El último argumento de los reyes (56 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—¡Estás loco, maldito cabrón! —siseó el Sabueso con su pecho helado rebosante de cólera—. ¡Casi consigues que nos maten a todos!

—Oh, todavía hay tiempo para eso.

—Chisss —Hosco sacudió una mano en el aire indicándoles que se callaran. El temor sofocó de inmediato la cólera del Sabueso, que se pegó contra la muralla. Desde arriba llegó el ruido de unos hombres que se movían y vio la luz trémula de un farol que avanzaba despacio por la muralla. Esperó, inmóvil, sin oír otra cosa que el aliento de Dow y el sonido de su propio corazón. Finalmente, los hombres pasaron de largo y todo volvió a quedar en silencio.

—No me digas que eso no ha hecho que se te acelere la sangre, ¿eh, jefe? —le susurró Dow.

—Bastante suerte tenemos de que no se nos haya salido fuera.

—¿Y ahora qué?

Los dientes del Sabueso rechinaron mientras trataba de limpiarse el barro de la cara.

—Ahora a esperar.

Logen se puso de pie, se limpió de unos manotazos el rocío de los pantalones y aspiró una larga bocanada de aire helado. Era innegable que el sol ya había salido del todo. Puede que aún estuviera oculto en el este tras la Colina de Skarling, pero los bordes de las altas torres negras tenían un tono dorado, las panzas de las finas nubes que había arriba en lo alto estaban teñidas de rosa y el frío cielo que asomaba entre ellas comenzaba a adquirir una coloración azul pálida.

—Más vale no demorarlo —dijo Logen entre dientes— que vivir temiéndolo —recordaba a su padre diciéndole eso. Lo recordaba en el salón humeante, con la vacilante luz del fuego reflejada en su cara mientras agitaba el dedo índice. Se recordaba también a sí mismo diciéndoselo a su propio hijo, sonriendo a la orilla del río, mientras le enseñaba a pescar peces a pellizcos. Padre e hijo, los dos muertos; polvo y cenizas. Nadie volvería a aprenderlo después de Logen, una vez que se fuera para siempre. Y nadie, se imaginaba, le echaría mucho de menos. ¿Pero eso qué más daba? No hay nada que valga menos que lo que la gente pueda decir de ti una vez que hayas vuelto al barro.

Enroscó los dedos alrededor de la empuñadura de la espada del Creador, y las marcas que la surcaban le hicieron cosquillas en la palma de la mano. Luego la desenvainó y dejó que colgara de su mano mientras movía en círculos los hombros y sacudía la cabeza a uno y otro lado. Una última inspiración y exhalación de aire frío, y comenzó a subir por entre la multitud que se congregaba junto a las puertas formando un amplio arco. Una mezcla de Caris del Sabueso y montañeses de Crummock, además de unos cuantos soldados de la Unión a los que se había concedido permiso para ir a ver cómo esos norteños dementes se mataban entre sí. Algunos le lanzaron gritos de ánimo cuando paso junto a ellos: todos sabían que estaban en juego muchas más vidas que la de Logen.

—¡Es Nuevededos!

—¡El Sanguinario!

—¡Acaba con esto de una maldita vez!

—¡Mata a ese cabrón!

Junto a las murallas, formando un solemne grupo, estaban los hombres que Logen había elegido para que llevaran los escudos. West era uno de ellos, también Pike, y Sombrero Rojo, y Escalofríos. Logen no estaba muy seguro de no haber cometido un error con el último de ellos, pero en las montañas había salvado la vida de ese hombre y eso debería de tener cierto peso. Un simple «debería» parecía un hilo muy fino para colgar de él la propia vida, pero así eran las cosas. A fin de cuentas, desde que él tenía memoria, su vida había pendido de un hilo muy fino.

Crummock-i-Phail se puso a caminar a su lado. En una mano llevaba su enorme escudo, que parecía pequeño por comparación, mientras la otra reposaba sobre su panza.

—Estás deseando que empiece, ¿eh Sanguinario? ¡A mí, te lo aseguro, me pasa lo mismo!

