El Triunfo (48 page)

Read El Triunfo Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El Triunfo
8.8Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero el Verdugo, tras estudiar a Joram con atención, se alejó. El catalista lo contempló sin demasiado interés. El brujo se alejaba, su trabajo había terminado. Entonces, Saryon se quedó helado, el frío viento del miedo disipando las brumas del dolor. ¡El brujo
no
había completado su tarea! Aún no. El Verdugo se inclinó y recogió la espada que yacía oscura e inerte sobre los peldaños.

Sí algo me sucede a mí, el destino estará en vuestras manos. Debéis destruir la Espada Arcana.

Sólo había una cosa que Saryon pudiera hacer. Apenas capaz de recordar las palabras de la oración a causa de las punzadas que sentía en la cabeza, el catalista empezó a absorber la Vida del Señor de la Guerra.

Resultaba un intento producto de la desesperación. Absorber Vida es un proceso lento, pero Saryon esperaba que la Espada Arcana le hubiera arrebatado ya al brujo casi toda su magia. En ese caso, el catalista podría paralizarlo de inmediato.

El Señor de la Guerra notó enseguida el ataque del catalista. Dejó caer la espada sobre los estropeados peldaños y se volvió hacia Saryon. Éste no podía observar el rostro del Verdugo, oculto como estaba por la capucha de su túnica gris, pero casi pudo percibir cómo sonreía y advirtió que había fracasado. El Señor de la Guerra aún poseía mucha Vida. El Verdugo alzó la mano y se dispuso a lanzar el conjuro que terminaría con el catalista.

Al menos, oró Saryon inclinando la cabeza, todo acabará deprisa.

Una llamarada lo cegó. Escuchó un chisporroteo y se preparó para enfrentarse a la tormenta de fuego, la última y terrible agonía.

Un ronco grito de dolor y rabia sonó cerca de él.

Sobresaltado, Saryon abrió los ojos. El Verdugo estaba de pie ante él, pero no miraba al catalista. Había girado sobre sí mismo para enfrentarse a un nuevo enemigo.

Menju yacía sobre la escalinata, arrasada por las llamas, del Templo; su cuerpo, horriblemente quemado. El mago levantó una mano ensangrentada y ennegrecida. Apuntó el arma y disparó de nuevo contra el Verdugo.

En ese mismo instante, el brujo aulló una invocación. Cuchillos de hielo, relucientes bajo el sol, volaron de sus dedos, atravesando el aire a gran velocidad, para clavarse en el cuerpo del Hechicero, quien cayó sin un grito, porque probablemente ya estuviera muerto.

Saryon advirtió, de pronto, que un líquido tibio le corría por el cuello. Las punzadas de su cabeza aumentaron, al igual que su sensación de mareo. Un velo rojizo le nubló la vista, y apenas si pudo contemplar cómo la cabeza encapuchada del Verdugo se volvía de nuevo hacia él.

El catalista no podía intentar nada, ni siquiera continuar absorbiendo la Vida del brujo, ya que él mismo se debatía al borde de la inconsciencia. Observó cómo el Señor de la Guerra se giraba... y vio el enorme agujero que se abría en su pecho. El Verdugo cerró espasmódicamente la mano y luego cayó de cabeza hacia adelante, muerto. Saryon no sintió nada, ni júbilo ni alivio. Nada excepto un amargo dolor y desesperación.

Se derrumbó sobre el suelo, sintiendo el contacto frío de la piedra en su mejilla. Cerró los ojos. Estaba perdido en una espesa niebla, avanzaba tambaleante y a ciegas por el borde de un precipicio, sabiendo que un solo paso errado le conduciría al abismo. Tuvo la vaga impresión de que la Mano se hallaba junto a él y trataba de ayudarlo.

A su alrededor, lejos de él, por encima de él, oía morir al mundo.

—Nunca Te perdonaré por lo que has hecho —susurró Saryon y rechazando la Mano avanzó hacia el vacío.

La Mano lo sujetó y lo sostuvo con delicadeza.

