El Triunfo (45 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El Triunfo
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—¡Padre, cuidado! —gritó Joram.

Saryon no tuvo tiempo de moverse ni de parpadear. Se oyó una detonación. Joram dejó caer la Espada Arcana y se tambaleó hacia atrás con un gemido de dolor. Una mancha roja oscureció la blanca manga de su brazo derecho.

El brujo se precipitó hacia la espada, pero Joram fue más rápido. La tomó y saltó hacia el Verdugo, pero éste, con la sangre fría y la rapidez de pensamiento propia de aquella clase tan disciplinada, recurrió a su magia. Con la Vida que aún le quedaba, se elevó por los aires, volando con la velocidad del viento hasta el revoltijo de rocas que había cerca del borde de la montaña y desapareciendo entre ellas.

Joram tomó a Saryon del brazo y lo condujo a toda prisa al lado opuesto del altar de piedra, obligándolo a tumbarse cuan largo era sobre el desigual suelo.

—¡Permaneced echado! —ordenó.

—¡Estás herido!

—Ese hombre es mejor tirador de lo que pensaba —aseguró Joram sombrío. Soltó la espada y apretó la mano alrededor de la herida. La sangre, de un rojo oscuro, apareció por entre sus dedos—. ¡Ese mal nacido debe de haber estado practicando toda la noche! ¡La bala está dentro del brazo! —Lanzó un quejido acompañado de un juramento en voz baja—. No puedo mover la mano.

—Déjame echar un vistazo. —Saryon hizo intención de sentarse.

—¡Maldita sea, Padre! ¡Mantened la cabeza baja! —ordenó Joram, furioso—. ¡Quedaos quieto! —Miró hacia atrás desde una esquina de la roca, en la dirección en que había desaparecido su contrincante—. De momento estamos a salvo, pero no podemos quedarnos aquí. Nos rodeará, utilizando esas rocas como protección, e intentará matarnos desde otro ángulo.

Joram señaló con la cabeza en dirección al Templo.

—Estaremos más seguros allí dentro.

—¡Y Gwen está allí! —exclamó Saryon de repente, recordando lleno de remordimiento que en medio de la confusión y el peligro se había olvidado de ella por completo.

—¡Gwen! —Joram miró furioso al catalista—. ¿Trajisteis a mi esposa aquí? ¿Dejasteis que Simkin os convenciera?

—¿Qué querías que hiciera, Joram? —preguntó Saryon—. ¡Él eras

! ¡Eras tú hace diez años! Amargado, arrogante, decidido a salirte con la tuya.

—Olvidasteis que he cambiado.

—Perdóname, Joram —titubeó Saryon—, pero te he visto retroceder. He contemplado cómo la oscuridad se iba apoderando de ti día a día.

Joram suspiró al tiempo que se apoyaba contra el altar de piedra, que seguía despidiendo un resplandor azulado. Su frente se perló de sudor, palideció y apretó con fuerza las mandíbulas. Aspirando tembloroso y con fuerza, miró a Saryon con aquella amarga media sonrisa en los labios.

—Tenéis razón, Padre. No ha sido culpa vuestra. Yo me lo he buscado. Después de todo, Simkin únicamente imitaba lo que conocía mejor. Pero
estoy
cambiando... para peor, quizás. —Su rostro se ensombreció, el fuego de la forja se encendió en sus ojos—. No obstante, debo convertirme en lo que era para salvar a este desdichado mundo.

Su voz se apagó, y se dejó caer junto a la piedra.

—¡Joram! —Saryon lo sacudió, temeroso de que se hubiera desvanecido. El catalista percibía ojos que los observaban, y esperaba, en cualquier momento, oír aquel terrible chasquido—. ¡Joram! —repitió apremiante—. ¡No podemos seguir aquí! ¡Hemos de buscar refugio!

Aturdido, Joram levantó la cabeza y asintió, fatigado.

—Tendréis que llevar la espada, Padre.

«Si la dejamos aquí, a lo mejor el Verdugo la cogerá y se marchará», fue lo primero que pensó Saryon, aunque no lo expresó; tenía las palabras en la punta de la lengua, pero se las tragó. «No, la espada es responsabilidad mía. Yo le di Vida.»

