El último argumento de los reyes (57 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—A la primera —dijo Hosco.

El Sabueso, que casi no se lo creía, asintió con la cabeza.

—¿Qué te habías apostado? Bueno, ¿quién va el primero?

Dow le sonrió.

—El que tiene la soga en la mano ahora, digo yo.

Mientras subía, el Sabueso, casi sin querer, se encontró repasando mentalmente todas las formas en que podía morir un hombre que está escalando una muralla. Se suelta el garfio y se cae. Se deshilacha la soga, se rompe y se cae. Alguien ha visto el garfio, espera a que llegué arriba y entonces va y corta la cuerda. O espera a que llegue arriba para cortarle el pescuezo. O puede que en ese mismo momento estuvieran avisando a doce forzudos para hacer prisionero al imbécil al que se le había ocurrido la peregrina idea de escalar las murallas de una ciudad él solo.

Las botas raspaban la rugosa superficie de las piedras, el cáñamo se le clavaba en las manos, las manos le ardían del esfuerzo y en todo momento hacía lo imposible para que no se oyera demasiado el bronco ruido de su aliento. Las almenas se fueron acercando poco a poco y al final las alcanzó. Enganchó los dedos a la piedra y se asomó. El adarve estaba vacío en ambas direcciones. Se deslizó por encima del parapeto, a la vez que sacaba un cuchillo por si las moscas. Ya se sabe que nunca se tienen suficientes cuchillos. Comprobó que el garfio estaba bien sujeto y luego se asomó y vio a Dow mirando hacia arriba y a Hosco con la soga en las manos y un pie apoyado en la pared, listo ya para iniciar la ascensión. El Sabueso le indicó que podía subir con una seña y vio cómo empezaba a subir, mano sobre mano, mientras Dow sujetaba el otro extremo de la cuerda para que se mantuviera tensa. Al poco, andaba ya por la mitad...

—¿Qué demonios...?

El Sabueso giró bruscamente la cabeza hacia la izquierda. No muy lejos había un par de Siervos que acababan de salir a la muralla desde una puerta que había en la torre más cercana. Durante un instante eterno se quedaron mirándose.

—¡Aquí hay una cuerda! —gritó el Sabueso blandiendo el cuchillo como si estuviera intentando cortarla para separarla del garfio—. ¡Algún bastardo quiere colarse dentro!

—¡Por los muertos! —uno de ellos se acercó corriendo y se quedó boquiabierto al ver a Hosco columpiándose en el aire—. ¡Ahora mismo está subiendo!

El otro desenvainó su espada.

—Eso lo arreglo yo —alzó la espada con gesto sonriente y se dispuso a cortar la soga de un tajo—. ¿Oye, por qué estás cubierto de barro?

El Sabueso le clavó repetidas veces el cuchillo en el pecho.

—¡Aaahhh! —gimió el Siervo contrayendo el semblante. Luego trastabilló hacia atrás, se chocó con las almenas y la espada cayó al otro lado de la muralla. Su compañero se lanzó a la carga, balanceando un mazo enorme. El Sabueso se agachó a tiempo de esquivar el golpe, pero no pudo impedir que el Siervo le arrollara, y cayó de espaldas, golpeándose la cabeza contra las piedras.

El mazo salió dando botes por el adarve y los dos quedaron en el suelo forcejeando. El Siervo soltaba patadas y puñetazos y el Sabueso trataba de agarrarle el cuello con las manos para impedir que diera la voz de alarma. Rodaron hacia un lado, luego hacia el otro, se levantaron agarrados y comenzaron a dar tumbos por el adarve. El Siervo encajó un hombro en la axila del Sabueso y le empujó hacia las almenas para intentar arrojarle al vacío.

—Mierda —exhaló el Sabueso al notar que sus pies se separaban del suelo. Sintió que su trasero raspaba ya las piedras, pero siguió aferrándose al cuello del Siervo, tratando de impedirle que respirara bien. Se alzó un par de centímetros más y notó que su cabeza caía hacia atrás: ya tenía más peso del lado equivocado de la muralla.

