El último argumento de los reyes (50 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—¡Aaag...! —gruñó el Sabueso al clavársele de nuevo la aguja en el brazo. Acto seguido, tiró la botella vacía—. ¡Cómo va a haber ganadores en una mierda como ésta! ¡Al carajo con todo!

Hosco sacó su navaja y cortó el hilo.

—Mueve los dedos —dijo. El brazo le dolía una barbaridad al cerrar el puño, pero el Sabueso se obligó a hacerlo y soltó un gruñido cuando apretó con fuerza los dedos.

—Tiene buen aspecto —dijo Hosco—. Has tenido suerte.

El Sabueso miró apesadumbrado la carnicería que tenía a su alrededor.

—Así que éste es el aspecto que tiene la suerte. Con la de veces que me lo había preguntado. —Hosco se encogió de hombros y rasgó un trozo de tela para hacer un vendaje.

—¿Tienen a Bethod?

El Sabueso miró a West, con la boca abierta.

—¿No le tienen ustedes?

—Hay muchos prisioneros, pero él no está entre ellos.

El Sabueso volvió la cabeza y, asqueado, escupió al barro.

—Y supongo que tampoco a su bruja, ni al Temible, ni a ninguno de sus hinchados hijos.

—Deben haber salido a uña de caballo para Carleon.

—Probablemente.

—Supongo que intentará incrementar sus fuerzas y buscar nuevos aliados para prepararse para un asedio.

—No me extrañaría.

—Tendríamos que seguirles en cuanto hayamos puesto a buen recaudo a los prisioneros.

El Sabueso se sintió invadido por una sensación de desesperanza tan intensa que estuvo a punto de caerse al suelo.

—Por los muertos. Bethod ha escapado —se echó a reír, y al instante sintió que las lágrimas pugnaban por asomar a sus ojos—. ¿Terminará alguna vez todo esto?

Hosco acabó de vendarle y ató con firmeza los extremos de la venda.

—Ya está.

El Sabueso le miró.

—¿Ya está? Empiezo a creer que esto no va a estar nunca —extendió una mano—. Ayúdeme a levantarme, Furioso. Tengo que enterrar a un amigo.

Cuando dieron tierra a Tul, el sol comenzaba a ponerse en lo alto de las montañas, tiñendo de oro el borde de las nubes. Un buen momento para enterrar a un hombre bueno. Estaban todos apiñados alrededor de la tumba. Había muchos más entierros, y por todas partes se oían los gimoteos y los susurros de las palabras de consternación, pero Tul había sido muy querido, más que nadie, de modo que se había congregado una gran cantidad de gente. Pero aún así, alrededor de Logen había un hueco. Un hueco del tamaño de un hombre. Un hueco que siempre había tenido a su alrededor en los viejos tiempos y que nunca nadie se atrevía a ocupar. Logen no se sentía capaz de reprochárselo a ninguno de los presentes. De hecho, si hubiera podido, habría salido corriendo de allí.

—¿Quién quiere decir algo? —preguntó el Sabueso mirándoles de uno en uno.

Logen bajó la vista. Se sentía incapaz de mirarle a los ojos, y más aún, de decir una sola palabra. No estaba seguro de lo que había pasado en la batalla, pero podía imaginárselo. Podía imaginárselo perfectamente, por lo poco que recordaba. Miró alrededor mientras se humedecía su labio partido. Si había alguien más que se lo imaginaba, había decidido guardárselo para sí.

—¿Nadie va a decir una palabra? —preguntó de nuevo el Sabueso con voz quebrada.

—Está bien, lo haré yo —Dow el Negro dio un paso al frente. Se quedó muy quieto y fue recorriendo con la vista los rostros de la primera fila. Logen tuvo la impresión de que al llegar a su altura se detuvo un poco más, pero seguramente era su propia inquietud, que le estaba jugando una mala pasada.

