—Tú y el Cardinal Radisovik entrad en los Corredores...
—¡Mi señor! Creo que debería permanecer... —interrumpió el Cardinal.
—... y regresad a mi cuartel general —continuó Garald imperturbable, sin tener en cuenta las objeciones del Cardinal—. Utilizad los medios que sean necesarios pero sacad de la zona a la población. Llevadlos todos a... —vaciló y continuó luego con una mueca— incluso a nuestra gente, a Merilon. Es la ciudad más cercana y su cúpula mágica le ofrece una gran protección. Me gustaría saber a quién ha dejado el mando Lauryen —murmuró—. Lo más probable es que haya enviado al Patriarca Vanya de regreso. Bueno, no se puede hacer nada. Cardinal Radisovik, debéis ir a ver al Patriarca. Explicadle lo que está sucediendo y...
—¡Garald! —exclamó el catalista con voz severa, frunciendo el ceño de una forma que el príncipe no le había visto hacer desde que era un muchacho y se le había atrapado cometiendo una fechoría—. ¡Insisto en que me escuchéis!
—¡Cardinal,
no
es por vuestra propia seguridad que os envío de regreso! Necesito que habléis con su Divinidad... —empezó a decir Garald impaciente.
—Mi señor —lo interrumpió Radisovik—, ¡no hay ningún cadáver de catalista!
Garald se quedó mirando al sacerdote sin comprender.
—¿Qué?
—¡Ni en el terreno que rodea el Tablero de Juego, ni en las zonas del Campo de la Gloria que hemos atravesado... —Radisovik agitó la mano— hay un solo cuerpo de catalista, milord! Vos sabéis tan bien como yo que éstos jamás abandonarían a sus señores a la muerte, ni dejarían sus cadáveres sin antes haber celebrado los Últimos Ritos. Sin embargo, ninguno de los muertos que hemos abandonado había recibido los ritos. ¿Dónde están sus cuerpos si es que los catalistas están muertos? ¿Qué les ha sucedido?
Garald no tenía una respuesta. De todas las cosas extrañas que había visto, aquélla parecía la más singular. Era inexplicable, absurdo. Y sin embargo, ¿qué era lo que tenía sentido? Criaturas de hierro que destruían todo lo que se cruzaba en su camino, que mataban sin motivo. Que aniquilaban todo excepto a los catalistas.
—Por lo tanto, debo insistir, milord —continuó Radisovik con voz fría y solemne—, para que, como a miembro de la alta jerarquía de la Iglesia, se me permita quedarme y hacer lo que pueda para resolver este misterio y descubrir qué ha pasado con mis hermanos.
—Muy bien —repuso Garald confundido, mientras intentaba recuperar el hilo de sus pensamientos. Se volvió entonces hacia el
Duuk-tsarith
—. Tú... tú se lo explicarás a Vanya. Merilon necesita ser fortificada. Enviad mensajeros, los Ariels, a los poblados agrícolas y empezad a transportar a la gente a la seguridad de la cúpula de la ciudad. Ponte en contacto con miembros de tu Orden en otras ciudades y averigua si están siendo atacados.
El
Duuk-tsarith
asintió en silencio, las manos cruzadas frente a él como convenía, una vez más disciplinado y dueño de sí mismo. A lo mejor, al igual que Garald, el Señor de la Guerra se sentía mejor ahora que tenía una misión.
—Los Supremos Señores de la Guerra deberán permanecer en sus puestos hasta el último momento. Voy a intentar convencer a Lauryen de que se retire, de que retroceda hasta nuestras líneas. Debes enviar un mensaje a mi padre. Explícale lo sucedido y que Sharakan debe prepararse para resistir también ella un ataque, aunque ¿cómo podrán defenderse contra esas cosas...? —Su voz se quebró y Garald carraspeó, aclarándose la garganta, mientras sacudía la cabeza enojado—. ¿Has oído las órdenes? ¿Las has comprendido? —preguntó con voz ronca.
