El último argumento de los reyes (73 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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Poulder descargó un puñetazo contra la mesa mientras sus oficiales gruñían como boxeadores.

—¡Maldita sea! ¡Pintaremos las calles con sangre gurka!

West miró con gesto ceñudo, primero a Poulder y luego a Kroy.

—No hace falta que les recalque la importancia que tiene que mañana obtengamos la victoria.

Los dos generales se pusieron en pie sin decir palabra y se encaminaron juntos hacia la salida. Al llegar frente a la solapa se detuvieron y se pusieron cara a cara. Por un instante West se preguntó si a pesar de la gravedad de la situación seguirían con sus rencillas de siempre.

Entonces Kroy extendió una mano.

—Le deseo la mejor de las suertes, General Poulder.

Poulder estrechó la mano que le tendía entre las suyas.

—Lo mismo digo, General Kroy. La mejor de las suertes para los dos —y acto seguido, los dos salieron a paso rápido hacia el anochecer, acompañados de sus oficiales, a los que seguían Jalenhorm y Brint.

Hayden carraspeó.

—Lord Mariscal... otros cuatro Mensajeros fueron enviados conmigo. Nos separamos con la esperanza de que al menos uno de nosotros consiguiera atravesar las líneas gurkas. ¿Ha llegado alguno de los otros?

—No... todavía no. Quizá más tarde...— West no lo consideraba demasiado probable y, a juzgar por la expresión de sus ojos, tampoco Hayden.

—Claro. Quizá más tarde.

—El sargento Pike le proporcionará un poco de vino y un caballo. Me imagino que le apetecerá mucho vernos atacar a los gurkos mañana por la mañana.

—Desde luego que sí.

—Muy bien.

Los dos hombres se fueron por donde habían venido, y West se los quedó mirando con el ceño fruncido. Una lástima lo de los compañeros de aquel hombre, pero cuando acabara la jornada de mañana habría muchas más muertes que lamentar. Eso, si es que quedaba alguien para lamentarlas. Apartó la solapa de la tienda y salió al aire libre.

Las olas mecían los navíos de la flota que estaban anclados en el angosto puerto que había un poco más abajo y sus altos mástiles oscilaban sobre un fondo de nubes oscurecidas: azul intenso, gris frío, naranja encendido. A West le pareció distinguir unos cuantos botes que se aproximaban lentamente a las sombras de la playa, transportando a tierra los últimos contingentes del ejército.

El sol se ponía deprisa en el horizonte, un pastoso destello final sobre las colinas del oeste. Allá a lo lejos, en algún lugar fuera del alcance de la vista, ardía Adua. West imprimió un movimiento giratorio a sus hombros para intentar relajar sus enmarañados músculos. No había tenido noticias desde antes de que dejaran Angland. Pero, por lo que él sabía, Ardee debía de seguir dentro de sus murallas. De todos modos, bien poco podía hacer él. Todo lo más, ordenar un ataque inmediato con la esperanza de que la suerte por una vez se invirtiera. Se llevó una mano a la tripa y se la frotó con gesto pesaroso. Desde la travesía en barco padecía de indigestión. Las tensiones del mando, sin duda. No sería de extrañar que al cabo de unas pocas semanas se encontrara vomitando sangre sobre la mesa igual que su predecesor. Tomó aire entrecortadamente y lo expulsó.

—Sé cómo se siente —era el Sabueso, que estaba sentado en un banco desvencijado junto a la entrada de la tienda, mirando al mar con los codos hincados en las rodillas.

West se dejó caer a su lado. Los despachos con Poulder y Kroy le causaban un enorme desgaste. Hazte durante mucho tiempo el hombre de hierro y acabarás convertido en un pobre hombre.

—Lo siento —dijo casi sin darse cuenta.

El Sabueso alzó la cabeza y le miró.

—¿Ah, sí? ¿El qué?

—Todo esto. La muerte de Tresárboles, la de Tul... la de Cathil —para su sorpresa, West sintió que se la hacía un nudo en el estómago al pronunciar aquel nombre—. Todo. Lo siento.