Recibía palmadas en los hombros, le dirigían gritos de aliento; pero Logen no decía nada. Se abrió paso hasta el círculo pelado sin volver en ningún momento la vista ni a izquierda ni a derecha. Una vez allí, sintió que a sus espaldas los hombres se juntaban y oyó el ruido de los escudos que iban formando un semicírculo frente a las puertas de Carleon alrededor del borde donde empezaba la hierba corta. Más atrás, se apelotonaba la muchedumbre. Intercambiando murmullos. Haciendo esfuerzos por ver mejor. Ya no había vuelta atrás, era un hecho. Claro que, bien pensado, nunca la hubo. Toda su vida había sido un camino que conducía a ese lugar. Logen se detuvo en el centro del círculo y alzó la vista hacia las almenas.

—¡Ya ha amanecido! —rugió—. ¡Empecemos de una vez!

Se produjo un silencio, mientras se iba desvaneciendo el eco de su voz y el viento arrastraba algunas hojas sueltas por la hierba. Un silencio lo bastante largo como para que Logen empezara a abrigar la esperanza de que no hubiera respuesta. Empezara a abrigar la esperanza de que se hubieran escabullido durante la noche y al final no hubiera duelo.

Entonces empezaron a aparecer caras en lo alto de la muralla. Una acá, otra allá, y luego una auténtica multitud, que ocupaba todo el parapeto en ambas direcciones hasta donde alcanzaba la vista. Ciento de personas: guerreros, mujeres, incluso niños montados a caballito. Todos los habitantes de la ciudad, se diría. Chirrió el metal, crujió la madera, y las altas puertas comenzaron a abrirse muy despacio; primero una rendija por la que se coló el resplandor del sol naciente y luego un chorro de luz, cuando se abrió por completo el gran arco de acceso. Dos filas de hombres salieron marchando pesadamente. Caris de rostro duro y cabellos enmarañados, con sus escudos pintados colgando del brazo y enfundados en gruesas cotas de malla que tintineaban acompañando el ritmo de sus pasos.

Logen reconoció a algunos. Eran los más cercanos a Bethod, los que habían estado con él desde el principio. Todos ellos hombres duros que en los viejos tiempos habían sostenido el escudo para Logen en más de una ocasión. Formaron una semicircunferencia en su lado y cerraron el círculo. Un muro de escudos, caras de animales, árboles y torres, ondulantes aguas, hachas cruzadas, todos ellos rayados y marcados por las señales de cientos de viejas batallas. Todos ellos vueltos hacia Logen. Una jaula hecha de hombres y madera, de la cual sólo se podía salir matando. O muriendo, por supuesto.

Una figura negra cobró forma en el deslumbrante umbral del arco de entrada. Como un hombre, sólo que más alto, que parecía ocupar todo el espacio hasta la dovela de la bóveda. Sus pasos atronaban, como si fueran yunques caminando. Un extraño temor se apoderó de Logen. Un pánico ciego, como si de nuevo hubiera despertado atrapado por la nieve. Se obligó a no volver la cabeza atrás para mirar a Crummock, se obligó a mirar al frente mientras el campeón de Bethod salía a la plena luz del amanecer.

—¡Por todos los muertos! —exhaló Logen.

Al principio pensó que su tamaño tal vez fuera una especie de espejismo producido por la luz. Tul Duru, Cabeza de Trueno, había sido un tipo bien grande, sin duda; tan grande como para que algunas personas le llamaran gigante. Pero no por ello dejaba de ser un hombre. La escala de Fenris el Temible hacía que pareciera otra cosa. Un ser de una raza aparte. Un verdadero gigante sacado de antiguas leyendas y hecho carne. Hecho mucha carne.

Mientras caminaba, su rostro se contorsionaba y su enorme cabeza calva dada sacudidas a un lado y a otro. Retorcía la boca formando todo tipo de muecas y sus ojos hacían guiños y se desorbitan alternativamente. Tenía la mitad del cuerpo azul. No había otra manera de expresarlo. Una raya perfectamente trazada que arrancaba de la cara separaba la piel azul de la pálida. Su enorme brazo derecho era blanco. El izquierdo era azul desde el hombro hasta la mismísima punta de sus gigantescos dedos. En esa mano cargaba con un saco, que se balanceaba con cada paso que daba y estaba lleno de protuberancias, como si llevara dentro un cargamento de martillos.

