El último argumento de los reyes (18 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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Se acercó a la hoguera donde el grupo más selecto de Hombres Renombrados estaba pasando el día. No había ni rastro de Logen, pero el resto de sus viejos camaradas estaban sentados alrededor del fuego con cara de aburridos. Los que seguían con vida, cuanto menos. Tul le vio venir.

—El Sabueso ha vuelto.

—Ajá —soltó Hosco, que estaba recortando las plumas de una flecha con una navaja.

Dow, por su parte, parecía muy atareado rebañando la grasa de un cazo con un mendrugo de pan.

—¿Qué tal les ha ido a los de la Unión en las colinas esas? —en su voz se apreciaba un tono desdeñoso que daba a entender que ya sabía la respuesta—. La han cagado, ¿verdad?

—Bueno, han quedado en segundo lugar, si es a eso a lo que te refieres.

—Ser segundo cuando sólo hay dos bandos es a lo que yo llamo cagarla.

El Sabueso respiró hondo y lo dejó correr.

—Bethod se ha atrincherado a base de bien y vigila los caminos que conducen a Carleon. No parece que haya una forma sencilla de atacarle ni tampoco una forma sencilla de rodearle. Da la impresión de que lo tenía todo bien planeado.

—¡Esa mierda ya te la podría haber dicho yo! —ladró Dow arrojando por la boca una llovizna de migas grasientas—. Tendrá a Huesecillos en una de las colinas y a Costado Blanco en la otra, luego, a los lados, estarán Pálido como la Nieve y Goring. Esos cuatro se bastan y se sobran para no dar a nadie ni la más mínima oportunidad, pero si decidieran hacerlo, detrás, esperando sentado, estaría Bethod con todos los demás, y con sus Shanka, y con el cabrón del Temible, para aplastarlos por partida doble.

—Es más que probable —Tul alzó la espada para mirarla a la luz y luego continuó puliendo la hoja—. A Bethod siempre le ha gustado tenerlo todo bien planeado.

—¿Y qué se cuentan los que nos tienen cogidos con una correa? —soltó con desdén Dow—. ¿Qué clase de trabajo tiene pensado el Furioso para sus animalitos?

—Burr quiere que avancemos un trecho hacia el norte, atravesando los bosques, para ver si Bethod se ha dejado algún agujero sin cubrir por ahí arriba.

—Ja —resopló Dow—. Bethod no tiene por costumbre dejar agujeros. A no ser que haya dejado uno para que nos caigamos en él. Para que nos caigamos en él y nos rompamos la crisma.

—En tal caso será mejor que miremos por donde pisamos, ¿no?

—Otra vez haciendo malitos recados.

El Sabueso se imaginaba que estaba empezando a estar tan harto de las constantes quejas de Dow como solía estarlo Tresárboles.

—Y qué otra cosa esperabas, ¿eh? La vida es eso. Un montón de recados. Y si vales una mierda procuras hacerlos lo mejor posible. Además, ¿qué mosca te ha picado ahora?

—¡Esto! —Dow giró bruscamente la cabeza y señaló hacia los árboles—. ¡Esto, maldita sea! No parece que las cosas hayan cambiado mucho, ¿no crees? Puede que hayamos cruzado el Torrente Blanco y que estemos de nuevo en el Norte, pero ahora resulta que Bethod está perfectamente atrincherado ahí arriba y los de la Unión son incapaces de rodearle sin que les deje con el culo al aire. Y si al final consiguen desalojarlo de ahí, ¿servirá eso de algo? Y si llegan hasta Carleon y consiguen entrar y la incendian de arriba abajo como hizo el propio Nuevededos la otra vez, ¿crees que eso cambiará las cosas? No cambiará nada. Bethod seguirá a lo suyo, igual que siempre, luchando y replegándose, porque siempre habrá colinas donde pueda atrincherarse y lugares para tender sus trampas. Y un día los de la Unión dirán que ya han tenido bastante, se largarán pitando al Sur y nos dejarán el asunto a nosotros. Y entonces Bethod dará la vuelta, ¿y sabes lo que pasará? Que será él quien nos persiga de un extremo al otro del Norte. De invierno a verano y de verano a invierno, y otra vez estaremos metidos en la misma mierda de siempre. Míranos, aquí estamos otra vez, bastantes menos de los que solíamos ser, pero dando vueltas por los bosques como unos imbéciles. ¿Te suena?