—Ah, todos lo sentimos. Yo no le culpo de nada. No culpo a nadie, ni siquiera a Bethod. ¿De qué sirve eso? Cada cual hace lo que le toca. Hace mucho tiempo que deje de buscar razones.

West se quedó pensativo unos instantes y luego asintió con la cabeza.

—Bien.

Siguieron sentados, contemplando las antorchas que se iban encendiendo en la bahía como motas de polvo luminoso que se fueran desplegando por una tierra en tinieblas.

La noche había llegado, y era una mala noche. Mala a causa del frío, y del gotear incesante de la lluvia, y de los duros kilómetros de marcha que tendrían que recorrer antes del amanecer. Mala, sobre todo, por lo que les aguardaba al final, cuando saliera el sol. Marchar a la batalla cada vez se le hacía más duro. Cuando Logen era joven, antes de que perdiera el dedo y se ganara su negra reputación, solía haber al menos un atisbo de excitación, una sombra de emoción. Ahora lo único que había era un miedo angustioso. Miedo al combate, y lo que era aún peor, miedo de su resultado.

No parecía que lo de ser rey sirviera de mucho. De hecho, no parecía servir de nada. Era como ser jefe, sólo que peor. Siempre estaba pensando que se le había olvidado algo que tenía que hacer. Y, por si fuera poco, hacía que la distancia que le separaba de todos los demás fuera aún más grande. Tan grande como para resultar infranqueable.

El chapoteo de las botas, el golpeteo de las armas y el cascabeleo de los arneses, los gruñidos y las maldiciones de los hombres, algunos de ellos provistos ya de antorchas encendidas que iluminaban el camino enfangado y cuyo resplandor era atravesado fugazmente por largos hilos de lluvia. Una lluvia que también caía sobre Logen, besándole el cuero cabelludo y la cara, y tamborileando en los hombros de su vieja zamarra.

El ejército de la Unión se desplegaba por cinco caminos distintos, todos ellos apuntando hacia el este, todos ellos apuntando hacia Adua y a lo que prometía ser un severo ajuste de cuentas con los gurkos. Logen y los suyos marchaban por el que se encontraba más al norte. Hacia el sur se distinguía una tenue hilera de luces parpadeantes que flotaban incorpóreas por el campo negro hasta donde alcanzaba la vista. Otros cuantos miles de hombres soltaban maldiciones mientras avanzaban por el barro hacia un amanecer sangriento.

Logen frunció el ceño. Un poco más adelante, iluminado por la luz oscilante de una antorcha, vio el perfil de la cara chupada de Escalofríos, con su semblante ceñudo poblado de sombras y un ojo centelleante. Se miraron durante un instante y luego Escalofríos le dio la espalda, encorvó los hombros y siguió caminando.

—A ese sigo sin gustarle, y así será siempre.

—Una carnicería gratuita no es precisamente el camino más corto para alcanzar la popularidad —señaló el Sabueso—. Sobre todo para un rey.

—Lo que me preocupa es que ese muchacho puede que tenga las agallas suficientes para hacer algo al respecto —Escalofríos se la tenía guardada. Ni el tiempo, ni los buenos gestos, ni el hecho de haberle salvado la vida cambiarían las cosas. La mayoría de las heridas nunca llegan a cicatrizar del todo, pero hay algunas que duelen más con cada día que pasa.

El Sabueso pareció leerle el pensamiento.

—No te preocupes por Escalofríos. Es un buen tipo. Puestos a preocuparse, bastante tenemos ya con los gurkos esos.

—Ajá —sentenció Hosco.

Logen no las tenía todas consigo. No hay peor enemigo que el que vive al lado tuyo; eso es lo que solía decirle su padre. En otros tiempos habría asesinado al cabrón en cuestión allí donde estuviera y asunto arreglado. Pero ahora estaba intentando ser mejor persona. Lo estaba intentando con todas sus fuerzas.