Dos de los escuderos de Bethod, que parecían niños a su lado, se apartaron encogidos, con la misma mueca de terror que pondría alguien que acabara de sentir el aliento de la muerte en el cuello. El Temible accedió al círculo, y Logen comprobó que lo que le había dicho el espíritu era cierto: las marcas azules eran en realidad palabras. Símbolos retorcidos, garrapateados sobre la totalidad de su lado izquierdo: en la mano, en el brazo, en la cara, incluso en el labio. Las palabras que Glustrod escribiera en los Viejos Tiempos.

El Temible se detuvo a unas pocas zancadas de distancia, y un terror enfermizo, que parecía brotar de él y expandirse por la silenciosa multitud, oprimió el pecho de Logen arrebatándole todo su valor. En cierto modo, sin embargo, lo que había que hacer era bastante sencillo: si el Temible no podía sufrir ningún daño en su lado pintado, bastaba con que Logen se ensañara con el resto, y se ensañara a fondo. Había derrotado a algunos tipos muy duros en el círculo. A diez de los peores cabrones del Norte. Este sólo era uno más. Al menos, eso era lo que trataba de contarse a sí mismo.

—¿Dónde está Bethod? —había tenido la intención de decirlo con un bramido desafiante, pero lo que le salió fue más bien una especie de graznido seco.

—¡Puedo verte morir perfectamente desde aquí arriba! —el Rey de los Hombres del Norte, todo acicalado y con pinta de estar bastante contento, se encontraba en las almenas que había encima de la puerta, junto con Pálido como la Nieve y unos cuantos guardias. A esa distancia Logen no tendría manera de saber si le había costado conciliar el sueño. La brisa matinal movía su pelo y el del grueso manto de piel que le cubría los hombros. El sol matinal se reflejaba en su cadena de oro y arrancaba destellos al diamante que lucía en la frente—. ¡Me alegro de que hayas venido, tenía miedo de que decidieras salir huyendo! —exhaló un suspiro despreocupado que produjo una nubecilla de vaho en el aire cortante—. Como bien has dicho, ya ha amanecido. ¡Empecemos!

Logen escrutó los ojos palpitantes, desorbitados y dementes del Temible, y tragó saliva.

—¡Estamos aquí reunidos para ser testigos de un desafío! —rugió Crummock—. Un desafío que pondrá fin a esta guerra y dejará saldada la deuda de sangre entre Bethod, que se hace llamar el Rey de los Hombres del Norte, y Furioso, que habla en nombre de la Unión. Si Bethod gana, se levantará el asedio, y la Unión abandonará el Norte. Si gana Furioso, se le abrirán las puertas de Carleon y Bethod quedará a su merced. ¿He dicho verdad?

—Sí —dijo West con una voz que sonó a muy poca cosa en un espacio tan vasto como aquel.

—Así es —desde lo alto de la muralla, Bethod agitó lánguidamente una mano—. Empieza ya, gordinflón.

—¡Dad vuestros nombres, campeones! —gritó Crummock—. ¡Y enumerad vuestros logros!

Logen se adelantó un paso. Fue un paso que le costó mucho dar, como si tratara de avanzar contra un viento muy fuerte, pero, de todos modos, lo dio, y, luego, echando la cabeza hacia atrás, habló mientras miraba el rostro palpitante del Temible.

—Soy el Sanguinario, y no hay números suficientes para contar los hombres que he matado —las palabras surgieron suaves y apagadas de su boca. No había orgullo en su voz hueca; tampoco miedo. Eran los fríos datos. Fríos como el invierno—. He lanzado diez desafíos y los diez los he ganado. En un círculo como éste derroté a Shama el Despiadado, a Rudd Tresárboles, a Hosco Harding, a Tul Duru, Cabeza de Trueno, a Dow el Negro y a varios otros más. Si tuviera que enumerar todos los Grandes Guerreros que he mandado de vuelta al barro nos estaríamos aquí hasta mañana al amanecer. No hay ni un solo hombre en todo el Norte que no conozca mis hazañas.