Ahora que lo decía, sí que le sonaba, un poco, pero el Sabueso no veía que él pudiera hacer nada el respecto.

—Bueno, Logen ha vuelto. Eso es una ventaja, ¿no?

Dow volvió a lanzar un resoplido.

—¡Ja! ¿Desde cuándo el Sanguinario trae otra cosa aparte de muerte?

—¡Ojo con lo que dices! —gruñó Tul—. Estás en deuda con él, ¿recuerdas? Todos lo estamos.

—Toda deuda tiene un límite, creo yo —Dow arrojó el cazo al lado del fuego y se levantó limpiándose las manos en su zamarra—. ¿Dónde estuvo metido todo este tiempo, eh? Nos dejó tirados en los valles sin decir palabra, ¿o no? Nos dejó con los Cabezas Planas y se largó a darse una vuelta por medio mundo. ¿Quién nos dice que no volverá a hacerlo, si le apetece, o que no se pasará del lado de Bethod, o que no se pondrá a matar a la gente por cualquier tontería, o los muertos saben qué?

El Sabueso miró a Tul, y Tul le devolvió la mirada con gesto compungido. Los dos habían visto las siniestras hazañas de Logen cuando le entraba la vena.

—De eso hace mucho tiempo —dijo Tul—. Las cosas cambian.

Dow se limitó a sonreír.

—¡Qué van a cambiar! Contaros ese cuento si eso os ayuda a dormir más tranquilos, pero yo andaré siempre con un ojo abierto. ¡Podéis estar seguros! ¡Es del Sanguinario de quien estamos hablando! ¿A saber lo que hará la próxima vez?

—Se me está empezando a ocurrir una idea —el Sabueso se dio la vuelta y vio a Logen apoyado en un árbol. Ya iba a ponerse a reír, cuando de repente se fijó en la expresión de sus ojos. Una expresión que el Sabueso recordaba de mucho tiempo atrás y que traía consigo todo tipo de recuerdos desagradables. La misma expresión que tienen los moribundos cuando se les escapa la vida y ya todo les da igual.

—Si tienes algo que decirme, dímelo a la cara —Logen se dirigió hacia donde estaba Dow y se paró cerca de él, con la cabeza ladeada y todas sus cicatrices resaltando pálidas en su rostro caído. El Sabueso notó que se le erizaba el vello de los brazos y sintió un intenso frío a pesar de que el sol picaba con fuerza.

—Venga, Logen —trató de engatusarle Tul, dando a entender que todo aquel asunto no era más que una broma, a pesar de que estaba tan claro como una muerte lenta que no lo era—. Dow no hablaba en serio. Sólo estaba...

Logen habló interrumpiendo a Tul sin dejar de mirar en ningún momento a Dow con sus ojos de cadáver.

—La última vez que te di una lección pensé que nunca más volverías a necesitar otra. Pero, según parece, algunos tipos son muy flacos de memoria —se puso un poco más cerca, tan cerca que sus caras casi se tocaban—. Dime, muchacho, ¿necesitas otra lección?

El Sabueso hizo un gesto de dolor. Estaba convencido de que iban a empezar a matarse el uno al otro y no tenía ni idea de qué podía hacer para pararlos una vez que se metieran en faena. Un momento tan tenso que parecía que iba a durar eternamente. A ningún otro hombre, ni vivo ni muerto, le hubiera aguantado Dow el Negro una cosa así, ni siquiera a Tresárboles, pero al final lo único que hizo fue rasgar su cara con una sonrisa biliosa.