—¡Ahí que te vas, hijo de puta! —graznó el Siervo mientras conseguía soltarse la barbilla de las manos del Sabueso y le empujaba otro poco más—. ¡Ahí que te...! —de pronto, abrió mucho los ojos y acto seguido trastabilló hacia atrás. Una flecha acaba de aparecer en su costado—. Oh, no... —otra se le hundió en el cuello con un golpe seco. Dio un traspié, pero antes de que cayera de la muralla, el Sabueso le agarró del brazo, lo arrastró hasta el adarve y lo sujetó mientras baboseaba su último aliento.

Una vez que había muerto, el Sabueso se incorporó y se quedó agachado junto al cadáver, jadeando. Hosco se le acercó a toda prisa, echando miradas alrededor para asegurarse de que no había nadie más por ahí.

—¿Todo bien?

—Por una vez, aunque sólo sea por una vez, me gustaría recibir ayuda antes de que estén a punto de matarme.

—Peor sería recibirla después.

El Sabueso hubo de reconocer que tenía parte de razón. Vio cómo Dow se aupaba a las almenas y luego caía rodando al adarve. El Siervo al que había apuñalado el Sabueso aún respiraba. Al pasar junto a él, Dow le arrancó un buen pedazo de cráneo de un hachazo con la misma naturalidad con que cortaría un trozo de leña. Luego sacudió la cabeza.

—Os dejo solos a los dos un soplo y mirad lo que pasa. Dos hombres muertos —Dow se inclinó, metió un par de dedos en uno de los agujeros que había hecho el cuchillo del Sabueso, los sacó y se embadurnó de sangre un lado de la cara. Luego, alzó la cabeza y sonrió—. ¿Se os ocurre algo que hacer con estos dos cadáveres?

El Temible parecía llenar por completo el círculo; con la mitad azul de su cuerpo desnuda y la otra enfundada en hierro negro, parecía un monstruo arrancado de viejas leyendas. No había ningún lugar donde ocultarse de sus enormes puños, ningún lugar donde ocultarse del miedo que infundía. Los escudos resonaban con estrépito, los hombres, un mar de caras contraídas por un furor ciego, rugían y bramaban.

Logen se movía despacio por el borde de la hierba corta, procurando mantener los pies ligeros. Es posible que fuera más pequeño, pero también era más rápido y más astuto. O, al menos, confiaba serlo. Tenía que serlo, si no quería acabar convertido en barro. Permanecer en constante movimiento, rodar por el suelo, agacharse, hacer lo que fuera para mantenerse fuera de su alcance mientras esperaba que se le presentara una oportunidad. Por encima de todo, no recibir un golpe. No recibir un golpe era lo fundamental.

De pronto, como salido de ninguna parte, el gigante se le vino encima con su enorme puño tatuado convertido en un simple borrón azul. Logen lo esquivo de un salto, pero aun así le rozó la mejilla, le impactó en el hombro y lo lanzó dando tumbos. Adiós a lo de no recibir un golpe. Un escudo, no precisamente amigo, le dio un empujón en la espalda y lo lanzó hacia el otro lado haciendo que su cabeza pegara un latigazo hacia delante. Cayó de bruces, estuvo a punto de cortarse con su propia espada, rodó hacia un lado y vio cómo la enorme bota del Temible se estrellaba contra el suelo, levantando un montón de polvo en el mismo lugar que hacía unos instantes había ocupado su cráneo.

Logen se levantó a tiempo de ver cómo la mano azul venía de nuevo lanzada hacia él. La esquivó agachándose y lanzó un tajo a la carne tatuada del Temible al pasar tambaleándose a su lado. La espada del Creador se hundió en el muslo del gigante como una pala en un suelo de turba. La descomunal pierna se dobló y el Temible cayó hacia delante apoyado en su rodilla acorazada. El tajo le había atravesado las venas principales y debería haber sido mortal, sin embargo, apenas le hizo más sangre que un corte de afeitado.

