No. No tenía ningún sentido. Los había visto trabajar día y noche creando puntas de lanza y toscas dagas...
Criaturas de hierro... Resultaba casi ridículo.
—¿Cuál es vuestro destino, Alteza? —preguntó Radisovik cuando el príncipe Garald entró en el Corredor.
—Llevadme hasta el Emperador Lauryen.
Vida significa Magia. La Magia es la Vida. La magia salía a borbotones del corazón de Thimhallan, fluía desde el Pozo de la Vida que había en el interior de la fortaleza montañosa conocida como El Manantial y llegaba hasta todo lo que había en el mundo. Cada guijarro, cada brizna de hierba, cada gota de agua estaban empapados de magia. Cada uno de los habitantes del mundo —incluso aquellos a los que se había declarado Muertos— poseía el don de la magia en mayor o menor grado. Sólo había habido una persona realmente Muerta en Thimhallan, y a ésta se la había arrojado fuera de sus límites.
Pero ahora, parecía que el pozo de la magia hubiera sido envenenado y la magia rociada con un temor que surgía de un punto tan oculto y profundo que, durante siglos, había permanecido olvidado. De la misma forma en que los Vigilantes habían lanzado, desde la Frontera, sus gritos de advertencia, que nadie había oído, también ahora gritaban aterrorizadas las piedras de Thimhallan, los árboles balanceaban sus ramas frenéticos y el mismo suelo temblaba.
Mosiah no podía moverse. Un conjuro de Magia Aniquiladora no le hubiera robado las energías tan completamente como se las sustraía aquel miedo que lo embargaba; los helados dedos del pánico le arrebataron la capacidad de razonar, el aliento y las fuerzas, y lo dejaron incapaz de pensar y de reaccionar cuando las nubes de niebla se esparcieron y pudo observar el horror que había llegado a Thimhallan.
Era una criatura de hierro. Mosiah, que había trabajado en la forja durante meses, reconoció las brillantes escamas de metal que sólo podrían fabricar algunos pocos magos de Thimhallan. El cuerpo rechoncho de la criatura, que recordaba al de un sapo, era tan grande como el de un grifo, pero no tenía alas y no podía volar. Tampoco tenía piernas, y se veía obligado a arrastrarse por el suelo, sobre su vientre. La cabeza giraba como la de un búho, y Mosiah pensó que debía de ser ciega, ya que parecía avanzar al azar. La criatura hacía caso omiso de cualquier obstáculo que se interpusiera en su camino y se estrellaba contra los árboles, derribándolos y arrancando de la tierra sus raíces, hacía pedazos las piedras y removía la tierra. Allí por donde pasaba imprimía su huella sobre la hierba y el barro pisoteados.
Mosiah la contempló aterrorizado y sin saber qué hacer, preguntándose qué repugnante ser era aquél y a qué se debía su aparición sobre la tierra. Entonces descubrió con horror que la criatura no estaba ciega. Tenía ojos y, al igual que el basilisco, los utilizaba no sólo para ver... sino también para matar.
Mosiah, escondido entre un grupo de árboles a unos cinco metros de la criatura, advirtió de pronto la trayectoria de un brujo volando hacia él, huyendo del pesado monstruo. El Supremo Señor de la Guerra, que, presa del pánico, cruzaba el aire a toda velocidad, con sus rojas vestiduras a su espalda ondeando al viento, estaba dejando atrás con facilidad a la torpe y lenta criatura. Entonces, la cabeza de aquel ser giró; parecía que buscaba a su presa, husmeándola. Súbitamente, un único ojo —hundido, oscuro y vacío— se abrió en su cabeza y enfocó al mago que huía. El ojo parpadeó y lanzó un delgado relámpago de luz centelleante que desapareció de una forma tan rápida que Mosiah ni siquiera estuvo seguro de haberlo visto.
