El Triunfo (21 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El Triunfo
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El mismo rostro resultaba familiar en su sombría y elegantemente esculpida belleza. No obstante, aquí y allí, la Mano Magistral que empuñaba el cincel había actuado, desfigurando el rostro con arrugas producidas por el dolor, los años y un extraño e indefinible pesar. Su faz era tan extraña que, en realidad, si no hubiera sido por los ojos, Garald hubiera dudado de su primera impresión. No obstante conocía aquellos ojos, los de Joram. Garald podía comprobar cómo el fuego de la forja ardía aún en ellos transformado en incandescentes tizones de orgullo, amargura e ira.

El príncipe Garald percibió también algo más: la funda de espada que el hombre llevaba sujeta al cuerpo, la que él mismo había regalado a Joram. Garald sabía que en su interior descansaba la Espada Arcana.

—¿Joram? —repitió el príncipe en voz baja, mirando fijamente a aquel hombre vestido con unas sencillas ropas blancas que estaba de pie en el centro del recinto.

El Cardinal Radisovik cayó de rodillas.

—Sí, Cardinal —se mofó Lauryen—. Implorad a Almin Su misericordia. La Profecía se ha cumplido. El fin del mundo ha llegado. —Con un movimiento de la mano, hizo que se desvaneciera el escudo de hielo que lo rodeaba; luego, se adelantó a grandes zancadas y apuntó al hombre con su dedo—. ¡Y es este demonio quien lo trae! ¡Matadle! ¡Matad...!

Se produjo un fogonazo de cegadora luz, y las palabras del Emperador se convirtieron en un horrible gorgoteo. A través de una especie de velo rojo que pasó como un relámpago ante sus ojos, Garald vio a El
Dkarn-duuk
caer hacia adelante, derribado igual que un árbol impactado por un rayo.

Estupefactos, conmocionados, ninguno de los presentes se atrevió a moverse o a hablar.

Una
Duuk-tsarith
, recobrando el control sobre sí misma, se arrodilló veloz junto a su Emperador, y empezó a llamar a los
Theldara
mientras daba la vuelta al cuerpo, pero las palabras murieron en sus labios.

Un agujero calcinado y ennegrecido —una horrenda parodia de lo que había sido la boca de aquel hombre— le atravesaba por completo el cráneo. La bruja cubrió a toda prisa la terrible herida, haciendo caer la roja capucha de la túnica de Lauryen sobre lo que quedaba del rostro.

Pero era demasiado tarde. Aquellos que habían visto aquella espantosa imagen empezaron a apiñarse alrededor del cadáver aterrorizados: algunos se dejaban caer al suelo, otros se elevaban por los aires, mientras que otros seguían gritando que se abriesen los Corredores. Las últimas palabras del Emperador: «el fin del mundo», se repetían una y otra vez como un himno de desesperación.

Los guardias de Lauryen se abalanzaron en dirección al hombre vestido de blanco. Éste se llevó la mano a la espalda, sacó la Espada Arcana y la mantuvo en alto frente a él. El arma empezó a despedir una luz azulada.

—¡Deteneos! —gritó Garald, y los Señores de la Guerra lo obedecieron de mala gana. El príncipe miró al cadáver, luego volvió la vista hacia el hombre que sostenía la refulgente espada.

—¡Escuchadme! —dijo el hombre, sus ojos fijos en los amenazadores
Duuk-tsarith
—. Todos vosotros moriréis igual que mi tío si no actuáis enseguida. —Colocó la espada entre él y los
Duuk-tsarith
, y dio un paso en dirección al príncipe.

—¡No te acerques más! —exclamó Garald mientras levantaba la mano como para rechazar a un espíritu salido de la tumba—. ¿Estaba Lauryen en lo cierto? ¿Eres un demonio? ¿Has traído tú toda esta destrucción?

—Vosotros mismos la habéis causado —contestó el hombre con voz lúgubre.

