El Triunfo (49 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El Triunfo
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A lo mejor era su propia visión que le fallaba con las primeras sombras de la muerte. Joram abrió y cerró los ojos con rapidez, y las tinieblas no desaparecieron; al mirar con más atención al cielo, se dio cuenta de que no le fallaba la vista, sino que en realidad oscurecía.

Pero se trataba de una penumbra extraña y fantasmagórica. Surgía del suelo, y se elevaba sobre la tierra como una rápida marea, batiéndose con el sol que aún iluminaba los campos desde arriba. En aquella extraña batalla de la oscuridad y la luz, los objetos se destacaban con una claridad anormal, cada línea se definía y delineaba claramente. Cada uno de los tallos muertos de las plantas despedía tal resplandor que casi parecían vivos. Las pequeñas gotas de sangre que manchaban las losas relucían con un brillante color rojo. Los cabellos grises de la cabeza del catalista, las arrugas de su rostro y los dedos rotos de sus manos aparecían con tal nitidez ante los ojos de Joram que estuvo seguro de que debían ser visibles desde el cielo.

De esa misma forma debía contemplar el cielo las llamaradas que surgían de los tanques, los retorcidos rayos que arrojaban los magos para defenderse. Joram observó cómo la batalla alrededor de Merilon adquiría cada vez más fuerza, mientras la oscuridad se hacía más profunda y empezaba a soplar viento.

Al mirar al cielo para comprobar si Alguien observaba, descubrió el motivo de las tinieblas. El sol estaba desapareciendo. Era un eclipse solar; ya había visto otros. Saryon le había explicado cómo se originaban: la luna, al pasar entre Thimhallan y el sol, proyectaba su sombra sobre el mundo; pero Joram nunca había visto un eclipse como aquél. La luna barría el sol, lo devoraba. No contenta con darle pequeños mordiscos poco a poco, se regalaba con pedazos enteros, sin dejar ni una miga ni una sombra a su paso.

La oscuridad seguía aumentando. Los extremos del mundo, a lo largo de la línea del horizonte, se iban cubriendo de noche. Aparecieron estrellas, que brillaron durante un breve instante, para luego desaparecer a medida que otra negrura, más espesa que la noche, las engullía. Los extremos de ésta se iluminaban intermitentemente con relámpagos y el fragor de los truenos empezó a recorrer la tierra.

El cielo se ennegrecía cada vez más. Las sombras se alzaron despacio alrededor de Joram. Aún había luz en la cima de la montaña, un diminuto pedazo de sol brillaba sobre ellos, aferrándose a la vida con desesperación. Mientras contemplaba cómo la oscuridad se alzaba desde las llanuras que había a sus pies, Joram tuvo la extraña sensación de que él y Gwendolyn iban a la deriva en un océano de tinieblas.

Pasado un tiempo, sin embargo, las sombras acabarían por alcanzarlos también, las aguas sacudidas por la tempestad volcarían su frágil embarcación. Una parte de él estaba asustada, la otra le suplicaba que buscara un refugio ante la inminente tormenta. Sabía que debía hacerlo, pero no podía moverse. Era igual que la parálisis de un sueño profundo; contemplaba lo que sucedía como dormido. El dolor había desaparecido y había perdido toda sensibilidad en el brazo. Parecía como si su mano derecha perteneciera a otro cuerpo.

El viento acrecentó su fuerza, azotándole desde todas las direcciones. Punzantes pedazos de piedra se clavaron en su carne, mientras a Gwendolyn la dorada cabellera la envolvía en una aureola brillante.

Joram abrazó a su esposa, y ella se acurrucó junto a él, al amparo del altar de piedra. No estaba asustada, sino que miraba con avidez la tormenta que se acercaba, con sus ojos reflejando el resplandor de los relámpagos y sus labios abiertos para beber el viento.

Y puesto que ella no tenía miedo, a Joram le abandonaron sus últimos temores. Ahora ya no podía ver Merilon. El fragmento de sol brillaba tan sólo sobre la cumbre de la montaña; el resto del mundo estaba oscuro.

La moribunda luz brilló con suavidad sobre el rostro plácido de Saryon, como si lo bendijera. Luego la oscuridad lo rodeó. Un último y diminuto rayo formó un halo alrededor de los cabellos de Gwendolyn, y Joram mantuvo la mirada fija en ella. Se llevaría de aquel mundo aquella visión de ambos y la guardaría, lo sabía, en el siguiente. Allí ella lo reconocería y lo llamaría por su nombre.

La oscuridad se alzó aún más sobre ellos. Joram únicamente podía ver a la joven, cuyos brillantes ojos estaban fijos en la tempestad, y se dio cuenta, al estudiar su rostro, que éste había cambiado. En su expresión mesurada no había temor. Antes había sido la serenidad de la locura, ahora aparecía el rostro tranquilo y hermoso de la mujer que lo había mirado a los ojos, hacía tanto tiempo..., cuando él se creía solo y sin nombre; la faz sosegada y bella que le había tendido la mano enamorada y confiada.

