El último argumento de los reyes (58 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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Los hombres del círculo se habían quedado en silencio. El gigante comprobó durante unos instantes el movimiento de sus dedos y luego alzó el brazo y aferró la empuñadura de la espada del Creador. La giró a uno y otro lado, produciendo un crujido de huesos en el interior de su cráneo, y acto seguido se sacó la espada y sacudió la cabeza como para desembarazarse de una leve sensación de mareo. Luego arrojó al otro extremo del círculo el acero, que por segunda vez aquel día cayó a los pies de Logen.

Logen se la quedó mirando mientras jadeaba sin parar. A cada nuevo encontronazo le costaba más seguir adelante. Las heridas que había recibido en las montañas le dolían, los golpes que había recibido en el círculo le punzaban. El aire aún era bastante fresco, pero él tenía la camisa empapada de sudor.

A pesar de llevar media tonelada de hierro amarrada al cuerpo, el Temible no daba muestras de cansancio. No se advertía ni una sola gota de sudor en su rostro convulso. Ni un mínimo arañazo en su cráneo tatuado.

Logen volvió a sentirse acometido por el miedo. Ahora sabía lo que sentía un ratón al verse atrapado entre las zarpas de un gato. Debería haber salido corriendo. Debería haber salido corriendo, sin volver la vista atrás; pero en lugar de hacerlo había elegido esto. Dígase una cosa de Logen Nuevededos: era uno de esos imbéciles que nunca aprenden. La boca del gigante se contorsionó formando una sonrisa retorcida.

—Más —dijo.

Mientras se encaminaba hacia la puerta de las murallas interiores de Carleon, al Sabueso le entraron ganas de mear. Siempre le pasaba en momentos como ese.

Llevaba puesta la ropa de uno de los Siervos muertos, unas prendas muy holgadas que le habían obligado a ceñirse mucho el cinturón, y se cubría con una capa que ocultaba la raja ensangrentada que había abierto su propio cuchillo en la camisa. Hosco iba vestido con las ropas del otro y llevaba el arco al hombro y la gran maza colgando de la mano que tenía libre. Dow caminaba encorvado entre ambos, con las manos atadas a la espalda, arrastrando torpemente los pies por el adoquinado y con la cabeza ensangrentada colgando como si le acabaran de propinar una buena paliza.

Una artimaña bastante penosa, como el propio Sabueso tenía que reconocer. Desde que bajaron de las murallas llevaba ya contadas cincuenta cosas que deberían haber bastado para delatarles. Pero no había tiempo para algo más elaborado. Unas palabras bien escogidas, unas cuantas sonrisas y nadie tendría por qué notar nada extraño. Eso esperaba, al menos.

Había de guardia a cada lado del amplio arco de acceso una pareja de Caris, provistos de largas cotas de malla y cascos, que aferraban sendas lanzas.

—¿Qué ocurre? —preguntó uno de ellos cuando se acercaron.

—Hemos pillado a este cabrón tratando de colarse dentro —el Sabueso le dio un puñetazo a Dow en la cabeza para darle un toque de autenticidad al asunto—. Le llevamos abajo para encerrarlo hasta que acaben —e hizo ademán de seguir adelante.

Uno de los guardias le paró en seco poniéndole una mano en el pecho, y el Sabueso tragó saliva. El Carl señaló con la cabeza las puertas de la ciudad.

—¿Cómo van las cosas ahí abajo?

—Bien, supongo —el Sabueso se encogió de hombros—. Al menos, van. Pero seguro que Bethod sale vencedor. Siempre es así, ¿no?

—No sé —el Carl negó con la cabeza—. Ese cabrón del Temible me pone los pelos de punta. El y su maldita bruja. No creo que llore mucho si el Sanguinario se los carga.

El otro soltó una risilla, se echó el casco hacia atrás para descubrirse la cara y se limpió el sudor con un trapo.

—Tienes...