12. El triunfo de la Espada Arcana

—¿Padre? —Una sensación de peligro golpeó a Joram, insistente como los martillos de la fragua que impedían dormir. Estaba de nuevo en la herrería, creando la Espada Arcana. Saryon le daba Vida. Luego, de repente, todo se malogró. El catalista se transformaba en piedra ante sus propios ojos...

—¡Padre! —gritó Joram.

Se despertó con el cuerpo empapado en sudor, y el martilleo cesó.

Todo se envolvía en un terrible y extraño silencio a su alrededor; el mundo contenía la respiración como un hombre que se está ahogando y que sabe que ya no podrá aspirar una nueva bocanada de aire.

Al contemplar el iluminado cielo azul que había sobre él, Joram recordó dónde estaba, pero no pudo, al principio, rememorar lo sucedido. Mentalmente vio un llameante fuego mágico, sintió su intenso calor y se vio alzando la Espada Arcana contra él, deteniéndolo. Oyó gritar a Gwen y a Saryon. Algo pesado lo golpeó por detrás. La espada voló de su mano y luego nada.

—Saryon —musitó con voz apagada al tiempo que intentaba sentarse—. Saryon.

Giró la cabeza y vio al catalista, que yacía en medio de un montón de pétreos fragmentos. Su rostro estaba cubierto de polvo y de la sangre que brotaba de una fea herida que tenía en una sien. Tenía los ojos cerrados y una expresión de paz. Era como si durmiese.

—¿Padre? —llamó Joram, tocándolo con suavidad.

El cuerpo de Saryon estaba frío, su pulso era débil e irregular. Se trataba de una conmoción cerebral y necesitaba cuidados. Joram empezó a mirar a su alrededor en busca de algo con qué cubrir al catalista herido, pero se detuvo con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, paralizado por la terrible visión que se ofrecía a sus ojos.

El cuerpo del Verdugo descansaba sobre el suelo enlosado, cerca del altar de piedra, con un agujero que le atravesaba la espalda. Menju, ennegrecido, estaba tendido cuan largo era sobre las escaleras del Templo. Unos riachuelos de sangre fluían de él, entretejiéndose, separándose y uniéndose de nuevo para formar pequeños charcos en el sendero lateral que había al pie de la escalinata.

—¿Gwen? —llamó atemorizado, y levantó los ojos de las escaleras para mirar al Templo. El nombre murió en sus labios. El pórtico del Templo estaba destrozado, los restos retorcidos de la plateada nave de asalto brillaban por entre las ruinas. El cadáver del piloto colgaba en un ángulo grotesco de la aplastada cabina. El dragón, retorcido, yacía hecho un ovillo no muy lejos.

—¡Gwen! —aulló Joram. Se puso en pie, transformando el temor en fuerza, y empezó a subir las escaleras llenas de escombros, mientras gritaba el nombre de su esposa. No obtuvo respuesta. Al alcanzar el atrio, intentó apartar un pedazo de chatarra para poder llegar hasta ella, en el caso de que estuviera atrapada en el interior. Una repentina sensación de vértigo y un horrible dolor en el brazo le recordaron su herida. Se tambaleó, a punto de perder el equilibrio.

El sonido distante de una explosión, como un golpe sordo, atrajo su atención y le embargó la desesperación. Se volvió y miró desde la cima de la montaña a las llanuras que se extendían allá abajo. La luz del sol centelleaba sobre cientos de superficies metálicas: tanques que se arrastraban alrededor de Merilon. Los blancos destellos del fuego de los láseres bombardeaban la cúpula mágica, y le pareció distinguir, aunque desde aquella distancia podría consistir en una imaginación, cómo una de las espiras de cristal del Palacio se venía abajo.

A su alrededor reinaba la muerte, y ahora Merilon sucumbía. La Profecía se cumplía.

—¿Por qué no
he muerto
? —gritó Joram angustiado. Lágrimas de amargura se agolparon en sus ojos. Luego, de repente, parpadeando para contenerlas, volvió a mirar en dirección a la pradera—. Quizás el motivo... —murmuró.