—Sí, milord.
—Entonces vete. Pero primero dile a tu compañero que deje suelto al gigante.
—Sí, milord.
Fueron imaginaciones de Garald, o realmente vio aparecer una fugaz sonrisa sobre aquel rostro pálido, apenas visible en las profundidades de la capucha.
—Eso debería facilitarme el margen de tiempo que necesito —murmuró el príncipe mientras observaba cómo el Señor de la Guerra se elevaba por los aires hasta su compañero, que mantenía al gigante bajo su poder. Al poco observó cómo la encapuchada cabeza del otro se movía en señal de asentimiento—. Será mejor que abráis un Corredor, Radisovik. Cuando el conjuro que retiene al gigante desaparezca, tendremos que salir de aquí a toda velocidad.
Un Corredor se abrió ante ellos al instante. El primer
Duuk-tsarith
había desaparecido ya, llevando las órdenes del príncipe; el segundo, con una palabra, hizo desaparecer su control sobre el gigante, el cual, con un ensordecedor grito de rabia, empezó a moverse de un lado a otro, presa de una furia incontrolada e indiscriminada, mientras sus pies derribaban árboles y hacían retumbar el suelo. El príncipe y el Cardinal se precipitaron al interior del Corredor, aguardando únicamente a que el
Duuk-tsarith
se uniera a ellos para cerrar aquella mágica puerta e iniciar el viaje.
—Puede que tarden un poco, pero las criaturas de hierro acabarán matando a ese infeliz gigante. Lo sabéis, ¿no es así, Garald? —inquirió Radisovik despacio.
—Sí —respondió Garald, pensando en la roca que había visto desintegrarse literalmente ante sus ojos. Aquella idea hacía que se sintiera mal y lo llenaba de ira, pese a que no conocía muy bien el motivo. Aunque jamás había cazado gigantes por diversión, como hacían muchos miembros de la nobleza, nunca le había preocupado —hasta ahora— si vivían o morían.
Ahora sí se preocupaba, se preocupaba muchísimo. Se preocupaba por el gigante, por aquella madre, por su bebé, por los
Sif-Hanar
que yacían bajo el Tablero de Juego, por los árboles arrancados, por los pastos quemados... Se preocupaba incluso por Lauryen, su enemigo, que estaba en el camino de aquellas creaciones mortíferas.
De forma espontánea, sin quererlo, le vinieron a la mente las palabras de la Profecía:
«Nacerá de la Casa Real alguien que está muerto y que no obstante vivirá, que morirá de nuevo y volverá a vivir. Y cuando regrese, en su mano llevará la destrucción del mundo...»
El mundo del gigante, el mundo de aquel bebé.
Su mundo.
Las uñas de la bruja se hundieron en la carne de Mosiah, más afiladas que las espinas de las mortíferas enredaderas Kij. Lo empujó fuera del Corredor y salió inmediatamente detrás de él, sin soltarle el brazo ni una sola vez. Simkin parecía dispuesto a permanecer en el interior del Corredor, pero una penetrante mirada de la mujer —una mirada tan agudizada como sus uñas— hizo salir al joven a trompicones, mordisqueando todavía con nerviosismo el pedazo de seda naranja.
—¡Podrías utilizarlo para amordazarte, traidor! —le espetó Mosiah.
Simkin lo miró con expresión herida, intentó replicarle, se atragantó y se puso a toser como un loco. Tras escupir el pañuelo naranja, contempló con tristeza aquella masa empapada y la hizo desaparecer en el aire.
—¡Oye! Eso me ofende —comentó malhumorado—. Era un estado de emergencia nacional, y ese tipo de cosas. ¿Qué podía hacer yo? —inquirió con una mirada de impotencia en dirección a la bruja—. Apeló a lo mejor que hay en mí.
—¡Por aquí! —les indicó la bruja, empujando a Mosiah hacia adelante.
