El último argumento de los reyes (70 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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Salió tambaleándose al aire libre, hiriente tras las tinieblas de antes, y la lluvia que caía le produjo una sensación cálida en comparación con el gélido tacto de Tolomei. Bajo la camisa sentía el peso de la Semilla y su roce áspero y reconfortante a la vez.

—¡Corre! —gritó la voz de Bayaz desde la oscuridad—. ¡Al palacio! —Ferro cruzó el puente a la carrera, dando traspiés sobre las losas húmedas y oyendo los bandazos del agua de abajo—. ¡Métela en la caja y ciérrala bien! —a su espalda se oyó el estruendo de dos metales al entrechocar, pero no miró hacia atrás.

Abrió las puertas que daban al Agriont, empujándolas con el hombro, y estuvo a punto de tropezar con el portero, que estaba sentado con la espalda apoyada en la pared en el mismo sitio en que ella le había dejado, agarrándose la cara con una mano. Saltó por encima de él, bajó de tres en tres los escalones, atravesó el patio en ruinas y recorrió los polvorientos pasillos a toda velocidad sin pensar en figuras enmascaradas ni en ninguna otra cosa. Ahora le parecían una amenaza insignificante, algo totalmente cotidiano. Aún sentía aquel aliento helado en el cuello.

Y lo único que le importaba era dejarlo lo más atrás posible.

Se detuvo de un resbalón ante la puerta, descorrió torpemente el cerrojo con el pulpejo de su mano rota, salió a la lluvia y se puso a correr por las calles mojadas siguiendo el mismo camino por el que había venido. La gente que había en las callejuelas y en las plazas, al ver su figura ensangrentada corriendo con desesperación, se apartaba asustada. A su paso surgían voces enojadas, pero no las hacía caso. Al doblar una esquina, se encontró en una calle ancha flanqueada de edificios grises y se detuvo pegando un patinazo que casi acaba con ella en el suelo.

Una multitud de personas desarrapadas bloqueaba la calle. Mujeres, niños y ancianos que caminaban arrastrando los pies.

—¡Quítense de en medio! —gritó mientras intentaba abrirse paso—. ¡Muévanse! —de pronto le vino a la cabeza la historia que había contado Bayaz en la interminable llanura. La historia de los soldados que habían encontrado la Semilla en las ruinas de Aulcus. Cómo se habían consumido y habían muerto. Se puso a dar empellones y a soltar patadas y se fue abriendo camino—. ¡Muévanse! —al final consiguió salir y siguió corriendo por la calle desierta, con el brazo roto apretado contra el cuerpo y contra lo que llevaba debajo de la camisa.

Atravesó corriendo el parque, entre las hojas que caían de los árboles con cada racha de viento. La gran muralla del palacio se alzaba donde acababan los jardines y Ferro se dirigió a la entrada. Los dos guardas de antes seguían flanqueándola, como de costumbre, y Ferro sabía que la vigilaban. Aunque la habían dejado salir, ahora no se sentían tan partidarios de dejarla entrar, sobre todo así: hecha un asco, sudorosa, embadurnada de sangre y mugre y corriendo como si el diablo le pisara los talones.

—¡Eh, tú! ¡Espera! —Ferro intentó colarse entre los dos, pero uno de ellos la agarró.

—¡Soltadme, pálidos de mierda! —bufó—. ¡No entendéis nada! —Intentó escapar y una alabarda dorada cayó al suelo al soltarla uno de los guardias para rodearle el cuerpo con los dos brazos.

—¡Pues explícate! —le contestó el otro desde detrás del visor de su casco—. ¿A qué vienen tantas prisas? —su mano enguantada señaló al bulto de su camisa—. ¿Qué es eso que lie...?

—¡No! —Ferro bufó, se retorció y arrastró a trompicones al guardia hasta el muro del arco. La alabarda del otro bajó suavemente hasta que su reluciente punto quedó a la altura del pecho de Ferro.

—¡Estate quieta! —gruñó—. Si no quieres que...