Moriría, pero no aquí, sino en Merilon, luchando. La Profecía aún
no
se había cumplido.

Miró a su alrededor precipitadamente y vislumbró un pedazo de metal oscuro casi enterrado bajo la roca hecha pedazos. Apretó los dientes para soportar el intenso dolor que le provocaba cada movimiento y volvió a abrirse paso por entre los escombros, escaleras abajo. La Espada Arcana se hallaba cerca del cuerpo del Verdugo. Una de las manos del Señor de la Guerra se extendía hacia ella y casi la rozaba.

Joram se inclinó para asirla, pero las piernas se le doblaron y acabó cayendo de rodillas junto a ella. Vaciló al extender la mano.

—Puedo salvarlos —afirmó—, pero ¿para qué? ¿Para esto? —Levantó la cabeza y no vio más que muerte.

En su mano llevará la destrucción del mundo...

Joram miró de nuevo la Espada Arcana. El sol brillaba con fuerza sobre ella, pero ésta no reflejaba su luz. Su metal estaba oscuro y frío como todo a su alrededor.

Joram comprendió: ir a Merilon, exterminar a sus enemigos, cumpliría la Profecía. Esta guerra terminaría, pero habría otra y otra. El temor y la desconfianza crecerían. Cada uno de los mundos se aislaría del otro y, al final, cada uno creería que la única forma de sobrevivir sería destruyendo por completo al otro, sin advertir que, al hacerlo, se destruía a sí mismo.

—Abre la ventana. Deja en libertad a la Vida —dijo una voz clara y dulce detrás de él.

Se volvió y vio a Gwendolyn sentada tranquilamente entre los escombros, en la parte superior de las escaleras. Tenía los brillantes ojos azules fijos en su esposo; no demostraba reconocerlo pero, no obstante, le hablaba a él.

—¿Cómo? —gritó Joram desde el lugar donde permanecía arrodillado junto a la espada. Levantó los brazos al cielo y clamó lleno de frustración—: ¿Cómo detengo esto? Dime cómo.

El eco le devolvió su voz. Rebotó en las columnas del Templo, resonó desde la ladera de la montaña y repitió cada vez más fuerte: «¿Cómo?». Miles de voces muertas recogieron el grito, cada voz más suave que el más leve de los murmullos: «¿Cómo?».

Gwendolyn hizo un gesto pidiendo silencio y los ecos se acallaron. Todo lo que existía sobre la faz de la tierra se quedó mudo y a la espera.

La joven se abrazó las rodillas con los brazos y observó a su esposo con una serena sonrisa que le atravesó el corazón, ya que se dio cuenta de que ella aún no lo reconocía.

—Devuelve al mundo aquello que tomaste de él —indicó ella.

Devuelve al mundo aquello que tomaste de él.

Contempló el arma que sostenía en la mano. Se refería a la Espada Arcana, desde luego; la había fabricado con una piedra que pertenecía al mundo. Pero ¿cómo devolverla? No tenía una fragua donde fundirla. Podía arrojarla desde la cima de la montaña, pero sólo caería sobre las rocas que había abajo y permanecería allí hasta que algún otro la encontrara.

Sus ojos se posaron en el altar de piedra. Al examinarlo con atención, por primera vez desde que había llegado, se percató de lo que Menju había sospechado antes: su material también era piedra-oscura.

Se volvió de nuevo hacia Gwen y vio que ésta le sonreía.

—¿Qué sucederá? —preguntó.

—El fin —respondió ella—. Luego el principio.

Él asintió con la cabeza, pensando que comprendía lo que su esposa quería decir. Levantó la espada y se acercó a Saryon. Se arrodilló junto al catalista y besó su bondadoso y plácido rostro.

—Adiós, amigo mío..., padre mío —susurró.

Se dio cuenta de que, extrañamente, su debilidad había desaparecido, el dolor se había esfumado. Se puso en pie y avanzó hacia el altar de piedra con paso firme y decidido.

