El último argumento de los reyes (26 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—¡Queda inaugurada la sesión del Consejo Abierto de la Unión! —tronó el heraldo. Con gran parsimonia y luciendo el semblante más ceñudo que quepa imaginar, Lord Hoff se levantó para dirigirse a los consejeros.

—¡Amigos míos! ¡Queridos colegas! ¡Lores de Midderland, Angland y Starikland, Regidores de Westport! Guslav Quinto, nuestro Rey... ha muerto. Y sus dos herederos... han muerto. Uno a manos de nuestros enemigos del Norte y el otro a manos de nuestros enemigos del Sur. En verdad, vivimos tiempos difíciles y nos hemos quedado sin un líder —alzó los brazos hacia los consejeros en actitud suplicante—. Tienen que hacer frente a una responsabilidad de la mayor gravedad. Elegir entre sus filas al Monarca Supremo de la Unión. ¡Cualquier hombre que ocupe un escaño en este Consejo Abierto es un candidato en potencia! Cualquiera de los aquí presentes... podría ser nuestro futuro Rey —una andanada de murmullos medio histéricos descendió desde la galería del público y Hoff se vio obligado a desgañitarse para que se le oyera—. ¡Una elección así sólo ha tenido lugar una vez en la larga historia de nuestra gran nación! Cuando tras la guerra civil y la caída de Morlic el Loco, Arnault fue elevado al trono por un acuerdo prácticamente unánime. Fue él quien engendró la gloriosa dinastía que ha durado hasta hace tan sólo unos pocos días —dejó caer los brazos y contempló el enlosado con gesto consternado—. Sabia fue la decisión que aquel día tomaron nuestros antepasados. ¡Sólo queda esperar que el hombre que salga elegido aquí esta mañana por el voto de sus pares, y a la vista de todos ellos, sea capaz de fundar una dinastía tan noble, tan fuerte, tan ecuánime y de tan larga duración como la suya!

Sólo cabe esperar que la persona en cuestión se limite a hacer lo que se le diga sin rechistar.

Ferro apartó de un empujón a una mujer vestida con una larga túnica que se interponía en su camino. Luego se abrió paso propinando un codazo a un tipo muy grueso, cuyos mofletes temblaron de indignación al recibir el golpe. Y finalmente accedió a empellones a la primera fila de la galería y miró con furia hacia abajo. La amplia cámara que se extendía a sus pies estaba llena a rebosar de unos ancianos ataviados con ropajes ribeteados de pieles, que se sentaban apretujados en unas gradas, cada uno de ellos con una reluciente cadena colgada de los hombros y una reluciente película de sudor en sus caras pálidas. Enfrente, detrás de una mesa curva, había otro grupo de hombres menos numeroso. Ferro torció el gesto al ver a Bayaz sentado en uno de los extremos, sonriendo como si estuviera al tanto de un secreto del que nadie tenía ni la más mínima sospecha.

Lo de siempre.

A su lado había un pálido grueso, con el rostro surcado de varices, que proclamaba a voz en grito algo así como que cada hombre debía votar en conciencia. Ferro resopló con desdén. Se habría llevado una buena sorpresa si entre los pocos centenares de hombres que había allí abajo hubieran conseguido sumar en total más de cinco conciencias. En apariencia, todos seguían atentamente las palabras que les dirigía el tipo gordo, pero lo que Ferro veía era algo bien distinto.

La sala estaba llena de señales.

Los hombres se miraban de soslayo y asentían con un movimiento de cabeza casi imperceptible. Se llevaban el dedo índice a la nariz o a las orejas. Se rascaban de forma bastante extraña. Una telaraña de secretos se extendía por toda la cámara, y en su centro, con una sonrisa de oreja a oreja, se encontraba Bayaz. Un poco más atrás, dando la espalda a la pared, estaba Jezal dan Luthar con un uniforme repleto de cordeles. Ferro frunció el labio. Se le notaba en la postura.

No había aprendido nada.