Extendió de repente la mano izquierda y agarró el brazo de Garald. El príncipe lanzó una exclamación ahogada, encogiéndose ante aquel contacto, y los
Duuk-tsarith
rodearon al instante al hombre. La espada resplandeció y se detuvieron de nuevo indecisos. Podían sentir perfectamente cómo la poderosa Espada Arcana absorbía su Vida, cómo se les escapaban sus poderes mágicos.

El hombre apretó con fuerza el brazo del príncipe, lastimándolo.

—¡Soy de carne y hueso! He estado en el Más Allá y he regresado. ¡Conozco a ese enemigo y sé cómo luchar contra él! ¡Tenéis que escucharme y seguir mis órdenes o esto
será
el fin, como dijo mi tío!

Garald miró fijamente la mano que se aferraba a su brazo, dudando de sus propios sentidos, pero sabedor, no obstante, de que aquel contacto era el de un ser vivo.

—¿De dónde vienes? —preguntó con voz hueca—. ¿Quién es ese enemigo? ¿Quién eres tú?

—¡No hay tiempo para hacer preguntas! —gritó el hombre impaciente—. El gigante ha detenido los tanques por el momento, pero esa desdichada criatura ha muerto ya y el enemigo se mueve veloz. ¡Dentro de unos minutos no va a quedar nadie vivo en esta fortaleza! —De repente, volvió a introducir la Espada Arcana en su funda—. Mirad —señaló mientras extendía los brazos—. Estoy desarmado, soy vuestro prisionero si así lo queréis.

Los
Duuk-tsarith
avanzaron hacia él, y en ese mismo instante una explosión sacudió el suelo.

—¡Se ha abierto una brecha en el muro de piedra! —gritó alguien—. ¡Se los puede ver! ¡Se están acercando!

—La muerte se arrastra... —murmuró Garald.

Lágrimas de frustración, cólera y temor empañaron la imagen del cadáver que tenía a los pies. Confundido, trastornado, horrorizado, atemorizado, se cubrió los ojos con la mano para esconderlas, maldiciéndose por su debilidad, consciente de que debía mantenerse firme. Una nueva explosión zarandeó la fortaleza. La gente empezó a gritar, pidiendo al príncipe que los salvara. Pero ¿cómo podía hacerlo él? Se sentía tan desorientado y desesperado como ellos...

Muy cerca de él, podía oír al Cardinal que oraba a Almin. ¿Era éste Joram? ¿Traía la salvación o la destrucción?

Importaba...

—¡Soltadle! —ordenó finalmente a los Señores de la Guerra. Suspiró profundamente y se volvió hacia el hombre vestido de blanco—. Muy bien, te escucharé, quienquiera que seas —afirmó con aspereza—. ¿Qué propones

que debemos hacer?

—Reunir a los magos y a sus catalistas. No, Cardinal, no hay tiempo para eso —reconvino el hombre a Radisovik, quien levantó la cabeza desde donde se arrodillaba, junto al cuerpo del Emperador—. Los vivos os necesitan ahora, no los muertos. Se precisará de vos y de todos los demás catalistas para otorgar magia suficiente a los magos para que puedan realizar este hechizo. Tenemos que construir una pared de hielo alrededor de todo este complejo, y debemos hacerlo sin agotar toda nuestra energía mágica.

—¿Hielo? —Garald lo miró con incredulidad—. ¡He visto cómo esas criaturas pulverizan la roca con sus rayos de luz! Hielo...

—¡Haced lo que os digo! —ordenó el hombre, el puño crispado, la imperiosa y arrogante voz resonando como un martillazo por entre el caos que lo rodeaba. Luego, de repente, el rostro severo se relajó—. Ejecutad lo que os pido,
Alteza
—rectificó, mientras sus labios se torcían en una sombría media sonrisa.

Garald tuvo, entonces, una visión del pasado, de él y de un muchacho arrogante y de genio violento...