Dow saltó hacia delante, con varios trozos de cuerda colgando en torno a sus muñecas, y hundió un cuchillo hasta la empuñadura en la frente del Carl, que se derrumbó como una silla a la que le hubieran barrido las patas de un puntapié. Casi al mismo tiempo, el mazo que había tomado prestado Hosco se estrelló en lo alto del casco del otro Carl, haciéndole una abolladura cuyo borde se hundió casi hasta la punta de la nariz. El tipo echó unas cuantas babas por la boca y se tambaleó hacia atrás como si estuviera borracho. Luego la sangre le empezó a salir a borbotones por las orejas y se desplomó de espaldas.

El Sabueso se dio la vuelta y estiró su capa robada para tratar de impedir que alguien viera a Dow y a Hosco arrastrando los cuerpos; pero, por fortuna, la ciudad parecía estar vacía. Todo el mundo debía de estar viendo el combate. Por un momento se preguntó qué estaría pasando en el círculo. Un momento lo bastante largo como para sentir que se le encogían las tripas.

—Vamos —se dio la vuelta y vio a Dow sonriéndole con la cara embadurnada de sangre. Acababa de encajar los dos cadáveres detrás de las puertas; los ojos de uno de ellos bizqueaban mirando el agujero que le había hecho el cuchillo en la cabeza.

—¿Bastará con eso? —preguntó el Sabueso.

—¿Qué pretendes, decir unas palabras en memoria de los muertos?

—Ya sabes a lo que me refiero. Si alguien...

—No hay tiempo de andarse con historias —Dow le agarró del brazo y le hizo cruzar las puertas—. Tenemos que matar a una bruja.

La suela de la bota metálica del Temible se estrelló contra el pecho de Logen, le cortó la respiración y le aplastó contra el suelo, arrancándole la espada del puño y llenándole la garganta de vómito. Antes de que pudiera darse cuenta de dónde estaba, vio una sombra gigantesca que se cernía sobre él. Un instante después sintió el metal que se cerraba sobre su muñeca con la fuerza de unas tenazas. Una patada le apartó las piernas, y se encontró caído de bruces, con un brazo retorcido a la espalda y un montón de tierra en la boca para darle algo en lo que pensar. Sintió que algo se apretaba contra su mejilla. Frío al principio y luego muy doloroso. El gigantesco pie del Temible. Notó luego como le retorcían la muñeca y tiraban de ella hacia arriba. Su cabeza se hundió aún más en la tierra húmeda y varias briznas de hierba se le metieron en la nariz.

El dolor del hombro era desgarrador. Pronto fue aún peor. Estaba inmovilizado y tan indefenso como un conejo tendido para ser despellejado. La multitud había enmudecido, lo único que se oía era el chapoteo de la maltrecha carne de la boca de Logen y el pitido del aire que entraba y salía de su nariz aplastada. De no haber tenido la cara tan estrujada que apenas si podía respirar, habría chillado. Dígase una cosa de Logen Nuevededos: estaba acabado. Estaba a punto de irse de vuelta al barro y nadie podría decir que no se lo había ganado a pulso. Iba a morir desmembrado en el círculo: un final apropiado para el Sanguinario.

Pero los formidables brazos que le tenían sujeto no siguieron tirando. El ojo parpadeante de Logen alcanzó a ver de refilón la figura de Bethod en las almenas. El Rey de los Hombres del Norte agitó una mano, trazando varios círculos en el aire. Logen recordaba su significado.

Tómate tu tiempo. Haz que dure. Da a todos una lección que no puedan olvidar jamás.

La enorme bota del Temible resbaló de su mandíbula y Logen fue alzado en vilo, con sus miembros colgando como los de una marioneta a la que hubieran cortado los hilos. La negra silueta de la mano tatuada se recortó sobre la luz solar y luego se estampó contra la cara de Logen. Un cachete como el que daría un padre a un niño revoltoso. Fue como si le hubieran golpeado con una sartén. La cabeza de Logen se inundó de luz y la boca se le llenó de sangre. Consiguió enfocar la vista justo a tiempo de ver cómo la mano pintada iniciaba un nuevo balanceo. Se le vino encima, terrible e inevitable, y le propinó un golpe con el dorso como haría un marido celoso con su indefensa esposa.