Si una cosa falla, se prueba con otra. Logen soltó un rugido y descargó un golpe contra el cráneo rapado del Temible. La hoja de acero retumbó al impactar contra la armadura del brazo derecho, que había conseguido alzar justo a tiempo. Luego resbaló raspando el metal negro, se deslizó fuera sin producir ningún daño y se clavó en tierra, dejándole a Logen las manos vibrando.

—¡Uf! —la rodilla del Temible se le hundió en la tripa, le dobló en dos y le dejó tambaleante, intentando toser pero sin aire para hacerlo. El gigante, que ya había vuelto a ponerse en pie, balanceó su puño acorazado, un pedazo de metal negro del tamaño de una cabeza. Logen se lanzó hacia un lado y, mientras rodaba por la hierba, sintió el azote del aire que había levantado el enorme brazo al pasar junto a él. El puño impactó en el escudo que tenía Logen a su espalda, lo rompió en mil pedazos y al hombre que lo sujetaba lo arrojó a tierra.

Al parecer, el espíritu estaba en lo cierto. El lado pintado no podía sufrir ningún daño. Mientras permanecía en cuclillas, aguardando a que remitiera el lacerante dolor de su estómago, Logen trataba de pensar en alguna estratagema, pero no se le ocurría nada. El Temible volvió hacia él su rostro gesticulante. Detrás de él, en el suelo, el hombre caído gimoteaba bajo de los restos de su escudo. Los Caris que tenía a los lados se arrimaron sin demasiado entusiasmo para volver a cerrar el círculo.

El gigante dio un paso adelante, y Logen dio un doliente paso atrás.

—Sigo vivo —se dijo en un susurro. Faltaba saber por cuánto tiempo.

En su vida se había sentido West más asustado, más estimulado, más vivo. Ni siquiera cuando ganó el Certamen y toda la extensión de la Plaza de los Mariscales le vitoreaba. Ni siquiera cuando tomó al asalto las murallas de Ulrioch y recibió el cálido baño de la luz del sol tras salir del polvo y el caos.

Sentía en la piel un cosquilleo de esperanza y terror. Sus manos acompañaban con gestos tan espasmódicos como baldíos los movimientos de Nuevededos. Sus labios musitaban inútiles consejos y mudas expresiones de aliento. A su lado, Pike y Jalenhorm se revolvían, se daban empellones y gritaban hasta quedarse roncos. Detrás de él, la inmensa multitud rugía y hacía esfuerzos por ver lo que estaba pasando. Los que se asomaban desde las murallas gritaban y agitaban los puños. El círculo humano no se estaba quieto en ningún momento: se flexionaba acompañando los movimientos de los combatientes, retrocedía o se adelantaba siguiendo los avances o las retiradas de los campeones.

Y, de momento, el que retrocedía era casi siempre Nuevededos. Aunque desde cualquier punto de vista era una bestia de hombre, en tan terrible compañía parecía minúsculo, débil, frágil. Lo que era aún mucho peor, allí estaba pasando algo muy extraño. Algo para lo que West sólo tenía un nombre: magia. Con sus propios ojos veía cómo unas heridas enormes y letales se cerraban en la piel azul del Temible. Aquel ser no era humano. Sólo podía ser un demonio, y, de hecho, cada vez que su figura se alzaba cerca de él, West sentía el mismo miedo que si se hallara al borde mismo de las puertas del infierno.

Al ver a Nuevededos chocar indefenso contra los escudos del otro lado del círculo, West hizo una mueca de dolor. El Temible alzó su puño acorazado, aprestándose a descargar un golpe capaz sin duda de hacer papilla un cráneo. Pero dio en el aire. Nuevededos se apartó en el último instante y el puño no le acertó en la mandíbula por un pelo. Acto seguido, el norteño lanzó un mandoble con su gruesa espada, que rebotó contra la coraza de los hombros del Temible con un estrépito metálico. El gigante trastabilló un poco hacia atrás y Nuevededos le siguió, con las pálidas cicatrices de su rostro tensas.

