El último argumento de los reyes (51 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—¿No podías llamar? —inquirió Bayaz.

La sonrisa de Yulwei trazaba una amplia curva sobre su semblante moreno.

—¡Ferro! Me alegra ver que todavía...

—¿Cuándo vienen los gurkos?

La sonrisa se borró de su cara y luego exhaló un prolongado suspiro.

—Ya veo que no has aprendido a ser más paciente.

—Lo aprendí, pero luego se me olvidó. ¿Cuándo vienen?

—Pronto. Sus exploradores recorren ya los campos de Midderland tomando aldeas y cercando fortalezas para ir despejando el camino a los que vienen detrás.

—Alguien tendría que pararles los pies —masculló Ferro mientras las uñas se le clavaban en la palma de las manos.

Bayaz se recostó en su silla y sus angulosas facciones quedaron en sombra.

—Me has leído el pensamiento. Tú suerte ha cambiado, ¿eh Ferro? Te prometí venganza y ahí la tienes, cayendo en tu regazo como una fruta madura y sangrienta. El ejército de Uthman ha desembarcado. Millares de gurkos, listos para la guerra. Seguramente los tendremos a las puertas de la ciudad en menos de dos semanas.

—Dos semanas —susurró Ferro.

—Pero estoy seguro de que algunas tropas de la Unión se adelantarán para darles la bienvenida. Si no puedes esperar, puedo encontrarte un hueco para que vayas con ellas.

Ferro ya había esperado bastante. Millares de gurkos, listos para la guerra. Una sonrisa se dibujó en las comisuras de sus labios y luego creció y creció hasta que le dolieron las mejillas.

PARTE II

«El último argumento de los reyes»

Inscrito en sus canones por Luis XI

El número de muertos

Reinaba la calma en la aldea. Las pocas casas con que contaba, unas edificaciones de piedra vieja con musgosos tejados de pizarra, parecían abandonadas. En los campos que se extendían a su alrededor, recién cosechados y vueltos a arar la mayoría de ellos, el único signo de vida era la presencia de unos míseros cuervos. Junto a Ferro, la campana de la torre emitía un suave crujido. Unas contraventanas sueltas se abrían y cerraban con un golpe. Por la plaza vacía revoloteaban ligeras unas cuantas hojas enroscadas que arrastraba una ráfaga de viento. En el horizonte, tres columnas de humo oscuro ascendían con idéntica ligereza por el cielo plomizo.

Los gurkos estaban en camino, y siempre habían sido muy aficionados a provocar incendios.

—¡Maljinn! —el comandante Vallimir se asomó por la trampilla de abajo. Ferro le miró con cara de pocos amigos. Le recordaba al Jezal dan Luthar de cuando se conocieron. Un rostro rechoncho y pálido, bien relleno de una exasperante mezcla de ansiedad y arrogancia. Saltaba a la vista que jamás había tendido una emboscada, ni para capturar una mísera cabra, y no digamos ya a unos exploradores gurkos. Pero aun así se las daba de sabérselas todas—. ¿Qué ves? —le susurró por quinta vez en una hora.

—Los veo venir —le respondió Ferro con un gruñido.

—¿Cuántos son?

—Siguen siendo doce.

—¿Y a qué distancia están?

—Ahora deben de estar a un cuarto de hora a caballo, y tus preguntas no van a hacerles ir más deprisa.

—Cuando estén en la plaza, daré dos palmadas. Esa será la señal.

—Cuídate bien de que aciertas a golpear una palma con la otra, pálido.

—¡Te he dicho que no me llames así! —hizo una breve pausa—. Tenemos que capturar a uno vivo para interrogarle.

Ferro arrugó la nariz. No era muy aficionada a coger vivos a los gurkos.

—Ya veremos.