—¡Gurgh! —se oyó decir. Un instante después, volaba por los aires. El cielo azul, el sol cegador, la hierba amarillenta, las caras que miraban, todo eso no eran más que manchas carentes de sentido. Se estrelló contra los escudos que bordeaban el círculo y cayó desmadejado a tierra. A lo lejos oía a hombres que gritaban, chillaban, bufaban, pero no distinguía las palabras, ni le importaba. Lo único en lo que podía pensar era en la gélida sensación que tenía en el estómago. Como si sus entrañas se estuvieran llenando de trozos de hielo.

Vio una mano pálida, manchada de sangre rosácea, con los tendones blancos destacándose sobre la piel arañada. Su mano, por supuesto. Ahí estaba el muñón. Pero cuando intentó abrir el puño lo único que consiguió fue que los dedos se aferraran con más fuerza a la tierra parda.

—Sí —susurró. Y de su boca yerta brotó un hilo de sangre que cayó a la hierba. El hielo del estómago se expandió hasta la mismísima punta de sus dedos, entumeciéndole todo el cuerpo. Bien estaba que fuera así. Ya iba siendo hora.

—Sí —dijo. Arriba, arriba, hasta apoyarse en una rodilla. Sus labios ensangrentados se curvaron para enseñar los dientes, su mano ensangrentada serpenteó por la hierba, encontró la empuñadura de la espada del Creador y se cerró con fuerza sobre ella.

—¡Sí! —bufó, y entonces Logen y el Sanguinario rieron con una sola voz.

West no esperaba que Nuevededos volviera a levantarse jamás, pero lo hizo, y cuando lo hizo, vio que se estaba riendo. Al principio parecía casi un llanto, una especie de risilla babeante, estridente y extraña, pero conforme se fue levantando se volvió más sonora, más seca, más fría. Como si aquel hombre se riera de un chiste cruel que sólo él conociera. Un chiste letal. La cabeza inclinada hacia un lado, como la de un ahorcado. La carne del rostro, lívida y fláccida alrededor del tajo de su sonrisa.

La sangre teñía sus dientes de color rosáceo, caía en hilos de los cortes de la cara, se escurría por sus labios desgarrados. El gorgoteo de la risa, dentado como el filo de una sierra, crecía y crecía, desgarrándole a West el oído. Más agónico que cualquier chillido, más furioso que cualquier grito de guerra. Un contrasentido repulsivo y enfermizo. Una carcajada en medio de una masacre. La risa de los mataderos.

Nuevededos avanzaba haciendo eses como un borracho con la brutal espada colgando de su puño ensangrentado. Sus ojos muertos brillaban, húmedos y fijos, con las pupilas dilatadas como si fueran dos pozos negros. Cortante, chirriante, como un hachazo, su risa demencial se expandía por el círculo. West se descubrió a sí mismo reculando con la boca seca. Toda la multitud reculaba. Ya no sabían quién les infundía más miedo, si el Temible o el Sanguinario.

El mundo entero ardía.

Su piel estaba en llamas. Su aliento era una nube de vapor hirviendo. Su espada era un hierro de marcar candente.

El sol estampaba en la irritada retina de sus ojos manchas de un blanco incandescente, y formas grises de hombres, y escudos, y una muralla, y la imagen de un gigante hecha de palabras azules y hierro negro. Oleadas de pavor se desprendían de aquella figura, pero eso sólo servía para que la sonrisa del Sanguinario se ensanchara. El miedo y el dolor avivaban el fuego y las llamas crecían cada vez más.

El mundo entero ardía, y en su centro, ardiendo con más fuerza que ninguna otra cosa, estaba el Sanguinario. Extendió una mano, dobló tres dedos e hizo una seña.

