—¡Bah! —lo interrumpió enojado Garald, dirigiéndose de nuevo hacia el Señor de la Guerra—. ¿Quién más lo sabe? Nunca lo oí mencionar.
—No, Alteza. Es, o era —la cabeza encapuchada se movió ligeramente en dirección a Simkin—, el secreto más celosamente guardado de todo Thimhallan. Por una razón muy evidente, como Vuestra Alteza comprenderá.
—Sí. —Garald se estremeció, para palidecer luego al pensar en las implicaciones de todo aquello—. ¡Ningún niño de la realeza estaría seguro!
—Precisamente, Alteza. Por lo tanto la Profecía quedó bajo la custodia de los
Duuk-tsarith
, quienes se la revelan únicamente a una persona de fuera de su Orden, el Patriarca de Thimhallan que haya sido elegido. Si este Joram fuera realmente el hijo de la Emperatriz y si estuviera Muerto...
El brujo se detuvo. Tras un instante de profunda consideración, el príncipe Garald asintió a ambas conjeturas con un movimiento de cabeza, para indicar su total entendimiento.
—... Entonces comprenderéis por qué sería imposible matarlo. La Transformación resultaría ideal como solución, ya que lo mantendría vivo pero inofensivo. Aparentemente, eso no resultó. Sabiendo que estaba a punto de ser capturado, escogió morir arrojándose al Más Allá y cumpliendo así el principio de la Profecía.
—¿Capturado? ¡Pero no lo fue! ¡Si me quisierais escuchar! —intervino Simkin—. No hago más que deciros que aún no he terminado...
—Pero, sin lugar a dudas
está
muerto, ahora, ¿verdad? —interrumpió Garald en voz baja y temblorosa—. ¡Nadie ha regresado jamás del Más Allá!
El
Duuk-tsarith
no contestó. Su deber era facilitar información, no especular sobre su veracidad.
—Alteza —intentó captar la atención de nuevo Simkin.
—¿Creéis eso, Radisovik? —preguntó de repente Garald, ignorando al muchacho, quien, con un suspiro, se cruzó de brazos y se sentó de nuevo con languidez en su silla.
—No estoy seguro, Alteza —repuso el Cardinal, evidentemente trastornado—. El asunto precisa ser estudiado con atención.
—Sí —asintió Garald. Se quedó en silencio, paseando arriba y abajo de la habitación. Por fin sacudió la cabeza concluyente—. Bien, pues yo no lo creo. ¿Un hombre... con el poder de destruir un mundo? ¡Bah!
—Alteza...
—E incluso si le diera crédito a ese cuento de hadas —continuó el príncipe sin prestar atención a la llamada de Simkin—, no puedo dejar que interfiera en nuestros planes para la guerra. ¡El hecho de que algo parecido pudiera ocurrir es simplemente una prueba más de que Vanya y Lauryen deben ser derrocados! Y yo debo actuar bajo la suposición de que Lauryen tiene la Espada Arcana, no un fantasma salido del Más Allá. Regreso a la Sala de Guerra.
El príncipe había hablado y, era evidente, era imposible contradecirlo esta vez. Radisovik inclinó la cabeza en silencio y Garald hizo una señal a los
Duuk-tsarith
, quienes retiraron el sello que cerraba la habitación y flotaron en silencio detrás de su príncipe mientras éste abandonaba a grandes zancadas el aposento. El Cardinal permaneció allí de pie, observando cómo se alejaba, al tiempo que sacudía la cabeza. Luego, con un suspiro y una triste sonrisa dirigida a Mosiah, abandonó a su vez la cámara.
—Como de costumbre, has hecho una buena chapuza —acusó Mosiah a Simkin—. Tuviste suerte de que el Señor de la Guerra interviniese. Creo que Garald estaba dispuesto a arrojarte a
ti
a un pozo...
Simkin no replicó. Permanecía sentado, con el brazo echado descuidadamente sobre el respaldo. El ridículo traje de marinerito se había desvanecido, siendo reemplazado por el conservador traje de seda gris.
—¿Sabes, mi querido Mosiah? —apuntó, contemplando la nada con desenfadada intensidad—, hay una cosa que para mí es de la mayor importancia y nadie quiere escucharme.
—¿Qué es? —preguntó Mosiah malhumorado, pensando en la tormenta de las Tierras de la Frontera.
—No hago más que intentar decírselo a Garald, pero está tan hambriento de guerra que se niega a atender a cualquier otra cosa que se le presente. Lauryen lo sabe, y tiene miedo. Por eso no cejaba en su empeño de apoderarse de la espada. Vanya también lo sabe, por eso le dio el ataque. Igual que el anterior y nada llorado Emperador, el auténtico padre de Joram, y por eso desapareció. Joram no huyó al Más Allá porque intentara escapar de los
Duuk-tsarith
. No necesitaba hacerlo.
—¿Por qué? ¿Qué quieres decir? —Mosiah levantó los ojos con aprensión, el temor apoderándose de él otra vez.
—Joram tenía la Espada Arcana... Joram estaba ganando...