El heraldo volvió a golpear el suelo con su bastón.

—¡Se va a proceder a la votación!

Se oyó un gemido entrecortado y Ferro vio que la mujer a la que había empujado antes caía desmayada al suelo. Alguien la sacó a rastras, mientras le abanicaba la cara con un papel, y acto seguido la malhumorada multitud volvió a cerrar filas.

—¡En la primera vuelta las opciones se reducirán a tres candidatos! ¡Se votará a mano alzada por cada uno de los candidatos, en un orden descendente según las tierras y propiedades de cada uno de ellos!

Sentados en sus escaños, los hombres que vestían los ropajes más suntuosos sudaban y temblaban como soldados que fueran a entrar en batalla.

—¡En primer lugar —chilló con voz quebrada un escribano mientras consultaba un enorme cartapacio— Lord Brock!

El público de la galería se frotaba la cara, mascullaba y jadeaba como si estuvieran a punto de enfrentarse a la muerte. Tal vez fuera el caso de alguno de ellos. Todo el lugar apestaba a duda, a excitación, a terror. La sensación era tan intensa que resultaba contagiosa. Tan intensa que incluso Ferro, a pesar de importarle un carajo los pálidos y sus malditas votaciones, sintió que se le secaba la boca, que le picaban los dedos, que se le aceleraba el corazón.

El heraldo se volvió hacia la cámara.

—¡El primer candidato será Lord Brock! ¡Todos aquellos miembros del Consejo Abierto que quieran votar por Lord Brock que hagan el favor de alzar...!

—¡Un momento, señores!

Glokta giró de golpe la cabeza, pero los huesos de su cuello se quedaron atascados a mitad de camino y tuvo que mirar de refilón con un ojo lloroso. Podría haberse ahorrado las molestias.
No me hacía falta mirar para adivinar quién hablaba
. Bayaz se había levantado de su asiento y ahora sonreía con indulgencia al Consejo Abierto. Una andanada de protestas de sus miembros fue la respuesta que obtuvo.

—¡No es momento de interrupciones!

—¡Lord Brock, yo voto por Brock!

—¡Una nueva dinastía!

La sonrisa de Bayaz no se alteró en lo más mínimo.

—¿Pero y si pudiéramos continuar con la vieja dinastía? ¿Y si fuera posible un nuevo comienzo —y dirigió una mirada muy significativa a los demás miembros del Consejo Cerrado—, a la vez que conservamos todo lo que es bueno de nuestro actual gobierno? ¿Y si hubiera una forma de restañar las heridas en vez de abrir otras nuevas?

—¿Cómo? —gritaban con sorna.

—¿De qué manera?

La sonrisa de Bayaz se ensanchó todavía más.

—¡Muy simple, con un hijo bastardo del Rey!

Se produjo una exhalación colectiva y Lord Brock pegó un bote en su escaño.
Como si tuviera un resorte debajo del trasero
.

—¡Eso es un afrenta a esta cámara! ¡Un escándalo! ¡Una infamia para la memoria del Rey Guslav!
Y que lo diga, ahora resulta que no sólo era un vegetal babeante, sino que encima era libidinoso
.

Otros consejeros, con las caras rojas de indignación o blancas de furia, se alzaron para unirse a él, sacudiendo los puños y vociferando. Toda la larga extensión de escaños se sumió en un frenesí de pitidos, gruñidos y contorsiones.
Lo mismo que los cerdos en las cochiqueras de los mataderos cuando quieren que les echen un poco de bazofia
.

—¡Un momento! —aulló el Archilector alzando sus manos enguantadas de blanco en un gesto de súplica.
¿Al apreciar quizá un leve atisbo de esperanza en medio de tanta oscuridad?
—. ¡Un momento, señores! ¡No se pierde nada por escuchar! ¡Hemos de llegar al fondo de la verdad por muy dolorosa que pueda ser! ¡La verdad ha de ser lo único que nos preocupe! —Glokta tuvo que encajar sus encías para reprimir un ataque de risa.
¡Oh, por supuesto, Eminencia! ¡La verdad siempre ha sido su única preocupación!