Volvió a otear el horizonte y al cabo de un momento oyó a Vallimir susurrándoles las órdenes a algunos de sus hombres. Se hallaban repartidos por los otros edificios, ocultándose. Formaban un peculiar grupo de soldados de desecho. Había unos pocos veteranos, pero la gran mayoría eran incluso más jóvenes y más nerviosos que el propio Vallimir. Ferro echó en falta la presencia de Nuevededos, y no por primera vez. A la gente podía caerle bien o mal, pero nadie podía negar que aquel hombre conociera su oficio. Con él, Ferro hubiera sabido lo que podía esperar. Sólida experiencia o, si hiciera al caso, una furia asesina. Cualquiera de las dos cosas hubiera resultado útil.

Pero Nuevededos no estaba allí.

Y ahí seguía Ferro, sola, asomada al amplio vano del campanario, oteando con gesto ceñudo los ondulantes prados de Midderland y viendo acercarse a los jinetes. Una docena de exploradores gurkos que trotaban por un camino formando un grupo poco compacto. Motas en movimiento sobre una raya pálida rodeada de retazos de tierra negra.

Al pasar junto al primer pajar, aminoraron la marcha y se desplegaron. Una nutrida hueste gurka contaría con soldados provenientes de todas las partes del Imperio, con combatientes traídos de un buen número de provincias conquistadas. Las facciones alargadas y los ojos rasgados, las alforjas de tejidos estampados y el armamento ligero, compuesto por arcos y lanzas, identificaban a aquellos doce hombres como kadiris. Matarlos no supondría una gran venganza, pero ya era algo. De momento serviría para llenar el hueco. Un hueco que llevaba demasiado tiempo vacío.

Uno de ellos se sobresaltó al salir volando un cuervo de un árbol esmirriado. Ferro contuvo el aliento, convencida de que Vallimir, o uno de los imbéciles pálidos que tenía a su mando, aprovecharían la ocasión para tropezar con alguno de sus compañeros. Pero sólo hubo silencio cuando los jinetes accedieron cautelosamente a la plaza de la aldea, encabezados por su jefe, que llevaba la mano alzada para indicarles que fueran con cuidado. Levantó la vista hacia donde estaba ella, pero no vio nada. Malditos imbéciles arrogantes. Sólo veían lo que querían ver. Una aldea de la que habían huido todos sus habitantes, acongojados por el temor que despertaba en ellos el imbatible ejército del Emperador. El puño de Ferro se cerró con fuerza sobre el arco. Pronto aprenderían.

Ella misma se iba a encargar de impartirles la lección.

El jefe tenía en la mano una hoja cuadrada de papel fláccido que miraba como si se tratara de un mensaje escrito en un idioma que no entendía. Un mapa quizá. Uno de sus hombres tiró de las riendas de su montura y se bajó de la silla. Luego cogió al caballo de la brida y lo condujo a un abrevadero cubierto de musgo. Dos más permanecían sentados en sus monturas, con descuido, charlando, sonriendo y moviendo las manos como si estuvieran bromeando. Un cuarto se limpiaba las uñas con la punta de un cuchillo. Otro recorría lentamente a caballo el perímetro de la plaza, asomándose a las ventanas de las casas. Buscando algo que robar, seguramente. Uno de los bromistas estalló de pronto en una sarta de carcajadas.

Dos palmadas secas resonaron en la plaza.

El explorador que se encontraban junto al abrevadero había empezado a llenar su cantimplora cuando la flecha de Ferro se le hundió en el pecho. La cantimplora se le cayó de la mano y expulsó por el cuello una brillante llovizna de gotas de agua. Las ballestas tabletearon en las ventanas. Los exploradores gritaban y miraban atónitos a todas partes. Un caballo se tambaleó hacia un lado y se desplomó, levantando nubes de polvo con las sacudidas de sus pezuñas y aplastando al jinete que lo montaba.