Temeroso de que el príncipe Lauryen tuviera la Espada Arcana y deseando atacar antes de que el brujo hubiera aprendido a utilizar todo el poder del arma, Garald aceleró los preparativos de su país para la guerra. Los catalistas y los Señores de la Guerra iniciaban sus ejercicios por la mañana, muy temprano, y no los terminaban hasta muy entrada la noche; muchos tan agotados que dormían allí donde se desplomaban sobre el suelo de la Sala de Guerra.
La forja de los Hechiceros brillaba en plena noche con ojos relucientes; el rechinar de sus dientes metálicos y la respiración de sus fuelles hacían que su aspecto se asemejase al de un monstruo que hubiera sido capturado y encadenado en el centro de la ciudad. Los Hechiceros, al igual que los Señores de la Guerra, estaban también aprendiendo a trabajar con catalistas, pues sólo habían tomado contacto con uno, Saryon, en los últimos oscuros años de su historia. Al combinar magia y tecnología, podían construir sus armas con más facilidad y mayor rapidez, circunstancia que no todos consideraban una bendición.
Finalmente, Garald consideró que su ciudad-estado estaba lista para la guerra. En una ceremonia solemne, cuya antigüedad se remontaba a varios siglos y para la cual lucían rojas vestimentas y unos extraños sombreros multicolores (fuente de considerables risas reprimidas y de especulación entre la nobleza, ya que nadie recordaba su procedencia ni su motivación), el príncipe Garald y los nobles de mayor categoría del país se presentaron ante su rey, leyeron sus quejas contra Merilon y exigieron la guerra.
El rey se mostró de acuerdo, y aquella noche se celebró una gran fiesta en Sharakan, tras de la cual todos se prepararon para el siguiente paso: el Desafío.
En Thimhallan existían unas reglas estrictas para la guerra, que se remontaban a la época en que sus primeros habitantes llegaron a este mundo. Aquellos primeros pobladores pensaban que una comunidad arrojada de su hábitat originario por los prejuicios y la violencia, debería poder vivir en paz en aquel nuevo mundo. Sin embargo, ese deseo no se ajustaba a la naturaleza humana, como muy bien sabían los más juiciosos de sus nuevos miembros. Por esta razón establecieron las Reglas de la Guerra, que habían sido fielmente seguidas y obedecidas (en su mayoría) a través de los siglos, con la única excepción de las destructivas Guerras de Hierro.
Fue a causa de la violación de estas Reglas que se expulsó del país a los Hechiceros. Según los catalistas, que eran los que guardaban la historia de aquel mundo, los Hechiceros escaparon del control de sus señores —los Supremos Señores de la Guerra— e intentaron apoderarse del mundo por la fuerza; se negaron a aceptar el resultado obtenido, utilizando el Tablero de Juego, en el Campo de la Gloria por aquéllos y provocaron una auténtica y mortífera guerra. Con este antecedente, el empleo que hacía Garald de los Hechiceros en esta guerra estaba levantando gritos escandalizados por todo Thimhallan, a pesar de que el príncipe aseguraba a sus aliados, y a su enemigo, una y otra vez que los tenía completamente bajo su control.
Las Reglas de la Guerra redactadas por los antiguos eran bastante parecidas a las normas de un duelo, acontecimiento que era considerado como una forma civilizada de arreglar las disputas entre los hombres. La parte ofendida aireaba sus quejas públicamente y luego lanzaba el Desafío, el equivalente de arrojar el guante al rostro del enemigo. Se podían dar dos respuestas al Desafío: podía ser Aceptado —lo cual significaba la guerra— o la parte desafiada podía ofrecer una Disculpa: en cuyo caso la ciudad-estado negociaba los términos de una rendición. En esta confrontación no había temor a que se produjera una Disculpa: Merilon hacía también preparativos para la guerra al igual que Sharakan.
Ser el Retador tenía sus ventajas y sus inconvenientes en relación al Defensor. Si el Desafío es impresionante, se considera que el Retador lleva ventaja psicológicamente. A cambio, al Defensor se le permite escoger su posición en el Campo de la Gloria y se le concede el privilegio de hacer el primer movimiento en el Tablero de Juego.
Por fin llegó el tan esperado día del Desafío. Sharakan había pasado la noche despierta preparándose para el acontecimiento, que se iba a iniciar al mediodía con la batalla ceremonial entre los
Thon-li
—los Amos de los Corredores— y las fuerzas del príncipe.
En la antigüedad, esta batalla constituía una lucha real, celebrada entre los Supremos Señores de la Guerra y aquellos que habían construido los Corredores, los Adivinos. Pero aquellos magos que poseían el don de ver el futuro habían sido aniquilados durante las Guerras de Hierro, quedando únicamente los catalistas que los habían ayudado —los
Thon-li
— para mantener los senderos por los que los habitantes de Thimhallan viajaban a través del tiempo y del espacio.