—Ven conmigo —murmuró las palabras que le había dicho entonces.

Gwendolyn se volvió para mirarlo con sus ojos azules. La oscuridad se espesaba alrededor de él. El sol brillaba tan sólo en los ojos de ella.

—Claro que sí, Joram —contestó, mientras le sonreía a través de las lágrimas que empezaban a brotar de sus ojos—. Lo haré, esposo mío, porque ahora soy libre, ¡al igual que son libres los muertos y la magia se ha liberado por fin! —Extendió los brazos, y esta vez fue ella quien lo abrazó a él con fuerza, acunando su cabeza contra su pecho. Le acarició la negra cabellera con suavidad y posó los dulces labios sobre su frente.

Joram cerró los ojos, y ella se inclinó sobre él, para protegerlo con su cuerpo.

El sol desapareció, la oscuridad los envolvió, y la terrible tormenta se abatió sobre el mundo.

13. Requiem aeternam

Uno a uno, derribados por las potentes ráfagas de viento, los Vigilantes de la Frontera se vinieron abajo. El hechizo que los aprisionaba —a algunos desde hacía siglos— se rompió, al igual que sus cuerpos de piedra. La última en caer, aquella que soportó la furia de la tormenta hasta el final, fue la estatua del puño cerrado.

Mucho después de que los robles más centenarios hubieran sido arrancados de raíz y derribados como si de débiles ramitas se tratara, después de que el maremoto se hubiera estrellado contra la orilla, de que los muros de las ciudades se derrumbaran y ardieran y los ejércitos de las fuerzas que luchaban en Merilon se dispersaran en todas direcciones, aquélla continuaba desafiando a la tormenta y, si hubiera habido alguien cerca, podría haber oído una risa hueca que brotaba de ella.

Una y otra vez, el viento la golpeaba, y la arena se clavaba en su pétreo cuerpo. Los rayos estallaban sobre su cabeza, los truenos martilleaban sobre ella con sus puños poderosos. Por fin, cuando la oscuridad culminó, la estatua cayó. Se estrelló contra la orilla, y su piedra se hizo pedazos, rompiéndose en millones de fragmentos que recogió con júbilo el rugiente huracán para esparcirlos por toda la tierra.

Liberado su espíritu, el catalista se unió a los muertos de Thimhallan para contemplar, con ojos ciegos, el final.

La tormenta rugió un día y una noche, y luego —cuando el viento hubo barrido el mundo hasta dejarlo limpio, el fuego cauterizado sus males, y el agua purificado sus restos—, cesó.

Todo estaba muy tranquilo y silencioso.

Nada se movía. Nada podía hacerlo.

El Pozo de la Vida se había secado.

Epílogo

Acurrucados a la sombra de la destrozada Puerta de la ciudad, sus escasas posesiones amontonadas a su alrededor en toscos fardos, los últimos habitantes de Merilon permanecían en fila, aguardando.

La gran mayoría esperaba en silencio. Despojados de su magia, obligados a caminar dentro de cuerpos que resultaban torpes, pesados y difíciles de controlar sin la gracia de la Vida, a los magos les quedaba poca energía para malgastarla en conversaciones. Además, todos los temas de las mismas eran deprimentes o desesperanzadores.

De cuando en cuando, algún bebé gimoteaba, y entonces se oía el dulce murmullo consolador de la voz de una madre. En una ocasión, tres hermanos de corta edad, demasiado jóvenes para comprender lo que estaba pasando, se pusieron a jugar a la guerra en la calle llena de escombros. Arrojándose piedras los unos a los otros y aullando regocijados, sus voces resonaron chillonas y turbadoras por la ciudad sin vida. Algunos, que permanecían en fila, de pie o sentados, les dirigieron miradas de irritación y el padre de los muchachos interrumpió su juego con una fuerte reprimenda, hiriendo su inocencia con su tono agrio, e infligiendo heridas que éstos jamás olvidaron.

Volvió a hacerse el silencio y la hilera de gente reanudó su paciente espera. La mayoría intentaba mantenerse dentro de las sombras que proyectaba la muralla. Pese a que el aire era helado —especialmente para aquellos de Merilon que jamás habían conocido el invierno—, el sol caía sobre ellos sin misericordia. Acostumbrados como estaban al dócil astro que había brillado con decoro sobre la ciudad durante siglos, aquella nueva estrella abrasadora los atemorizaba. Pero aunque la brillante luz resultaba insoportable, la gente levantaba veloz la mirada, llena de temor y aprensión, cada vez que una sombra oscurecía el cielo. Tormentas espantosas, como nunca se habían visto en el mundo hasta ahora, arrasaban periódicamente el país.

Extraños humanos de cuerpos plateados y cabezas de metal montaban guardia de trecho en trecho, a lo largo de la fila de gente, para vigilar a los magos de cerca. Los guardas llevaban en la mano unos aparatos de metal que, los habitantes de Merilon sabían muy bien, disparaban unos rayos de luz que tanto podían sumirle a uno en el sueño de la inconsciencia, como en el otro más profundo y sin imágenes de la muerte. Los habitantes de Merilon tenían buen cuidado de mantener la vista apartada de aquellos extraños humanos y, si los ojeaban, se trataba de rápidas y furtivas miradas de odio y temor.