La algarabía fue remitiendo poco a poco. Los consejeros que estaban de pie, avergonzados, volvieron al orden.
El hábito de obediencia al Consejo Cerrado no es fácil de romper. Pero, bueno, es lo que suele ocurrir con los hábitos. Y con el de obedecer más que con ningún otro. Y, si no, que se lo pregunten a los perros de mi madre
. Aunque a regañadientes, volvieron a tomar asiento y dejaron que Bayaz prosiguiera.

—¿Han oído Sus Señorías hablar de una tal Carmee dan Roth? —el vocerío que surgió de la galería confirmó que el nombre no les era del todo desconocido—. Fue la gran favorita del Rey cuando éste aún era joven. La gran favorita, sí. Y a tal punto lo era, que la dejó embarazada —otra oleada de murmullos, esta vez más alta todavía—. Siempre me he sentido ligado sentimentalmente a la Unión. Siempre me he preocupado por su bienestar, a pesar del escaso agradecimiento que he recibido a cambio —y Bayaz torció mínimamente el gesto mientras dirigía una mirada a los miembros del Consejo Cerrado—. Por eso, cuando la muchacha murió al dar a luz, me hice cargo del hijo bastardo del Rey y lo dejé al cuidado de una familia noble para que tuviera una crianza y una formación adecuadas por si llegaba el día en que la nación se quedara sin herederos al trono. Ahora queda confirmada la prudencia de mis actos.

—¡Mentiras! —chilló alguien—. ¡Mentiras! —pero fueron pocas las voces que se le unieron. Y su tono expresaba más bien curiosidad.

—¿Un hijo natural?

—¿Un bastardo?

—¿Ha dicho Carmee dan Roth?

Ya habían oído ese cuento antes. Simples rumores, tal vez, pero bastante difundidos. Lo bastante como para hacer que le escuchen. Para hacerles pensar si tal vez les convenga creerlos.

Pero Lord Brock no estaba tan convencido.

—¡Un burdo montaje! ¡Se necesitan algo más que rumores y conjeturas para alterar la voluntad de esta cámara! ¿No dice que es usted el Primero de los Magos?, ¡pues muéstrenos a ese hijo bastardo si puede! ¡Ponga a trabajar su magia!

—No es necesario recurrir a la magia —repuso con sorna Bayaz—. El hijo del Rey se encuentra con nosotros en esta cámara —desde la galería llegaron exhalaciones de consternación, los consejeros prorrumpieron en suspiros de asombro y los miembros del Consejo Cerrado y sus asesores se sumieron en un silencio anonado, pero todos fijaron sus ojos en el dedo índice de Bayaz mientras estiraba su brazo y señalaba hacia la pared—. Ese hombre no es otro que el coronel Jezal dan Luthar.

El espasmo se inició en el pie mutilado de Glokta, ascendió como una exhalación por su pierna atrofiada e hizo que su columna vertebral se pusiera a temblar desde el trasero hasta el cráneo, que su cara se convulsionara como gelatina enfurecida, que sus escasos dientes castañetearan sobre sus encías vacías y que sus párpados se pusieran a vibrar como las alas de una mosca.

Qué tipo de broma es esta.

Los pálidos rostros de los consejeros se habían quedado paralizados en dos gestos: unos estaban desencajados de espanto con los ojos muy abiertos y otros contraídos con los ojos entrecerrados de rabia. Los pálidos de detrás de la mesa estaban boquiabiertos y los de la galería se tapaban la boca con la mano. Jezal dan Luthar, que se había compadecido de sí mismo hasta el llanto mientras Ferro le cosía la cara. Jezal dan Luthar, ese orinal rajado lleno de egoísmo, arrogancia y vanidad. Jezal dan Luthar, al que ella había llamado la princesita de la Unión, tenía la posibilidad de acabar el día convertido en Rey.

Ferro no pudo contenerse.