—¡Dejadla pasar! ¡Ahora mismo! —Sulfur estaba detrás de la reja, y, por una vez, no sonreía. El guardia volvió la cabeza y titubeó—. ¡Ahora mismo he dicho! ¡En nombre de Lord Bayaz!

La soltaron y Ferro echó a correr, profiriendo una maldición. Atravesó los jardines como una centella, entró en el palacio y el eco de sus botas resonó por los pasillos mientras los sirvientes y los guardias se apartaban de su paso mirándola con desconfianza. Encontró la puerta de las habitaciones de Bayaz, la abrió a toda prisa y entró tambaleándose. La caja estaba abierta sobre una mesa que había junto a la ventana. Era un simple objeto de un metal oscuro. Cruzó la habitación hasta llegar a ella, se desabrochó la camisa y sacó lo que llevaba debajo.

Una piedra oscura y pesada del tamaño de un puño. Su superficie mate seguía estando igual de fría que cuando la había cogido. Notó en la mano un placentero cosquilleo, como el que se siente al tocar a un viejo amigo. La mera idea de desprenderse de ella la enojaba.

Bueno, ahí estaba por fin la Semilla. El Otro Lado hecho carne. La esencia misma de la magia. Recordó las ruinas de Aulcus. Los centenares de kilómetros de tierra muerta que se extendían a su alrededor en todas direcciones. Un objeto con poder de sobra para enviar al Emperador, al Profeta, a sus malditos Devoradores y a toda la nación de Gurkhul al infierno. Un poder tan terrible que sólo debía pertenecer a Dios. Y ahora ella lo tenía en su frágil mano. Se lo quedó mirando durante un buen rato y, luego, poco a poco, Ferro empezó a sonreír.

Ahora podría vengarse.

El sonido de unas pisadas en el pasillo la hizo salir de su ensueño. Depositó la Semilla en la caja, hizo un esfuerzo para apartar la mano y cerró de golpe la tapa. Como si de pronto se hubiera apagado una vela en una habitación oscura, el mundo le pareció más gris, más pobre, menos interesante. Entonces se dio cuenta de que su mano estaba entera. La miró con el ceño fruncido y movió los dedos. Tenían la misma agilidad de siempre y no se apreciaba ni la menor hinchazón en los nudillos, aunque ella pensaba que estarían destrozados. Al otro brazo le pasaba lo mismo; estaba derecho y liso, sin ninguna marca en el lugar donde Tolomei le había hundido sus gélidos dedos. Ferro miró hacia la caja. Sus heridas siempre se habían curado pronto. ¿Pero unos huesos rotos reconstruidos en menos de una hora?

Allí había algo raro.

Bayaz apareció tambaleándose en el umbral con una mueca de dolor en el semblante. Llevaba pegados a la barba restos de sangre seca y el sudor brillaba en su cráneo pelado. Respiraba con dificultad, estaba pálido y se apretaba el costado con un brazo. Parecía alguien que se hubiera pasado toda la tarde luchando con el diablo y hubiera sobrevivido por los pelos.

—¿Dónde está Yulwei?

El Primero de los Magos la miró fijamente.

—Ya sabes dónde está.

Ferro recordó el estruendo que había oído al salir de la torre. Fue como el portazo de unas puertas. Unas puertas que ninguna espada, ningún fuego y ninguna magia podrían abrir. Unas puertas de la que sólo Bayaz tenía la llave.

—No volvió. Selló las puertas quedándose allí dentro. De vez en cuando hay que hacer sacrificios, Ferro, y tú lo sabes. Yo he hecho hoy un gran sacrificio. He sacrificado a mi propio hermano —el Primero de los Magos cruzó cojeando la habitación y se acercó a ella—. Tolomei quebrantó la Primera Ley. Llegó a un pacto con los Desveladores de Secretos. Quería utilizar la Semilla para abrir las puertas del Mundo Inferior. Hubiera llegado a ser más peligrosa que todos los Devoradores de Khalul juntos. La Casa del Creador debe permanecer sellada. Hasta el fin de los tiempos, si es necesario. Un resultado que no deja de ser irónico. Ella inició su vida prisionera en esa torre. Y ahora ha regresado. La historia se mueve en círculos, como decía siempre Juvens.