—Tul Duru, Cabeza de Trueno. De vuelta al barro —dijo—. Bien saben los muertos que él y yo no siempre veíamos las cosas igual. Que casi nunca estábamos de acuerdo en nada. Pero quizá yo tuviera la culpa, porque siempre he sido un bastardo al que le gusta llevarle la contraria a todo el mundo. Ahora lo lamento. Ahora que ya es demasiado tarde —hizo una pausa y respiró entrecortadamente—. Tul Duru. Todo el mundo en el Norte conocía su nombre y todo el mundo lo pronunciaba con respeto, hasta sus enemigos. Era de esa clase de hombres que... te hacía sentir esperanza. Que te daba esperanza. ¿Queréis fuerza, eh? ¿Queréis valor? ¿Queréis que las cosas se hagan bien, como en los viejos tiempos? —y señaló con la cabeza la tierra recién removida—. No busquéis más, porque ahí lo tenéis. Tul Duru, Cabeza de Trueno. Ahora que él ya no está, yo soy menos de lo que era. Todos lo somos —Dow se dio la vuelta y se alejó con la cabeza gacha hasta perderse en la oscuridad.

—Todos lo somos, cierto —musitó el Sabueso mirando a la tumba con los ojos vidriosos—. Bonitas palabras. —Todos los que rodeaban la tumba estaban consternados: West, su hombre, Pike, Escalofríos, incluso Hosco. Todos hundidos.

A Logen le hubiera gustado sentir lo que ellos sentían. Le hubiera gustado llorar la muerte de un hombre bueno. Llorar por el hecho de que tal vez hubiera sido él quien la causó. Pero las lágrimas no llegaban. Mientras contemplaba la tierra recién removida el sol desaparecía detrás de las montañas y la fortaleza de las Altiplanicies se oscurecía. Y él seguía sin sentir nada.

Si quieres ser un hombre nuevo, tienes que estar en sitios nuevos y hacer cosas nuevas con gente que no te conoce de nada. Si vuelves a los viejos usos de siempre, ¿qué otra cosa vas a ser sino el mismo hombre de siempre? Hay que ser realista. Había jugado a ser un hombre distinto, pero todo habían sido mentiras. De esas que son tan difíciles de desenmascarar. De esas que uno se cuenta a sí mismo. Él era el Sanguinario. Esa era la verdad, y por mucho que se revolviera contra ello, por mucho que deseara ser otra persona, no había forma de escapar. Logen quería que algo le conmoviera.

Pero al Sanguinario no le conmovía nada.

Bruscos despertares

Cuando empezó a despertarse, Jezal sonreía. Ya habían acabado aquella misión de locos y pronto volvería a Adua. Volvería a estar entre los brazos de Ardee. Cálido y seguro. El simple hecho de pensar en ello hizo que se acurrucara bajo las sábanas. Abrió los ojos una rendija. Alguien le soltó un bufido desde el otro extremo de la sala y volvió la cabeza hacia allí.

En medio de la oscuridad, vio el pálido rostro de Terez mirándole con gesto iracundo entre los cortinajes de la cama y de golpe le vino el recuerdo de cómo habían sido las últimas semanas. Su mujer, sin duda, tenía el mismo aspecto que el día en que se casó con ella, y sin embargo, ahora la cara perfecta de la Reina le resultaba fea y extremadamente antipática.

La cámara regia se había convertido en un campo de batalla. La frontera la formaba una línea invisible que iba de la puerta a la chimenea, vigilada siempre con voluntad de hierro, y que Jezal no podía cruzar a no ser que estuviera dispuesto a arriesgarse a lo peor. El extremo opuesto de la sala era territorio estirio y el monumental lecho constituía el más fuerte bastión de Terez, una fortaleza cuyas defensas parecían ser inexpugnables. La segunda noche de su matrimonio, confiando en que lo sucedido la primera noche hubiera sido fruto de algún tipo de malentendido, había lanzado un ataque, no excesivamente fogoso, del que había salido sangrando por la nariz. Desde entonces, perdidas las esperanzas, se había tenido que conformar con montar un prolongado e infructuoso asedio.