Dejó que su cabeza cayera hacia atrás y se puso a resoplar, a toser, a gorgotear de risa. Los ojos se le llenaron de lágrimas, el pecho le pegaba sacudidas y las rodillas le temblaban. Se aferró a la barandilla, jadeando, lloriqueando, babeando. Ferro no solía reírse. Apenas si recordaba la última vez que lo hizo. Pero... ¿Jezal dan Luthar, Rey?

Esa sí que era buena.

Arriba, en la galería del público, alguien había empezado a reírse con una especie de cacareo compulsivo completamente impropio de tan solemne acontecimiento. Y, no obstante, el primer impulso de Jezal cuando se dio cuenta de que el nombre que había pronunciado Bayaz era el suyo, cuando se dio cuenta de que el dedo que tenía extendido le señalaba a él, fue también romper a reír. El segundo, cuando todas las caras se volvieron de golpe hacia él, fue ponerse a vomitar. El resultado fue una tos atragantada, una mueca de bochorno, una desagradable quemazón en el paladar y una palidez instantánea.

—Yo... —se oyó graznar; pero fue absolutamente incapaz de completar la frase. ¿Qué palabras podrían servirle en una situación como esa? Lo único que podía hacer era permanecer ahí de pie, sudando copiosamente y temblando dentro de su rígido uniforme, mientras la voz de Bayaz, que se superponía al borboteo de las carcajadas que venían de arriba, seguía hablando con tono altisonante.

—Tengo conmigo una declaración jurada del padre adoptivo que certifica que todo lo que digo es cierto, ¿pero qué más da eso? ¡La verdad es tan patente que salta a la vista! —su brazo volvió a señalar a Jezal—. ¡Ganó un Certamen ante los ojos de todos y luego me acompañó a un viaje plagado de peligros sin proferir ni una sola queja! ¡Encabezó la carga del puente de Darmium, sin pensar en ningún momento en su propia seguridad! ¡Salvó Adua de la revuelta campesina sin derramar ni una sola gota de sangre! ¡Su valentía y su destreza, su sabiduría y su entrega son conocidas de todos! ¿Qué duda puede haber de que por sus venas corre sangre real?

Jezal pestañeó. Algunos hechos que en su momento le habían resultado bastante chocantes comenzaron a aflorar a su mente abotargada. Su padre siempre le había tratado de una manera especial. Era el único miembro de la familia que había salido guapo. La boca se le abrió, pero fue incapaz de volver a cerrarla. Cuando su padre vio a Bayaz en el Certamen, se puso blanco como la leche, como si le hubiera reconocido.

Sí, eso fue lo que sucedió: ese hombre no era en absoluto su padre.

Cuando el rey felicitó a Jezal por su triunfo, le confundió con su propio hijo. Era evidente que no fue el enorme desatino que a muchos debió parecerles. Aquel viejo idiota había estado más cerca de dar en el blanco que nadie. De pronto, lo vio todo con una claridad atroz.

Era un bastardo, en el sentido más literal del término.

Era el hijo natural de un rey. Es más, empezaba a comprender, con una creciente sensación de espanto, que en ese momento se estaba planteando seriamente la posibilidad de convertirle en su sustituto.

—¡Señores! —clamó Bayaz alzando su voz por encima de un murmullo de incredulidad que crecía por momentos—. ¡Estáis asombrados! No es un hecho fácil de aceptar, lo entiendo. ¡Sobre todo con el calor sofocante que hace aquí! —hizo una seña a los guardias que había a ambos extremos del recinto—. ¡Abrid las puertas para que entre un poco de aire fresco!

Se abrieron lentamente las puertas y una suave brisa inundó la Rotonda de los Lores. Una brisa refrescante, acompañada de algo más. Al principio no se distinguía muy bien qué era, pero luego empezó a percibirse con mayor claridad. Recordaba un poco al ruido de la multitud durante el Certamen. Una especie de cántico leve, repetitivo y un tanto intimidante.

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