡Fuera! ¡Vete!

—Yulwei... ¿Ha...?

—¡Yo volveré a buscarle! —Bayaz sacudía en el aire su brazo sano—. ¡Vete!

Hay momentos para pelear y hay momentos para echar a correr, y Ferro lo sabía por experiencia. Se lo habían enseñado los gurkos en la Estepa Árida. La arcada oscilaba y pegaba sacudidas mientras corría frenéticamente hacia ellos. Su propia respiración le rugía en los oídos. Saltó por encima de una reluciente rueda metálica y sus botas volvieron a golpear la piedra del suelo. Ya casi había llegado a la arcada. De pronto, sintió a su lado una bocanada de aire frío que la llenó de terror. Ferro se lanzó hacia adelante.

La mano blanca de Tolomei falló por medio pelo y se estrelló contra el muro, arrancando un trozo de piedra y llenando el aire de polvo.

—¡Tú no vas a ninguna parte!

Quizá fuera el momento de echar a correr, pero la paciencia de Ferro se había agotado. Balanceó hacia atrás un puño, con toda la furia de sus meses perdidos, de sus años perdidos, de su vida perdida. Los nudillos chocaron con la mandíbula de Tolomei produciendo un crujido. Fue como dar un puñetazo a un bloque de hielo. La mano no le dolió al fracturarse, pero sintió que la muñeca se le doblaba y que su brazo se quedaba dormido. Demasiado tarde para preocuparse de eso. Su otro puño ya estaba en camino.

Tolomei le detuvo el brazo en el aire antes de que llegara a tocarla y atrajo a Ferro hacia sí. Luego, con una fuerza irresistible, le retorció el brazo y la puso de rodillas.

—¡La Semilla!

Las dos palabras sibilantes cayeron heladas sobre la cara de Ferro y la dejaron sin respiración, arrancándola un gemido. Sintió que sus huesos se retorcían y su antebrazo crujió como una rama al romperse. Entonces una mano blanca surgió de las sombras y se dirigió al bulto que tenía Ferro en la camisa.

De pronto se produjo un destello de luz, una especie de curva luminosa que durante un instante iluminó toda la cámara con un brillo cegador. Ferro oyó un chillido y de repente se encontró tirada de espaldas en el suelo, pero libre. La mano de Tolomei había sido amputada a la altura de la muñeca, dejando un muñón del que no brotaba sangre. En la pared de detrás había una enorme herida abierta que se hundía en el suelo y de la que manaba un borboteante chorro de piedra fundida. Bayaz surgió de entre las sombras; el extraño arma que tenía en la mano despedía roscas de humo y su garfio estaba al rojo vivo. Tolomei lanzaba unos chillidos que helaban la sangre y daba zarpazos al aire.

Bayaz entornó los ojos, abrió su boca ensangrentada y respondió con un rugido salvaje. La violencia con que se dobló el cuerpo de Tolomei hasta quedar casi de rodillas fue tan brutal que a Ferro se le contrajo el estómago. Acto seguido, la hija del Creador fue arrancada del suelo y salió despedida, marcando una profunda cicatriz en el mapa del suelo con uno de sus pálidos talones mientras perforaba el amasijo de piedras y metales. Los restos del gigantesco artilugio salían disparados a su paso, llenando el aire de fragmentos brillantes que volaban como hojas arrastradas por el viento. Tolomei era una forma desmadejada en medio de una tempestad de hierro. Con un estruendo brutal, se estampó contra la pared más alejada de la cámara, lanzando al aire multitud de trozos de roca. Un diluvio de pedazos de metal retorcido se estrelló a su alrededor produciendo un enorme estrépito. Anillos, pernos y esquirlas se clavaron como dagas en la pared, trocando la gran curva de piedra en un gigantesco lecho de clavos.

Los ojos de Bayaz parecían a punto de salírsele de las órbitas y su rostro demacrado estaba cubierto de sudor.

—¡Muere, demonio! —bramó.

Una nubecilla de polvo se desprendió de la pared y la roca empezó a moverse. Un instante después, una escalofriante carcajada resonaba por toda la cámara. Ferro retrocedió de espaldas, pateando con los talones las losas del suelo, y luego se echó a correr. Su mano rota daba bandazos sobre la pared del pasadizo y su brazo roto le colgaba inerte a un costado. Un cuadrado de luz se aproximaba a ella pegando sacudidas. La puerta de la Casa del Creador.

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