El Corredor los había conducido a una gran fortaleza. Era una fortaleza hecha de piedra, y resultaba evidente que había sido construida apresuradamente a partir de una formación natural de roca que había en el centro del Campo de la Gloria. Sus murallas, de tres metros de altura, se extendían sobre el irregular terreno en un tosco círculo. Estaba atestada de gente: Señores de la Guerra, brujas, hacedores de salud y catalistas. Unas «ventanas» moldeadas en la roca permitían que los Señores de la Guerra lanzaran sus hechizos al enemigo. Debido a la altura del techo también podían elevarse en el aire y volver a dejarse caer, utilizando las murallas como protección en lugar de malgastar su propia magia, a la vez que les servían de parapeto contra una invasión de los centauros. Durante la «batalla», esta fortaleza hubiera sido utilizada de la misma forma que se utiliza un castillo de arena para jugar en la playa. Aquel bando que consiguiera ocuparla con éxito conquistaba aquella zona específica del Tablero.
Al mirar los rostros pálidos y de labios apretados de los magos que se amontonaban en el interior, Mosiah comprendió que estaba en juego algo mucho más importante que la victoria: la vida misma.
Mosiah no necesitaba que le dijeran a qué enemigo esperaban enfrentarse. Podía ver perfectamente cómo se elevaban en el aire las columnas de humo; el suelo se estremecía bajo sus pies y, a lo lejos, podía oír aquel débil zumbido.
—Están llegando, ¿verdad? —preguntó, la imagen del castillo de arena presente todavía en su mente... desmoronándose bajo el incesante oleaje—. Me refiero a las criaturas. ¿Qué vais a hacer? —preguntó a la bruja—. ¿Quedaros aquí y morir?
Por primera vez desde que lo había llevado con ella al interior del Corredor, la maga lo miró directamente al rostro.
—Quedarnos aquí y morir o ir a cualquier otro sitio y morir. ¿Qué importa? —continuó en voz baja, dándole la espalda a Mosiah para dirigirse a un brujo vestido con ropas color carmesí que estaba de espaldas a ellos—. Alteza —dijo con voz resuelta—. He encontrado al muchacho, Mosiah.
El aludido estaba hablando con otros Supremos Señores de la Guerra, pero, de todas formas, al oír a la bruja giró sobre sí mismo al instante, y sus rojas vestiduras con sus dorados emblemas centellearon bajo la brillante luz del sol.
En el momento en que vio el rostro del hombre, Mosiah sintió una dolorosa sensación de reconocimiento. No se trataba de que aquel hombre le recordara a Joram, porque no se parecía. El rostro era más delgado, de más edad, más anguloso, pero tenía la misma reluciente cabellera negra, los mismos ojos castaños y transparentes, el mismo porte orgulloso y elegante e, incluso, la misma forma de inclinar la cabeza con arrogancia.
Joram... ¿el hijo del Emperador?
Si Mosiah no había creído a Simkin antes, se rendía ahora ante la evidencia. El aire familiar era demasiado manifiesto para negarlo. Mosiah se encontraba frente al antiguo príncipe Lauryen, ahora Emperador de Merilon. El tío de Joram.
Lauryen sonrió, o mejor dicho, sus delgados labios se expandieron parodiando una sonrisa.
—Veo que me reconoces, muchacho —dijo—. Me reconoces porque me parezco a él, ¿no es así?
Mosiah fue incapaz de articular palabra.
—¡Ha regresado! ¡Lo sé! —Lauryen meneó la cabeza sabiamente, sondeando a Mosiah con sus fríos ojos—. ¡Ha regresado y ha traído con él el fin del mundo! ¿Dónde está? —exigió el Emperador de repente. Extendió la mano y sus dedos, parecidos a garras, se cerraron alrededor del cuello de Mosiah—. ¿Dónde está? ¡Contéstame o por los dioses que te arrancaré las palabras del corazón!
Atemorizado, Mosiah no podía moverse, y si Simkin no hubiera tropezado accidentalmente con el Emperador, a quien estuvo a punto de tirar al suelo, Lauryen hubiera podido muy bien haber llevado a cabo su amenaza.