Terez era una consumada maestra del disimulo. Llegada la noche, a él le tocaba dormir en el suelo, o en alguna pieza del mobiliario, que casi nunca resultaba lo bastante larga, o en donde le placiera siempre y cuando no fuera en la cama. Pero, luego, a la hora del desayuno, le sonreía, hablaba con él de cualquier tontería e incluso posaba cariñosamente su mano sobre la suya siempre que sabía que alguien los estaba mirando. En ocasiones llegaba hasta el punto de hacerle creer,
a él
, que las cosas ya estaban bien, pero tan pronto como volvían a quedarse a solas le daba la espalda, le aporreaba con su silencio y le apuñalaba con unas miradas que expresaban una repulsión y un desdén tan intenso que hacían que a él mismo le entraran ganas de vomitar.

El desprecio que le demostraban las damas de compañía de la Reina, cada vez que tenía la mala suerte de encontrarse en su cuchicheante compañía, no era mucho menor. Una en concreto, la condesa Shalere, que al parecer había sido la mejor amiga de Terez desde la más tierna infancia, le miraba siempre con un odio mortal. En cierta ocasión había irrumpido sin querer en un salón y se había encontrado a las doces damas sentadas alrededor de Terez cuchicheando en estirio. Se había sentido como un muchacho campesino que se hubiera tropezado con un conciliábulo de brujas muy arregladas que entonaban un conjuro, probablemente dirigido contra su persona. Hacían que se sintiera el más insignificante y repulsivo de los seres vivos. A él, que era el Rey y estaba en su palacio.

Por la razón que fuera, vivía atenazado por un miedo inexplicable a que alguien se enterara de la verdad. Pero, por fortuna, si alguno de los sirvientes estaba al tanto, parecía haber optado por guardárselo para sí. A veces se preguntaba si no debería decírselo a alguien. ¿Pero a quién? ¿Y qué? «Buenos días, Lord Chambelán. Mi esposa no quiere follar conmigo». «Bien hallado, Eminencia. Mi esposa no quiere ni verme». «¿Qué tal, Juez Supremo? Ah, por cierto, mi esposa me desprecia». Pero a quién más temía decírselo era a Bayaz. Había advertido de forma tajante al Mago que no quería que se inmiscuyera en su vida privada y ahora no podía acudir arrastrándose a él para pedir ayuda.

Abatido y confundido a partes iguales, seguía con aquella farsa, y a medida que iban pasando los días de simulada felicidad conyugal, le parecía más imposible encontrar alguna manera de salir de aquello. Ante él se extendía una vida entera sin amor, sin amistad y de noches durmiendo en el suelo.

—¿Y bien? —bufó Terez.

—¿Y bien, qué? —repuso con un gruñido.

—¡La puerta!

Como si lo tuviera preparado, llamaron a la puerta con un golpe brutal que hizo que la hoja vibrara en el marco.

—De Talins nunca viene nada bueno —dijo Jezal entre dientes mientras apartaba de un tirón las mantas. Se levantó trabajosamente del suelo, cruzó enfurruñado la sala con paso tambaleante y abrió la llave.

Gorst apareció en el umbral. Llevaba la armadura al completo, tenía la espada sacada y sostenía en alto un farol cuya cruda luz iluminaba la mitad de su rostro en el que se advertían claros signos de inquietud. Desde el fondo del vestíbulo llegaban ecos de pasos, gritos confusos y el parpadear de faroles lejanos. Jezal, ya plenamente despierto, frunció el ceño. Aquello le daba mala espina.

—Majestad —dijo Gorst.

—¿Qué demonios pasa?

—Los gurkos han invadido Midderland.

Los ojos de Ferro se abrieron de golpe. Se levantó del banco de un salto, se plantó en el suelo separando los pies para adoptar una posición de combate y blandió la pata rota de la mesa. Maldijo entre dientes. Se había quedado dormida y eso nunca traía nada bueno. Pero no había nadie más en la habitación.

Todo estaba oscuro y en silencio.

Ni rastro del tullido y de sus servidores enmascarados. Ni rastro tampoco de esos guardias con armadura que la miraban con recelo cada vez que se la ocurría dar un paso por los suelos embaldosados de los salones de aquel maldito palacio. Pero por debajo de la puerta que comunicaba con la habitación de Bayaz se veía una rendija de luz. Y del otro lado llegaba el murmullo de unas voces.