—No. Con una lección basta —ladeó la cabeza, carraspeó y escupió al suelo. Luego retrocedió despacio, sin borrar la sonrisa de su rostro, como queriendo decir que esta vez haría caso de la advertencia, pero que la próxima vez las cosas podían ser muy diferentes.

Una vez que se hubo ido, sin que hubiera derramamiento de sangre, Tul soltó un fuerte resoplido como si se hubieran librado de una acusación de asesinato.

—Bueno, al norte pues, ¿no? Será mejor que vaya a decirles a los muchachos que hay que ponerse en marcha.

—Ajá —soltó Hosco, y, tras meter en la aljaba la última de sus flechas, se internó entre los árboles siguiendo a Tul.

Logen se quedó un rato quieto viendo cómo se alejaban. Cuando se perdieron de vista, se dio la vuelta y se puso en cuclillas junto al fuego, con el cuerpo encorvado hacia delante, los brazos apoyados en las rodillas y las manos colgando en el aire.

—Benditos sean los muertos. Casi me cago encima.

En ese momento el Sabueso se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración y soltó todo el aire de golpe.

—Me parece que a mí se me ha escapado un poco. ¿Era necesario hacer eso?

—Sabes perfectamente que sí. Deja que un tipo como Dow se tome libertades y ya no habrá forma de pararle los pies. Bien pronto el resto de los muchachos empezarán a pensar que el Sanguinario no es tan fiero como lo pintan y ya sólo será cuestión de tiempo que cualquier tipo que tenga alguna cuenta pendiente conmigo decida ensartarme con su acero.

El Sabueso sacudió la cabeza.

—Es una forma muy dura de ver las cosas.

—Las cosas son así. No han cambiado en absoluto. Nunca cambian.

Tal vez fuera cierto, pero tampoco iban a poder cambiar si nadie les daba ni media oportunidad.

—De todos modos, ¿de veras crees que era necesario?

—Para alguien como tú puede que no. Tienes la suerte de caerle bien a la gente —Logen se rascó la mandíbula mientras miraba con tristeza en dirección a los bosques—. Calculo que yo perdí esa oportunidad hará unos quince años. Y ya no voy a tener otra.

El bosque transmitía una sensación cálida y familiar. Los pájaros gorjeaban en las ramas sin importarles absolutamente nada ni Bethod, ni la Unión ni las acciones de los hombres. No se podía uno imaginar un lugar más apacible, y eso al Sabueso no le hacía ni pizca de gracia. Venteó el aire, tamizándolo a través de la nariz y haciéndolo pasar por encima de su lengua. En los últimos tiempos se mostraba el doble de precavido, por el recuerdo de aquella flecha que había matado a Cathil durante la batalla. Es posible que si se hubiera fiado un poco más de su nariz hubiera podido salvarla. Y le hubiera gustado tanto salvarla... Pero desear las cosas no sirve de nada.

Dow se agachó entre los arbustos y escrutó el bosque inmóvil.

—¿Qué ocurre Sabueso? ¿Hueles algo?

—Hombres, creo, pero con un olor agrio —volvió a olfatear un poco más—. Huele como a...

Una flecha surgió de entre los árboles, se clavó con un chasquido en el tronco que el Sabueso tenía al lado y se quedó vibrando.

—¡Maldita sea! —chilló mientras resbalaba sobre su trasero y se sacaba a tientas el arco del hombro, demasiado tarde como siempre. Dow se dejó caer a su lado y se quedaron enredados. El Sabueso casi se saca un ojo con el hacha de Dow antes de conseguir quitárselo de encima de un empujón. De inmediato, levantó la palma de la mano para indicar a los hombres que venían detrás que se detuvieran, pero ellos ya habían empezado a dispersarse para ponerse a cubierto o a reptar en busca de un árbol o una roca mientras preparaban las armas y miraban en dirección al bosque.

Una voz surgió de entre los árboles que tenían delante.

—¿Estáis con Bethod? —aquel tipo, quienquiera que fuera, hablaba la lengua del Norte con un acento extraño.

Dow y el Sabueso se miraron durante cerca de un minuto y luego se encogieron de hombros.