Ferro frunció el entrecejo.

—A la mierda con los círculos, pálido. Me mintió. Sobre Tolomei. Sobre el Creador. Sobre todo.

—¿Y?

El ceño de Ferro se acentuó.

—Yulwei era un hombre bueno. Me ayudó en el desierto. Me salvó la vida.

—Y a mí, y más de una vez. Pero los hombres buenos nunca llegan muy lejos cuando hay que recorrer sendas oscuras —Bayaz bajó la vista y sus ojos chispeantes se posaron en el cubo de metal sobre el que descansaba la mano de Ferro—. Otros han de recorrer lo que resta del camino.

Sulfur entró por la puerta. Bayaz sacó de debajo de su abrigo el arma que había traído de la Casa del Creador y el metal gris refulgió iluminado por la suave luz que se colaba por las ventanas. Una reliquia de los Viejos Tiempos. Un arma con la que Ferro había visto cortar piedras como si fueran mantequilla. Sulfur la cogió con nervioso respeto y la envolvió cuidadosamente en un hule viejo. Luego abrió su cartera de cuero y sacó aquel viejo libro negro que Ferro ya había visto en una ocasión anterior.

—¿Ahora? —murmuró.

—Ahora —Bayaz se lo cogió, posó una mano sobre la requemada cubierta, cerró los ojos y respiró hondo. Cuando abrió los ojos miró directamente a Ferro—. Las sendas que tú y yo vamos a recorrer ahora son realmente oscuras. Ya lo has visto.

Ferro no sabía qué decir. Yulwei había sido un hombre bueno, pero la puerta de la Casa del Creador estaba cerrada y él ya se habría ido al cielo o al infierno. Ferro había enterrado a muchos hombres y de muchas maneras. Otro montón de tierra en el desierto no tenía nada de particular. Estaba harta de tener que cobrarse venganza granito a granito. Las sendas oscuras no la asustaban. Se había pasado la vida caminando por ellas. Le pareció oír a través del metal de la caja una voz que la llamaba con un susurro apenas perceptible.

—Lo único que quiero es venganza.

—Y la tendrás, tal y como te prometí.

Miró a Bayaz a la cara y se encogió de hombros.

—Entonces, ¿qué más importa quién matara a quién hace miles de años?

El Primero de los Magos puso una desagradable sonrisa y sus ojos relampaguearon en su cara pálida y ensangrentada.

—Me has leído el pensamiento.

El héroe de mañana

Los cascos del corcel de Jezal chapoteaban obedientes en el barro. Era un animal magnífico, del tipo que siempre había soñado con montar algún día. Carne de caballo por valor de varios miles de marcos, sin duda. Aquel noble bruto confería a cualquiera que lo montara, por muy insignificante que fuera, el aire de la realeza. La resplandeciente armadura de Jezal era una pieza forjada con acero estirio de la mejor calidad, con repujados de oro. Su manto, una obra de fina seda de Suljuk, con ribetes de armiño. La empuñadura de su espada tenía incrustados varios diamantes que centelleaban cuando las nubes del cielo se abrían para dejar que asomara un poco al sol. Había decidido prescindir de la corona aquel día y en su lugar llevaba un simple aro dorado cuyo peso resultaba bastante más soportable para las rozaduras que ya le habían salido en las sienes.

Iba investido de toda la parafernalia de la realeza.

Desde muy niño, Jezal había soñado que un día sería exaltado, venerado y obedecido. Pero ahora, sólo de pensar en ello, le entraban ganas de vomitar. Aunque tal vez eso tuviera que ver más con el hecho de que casi no hubiera dormido la noche anterior y que apenas hubiera desayunado.

El Lord Mariscal Varuz, que cabalgaba junto a Jezal, tenía todo el aspecto de un hombre al que de pronto se le hubiera echado encima la vejez. Iba encorvado y con los hombros caídos y parecía haber encogido dentro de su uniforme. Sus movimientos habían perdido su acerada rotundidad; sus ojos, su gélida penetración. De hecho, empezaba a presentar algunos síntomas que parecían indicar que no tenía ni idea de qué hacer.