No se apreció ningún cambio en la cara del gigante. Al menos, ninguno distinto de los habituales.

—Fenris el Temible es mi nombre. Todos mis logros pertenecen al pasado —alzó su mano pintada, apretó sus enormes dedos y los tendones de su gigantesco brazo azul se retorcieron como las enmarañadas raíces de un árbol—. Con estos signos el gran Glustrod me señaló como su elegido. Con esta mano derribé las estatuas de Aulcus. Ahora mato hombres pequeños en pequeñas guerras —Logen creyó advertir un levísimo encogimiento de sus colosales hombros—. Así son las cosas.

Crummock miró a Logen, y éste enarcó las cejas.

—Muy bien. ¿Qué armas habéis traído al combate?

Logen alzó la pesada espada que había forjado Kanedias para sus guerras contra los Magos y la sostuvo a la luz. Una zancada de metal mate, cuyo filo relucía levemente a la pálida luz del amanecer.

—Este acero —y acto seguido la hincó en tierra entre los dos y la dejó clavada.

El Temible soltó su saco, que cayó al suelo con un traqueteo y se abrió. Dentro había unas grandes placas negras, rayadas y abolladas, recubiertas de tachones y pinchos.

—Esta armadura.

Logen contempló el pesado montón de hierro y se pasó la lengua por los dientes. Si el Temible ganaba al echar el escudo podría elegir la espada y dejarle a él con una pila de chapas que debido a su tamaño ni siquiera podría usar como armadura. ¿Qué haría entonces? De momento sólo cabía confiar en que la suerte permaneciera a su lado un rato más.

—Bien, preciosos míos —Crummock colocó su escudo de canto en el suelo y agarró el borde superior—. ¿Pintado o liso, Nuevededos?

—Pintado.

Crummock impulsó el escudo, que se puso a dar vueltas y más vueltas: pintado, liso, pintado, liso. La esperanza y la desesperación intercambiaban posiciones con cada giro. Por fin, la madera comenzó a ralentizarse y a tambalearse. Cayó de plano con el lado pintado hacia arriba mientras las correas pegaban una sacudida.

Fin de la buena suerte.

Crummock torció el gesto y luego alzó la vista hacia el gigante.

—Tú eliges, muchachote.

El Temible agarró la espada del Creador y la arrancó del suelo. En su mano monstruosa parecía un juguete. Sus ojos saltones se desviaron hacia Logen y su boca se retorció formando una sonrisa. Lanzó la espada hacia Logen y ésta cayo a sus pies.

—Toma tu puñal, hombrecillo.

La brisa trajo el sonido distante de unas voces que se alzaban.

—¡Bien, ya han empezado! —siseó Dow en un tono excesivamente alto para los nervios del Sabueso.

—¡No soy sordo! —le espetó el Sabueso mientras se ponía a enrollar la soga con vueltas bastante sueltas para prepararla para el lanzamiento.

—¿Sabes manejar bien eso? No me haría ninguna gracia que se me cayera encima.

—¿De veras? —el Sabueso balanceó el garfio para calibrar su peso—. Qué casualidad, porque estaba pensando que lo mejor que podría pasar en caso de que no consiguiera engancharlo en lo alto de la muralla es que se clavara en tu maldito cabezón —y acto seguido se puso a revolearlo, trazando círculos cada vez más amplios, a la vez que iba soltando poco a poco la cuerda que tenía en la mano. Por fin dio un tirón hacia arriba y lo lanzó. El garfio salió volando, con la soga desenroscándose por detrás, y desapareció por encima de las almenas. El Sabueso hizo una mueca de dolor al oírlo golpear contra el adarve. Pero nadie se asomó. Luego tiró de la cuerda, que se deslizó hacia abajo un par de zancadas y se quedó firme. Firme como una roca.

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