—¡Palabrería! —replicó Joram furioso—. ¡Porque a vos bien que os gusta que se os llame «Excelencia» y «Alteza»! No os veo vestido con las burdas ropas de un campesino; ¡ni os veo levantaros con el alba y pasar vuestra existencia cavando en los campos hasta que el mismo espíritu se os empiece a marchitar como las malas hierbas que tocáis! —Señaló al príncipe con un dedo—. ¡Sois un charlatán maravilloso! ¡Vos y vuestras elegantes ropas, con vuestras brillantes espadas, tiendas de seda y guardia de corps! ¡Esto es lo que opino yo de vuestras palabras! —Joram hizo un gesto obsceno, soltó una carcajada y empezó a alejarse.

Estirando un brazo, Garald lo agarró por un hombro y lo obligó a darse la vuelta. Joram se desasió con violencia; con el rostro deformado por la cólera, golpeó al príncipe, mientras agitaba los puños como enloquecido. Garald paró el golpe con facilidad, interponiendo el antebrazo; con gran destreza, sujetó a Joram por una muñeca, se la retorció y obligó al muchacho a arrodillarse. Jadeando a causa del dolor, Joram luchó por ponerse en pie.

—¡Detente! Luchar conmigo es inútil. ¡Con una palabra mágica podría sacarte el brazo de sitio! —exclamó Garald fríamente, sujetando con fuerza al muchacho.

—¡Maldito seáis...! —le gritó Joram, escupiéndole obscenidades—. ¡Vos y vuestra magia! Si tuviera mi espada, podría... —Miró a su alrededor buscándola, febril.

—Te daré tu maldita espada —dijo el príncipe, ceñudo—; entonces podrás hacer lo que quieras. Pero primero me escucharás. Para poder llevar a cabo mi trabajo en esta vida, debo vestirme y actuar de la manera que le es propia a mi situación social. Sí, llevo ropas elegantes y me baño y me peino el pelo, y me voy a ocupar de que tú hagas esas cosas, también, antes de que vayas a Merilon. ¿Por qué? Porque demuestra que te importa la opinión que la gente tenga de ti. En cuanto a mi título, la gente me llama «milord» y «Alteza» como señal de respeto a mi posición. ¿Por qué crees que no te obligo a hacerlo? Porque esas palabras no tienen ningún significado para ti; no respetas a nadie. ¡Y menos que nadie a ti mismo!

—¡Dios mío! —exclamó en voz baja Garald—. ¡No puede ser! No puede...

—Tú
eres
Joram. —Mosiah se abrió paso por entre la multitud, mirando a la figura vestida de blanco con los ojos muy abiertos—. ¡Por una vez, Simkin decía la verdad! Esto
debe
de ser el fin del mundo —murmuró.

—Confiad en mí, Alteza. ¡Dad la orden! —exhortó el hombre.

Garald intentó estudiar su rostro, pero descubrió que contemplarlo durante mucho rato le resultaba penoso e inquietante. Apartó la mirada y la dirigió hacia el pálido y aturdido Mosiah, luego interrogó en silencio al Cardinal, quien se limitó a encogerse de hombros y levantar los ojos hacia el cielo.

¿Tener fe en Almin? Eso estaba muy bien, pero lo que él necesitaba era fe en sí mismo, en sus instintos.

—Muy bien —repuso súbitamente, con un suspiro—. Mosiah, transmite la orden. Vamos a rodear la fortaleza con un muro de hielo.

Mosiah vaciló un último instante y examinó al hombre —que lo observaba con una expresión de tristeza y pesar—; luego, como aturdido, se alejó algo tambaleante para llevar a cabo sus órdenes.