—Por los muertos —decía el Sabueso—. ¿Qué hacemos nosotros luchando al lado de la Unión contra los morenos esos? ¿Cómo demonios ha sucedido una cosa así? Aquí no se nos ha perdido nada.

Logen respiró hondo y esperó un momento a que Escalofríos se alejara un poco más.

—Furioso se mantuvo a nuestro lado. De no haber sido por él nunca habríamos conseguido acabar con Bethod. Estamos en deuda. Será nuestro último combate.

—¿Es que no te has dado cuenta de que un combate conduce siempre a otro? Es como si siempre hubiera algún combate pendiente.

—Ajá —terció Hosco.

—Esta vez no. Éste será el último. Después, se acabó.

—¿Ah, sí? ¿Y qué ocurrirá luego?

—No sé, supongo que volveremos al Norte —Logen se encogió de hombros—. A vivir en paz, ¿no?

—¿En paz? —rezongó el Sabueso—. ¿Se puede saber qué es eso? ¿Qué se hace cuando se está en paz?

—Pues... no sé... plantar cosas, supongo.

—¿Plantar cosas? ¡Por todos los muertos! ¿Qué sabemos tú o yo de plantar cosas? ¿Qué otra cosa hemos hecho en la vida aparte de matar?

Logen, incómodo, retorció los hombros.

—Hay que tener esperanza. Los hombres cambian, ¿no?

—¿Tú crees? Cuanto más matas, mejor se te va dando. Y cuanto mejor se te da matar, menos falta te hace cualquier otra cosa. Me parece que si hemos vivido tanto tiempo es porque no hay nadie tan bueno como nosotros cuando se trata de matar.

—Lo ves todo muy negro, Sabueso.

—Hace años que lo veo todo muy negro. Lo que me preocupa es que a ti no te pase lo mismo. La esperanza no le sienta bien a la gente como nosotros, Logen. Respóndeme a esto: ¿alguna vez has conocido algo a lo que la esperanza no acabara haciéndole daño? ¿Acaso has tenido alguna vez algo que no acabara convertido en polvo?

Logen se lo pensó. Su esposa y sus hijos, su padre y su pueblo, todos habían vuelto al barro. Forley, Tresárboles y Tul. Buenos hombres todos ellos, y todos ellos muertos, algunos por su propia mano, otros por su descuido, por su orgullo, por su estupidez. Ahora veía mentalmente sus rostros, y no parecían muy contentos.

Los muertos no suelen estarlo. Y eso por no mirar al lúgubre y malcarado grupo que acechaba detrás. Una multitud de fantasmas. Un ejército de cuerpos destrozados y ensangrentados. Todos los hombres a los que había arrebatado la vida. Shama el Despiadado, con las entrañas colgando de su tripa rajada. Pienegro, con las piernas machacadas y las manos quemadas. El cabrón de Finnius, con un pie amputado y el pecho abierto de un tajo. Incluso Bethod, ahí, al frente de todos, con su cráneo hecho papilla y su rostro ceñudo doblado de lado, y, justo debajo de su codo, el cadáver del hijo de Crummock. Un mar de asesinatos. Logen apretó con fuerza los ojos y luego los abrió de golpe; pero las caras seguían ahí, en algún rincón oscuro de su mente. No podía decir nada.

—Ya decía yo —el Sabueso se dio la vuelta y su cabello empapado le goteó en la cara—. Hay que ser realista, ¿no es eso lo que siempre me dices? Pues tú también has de serlo —y reemprendió la marcha bajo la fría luz de las estrellas. Hosco se detuvo un instante junto a Logen y luego encogió sus hombros mojados y siguió al Sabueso, llevándose consigo la antorcha.

—Los hombres cambian —murmuró Logen, sin saber muy bien si se lo decía al Sabueso, a sí mismo o a esos rostros cadavéricos que aguardaban en la oscuridad. Los hombres marchaban pesadamente alrededor suyo, pero él seguía estando solo—. Los hombres cambian.