El rayo surgido de aquel ojo golpeó al Supremo Señor de la Guerra en la espalda y el hombre cayó en picado al suelo. El impulso de su frenético vuelo lo arrastró hacia delante y fue a rodar cerca de Mosiah, quien se quedó mirándolo esperanzado. ¡Por fin ya no estaba solo! Con toda seguridad aquel Supremo Señor de la Guerra sabría qué era lo que ocurría. Aguardó a que el brujo se pusiera en pie, ya que la caída no había resultado especialmente grave, pero el hombre no se movió.
—No está muerto —se dijo Mosiah, tragándose el miedo que invadía como una asfixiante bilis su garganta. Levantó la cabeza y vio que la criatura se había detenido por un momento, la cabeza vuelta hacia adelante—. ¿Cómo podría estar muerto? No hay ninguna herida, nada a excepción de un agujero en sus ropas... Debe de estar aturdido. Tengo que ayudarlo...
Pero le costó algunos segundos poderse deshacer de las garras del pánico, que lo dejaban sin fuerzas. Finalmente, con un ojo fijo en la criatura, que había empezado a girar la cabeza en redondo otra vez —probablemente en busca de la presa derribada—, Mosiah se arrastró fuera del refugio de los árboles y, sujetando al mago por el cuello de la túnica, lo condujo hasta las sombras protectoras del bosquecillo.
El muchacho hizo girar al hombre sobre su espalda, pero no necesitó contemplar sus ojos vidriados y su boca abierta para convencerse de que aquel hombre estaba muerto. Una diminuta espiral de humo se elevaba del pecho de la víctima. Mosiah contuvo la respiración y se apartó rápidamente del cuerpo.
Aquel rayo de luz que había brillado durante menos de medio segundo había atravesado el cuerpo del brujo de la misma forma que un hierro candente abre un agujero en la blanda madera.
La tierra empezó a temblar bajo los pies de Mosiah. La criatura se acercaba en busca del cadáver. Mosiah quiso correr, pero había perdido toda sensibilidad en las piernas y éstas no le respondían; la visión del Señor de la Guerra muerto y la forma tan rápida y repentina de su aniquilamiento lo habían acobardado. Levantó la vista del cuerpo yacente y se quedó mirando a la enorme bestia mientras ésta se aproximaba, sabiendo que lo descubriría cuando llegara en busca del mago que había derribado. Sin embargo, seguía sin poder moverse.
El monstruo continuó su lento avance. Mosiah podía percibir su hediondo olor; gases tóxicos emanaban de la parte inferior de su cuerpo dejándolo sin respiración. Mientras tosía y se asfixiaba, acurrucado entre los árboles, no pensó en escapar, no pensó en nada excepto en su miedo.
Con toda seguridad, fue precisamente esta actitud la que le salvó la vida.
La criatura se desvió y pasó con un gran estrépito junto a él, igual que un lobo no advierte la presencia de una liebre que permanece perfectamente inmóvil ante su enemigo, ya que sabe por instinto que el movimiento atrae la atención.
Mosiah se quedó mirando cómo aquel horrible ser se alejaba de él dando bandazos —de nuevo parecía estar ciego—, girando hacia un lado y otro en busca de nuevas presas, arrastrándose junto al cuerpo del brujo sin mirarlo, sin detenerse siquiera a olerlo.
Un centauro mata por odio y mutila el cuerpo. Los dragones matan para comer, al igual que los grifos y las quimeras. Un gigante mata por ignorancia, porque no se da cuenta de su propia fuerza. Pero aquella criatura había matado a propósito, fríamente, sin que hubiera un motivo aparente o sintiera el menor interés por su acto.
Aunque la niebla se había levantado y Mosiah podía reunirse ahora con el resto de su unidad, permaneció de todos modos acurrucado en la protectora arboleda, temeroso de moverse y espantado también ante la idea de seguir allí. Aún podía ver y oír a aquella criatura de hierro, sus fétidos vapores envenenaban el aire, su cabeza ciega seguía moviéndose a un lado y a otro mientras avanzaba torpemente a través de la vegetación.