—¡Sí! —bufó West, acompañado del bramido entusiasmado de los hombres que tenía alrededor.

El siguiente golpe descendió con un chirrido por el costado acorazado del gigante, dejando a su paso un arañazo largo y reluciente, y arrancó un gran terrón del suelo. El tercero se hundió en sus costillas tatuadas, de las que brotó una llovizna de sangre, e hizo que el gigante perdiera el equilibrio. West vio boquiabierto cómo la sombra del monstruo se abalanzaba sobre él. El Temible cayó sobre su escudo como un árbol talado y le dejó temblando de rodillas, encogido bajo el enorme peso y con el estómago revuelto de horror y de asco.

Y entonces lo vio. Justo debajo de la rodilla del gigante, a unos pocos centímetros de la mano que West tenía libre, se encontraba una de las hebillas de la armadura de pinchos del Temible. Lo único que pensó en ese momento fue que Bethod se les podía escapar después de haber dejado Angland sembrado de cadáveres. Apretó los dientes y agarró el extremo de la correa de cuero, que tenía el grosor del cinturón de un hombre, y tiró de ella justo en el momento en que el Temible levantaba su inmensa mole. La hebilla se abrió con un tintineo y, cuando el gigante volvió a plantar el pie en el suelo y apartó a Logen de un golpe que le dejó tambaleante, la pieza de la armadura que protegía la colosal pantorrilla se quedó colgando.

Arrepentido ya de haber actuado de forma tan impulsiva, West se levantó trabajosamente del suelo y recorrió con la vista el círculo en busca de alguna señal que indicara que le habían visto. Nadie miraba en su dirección; todos los ojos estaban fijos en los contendientes. Ahora le parecía que había sido un acto de sabotaje insignificante y caprichoso del que en ningún caso se habría podido derivar ninguna consecuencia significativa. Aparte de la posibilidad de haberse hecho matar. Era algo que sabía desde niño. Si te cogen haciendo trampas en un duelo norteño, puedes estar seguro de que al cabo de un instante te habrán hecho la Cruz de Sangre y tendrás las tripas colgando.

—¡Argh!

Logen esquivó el puño acorazado, se bamboleó hacia la derecha mientras el azul pasaba pegado a su cara como una exhalación, se lanzó hacia la izquierda cuando volvió a salir disparada hacia él la mano de hierro, resbaló y estuvo a punto de caer. Cada uno de aquellos golpes habría sido suficiente para arrancarle la cabeza. Vio que el brazo tatuado se echaba de nuevo hacia atrás, apretó los dientes y esquivó otro de los tremendos puñetazos del Temible, a la vez que alzaba la espada por encima de la cabeza.

La hoja se hundió justo por debajo del codo y atravesó limpiamente el brazo azul, que salió disparado hacia el otro extremo del círculo echando chorros de sangre. Logen hinchó sus pulmones ardientes y alzó todo lo que pudo la espada del Creador, preparándose para hacer un último esfuerzo. Los ojos del Temible se revolvieron para mirar la hoja gris mate. Sacudió la cabeza hacia un lado y la espada se le clavó en el cráneo tatuado hasta la altura de las cejas, lanzando al aire un diluvio de motas de sangre oscura.

El brazo acorazado del gigante propinó a Logen un codazo en las costillas que, tras levantarlo a medias del suelo, le lanzó pateando hacia el otro extremo del círculo. Rebotó contra un escudo, cayó de bruces y se quedó tirado escupiendo tierra mientras el mundo, reducido a una masa borrosa, daba vueltas a su alrededor.

Haciendo una mueca de dolor, se levantó, parpadeó para quitarse las lágrimas que anegaban sus ojos y, al mirar al frente, se quedó petrificado. El Temible, con la espada clavada aún en el cráneo, se acercó a su brazo amputado y lo recogió del suelo. Luego lo apretó contra su muñón seco, lo giró, primero a la derecha y luego a la izquierda, y a continuación lo soltó. El colosal antebrazo volvía a estar entero y las letras de nuevo se extendían ininterrumpidas desde el hombro a la muñeca.

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