Los soldados de la Unión salieron gritando de las casas con las lanzas empuñadas. Uno de los jinetes tenía ya la espada medio desenvainada cuando la saeta de una ballesta le acertó y lo dejó colgando de la silla de montar. La segunda flecha de Ferro dio a otro en la espalda. El tipo que se había estado limpiando las uñas se cayó del caballo y se levantó tambaleándose justo a tiempo de ver cómo un soldado de la Unión se abalanzaba sobre él con una lanza. Tiró su cuchillo y se puso manos arriba, pero ya era un poco tarde para eso. El soldado le hundió la lanza en el cuerpo y la punta ensangrentada salió por la espalda mientras el hombre se desplomaba.

Otros dos trataron de huir por donde habían venido. Ferro apuntó a uno, pero justo cuando alcanzaron la callejuela por la que habían llegado a la plaza, una cuerda se tenso de un lado a otro por delante de ellos. Salieron despedidos de sus sillas, arrastrando consigo a un soldado de la Unión que cayó aullando a la calle desde uno de los edificios y fue dando botes por el suelo con la cuerda aferrada a un brazo. Una de las flechas de Ferro acertó en el omóplato a uno de los exploradores cuando trataba de levantarse del polvo. El otro, a pesar de estar aturdido por el golpe, consiguió arrastrarse unas cuantas zancadas antes de que un soldado de la Unión le propinara con la espada un golpe en la cabeza que le dejó colgando medio cráneo.

De los doce, sólo el jefe logró escapar de la aldea. Espoleó su montura en dirección a una estrecha valla que había entre dos casas y pudo salvarla de un salto, pese a que a las pezuñas rozaron el travesaño superior. Luego se lanzó al galope por un campo de rastrojos, agachado sobre la silla de montar y clavando espuelas en las ijadas de su montura.

Mientras trataba de afinar al máximo la puntería, Ferro notó que las comisuras de sus labios se curvaban formando una sonrisa. En un solo instante estudió la postura del jinete en la silla, calculó la velocidad del caballo y la altura de la torre, sintió el viento en la cara, el peso de la flecha, la tensión de la madera, el roce de la cuerda en sus labios. Vio a la flecha salir volando, una astilla negra que surcaba el cielo gris girando sobre sí misma, y al caballo correr a su encuentro.

A veces Dios se muestra generoso.

El jefe arqueó la espalda, cayó de la silla y rodó por el polvo, lanzando por los aires pellas de barro y tallos rotos. Unos segundos después su grito de dolor llegaba a los oídos de Ferro. La curva de sus labios se ensanchó aún más.

—¡Ja!—se echó el arco al hombro, resbaló por la escalera, saltó por la ventana de atrás y se lanzó a correr por los campos. Sus botas golpeaban la tierra blanda entre los montones de rastrojos y su mano aferraba con fuerza la empuñadura de su espada.

El hombre se arrastraba gimoteando por el suelo para intentar alcanzar su caballo. Consiguió enganchar un dedo en el estribo, mientras oía las apresuradas pisadas de Ferro a su espalda, pero, al tratar de auparse, soltó un chillido y volvió a caer. Cuando ella llegó, con su espada siseando furiosa en su vaina, el hombre estaba tumbado de costado.

Sus ojos, desorbitados de dolor y de miedo, se volvieron hacia ella.

Un rostro de tez oscura, como el suyo.

Un rostro normal y corriente de un hombre de unos cuarenta años. Barba rala, una pálida marca de nacimiento en una mejilla, la otra cubierta de barro y la frente bañada de sudor. Mientras Ferro se alzaba sobre él, el filo curvo de su espada refulgía al sol.

—Dame una razón para no hacerlo —se encontró diciendo casi sin darse cuenta. Qué extraño haber dicho algo así, y encima a un soldado del ejército del Emperador. En las calurosas y polvorientas estepas de Kanta no había tenido por costumbre ofrecer segundas oportunidades. Puede que algo hubiera cambiado en su interior durante su viaje por las desoladas y húmedas tierras del occidente del Mundo.