—¡Cielos! ¿Sois vos, Alteza? Permitidme que os ayude... ¡Vaya! ¡Qué expresión más repugnante! Vuestro rostro se quedará paralizado con ese semblante algún día, ¿sabéis? ¡Suéltame, bruto! —Esto último dirigido a un
Duuk-tsarith
que había sujetado con fuerza al barbudo joven—. ¡
No ha sido
culpa mía! El tipo ese de allí —señaló vagamente con la mano— hizo un comentario de lo más sobrecogedor. Aseguró que todos íbamos a morir de una forma horrible. Se apoderó de mí un repentino deseo de huir y confundí a Su Alteza con un Corredor.
—¡Libraos de ese idiota! —Gotas de saliva salpicaron los labios de Lauryen.
—Ya me voy. ¡No necesitáis escupir! —replicó Simkin altanero, al tiempo que hacía aparecer en el aire el pañuelo naranja y se secaba el rostro con él—. Pero, ante todo, no perdáis el tiempo con ese campesino —dirigió una dura mirada a Mosiah—. ¿Por qué no me preguntáis a mí? Yo puedo deciros dónde está Joram. Lo he visto.
Lauryen observó fijamente a Simkin, y la salvaje luz de los ojos de El
Dkarn-duuk
llameaba con tal intensidad que parecía como si fuera a convertir al joven en cenizas. En aquel momento, una explosión sacudió el recinto, haciendo que casi todos los presentes dirigieran temerosas miradas hacia el norte, excepto el Emperador, que no se movió.
—¿Qué quieres decir con que lo has visto? —exigió Lauryen—. ¿Dónde está?
—Está aquí —respondió Simkin imperturbable.
—¡Estúpido! Ya he aguantado bastantes de... —El
Dkarn-duuk
hizo un gesto furioso, y Mosiah se quedó paralizado, esperando ver arder en llamas a Simkin.
Al parecer, Simkin esperaba también lo mismo.
—No
aquí
de aquí —rectificó apresuradamente—. Cerca de aquí. En algún lugar. Yo... uh... ¡Escoged una carta! —añadió de repente, sacando de la nada un juego de cartas del tarot—. Cualquier carta. —Se las tendió al Emperador, cuyos ojos se entrecerraron de forma alarmante—. Bueno, yo lo haré. No os molestéis. —Simkin eligió una—. La Muerte. —Extrajo otra—. La Muerte de nuevo. —Una tercera—. La Muerte por tercera vez. Ése es Joram, ¿lo veis? Un hombre Muerto. Su esposa habla con los muertos y él acompaña al sacerdote muerto.
Lauryen crispó los puños.
—Tenéis razón. Uuun ju... juego estúpido —tartamudeó Simkin, y arrojó todas las cartas al aire. La baraja cayó al suelo, revoloteando a su alrededor como chillonas hojas multicolores. Mosiah las contempló y se dio cuenta de que cada una de las cartas de la baraja representaba la Muerte.
Una neblina producida por el humo flotaba en el aire, el olor a quemado era cada vez más fuerte. El zumbido aumentó de volumen.
—¡Alteza! —llamaron varias voces, y los Supremos Señores de la Guerra empezaron a agruparse a su alrededor, abriéndose paso a codazos, compitiendo por la atención de El
Dkarn-duuk
.
—Yo me ocuparé de estos jóvenes, Alteza —se ofreció la bruja.
—¡Hazlo rápido! —exclamó Lauryen, con los puños apretados. Su siniestra mirada se posó una vez más sobre Mosiah, y éste continuó sintiendo su presión, incluso después de que el Emperador volviera su atención hacia sus ministros.
—¡Yo no sé nada sobre Joram! —gritó Mosiah desesperado—. Podéis hacerme lo que queráis —continuó, la penetrante mirada de la bruja traspasaba sus ojos y escudriñaba su cerebro—. No lo he visto.