Por su parte, los extraños humanos —aunque atentos a su deber— no parecían demasiado nerviosos o intranquilos. Estos magos a los que custodiaban constituían familias, en general trabajadoras de las clases media y baja, y no se los consideraba peligrosos. Todo lo contrario que la larga hilera de enlutados Señores de la Guerra a los que se hacía bajar en aquellos momentos por la calle. Con las capuchas echadas hacia atrás, y el rostro torvo e inexpresivo, caminaban con la cabeza inclinada sobre el pecho. Por debajo de las mangas de sus túnicas se descubría el brillo de las esposas de acero, y se movían con paso lento, los pies sujetos por grilletes a la altura de los tobillos. A los brujos y a las brujas se los vigilaba con gran atención; los extraños humanos los sobrepasaban en número, había casi dos por cada uno de ellos, y los acechaban con tan nerviosa concentración que cortaban de raíz cualquier intento del más mínimo movimiento.

A los
Duuk-tsarith
se los empujó a toda prisa fuera de la Puerta, sin que los habitantes de Merilon que aguardaban les dedicasen apenas una mirada a su paso. Absortos en su propia desgracia, los ciudadanos sentían poca simpatía por la desgracia de otros.

Esa misma falta de interés era aplicable a una persona a la que sacaban en camilla: un hombre pesado y corpulento al que transportaban seis robustos catalistas que sudaban y se tambaleaban bajo aquella carga. Aunque gravemente enfermo e incapaz de andar, el hombre iba ataviado con las regias vestiduras de vivo color rojo propias de su rango y la mitra colocada con cuidado sobre la cabeza. Consiguió incluso levantar débilmente la mano derecha y extender su bendición a la gente mientras pasaba. Unas pocas personas inclinaron la cabeza o se quitaron el sombrero, pero la gran mayoría contempló cómo su Patriarca abandonaba la ciudad con muda desesperación.

Unos cuantos estudiantes universitarios, que permanecían cerca de la Puerta, se asomaron fuera, a la llanura, para intentar ver lo que sucedía, ya que habían corrido rumores de que se iba a exterminar a los Señores de la Guerra. Sin embargo, a los cautivos y enlutados
Duuk-tsarith
se los cargó en el cuerpo de una de las criaturas plateadas, junto con el patético séquito del Patriarca Vanya. Los estudiantes, al ver que a los prisioneros no se los alineaba ni se les prendía fuego, se sintieron desilusionados y se volvieron a recostar contra los desmoronados y carbonizados muros, mascullando imprecaciones dirigidas a los guardas y susurrando planes, que nunca se realizarían, para rebelarse.

El resto de los habitantes de Merilon evitaba la enorme llanura barrida por el viento. Se había convertido en una visión demasiado familiar durante la última semana: las gigantescas criaturas de cuerpo plateado que los extraños humanos llamaban
aeronaves
abrían sus fauces, se tragaban a miles de personas, se alzaban luego en el aire y desaparecían en el cielo. No tardaría mucho en tocarles a ellos el turno de entrar en uno de los estómagos de aquellos artefactos.

A la gente se le había asegurado, una y otra vez, que no se los conducía a la muerte. Se los cambiaba de lugar, se los alejaba de un mundo que ahora no era seguro. Incluso habían podido hablar, mediante alguna diabólica arte de las Artes Arcanas, con amigos y parientes que habían sido transportados ya a aquel otro
mundo feliz
. No obstante, permanecían acurrucados en el interior de su derruida ciudad hasta el final. Muy pocos soportaban la contemplación de las ruinas de Merilon sin que las lágrimas empañaran su vista, pero, sin embargo, buscaban desesperadamente aferrarse a su recuerdo durante tanto tiempo como les fuera posible.

La calle quedó vacía tras la partida del Patriarca, y la multitud empezó a agitarse pensando en que pronto les llegaría el turno de partir; la gente empezó a recoger sus fardos o a buscar a sus hijos. Se escucharon algunos comentarios, especialmente entre los estudiantes que vigilaban, cuando se vio emerger a una figura de una de las criaturas plateadas y atravesar la llanura en dirección a Merilon. La silueta se aproximó, y los estudiantes, al comprobar que sólo era un catalista, un hombre encorvado y de mediana edad cuya túnica marrón le quedaba corta, dejando al descubierto los huesudos tobillos, perdieron interés.

Un extraño humano de cuerpo plateado detuvo al catalista cuando éste llegó a la Puerta. El visitante indicó a un hombre fuertemente custodiado, un hombre al que se mantenía apartado del resto de la gente. Al igual que los
Duuk-tsarith
, las manos de éste se hallaban esposadas, aunque no iba vestido de negro, sino de terciopelo y seda. Pero las ropas que en una ocasión habían sido elegantes y lujosas estaban ahora rasgadas, sucias y manchadas de sangre.

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