—¡No! —respondió Dow con un rugido—. ¡Pero si vosotros sí que lo estáis, ya podéis iros preparando para reuniros con los muertos!

Se produjo un breve silencio.

—¡Nosotros no estamos con ese cabrón ni lo estaremos nunca!

—¡Tanto mejor! —gritó el Sabueso levantando la cabeza unos milímetros con el arco tenso y listo para disparar—. ¡Dejaros ver pues!

Un hombre salió de detrás de un árbol que debía de estar a unas seis zancadas. El Sabueso se llevó tal sorpresa que estuvo a punto de soltar la cuerda y dejar que la flecha saliera volando. Más hombres empezaron a surgir por todos los rincones del bosque. Los había a docenas. Tenían el pelo enmarañado, los rostros tiznados con vetas de tierra marrón y pintura azul e iban ataviados con pieles andrajosas y cueros a medio curtir. Pero las puntas de sus lanzas y sus flechas y las hojas de sus toscas espadas refulgían impolutas.

—Montañeses —masculló el Sabueso.

—¡Montañeses somos y muy orgullosos de serlo! —una voz fuerte y poderosa resonó desde el bosque. Algunos de los hombres comenzaron a hacerse a un lado como si estuvieran abriéndole paso a alguien. El Sabueso pestañeó. Quien pasaba entre ellos era una criatura. Una niña de unos diez años que caminaba descalza con unos pies cubiertos de mugre. Al hombro llevaba un mazo enorme, un grueso palo de madera de una zancada de largo con un cotillo formado por un pedazo de hierro del tamaño de un ladrillo. El arma era demasiado grande para que pudiera blandiría y el simple hecho de mantenerla erguida ya le costaba bastante trabajo.

Luego apareció un niño pequeño que llevaba cruzada a la espalda una rodela demasiado grande para él y arrastraba un hacha enorme con ambos brazos. A su lado había otro niño con una lanza el doble de alta que él, cuya punta oscilaba muy por encima de su cabeza, lanzando destellos dorados bajo los rayos del sol. De vez en cuando miraba hacia arriba para asegurarse de que no se le quedaba enganchada en alguna rama.

—Estoy soñando —masculló el Sabueso—. ¿Verdad?

Dow frunció el ceño.

—Si es así, resulta un sueño muy extraño.

Los tres niños no estaban solos. Detrás de ellos venía un hombre gigantesco. Sus anchos hombros iban cubiertos con una piel andrajosa y sobre su prominente barriga colgaba un collar enorme. Un collar de huesos. De huesos de dedos, advirtió el Sabueso cuando lo tuvo más cerca. Huesos de dedos humanos mezclados con unas piezas planas de madera decoradas con extraños signos. Una sonrisa biliosa rasgaba la barba marrón grisácea del gigante, pero eso no hizo que el Sabueso se sintiera más tranquilo.

—Mierda —gimió Dow—. Vámonos de aquí. Vámonos al Sur. Ya estoy harto de todo esto.

—¿Qué pasa? ¿Sabes quién es?

Dow giró la cabeza y escupió.

—Crummock-i-Phail, quién iba a ser si no.

El Sabueso casi hubiera preferido que se tratara de una emboscada en lugar de una charla. Hasta los niños pequeños lo sabían: Crummock-i-Phail, el jefe de los montañeses, era el cabrón más chiflado que había en todo el Norte.

Mientras avanzaba, iba apartando con suavidad las lanzas y las flechas.

—No hay necesidad de eso ahora, ¿no os parece, amados míos? Aquí todos somos amigos, o al menos tenemos los mismos enemigos, lo cual es mucho mejor, ¿no creéis? Claro que allá en las montañas todos tenemos muchos enemigos, ¿verdad? Bien sabe la luna lo mucho que aprecio una buena lucha, pero de ahí a cargar de frente contra esas rocas a las que se han encaramado Bethod y todos sus lameculos media un trecho. Eso es demasiada lucha para cualquiera, ¿eh? Incluso para vuestros nuevos amigos del Sur.

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