El catalista tomó el arma.

Joram se incorporó despacio, apoyándose en la piedra.

—Yo iré primero y atraeré sus disparos. No discutáis, Padre. Vos tendréis que cargar con la espada. —Los ojos sombríos y llenos de dolor se volvieron para mirar atentamente al catalista—. Si caigo, tenéis que prometerme que seguiréis adelante, sin deteneros. No, escuchadme, viejo amigo. Si algo me sucede a mí, el destino estará en vuestras manos. Debéis destruir la Espada Arcana.

—¿Destruirla? ¿Cómo? —preguntó Saryon sin querer.

—¿Cómo queréis que lo sepa? —le espetó Joram con impaciencia. El dolor le hizo contener la respiración. Cerró los ojos, sujetándose a la piedra—. No lo sé —dijo más tranquilo y con labios cenicientos—. Arrojadla por la montaña, fundidla. —Le dirigió de nuevo su sombría y torcida media sonrisa—. De todos modos, es lo que pretendíais desde que la fabriqué. Si caigo, seguid adelante. ¿Lo juráis por Almin?

—Lo juro... por Almin —masculló Saryon. Fingió estar muy ocupado recogiéndose la túnica para poder correr con más facilidad, y de esta forma no tuvo que mirar a Joram mientras hacía su promesa.

—¡Bien! —suspiró Joram—. Y ahora —dijo, aspirando con fuerza—, vamos a correr. Mantened el cuerpo agachado. ¿Preparado?

Joram miró interrogante a Saryon. El catalista asintió de mala gana, y Joram se precipitó tambaleante.

A pesar de haber aceptado dejar que Joram fuera delante, Saryon no se distanciaba mucho tras él. Tenía tan sólo una noción muy vaga de lo que significaba a
traer los disparos
y le pareció más natural permanecer cerca de su amigo.

¿En cuanto a no detenerse a ayudar a Joram si caía?

Bueno, aquello había sido una promesa jurada por Almin y, por lo tanto, vacía en lo que se refería a Saryon, que mantenía los ojos fijos en la figura vestida de blanco que avanzaba dando traspiés sobre el irregular terreno.

La distancia desde el altar de piedra situado en el centro de la rueda hasta el Templo, que estaba en el extremo sur, al borde de ésta, le había parecido insignificante al catalista hasta que supo que su vida dependía de cubrir aquellos metros lo más deprisa posible. De repente el Templo y sus paredes protectoras parecían haber dado un salto gigantesco hacia atrás.

Saryon corría tan deprisa como podía aunque, de todas formas, no era muy rápido. Nunca había recobrado del todo sus fuerzas después de su enfermedad. Cargado con la pesada espada y con los largos ropajes enredándosele en los tobillos, sólo pudo dar unos pocos pasos antes de sentir cómo sus pulmones se quedaban sin resuello. El pavimento roto e irregular dificultaba su empeño. En más de una ocasión, sintió cómo una piedra rodaba bajo sus pies, lo que lo obligaba a aminorar el paso por miedo a perder el equilibrio y caer. Durante todo este tiempo, sus ojos permanecían clavados en su amigo.

Y entonces Joram
cayó
. Tropezó con una losa de mármol fragmentada, e, instintivamente, adelantó el brazo herido para no derrumbarse. El brazo se dobló bajo su peso y rodó por el suelo retorciéndose de dolor.

Saryon asió a Joram, sin hacer caso de sus gruñidos ordenándole que lo olvidara, y logró alzarlo con una fuerza que el catalista no podía creer que aún le quedara en su viejo y cansado cuerpo. Juntos siguieron corriendo hasta alcanzar los nueve escalones.

Un sonido agudo, como el zumbido de una avispa enojada, pasó tan cerca del oído de Saryon que casi hubiera jurado haber sentido sus alas. Una fracción de segundo más tarde, una porción de una de las columnas del Templo estalló, haciendo volar pedazos de piedra en todas direcciones. El catalista, en su aturdido y agotado estado, no comprendió lo que había pasado.