Puesto que los
Thon-li
no eran más que catalistas, con muy poca Vida mágica propia, los Supremos Señores de la Guerra —los magos más poderosos de todo Thimhallan— podrían haberlos hecho desaparecer literalmente de la faz de la tierra, pero esta posibilidad hubiera significado la destrucción del sistema de transporte en Thimhallan, y, por lo tanto, resultaba insostenible. A los
Thon-li
las Reglas de la Guerra les permitieron rendirse tras una resistencia simbólica, abriendo los Corredores a los ejércitos de Sharakan.
Ese día el príncipe Garald montó un gran espectáculo para su pueblo. La batalla se inició con el bullicioso sonido de la trompeta y el tambor llamando a la gente a la guerra. Todos salieron al exterior, vestidos con sus mejores ropas y sujetando de la mano con fuerza a criaturas terriblemente excitadas. Saliendo a las calles, los ciudadanos se reunieron alrededor de ciertos lugares designados de antemano y distribuidos por toda la ciudad, donde los Supremos Señores de la Guerra y sus catalistas, vestidos para la guerra —atuendos rojos para los magos y grises con rebordes rojos para los catalistas—, aguardaban.
La música militar cesó y se hizo el silencio. La multitud contuvo la respiración. Entonces el sonido de una única trompeta, tocada por un corneta que se hallaba junto al príncipe Garald en las almenas del palacio, se oyó a través del claro y fresco aire de la mañana (los
Sif-Hanar
se habían superado a sí mismos aquel día). Tras esta señal, Garald alzó la voz en un grito que fue repetido por sus Supremos Señores de la Guerra situados por toda la ciudad, exigiendo en nombre del rey de Sharakan que los
Thon-li
abrieran los Corredores.
Los Corredores se abrieron uno a uno, creando enormes agujeros en el centro de las calles. De pie, en su interior, se situaban los
Thon-li
, los Amos de los Corredores.
—En nombre del rey de Sharakan y de sus leales súbditos, os pedimos que nos facilitéis el paso hasta la ciudad-estado de Merilon, de modo que podamos lanzar nuestro Desafío de guerra —gritó el príncipe Garald al
Thon-li
que tenía ante sí. Esta petición la repitieron todos los supremos Señores de la Guerra a todos los
Thon-li
situados ante ellos.
—En nombre de Almin, que vela por la paz del mundo, nos rehusamos —le contestó el
Thon-li
al príncipe. Se trataba de una catalista de gran categoría, escogida especialmente para el importante papel, que representó a la perfección mirando con tanta furia a Garald como si éste realmente pensara arrebatarle su puesto por la fuerza.
Aunque algo sorprendido por la vehemente oposición de la catalista, el príncipe hizo una seña para que la trompeta volviera a sonar. Sus Supremos Señores de la Guerra se adelantaron, con sus catalistas al lado, y la batalla dio comienzo.
Los catalistas abrieron conductos en dirección a sus magos; la Vida que habían acumulado en sus cuerpos formaba un arco de luz azulada mientras penetraba en el cuerpo de los brujos. Repletos de magia, los Supremos Señores de la Guerra lanzaron sus hechizos: bolas de fuego hicieron explosión en el cielo; ciclones se materializaron en el azul despejado, girando como trompos en las palmas de los brujos que amenazaban con desatar su furia contra los
Thon-li
; rayos chisporrotearon en las puntas de sus dedos y un furioso pedrisco azotó las calles. Los niños gritaron excitados, y un joven Supremo Señor de la Guerra se dejó llevar de tal forma por el espectáculo que accidentalmente provocó que se abriera una grieta en el suelo, asustando al vulgo tanto o más que a los
Thon-li
.
Afortunadamente, los Amos de los Corredores se rindieron inmediatamente ante aquella demostración de poder, incluso la fiera catalista, quien no dejó de mirar con furia al príncipe Garald, con aire de dignidad herida. Salió del Corredor y tendió las manos ante ella, con las muñecas bien juntas; y los otros
Thon-li
siguieron su ejemplo. Los Supremos Señores de la Guerra rodearon las muñecas de los catalistas con una cuerda de seda, sin apretarla, y la trompeta volvió a sonar para anunciar la victoria y un sonoro clamor se elevó de todo el pueblo.
Luego los
Thon-li
regresaron a sus Corredores, los ciudadanos a sus casas, y el príncipe y sus fuerzas se pusieron en camino para lanzar su Desafío.
Lo que los habitantes de Sharakan no sabían era que su príncipe no estaba jugando a un gran juego. Garald creía secretamente —pese a no habérselo comunicado a nadie, ni siquiera a su padre o al Cardinal, aunque intuía que éste lo sospechaba— que Lauryen no se contentaría con ganar en el Tablero de Juego, si es que lo lograba. Ciertamente, tampoco se conformaría si perdía. Cualquiera que fuese el resultado obtenido en el Campo de la Gloria, el príncipe Garald poseía el convencimiento de que una vez más la guerra —auténtica guerra— había regresado al mundo.
Su corazón estaba lleno de excitación. Sueños de valerosas hazañas realizadas en el campo de batalla y del esplendor de la victoria obtenida sobre el enemigo hacían hervir su sangre. Levantando los ojos al cielo, el príncipe le agradeció fervientemente a Almin el haberlo predestinado para corregir las injusticias del mundo.