Preguntas

Al ponerse el sol sobre la castigada Adua, algunos jirones de niebla otoñal se escaparon a hurtadillas del inquieto mar y se pusieron a revolotear como fantasmas por el gélido aire nocturno. A cien zancadas, los edificios no eran más que un contorno indistinto. A doscientas, simples figuras espectrales de cuyas escasas ventanas iluminadas emanaban trazos de luz que flotaban por las brumosas tinieblas.
Buen tiempo para las malas obras, y no son pocas las que nos quedan por delante
.

Hacía ya un buen rato que ninguna explosión lejana perturbaba la quietud de la oscuridad. Las catapultas de los gurkos guardaban silencio.
De momento. Aunque tampoco tiene nada de raro. La ciudad ya casi es suya. ¿Por qué iban a querer incendiar su propia ciudad?
Allí, en la zona este de Adua, lejos de los combates, parecía reinar una calma intemporal.
Casi como si los gurkos jamás se hubieran presentado
. Por eso, cuando a través de la oscuridad le llegó una especie de traqueteo sordo, como el ruido que harían las botas de un grupo de hombres bien armado, Glokta no pudo evitar una punzada de nerviosismo y se pegó a las densas sombras que proyectaban los setos que bordeaban la calle. De repente, distinguió la silueta de un hombre que apoyaba con descuido una mano en el pomo de su espada y caminaba con unos andares desenvueltos que denotaban la más absoluta despreocupación. En lo alto de la cabeza parecía llevar un objeto bastante grande que se bamboleaba al ritmo de su paso.

Glokta escrutó las tinieblas.

—¿Cosca?

—¡El mismo que viste y calza! —se carcajeó el estirio. Lucía un sombrero de cuero de buena calidad, coronado por una pluma absurdamente grande, al que de inmediato señaló con un dedo—. Me he comprado un sombrero nuevo. ¿O debería decir más bien que usted me lo ha comprado, eh, Superior?

—Ya veo —Glokta miró con irritación la larga pluma y el historiado trabajo de cestería dorada que adornaba la empuñadura de la espada de Cosca—. Creí haberle dicho que debía pasar desapercibido.

—¿De... sa... per... ci... bi... do? —el estirio frunció el ceño y luego se encogió de hombros—. Ah, de modo que ésa era la palabra. Recuerdo que dijo algo y también recuerdo que no lo entendí —y acto seguido hizo una mueca de dolor y se rascó la entrepierna—. Me parece que una de las mujeres de la taberna me ha pasado unos cuantos huéspedes indeseados. Hay que ver cómo pican los muy condenados.
Ja. A las mujeres se las paga para que se pasen por ahí. Pero jamás hubiera imaginado que los piojos tuvieran tan mal gusto
.

A espaldas de Cosca había ido surgiendo de la oscuridad un nutrido grupo de figuras difusas, algunas de las cuales portaban faroles cubiertos con trapos. Una docena de siluetas greñudas, y luego otra docena más, de las que emanaba una sensación de amenaza latente como emana el tufo de una boñiga.

—¿Son esos sus hombres? —el que le quedaba más cerca tenía las pústulas faciales más espantosas que Glokta había visto en su vida. A su lado había un manco, cuya mano ausente había sido reemplazada por un garfio de aspecto brutal. Luego venía un tipo inmensamente grueso, cuyo pálido cuello estaba teñido de azul por una enmarañada profusión de tatuajes de ínfima calidad. Un hombre apenas mayor que un enano, con cara de rata y un solo ojo, le acompañaba. No se había molestado en ponerse un parche y su cuenca ocular vacía asomaba por debajo de su melena grasienta. El resto eran todos de la misma calaña. Unas dos docenas de los tipos más patibularios que Glokta había visto jamás.
Y eso que en tiempos tuve ocasión de ver a unos cuantos. Gentes alérgicas al agua y al jabón, eso sin duda. A juzgar por su aspecto, ninguno de ellos tendría el más mínimo reparo en vender a su hermana por un marco
—. No parece que sean muy de fiar —murmuró.

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