Tras conseguir subir penosamente los escalones, ambos se sumergieron agradecidos en los frescos y umbríos confines de los muros del Templo. Joram cayó al suelo como muerto. Rodó hasta quedar sobre su espalda, y se quedó así con los ojos cerrados y la respiración rápida y entrecortada. La manga derecha la tenía empapada de sangre. Saryon arrojó la pesada espada y se dejó caer junto a él, y, sólo entonces, se le ocurrió al catalista que aquel zumbido había sido uno de aquellos proyectiles letales. A Saryon poco le importó. La sangre le martilleaba en los oídos; estaba tan mareado que apenas si podía ver.

Mientras intentaba recuperar el aliento, paseó la mirada por el interior del Templo.

—¿Gwen? —llamó el catalista con suavidad.

No hubo respuesta, pero el catalista no tardó en localizarla. Apenas visible entre aquellas sombras movedizas, permanecía, sentada con tranquilidad sobre un altar roto al fondo del Templo, y los contemplaba con inusitado interés, dado su estado.

Al ver que, aparentemente, no había sufrido daño y pensando que Joram se había desmayado, Saryon se inclinó sobre él para examinar la herida. Al tocarlo, Joram se encogió de dolor.

—¡Estoy bien! —Apartó de un empellón la mano de Saryon y se las arregló para sentarse.

—Creo que ha dejado de sangrar —comentó Saryon dubitativo.

—La ropa se ha enganchado a la herida. ¡No la toquéis! ¿Dónde está Gwen? ¿Está bien?

Saryon empezó a responder, pero otra voz, desconocida, contestó en su lugar.

—Tu encantadora esposa se encuentra perfectamente, Joram. Tan chiflada como siempre, pero a salvo. Y también tú estás a salvo, al menos de momento.

«Realmente, Joram —continuó la voz, hablando ahora el idioma de Thimhallan—. Me siento impresionado. Una vez más has regresado de entre los muertos. ¿Has pensado alguna vez en dedicarte a actividades mesiánicas?

10. Y en su mano lleva...

Un hombre alto, vestido de rojo, surgió de las sombras del Templo. Saryon percibió que era apuesto, con su pelo gris y su sonrisa atractiva. La sonrisa, sin embargo, resultaba falsa, el trabajo de un ilusionista hábil. Tensos y tirantes, los músculos labiales y faciales estaban apretados con fuerza para mantenerlos en el lugar adecuado y aunque el tono de voz del hombre sonaba desenvuelto, una corriente oculta de admiración y miedo alteraba su lisa superficie.

—Realmente creí que te habían matado, amigo mío —afirmó, deteniéndose junto a Joram y observándolo con atención—. Ya puedo ver los anuncios de los teatros:
¡De regreso de entre los Muertos por Petición Popular!

Joram ni siquiera miró al hombre, y mucho menos se molestó en replicar. Éste sonrió:

—Vamos, vamos, viejo amigo. Has sobrevivido a cuatro heridas de bala, cualquiera de las cuales hubiera resultado fatal. Agradecería me informaras de cómo realizaste ese truco. ¿Fue con un chaleco antibalas? O quizá...

Dirigió la mirada hacia Saryon mientras hablaba, y el catalista se percató de que se lo estudiaba con atención, se lo identificaba y se lo guardaba para un futuro uso, todo ello en una veloz ojeada de aquellos perspicaces ojos.

—Quizá fuisteis vos quien devolvisteis a nuestro amigo a la vida, Padre Saryon. Sí, os conozco. Joram me ha explicado vuestra historia e imagino que, a su vez, os habrá hablado mucho de mí. Soy Menju el Hechicero, un nombre un poco dramático, lo admito, pero queda muy bien en la marquesina de un teatro. ¡Y si
fuisteis
vos quien resucitasteis a Joram, Padre, os facilitaré una tienda y todas las sillas plegables que vuestro corazón evangelista desee!

—Si lo que queréis insinuar es que yo curé a Joram, os advierto que soy catalista, no un druida. —Saryon vio cómo el abismo de su sueño se abría oscuro y mortífero ante él. Debía moverse con cuidado, cauteloso—. Si lo que le dijisteis a Joram es verdad, vivisteis en este mundo el tiempo suficiente para saber que los catalistas poseen muy poco poder curativo y que ni los druidas pueden sacar a las personas de entre...