¿Había más individuos de su especie por allí?, se preguntó Mosiah mientras se apoyaba sin fuerzas contra un árbol. Estaba empezando a temblar convulsivamente, una lógica reacción al terror que sentía. Muy a pesar suyo, su mirada se posó en el cuerpo del Supremo Señor de la Guerra, que yacía un poco más allá. ¿Qué ser monstruoso era aquel que Lauryen había creado? Mosiah apartó con rapidez la mirada del rostro pálido y sorprendido del cadáver, de las diminutas volutas de humo que se elevaban de sus ropas chamuscadas...
Las ropas... Mosiah volvió a examinar el cuerpo, con ojos desorbitados. ¡Aquel brujo llevaba las ropas de Merilon!
—¡Almin bendito! —susurró. Su mirada se dirigió hacia la criatura que se perdía ya, tras una pequeña colina—. ¿Es eso... nuestro? ¿Es ésa la razón de que no me atacara?
¡Los Hechiceros!, pensó. Se llevó una mano temblorosa a los labios, secándose el frío sudor, y miró apresuradamente a su alrededor, con la esperanza de encontrar a otros miembros de su unidad. Muchos de ellos eran auténticos Hechiceros, gentes que habían nacido y se habían criado en la oculta Cofradía de aquellos que practicaban las Artes Arcanas de la Tecnología. Ellos lo sabrían. Quizás habían estado construyendo aquel invento en secreto, con la firme intención de apoderarse del mundo. Demasiadas veces los había oído hablar sobre ello.
Mosiah cerró los ojos y reconstruyó en su mente a la criatura: sus escamas metálicas, su aliento que recordaba a los vapores que se elevaban de la forja.
Sí, decidió, invadido de repente por la cólera y el odio. ¡Sí! Ellos debían de haberla creado. «Nunca confié en ellos, nunca...»
Pero en el mismo momento en que llegaba a esta conclusión, una parte de él, más objetiva y racional, que no se dejaba arrastrar por el pánico, rebatió su idea, y Mosiah bajó los ojos hasta la ballesta que seguía sujetando en la mano. Había olvidado por completo en su aterrorizado estado de ánimo que llevaba un arma. Comprobó entonces lo tosca que era, sus formas contrahechas; recordó el tiempo que se había tardado en fabricar aquella herramienta, los hombres que habían trabajado y sudado en la forja durante horas. Se imaginó entonces a la criatura de hierro, las brillantes escamas de metal, la forma en que se arrastraba suavemente sobre el suelo irregular. Incluso en sus días de gloria y poder, los Hechiceros no habrían podido construir nada parecido. ¿Cómo podrían efectuar un proyecto semejante ahora? A duras penas podían crear una ballesta que funcionara debidamente...
Unas gotas de lluvia azotaron el rostro de Mosiah, un viento helado se estrelló contra su ya tembloroso cuerpo. Se estaba preparando una tormenta mágica, el cielo empezaba a oscurecerse con nubes tempestuosas, zigzagueantes relámpagos atravesaban el aire, los truenos retumbaban a su alrededor, sobrecogiéndole el corazón al traerle de nuevo a la memoria a la criatura. Miró de nuevo el cuerpo del mago... y súbitamente, Mosiah echó a correr.
El terror le hizo abandonar su escondite. Lo reconoció abiertamente mientras corría dando traspiés por el abrupto terreno, arrastrando la pesada ballesta con él, y sin dejar de mirar atemorizado en derredor. Un miedo atroz y la desesperada necesidad de encontrar a otras personas, a alguien, a cualquiera que pudiera explicarle lo que sucedía, lo abocaron a su huida. Precisaba conseguir información; su necesidad de saber era mucho mayor que su temor a la criatura. ¡Aquella horrible sensación de pánico desaparecería tan pronto supiera con toda seguridad lo que estaba ocurriendo!