Frunció el ceño, se acercó de puntillas y se puso de rodillas al lado de la cerradura.

—¿Dónde han desembarcado? —le llegó amortiguada por la madera la voz de Bayaz.

—Las primeras naves llegaron al anochecer a las playas desiertas que se extienden a lo largo del extremo suroeste de Midderland, en las proximidades de Keln —Yulwei. Ferro sintió un cosquilleo de emoción y el aire frío comenzó a entrar y salir aceleradamente por su nariz—. ¿Estás preparado?

Bayaz resopló.

—No podíamos estarlo menos. No esperaba que Khalul se pusiera en marcha tan pronto y de una forma tan repentina. ¿Así que desembarcaron de noche sin que nadie se diera cuenta, eh? ¿Cómo es que Lord Brock no los vio venir?

—Mi suposición es que los vio venir perfectamente y los recibió con los brazos abiertos porque previamente había alcanzado un acuerdo con ellos. Seguro que le han prometido el trono de la Unión una vez que hayan aplastado toda resistencia y tengan ya ahorcado a tu bastardo de las puertas del Agriont. Será rey, aunque, por supuesto, bajo la férula de Uthman-ul-Dosht.

—Traición.

—De una variedad bastante vulgar. Nada que pueda causar asombro a gentes como nosotros, ¿no hermano? Hemos visto cosas mucho peores e incluso hemos hecho cosas mucho peores.

—A veces no hay más remedio que hacer ciertas cosas.

Ferro oyó que Yulwei suspiraba.

—Nunca he dicho que no.

—¿Cuántos son los gurkos?

—Unas cinco legiones, de momento. Pero esto es sólo la vanguardia. Hay muchos más en camino. Muchos millares más. Todo el Sur ha sido movilizado.

—¿Está Khalul con ellos?

—¿Para qué? Permanece en Sarkant, en sus soleados jardines de los bancales de las montañas, aguardando a que le llegue la noticia de tu aniquilación. Es Manum quien está al mando. El Fruto del Desierto, el tres veces bendito y tres...

—¡Ya me sé cómo se hace llamar ese gusano arrogante!

—Cómo se haga llamar es lo de menos. Lo que importa es que se ha vuelto muy poderoso y que le acompañan las Cien Palabras. Vienen a por ti, hermano. Ya han llegado. Si yo estuviera en tu lugar, me iría. Me iría al frío Norte mientras aún estuviera a tiempo.

—¿Y luego qué? ¿Acaso crees que no me seguirían? ¿Tendré que huir a los confines del Mundo? Hace no mucho estuve ahí y no me pareció un lugar muy atractivo. Todavía me quedan unas cuantas cartas en la manga.

Permanecieron un rato en silencio.

—¿Encontraste la Semilla?

—No.

Hubo otra pausa.

—No lo lamento. Andar jugando con unas fuerzas como esas... retorcer la Primera Ley, e incluso quebrantarla... La última vez que se uso esa cosa dejó Aulcus convertida en un montón de ruinas y estuvo a punto de hacer lo mismo con el Mundo entero. Está mejor bajo tierra.

—¿Aunque eso suponga sepultar con ella todas nuestras esperanzas?

—Hay cosas más importantes en juego que tus esperanzas o las mías.

A Ferro, las esperanzas de Bayaz, e incluso las de Yulwei, le importaban un carajo. Los dos la habían engañado. Estaba hasta la coronilla de sus mentiras, de sus secretos, de sus promesas. Lo único que hacían era hablar, esperar y volver a hablar, mucho más de lo que ella desearía. Se levantó, alzó una pierna y soltó un grito de guerra. Propinó a la cerradura un golpe con el talón que la arrancó de cuajo y la puerta pegó una sacudida y se abrió. Los dos ancianos estaban ahí cerca, sentados a una mesa, con una sola lámpara que iluminaba la cara pálida y la cara morena. En las sombras del rincón más alejado del cuarto había una tercera persona: Quai, que permanecía sentado en silencio rodeado de oscuridad.

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