—Se sigue luchando en Los Arcos, Majestad —le estaba explicando—, pero apenas si tenemos alguna que otra cabeza de puente. Los gurkos han consolidado su control sobre las Tres Granjas. Han hecho avanzar sus catapultas hasta el canal y la otra noche sus proyectiles incendiarios penetraron ampliamente en los distritos céntricos. Hasta la Vía Media, e incluso más allá. Los incendios han estado ardiendo hasta el amanecer. De hecho, en algunas zonas aún no han sido sofocados. Se han producido daños... de consideración.

Un ostensible eufemismo. Los incendios habían devastado zonas enteras de la ciudad. Filas enteras de edificios, espléndidas mansiones, concurridas tabernas y estridentes talleres, que Jezal conocía a la perfección, habían quedado reducidos a un montón de escombros calcinados. Su visión resultaba tan horripilante como la de un viejo amor que al abrir la boca dejara al descubierto dos hileras de dientes cariados. El hedor del fuego, del humo y de la muerte se aferraba a la garganta de Jezal convirtiendo su voz en una especie de graznido severo.

Un hombre cubierto de polvo y de cenizas, que estaba rebuscando entre los escombros aún humeantes de una casa, alzó la vista y miró a Jezal y a su séquito cuando pasaron al trote junto a él.

—¿Dónde está mi hijo? —chilló de pronto—. ¿Dónde está mi hijo?

Jezal apartó con disimulo la vista y propinó un levísimo aguijoneo a su montura. No tenía ninguna necesidad de ofrecer a su conciencia nuevas armas con las que apuñalarle. Bastante bien armada estaba ya.

—Pero la Muralla de Arnault aún resiste, Majestad —Varuz habló con un tono de voz innecesariamente alto en un intento inútil de tapar los desgarradores gemidos que seguían resonando entre las ruinas que habían dejado a sus espaldas—. Ni un solo soldado gurko ha puesto aún el pie en el distrito central de la ciudad. Ni uno solo.

Jezal se preguntó durante cuánto tiempo podría seguir alardeando de eso.

—¿Hay noticias del Lord Mariscal West? —inquirió por segunda vez en una hora y décima vez en un día.

Varuz dio a Jezal la misma respuesta que sin duda volvería a oír diez veces más antes de caer rendido en la cama esa noche.

—Me temo que estamos completamente aislados del resto del mundo, Majestad. Son pocas las noticias que logran atravesar el cordón gurko. Pero, según parece, hay tormentas en las costas de Angland. Debemos hacer frente a la posibilidad de que el ejército se demore.

—Perra suerte —murmuró desde el otro lado Bremer dan Gorst, cuyos ojos inspeccionaban las ruinas con rápidos vistazos en busca de la más mínima señal de una posible amenaza. Jezal masticó con gesto abatido el salado trocito de uña que le quedaba en el pulgar. Ya casi ni recordaba cuándo fue la última vez que recibió unas noticias mínimamente buenas. Tormentas, demoras. Hasta los elementos parecían haberse conjurado contra ellos.

Varuz no tenía nada con lo que levantarle el ánimo.

—Y ahora se ha declarado una epidemia en el Agriont. Una epidemia muy virulenta que se propaga con enorme rapidez. Una parte importante de los civiles a los que se abrieron las puertas de la ciudadela han sucumbido a ella de forma casi inmediata. Incluso se ha extendido al propio palacio. Se ha cobrado la vida de dos Caballeros de la Escolta Regia. Un día por la mañana estaban de guardia en sus puestos, como de costumbre, y esa misma noche se encontraban ya metidos en sendos ataúdes. Se les consumió el cuerpo, se les pudrieron los dientes y perdieron todo el cabello. Los cadáveres se queman, pero constantemente aparecen nuevos casos. Los médicos nunca habían visto cosa igual y desconocen por completo cuál pueda ser el remedio. Hay quienes hablan ya de una maldición gurka.

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