—Te estoy esperando —dijo.

Los grandes puños salieron lanzados hacia el Sanguinario, las colosales manos trataron de atrapar su cuerpo. Pero lo único que pudo atrapar el gigante fue una carcajada. Más fácil sería dar un golpe al fuego oscilante. Más fácil sería atrapar una voluta de humo.

El círculo era un horno. Las hojas de hierba amarillenta eran lenguas de fuego. El sudor, la saliva y la sangre goteaban sobre ellas como grasa de carne cocinada sobre una hoguera.

El Sanguinario soltó un silbido, agua sobre ascuas. El silbido se transformó en gruñido, hierro chisporroteando en la forja. El gruñido se convirtió en rugido atronador, el bosque seco en llamas. Y entonces dio libertad a su espada.

El metal gris trazó desgarradores círculos, abrió agujeros secos de sangre en la carne azul y retumbó contra el hierro negro. El gigante desapareció un instante y el acero impactó en uno de los hombres que sujetaban los escudos. La cabeza le reventó y empapó de sangre al compañero de al lado; se abrió un hueco en el muro que ceñía el círculo. Los hombres retrocedían, los escudos vacilaban, el círculo entero se agitaba de miedo. Le temían incluso más que al gigante, y hacían bien. Era enemigo de todo cuanto vivía y una vez que hubiera acabado con aquel ser demoníaco la emprendería con ellos.

El círculo era una marmita. En lo alto de la muralla la multitud se agitaba como vapor furioso. El suelo borboteaba bajo los pies del Sanguinario como aceite hirviendo.

Su rugido se convirtió en un chillido candente, la espada cayó como una centella y rebotó contra la armadura erizada de pinchos como el martillo sobre el yunque. El gigante apretó su mano azul contra el lado pálido de su cabeza y sus facciones bulleron como un nido de lombrices. El acero no le había acertado en el cráneo, pero le había arrancado media oreja. La sangre manaba de la herida, resbalaba por un lado de su enorme cuello formando dos líneas delgadas que no parecía que fueran a detenerse nunca.

El gigante abrió mucho los ojos y pegó un salto hacia delante, lanzando un bramido estremecedor. El Sanguinario rodó por debajo de su puño, se deslizó detrás del Temible y vio un trozo de metal negro suelto del que colgaba una hebilla reluciente. La espada salió lanzada como una serpiente, se coló por el hueco y dio un profundo mordisco a la pantorrilla que había detrás. El gigante soltó un rugido de dolor, se giró, se tambaleó al apoyarse en su pierna herida y cayó de rodillas.

El círculo era un crisol. Los rostros aullantes de los hombres que ocupaban su borde bailoteaban como el humo, fluían como metal líquido mientras sus escudos se fundían unos con otros.

Había llegado el momento. El brillante sol matinal refulgía sobre el grueso peto acorazado, señalándole el blanco. Había llegado el momento más hermoso.

El mundo entero ardía y, como una llama saltarina, el Sanguinario se irguió, arqueándose hacia atrás con la espada en alto. La obra de Kanedias, el Maestro Creador, el acero más afilado jamás forjado. El filo cortante abrió un largo tajo en la coraza negra, atravesó el metal y se hundió en la blanda carne de debajo, en medio de un diluvio de chispas y sangre, arrancado al atormentado metal un aullido que se mezcló con el gemido de dolor que escupió la cara retorcida del Temible. Una herida muy profunda.

Pero no lo bastante profunda.

Los colosales brazos del gigante rodearon la espalda del Sanguinario y se cerraron sobre ella con un abrazo asfixiante. Las aristas del negro metal se le clavaron en la carne en doce lugares distintos. El gigante lo atrajo hacia sí más y más, y uno de los pinchos de su armadura se hundió en la cara del Sanguinario, le atravesó la mejilla, le raspó los dientes y se le hundió en un lado de la lengua, llenándole la boca del gusto salado de su propia sangre.

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