El hombre alzó un instante la vista y habló con labios temblorosos.

—Yo... —graznó—. ¡Mis hijas! ¡Tengo dos hijas! ¡Quisiera verlas casadas!

Ferro torció el gesto. Había hecho mal en dejarle hablar. Un padre, con hijas. También ella tuvo en tiempos un padre, también ella había sido una hija. El hombre aquel no le había hecho nada. Era tan poco gurko como pudiera serlo ella misma. Lo más probable es que no hubiera decidido combatir por propia voluntad, seguramente no había tenido más remedio que hacer lo que ordenaba el poderoso Uthman-ul-Dosht.

—Me iré... Te lo juro por Dios... Volveré al lado de mi esposa y mis hijas...

La flecha le había acertado justo debajo del hombro, había salido limpiamente por el otro lado y se había quebrado al chocar con el suelo. A juzgar por la forma en que hablaba, no le había afectado al pulmón. No le mataría. Al menos, no de forma inmediata. Ferro podía ayudarle a volver a subir al caballo y él se marcharía con posibilidades de seguir con vida.

El explorador alargó hacia ella una mano temblorosa, cuyo fino pulgar estaba manchado de sangre.

—Por favor... Esta no es mi guerra... Yo...

La espada le abrió una profunda herida en la cara, que le atravesó la boca y le partió el maxilar inferior en dos. El hombre soltó un gemido sibilante. El siguiente golpe le dejó la cabeza colgando. Rodó por el suelo, vertiendo sangre oscura en la tierra negra y dando zarpazos a los rastrojos. La espada le partió la parte de atrás del cráneo y ya se quedó quieto.

Al parecer, Ferro no tenía el día compasivo.

El caballo del explorador al que acaba de destrozar la contemplaba con una expresión abobada.

—¿Qué pasa? —le espetó.

Puede que hubiera cambiado, allá en el oeste, pero nadie cambia tanto. Un soldado menos en el ejército de Uthman era buena cosa, y daba igual cuál fuera su procedencia. No tenía que disculparse ante nadie. Y menos aún ante un caballo. Le agarró de la brida y le dio un tirón.

Puede que Vallimir no fuera más que un pálido idiota, pero había que reconocer que la emboscada le había salido bastante bien. En la plaza yacían los cadáveres de diez exploradores, con sus ropas desgarradas ondeando al viento y su sangre esparcida por el suelo polvoriento. La única baja de la Unión había sido el imbécil aquel que había salido despedido por el impulso de su propia cuerda, que ahora tenía el cuerpo cubierto de polvo y de arañazos.

Un día bastante completo, de momento.

Un soldado dio un golpecito con su bota a uno de los cadáveres.

—¿Así que este el aspecto que tienen los gurkos? No parecen demasiado temibles ahora.

—Estos no son gurkos —dijo Ferro—. Son exploradores kadiri, reclutados a la fuerza. Seguro que les hacía tan poca gracia estar aquí como a vosotros que estén ellos —el soldado la miró fijamente entre asombrado y molesto—. Hay muchos pueblos en Kanta. No toda la gente de cara morena son gurkos, o rezan a su Dios, o se inclinan ante su Emperador.

—Pero sí la mayoría.

—La mayoría no ha tenido elección.

—Aun así son el enemigo —replicó desdeñoso.

—Yo no he dicho que debamos respetar sus vidas —y acto seguido le apartó con el hombro y traspasó la puerta del edificio del campanario. Por lo que veía, al final Vallimir había conseguido su prisionero. Él y otros cuantos se apiñaban nerviosos alrededor de uno de los exploradores, que estaba de rodillas en el suelo con las manos amarradas a la espalda. Tenía un arañazo sangrante en un lado de la cara, y en sus ojos, que miraban hacia arriba, se leía lo que suele leerse en el rostro de todos los prisioneros.

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