—No le hagáis caso, Padre —interrumpió. Joram fríamente—. Sabe perfectamente que vos no me curasteis.

Menju le dedicó un gracioso gesto de súplica.

—Apiádate de mí. Satisface mi curiosidad. Te juro que me apenó de veras verte morir. Fue todo un sobresalto.

—Apuesto a que sí —repuso secamente Joram—. Ayudadme a ponerme en pie —rogó al catalista e, ignorando las objeciones de Saryon, se levantó con esfuerzo, se apoyó en una columna rota y contempló fatigado a Menju—. No fui yo quien murió ahí fuera. Me viste llegar a través del Corredor.

—Quizá —comentó Menju sin darle importancia, los ojos fijos en Joram—. Un parecido extraordinario. ¿Quién...?

—Simkin. —La respiración de Joram era demasiado rápida, demasiado entrecortada. Saryon se acercó más.

Menju meneó la cabeza.

—¡Ah! Empiezo a comprender. La tetera. Te subestimé, amigo mío. Una estratagema muy hábil, enviar a ese tipo aquí, haciéndose pasar por ti. ¿Adivinaste que era una trampa? ¿O te lo dijo él? Siempre sospeché que era un bastardo indigno de confianza, al igual que ese sacerdote gordinflón, Vanya, que ha mandado a su asesino para intentar arrebatarme el premio. Pero el Patriarca pagará su traición. —El mago se encogió de hombros—. Todos pagarán.

Joram se tambaleó y estuvo a punto de caer, pero consiguió recuperar el equilibrio, rechazando la oferta de ayuda de Saryon con un enojado movimiento de cabeza.

—Necesitas atención médica, Joram —aconsejó Menju, examinándolo con indiferencia—. Afortunadamente, no está lejos, gracias a los Corredores. Una palabra del querido Padre nos llevará de regreso a mi cuartel general. Catalista, abrid un Corredor.

—No puedo... —empezó Saryon cuando lo interrumpió una exclamación de alegría.

—¡Entrad! ¡No temáis! —Gwendolyn se alzó de un salto del derruido altar donde había estado sentada y corrió hacia el pórtico; sus brillantes ojos relucían con aquella luz sobrenatural incluso en los oscuros confines del Templo.

—¡Entrad! ¡Entrad! —repitió, como una anfitriona que da la bienvenida a sus invitados—. ¿Sentís dolor, todavía? Desaparecerá con el tiempo. Es sólo un dolor ilusorio que sigue en la memoria de esa parte de vosotros que aún se aferra a la vida. Soltadla. Será más fácil. Para vosotros, la batalla ha terminado.

—¿Batalla? ¿De qué batalla está hablando? —exigió Joram, volviéndose hacia el Hechicero.

—¿Gettysburg? —Se encogió de hombros—. ¿Waterloo? A lo mejor hoy se imagina que es Napoleón.

—¡No digas tonterías! —replicó Joram. Los ojos le resplandecían febriles, el sudor le bañaba el rostro—. Tú conoces su poder. Está hablando con los muertos que han... ¡Dios mío! —murmuró al darse cuenta de repente—. ¡Habéis atacado Merilon!

—No seas demasiado severo con el mayor Boris, Joram. No deja de ser un soldado, y no esperarías que permaneciera encerrado como un novillo en el matadero.

—No servirá de nada. No podéis atravesar el escudo mágico de la ciudad.

—¡Ah! Te equivocas, amigo. El estúpido mayor tuvo por fin una idea muy ingeniosa. Ha convertido los transportes volantes de tropas en naves de asalto; planea utilizar sus cañones láser para destruir la cúpula mágica. Puede que no traspase la magia, pero dejará sin Vida a los que la alimentan. El escudo se desintegrará pronto. El Palacio de Cristal caerá del cielo, y arrastrará con él a esas enormes piezas de mármol, ¿cómo las llaman? ¿Las Tres Hermanas? ¡Pobres damas! También ellas se estrellarán contra el suelo.

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