Pero quizá ya fuera demasiado tarde. Los magos —incluso los bien disciplinados miembros de los
Duuk-tsarith
y de los
Dkarn-duuk
— parecían demasiado desorganizados para trabajar unidos. Aquellos que no habían sucumbido al pánico estaban actuando por su propia cuenta, luchando de la manera que les habían enseñado. Se elevaban por encima de la muralla y arrojaban bolas de fuego a las criaturas, pero el fuego no hacía la menor mella en las escamas de hierro de los monstruos, tan sólo conseguían llamar la atención sobre los brujos. Los ojos ciegos se volvían en dirección a ellos, los rayos llameaban y los magos caían al suelo como hojas muertas.

Otros trabajaban frenéticamente en un intento de reparar la brecha abierta en la pared. Hacían salir la piedra de la tierra y la modelaban a toda velocidad para que encajara en el agujero. Pero las criaturas de hierro destruían nuevas partes de la muralla con mayor rapidez de la que precisaban los magos para reconstruirlas; pronto aquellos que estaban cerca de la muralla huyeron ante la proximidad de aquellos monstruos que dejaban escapar aquel extraño zumbido y aquel fétido aliento.

Una persona siguió las instrucciones de Garald, la persona que había capturado a Joram en la Arboleda de Merilon —la bruja, jefa de la Orden de los
Duuk-tsarith
—, que lo había reconocido inmediatamente y, cuando Joram guardó la Espada Arcana, pudo, mediante los poderes que poseían los de su especie para leer en las mentes, explorar el pensamiento del hombre. Aunque la bruja comprendió muy poca cosa de lo que encontró allí, aprendió lo suficiente sobre las criaturas durante el breve período de tiempo en que compartió las ideas de Joram como para averiguar en qué consistía su plan.

La bruja, pues, empezó a moverse por entre la multitud, hablando con calma y energía, hasta reunir a su alrededor a los miembros de los
Duuk-tsarith
y a todos aquellos que tenía cerca. Todos los magos la obedecieron sin hacer preguntas; algunos porque estaban acostumbrados a cumplir sus órdenes, la mayoría porque ella representaba la autoridad, una realidad palpable dentro de una aterradora pesadilla.

La maga organizó a los catalistas y, farfullando sus plegarias, los sacerdotes extrajeron la Vida de lo que los rodeaba, y la enviaron en forma de arco de luz a los cuerpos de los Señores de la Guerra, a los brujos, e, incluso, a los pocos Hechiceros que, al igual que Mosiah, se habían congregado allí cuando sus unidades habían sido dispersadas o destruidas. Los magos concentraron sus pensamientos en un único conjuro e hicieron que una pared de hielo se elevase, reluciente, hacia el cielo, rodeando por completo la fortaleza.

Casi al instante, los mortíferos rayos de luz cesaron. La matanza se detuvo.

Los magos se quedaron mirándola fijamente, con asombro. El helado aliento que despedía el hielo resultaba claramente visible en la cálida atmósfera. Enredándose alrededor de los pies de los magos, enfrió su enfebrecida sangre, y trajo la calma y el orden donde momentos antes reinaba el terror y el caos. El silencio cayó sobre los que se refugiaban en la fortaleza, mientras parpadeaban, medio cegados, al mirar la barrera de hielo que relucía bajo la luz del sol.

Un rayo de luz atravesó el hielo, pero sin rumbo, sin una dirección concreta. A lo que parecía, las criaturas no sabían adónde apuntar ahora, y aunque siguieron lanzando sus rayos de luz contra el hielo, la mayoría de éstos se perdían inofensivos en el aire.

—Funcionó —afirmó Garald, desconcertado—. Pero... ¿cómo? ¿Por qué?

—Los tanques, las «criaturas» como las llamáis vosotros, matan al enfocar sus armas láser, su «ojo», sobre cualquier cosa que se mueva o desprenda calor —replicó el hombre del traje blanco—; con este método, localizan sus blancos. Ahora ya no pueden detectar el calor que desprenden los cuerpos de los que están en el interior de la fortaleza.

Protegiéndose los ojos del reflejo deslumbrante del sol, el príncipe observó a las criaturas a través del hielo.

—Así que estamos a salvo —añadió, dejando escapar un profundo suspiro.

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