Alzó la espada al acercarse, y la hoja empezó a arder con una llama azul; el altar le respondió, los símbolos de los Nueve Misterios empezaron a brillar con una luz blanco-azulada. Joram tocó cada uno de los símbolos grabados en la roca, resiguiéndolos con los dedos: Tierra, Aire, Fuego y Agua. Tiempo, Espíritu y Sombras. Vida. Muerte.

Se volvió hacia su esposa y le tendió la mano.

—¿Quieres venir a mi lado?

Fue como si le hubiera preguntado si quería bailar.

—¡Claro! —respondió con una risa. Se puso en pie de un salto, y bajó las escaleras con paso ligero, arrastrando el vestido sobre la sangre.

Cuando estuvo cerca de su esposo, éste observó que miraba con curiosidad su brazo herido. Sus ojos azules dedicaron una rápida ojeada a Saryon, luego al Verdugo muerto y, por último, al cuerpo de Simkin, y una expresión de triste y perplejo asombro nubló su rostro. Volvió a contemplar a Joram, extendió la mano y tocó la manga empapada de sangre con la punta de sus dedos. Él retrocedió un poco, y ella apartó la mano veloz, y la ocultó a su espalda, mirándolo con timidez.

—Tú no me heriste. No el brazo, al menos —rectificó Joram, porque estaba seguro de que ella había visto el dolor reflejado en su rostro—. Recordaba... la primera vez que me tocaste así, hace mucho tiempo. —La miró interrogante—. ¿Han encontrado ellos realmente la paz en la muerte? ¿Son felices?

—Lo serán cuando los liberes —respondió ella.

No era ésa la respuesta que quería, pero se dio cuenta de que tampoco había formulado la pregunta que realmente clamaba en su corazón.
¿Encontraré la paz en la muerte? ¿Te encontraré de nuevo?
Nunca podría pronunciarla, comprendió, porque no tendría ningún sentido para ella.

Gwen lo observaba expectante.

—Están esperando —apremió con una nota de impaciencia en su voz cristalina.

Esperando... Parecía que el mundo entero esperaba, quizá, desde el momento de su nacimiento.

Joram se apartó de ella y sujetó la empuñadura de la Espada Arcana con ambas manos. Levantó el arma por encima de su cabeza al tiempo que aseguraba bien los pies sobre el suelo del marchito Jardín, aspiró profundamente y, luego, con todas sus fuerzas, hundió la Espada Arcana justo en el corazón del altar de piedra.

La espada penetró en la piedra con facilidad, con tanta facilidad que lo dejó asombrado. El altar despidió un brillante resplandor blanco-azulado y se estremeció; percibió aquel temblor bajo sus pies, como si hubiera clavado la espada en un cuerpo vivo. El temblor se extendió desde la piedra, llegando cada vez más y más lejos.

La montaña se movió bajo sus pies. La tierra se agitó y se alzó como un ser vivo, abriéndose bajo ellos. El Templo se tambaleó desde sus cimientos, las grietas cubrieron sus paredes y el techo se hundió. Joram perdió el equilibrio y cayó al suelo. Gwendolyn se acurrucó cerca de él, mirando a su alrededor boquiabierta y fascinada.

Entonces, de repente, el temblor cesó. Volvió la quietud y el silencio. La llameante luz del altar se extinguió, no aparecía ningún cambio en la piedra, excepto que la espada se había desvanecido; no se distinguía ni un rastro de ella.

Joram intentó ponerse en pie, pero se encontraba demasiado débil. Era como si la espada, cobrándose su última víctima, hubiera absorbido toda la vida de su cuerpo. Se apoyó fatigadamente en el altar y contempló las praderas, mientras se preguntaba distraído por qué empezaba a oscurecer cuando aún era mediodía.

Other books

The Wickedest Lord Alive by Christina Brooke
The Story of Childhood by Libby Brooks
Wild for the Girl by Ambrose, Starr
About a Girl by Lindsey Kelk
The Trouble With Before by Portia Moore
Manhattan Is My Beat by Jeffery Deaver
Sleight by Tom Twitchel
The Winding Road Home by Sally John