La tormenta lo embestía con fuerza, empujándolo hacia adelante mediante el viento, la lluvia y el granizo que se clavaba en su carne. El agua le entraba a raudales en los ojos; no podía ver absolutamente nada, sin embargo siguió corriendo, al tiempo que esquivaba árboles como un animal enloquecido, resbalaba en la húmeda hierba y se enredaba entre la maleza.
Finalmente, magullado y maltrecho, se detuvo, acurrucándose en un bosquecillo. Se dejó caer de espaldas contra el tronco de un árbol, respirando con dificultad, y entonces recordó de repente:
—¡Simkin!
En su terror, se había olvidado por completo de su antiguo compañero.
—Simkin sabrá lo que está sucediendo. Simkin
siempre
lo sabe todo —murmuró Mosiah con amargura—. Pero ¿dónde demonios se ha metido? —Se quitó el carcaj de flechas y lo arrojó al suelo, para luego golpearlo con el pie—. ¡Simkin! —aulló por encima de la tormenta, sintiéndose como un terrible estúpido, y sin embargo esperando contra toda esperanza oír aquel insulso «¡Qué tal, viejo amigo!» como respuesta.
No obstante no había ninguna flecha verde de plumas naranjas entre las de metal, y Mosiah, enojado, le dio una nueva patada al carcaj. No obtuvo más que silencio.
—De todas formas, ¿para qué querría yo a ese payaso por aquí? —refunfuñó, secándose la lluvia del rostro, que se mezclaba con las lágrimas provocadas por el miedo y la frustración de comprobar que ahora sí que se había perdido completamente—. No trae más que problemas. Yo...
Mosiah se calló y aguzó el oído.
Los truenos retumbaban a su alrededor, los relámpagos iluminaban aquella penumbra gris hasta que ésta brillaba como si estuvieran a pleno sol; pero, por entre el ruido y la confusión de la tormenta, le pareció escuchar... sí, ahí estaba otra vez.
¡Eran voces!
Con una tremenda sensación de alivio, Mosiah estuvo a punto de dejar caer la ballesta al suelo. Tembloroso, la depositó con cuidado sobre la hierba y atisbó por entre el empapado follaje que le servía de refugio. Las voces estaban próximas y parecían proceder de otro bosquecillo que había a pocos metros de distancia. No comprendía lo que decían, resultaba difícil descifrarlas entre el ruido del viento, la lluvia y los truenos. A lo mejor eran centauros. Mosiah vaciló y prestó más atención; no, ¡sin lugar a dudas era un lenguaje humano! Señores de la Guerra, indudablemente.
Mosiah se adelantó cautelosamente. Su intención era llamarlos cuando se encontrara lo bastante cerca, ya que lo último que deseaba era asustar a algún mago nervioso y verse convertido en un sapo. Ahora podía distinguir las voces con claridad; sonaban como si hubiera varios hombres en el bosquecillo, gritando órdenes de algún tipo. A sus labios brotaron palabras de alivio, palabras de agradecimiento por haber hallado amigos, pero Mosiah jamás las llegó a pronunciar.
Al llegar junto a los árboles exteriores de la pequeña arboleda, el joven redujo el paso. ¿Por qué? Mosiah no lo sabía, su cerebro lo impulsaba a saltar hacia adelante, pero un instinto soterrado mantenía muda su garganta y silenciosos sus pasos. Quizá porque, aunque le era imposible discernir nítidamente por encima de la tormenta,
no
comprendía el lenguaje de aquellos hombres, o quizá debido a la amarga experiencia sufrida con los
Duuk-tsarith
en la Arboleda de Merilon hacía ya tiempo, que le había enseñado a desconfiar; tal vez se trataba del mismo instinto animal que le había salvado de la criatura de hierro.