»No —siguió Vanya en tono pesimista—, la Espada Arcana ha desaparecido... y la
Duuk-tsarith
afirma que sólo su poder podía haberse utilizado para romper el hechizo que envolvía a Saryon.
El
Dkarn-duuk
permaneció en silencio, mirando a través de la pared. El Desafío había dado comienzo. Los Corredores que rodeaban las invisibles murallas mágicas de Merilon se abrieron. Pocos facilitaban la entrada al interior de la misma ciudad, y aquellos que lo permitían estaban situados en las Puertas, custodiadas normalmente sólo por los
Kan-Hanar
. Ahora, en tiempos de guerra, los
Duuk-tsarith
y los
Dkarn-duuk
—los Supremos Señores de la Guerra— también montaban guardia en las Puertas de Merilon. Sin embargo, esto constituía una mera formalidad. Además de ser una infracción a las Reglas de la Guerra, cualquier intento por parte del enemigo para entrar a la ciudad utilizando los Corredores hubiera provocado una batalla mágica que hubiera puesto en peligro tanto la ciudad como a sus habitantes, algo que ninguno de los dos bandos deseaba, al menos en aquella primera etapa. Los únicos Corredores distintos a estos que entraban y salían de la ciudad eran los Corredores secretos, que conectaban el palacio con El Manantial.
El ejército de Sharakan —cientos de Señores de la Guerra, resplandecientes en sus rojos atuendos de guerra, seguidos por sus catalistas—, emergieron de los Corredores. Los brujos se colocaron a intervalos convenidos rodeando la ciudad, con los catalistas a su lado. Cuando todos estuvieron en su lugar, sonó una única trompeta e hizo su aparición el príncipe Garald, saliendo del Corredor montado en un carruaje dorado tirado por nueve caballos negros. De los hocicos de aquellos animales mágicos brotaban llamas, sus cascos hacían centellear rayos al piafar en el aire y sus agudos relinchos eran tan fuertes que podían oírse desde el otro lado de la cúpula mágica.
Mientras refrenaba a sus fieros corceles, Garald parecía una visión fantástica. Equipado con su armadura de plata, patrimonio familiar que se había ido heredando de una generación a otra (algunos dijeron que provenía del mundo antiguo y que estaba dotada de conjuros de victoria y protección para aquel que la llevara), el príncipe llevaba el yelmo bajo el brazo, dejando que el viento alborotara sus castaños cabellos. Haciendo una solemne reverencia a los habitantes de Merilon, hizo girar las cabezas de sus caballos y empezó a conducir su carruaje alrededor de las murallas de la ciudad. Mientras galopaba, hacía surgir en el aire estandartes desplegados del reino de Sharakan, hasta que todo Merilon quedó rodeada por los relucientes colores de su enemigo. Tan apuesto era el príncipe, tan impresionante era el espectáculo de aquellos negros corceles que exhalaban fuego y tan hermosas eran las insignias que los ciudadanos de Merilon vitorearon clamorosamente aquel espectáculo.
Llegando de nuevo a la Puerta principal de la ciudad, Garald detuvo su carruaje. Levantando la mano, hizo que la trompeta volviera a sonar y, de repente, salvajes centauros, cuyos rostros, medio humanos medio bestiales, se convulsionaban en una expresión de cólera, al tiempo que golpeaban el suelo con fuerza, surgieron de los Corredores. Se abalanzaron directamente contra la abovedada ciudad, con la muerte ardiendo en sus ojos, portando en sus manos largas lanzas, armas de las Artes Arcanas.
Por encima de ellos empezaron a volar dragones, rasgando el aire con sus garras, envenenándolo con su fétido aliento. Tras ellos aparecieron los gigantes, sus enormes cabezas llegando a la altura de la Ciudad Superior, mirando impúdicamente a las diminutas personas que tenían a sus pies con expresión pasmada. Grifos, quimeras, sátiros, esfinges, mágicas bestias de todo tipo, se precipitaron al exterior de los Corredores, aullando furiosas, ávidas de probar la sangre humana.
Ningún habitante de Merilon aplaudía ahora. Los niños lloraban aterrorizados. Las madres abrazaban con fuerza a sus bebés que gritaban espantados, los hombres se precipitaban a proteger a sus familias. Los nobles, furiosos ante aquel descaro, lanzaban juramentos a gritos; las damas de la nobleza homenajeaban la ocasión desmayándose con el mayor decoro.
Cuando los centauros llegaron a un tiro de lanza de las murallas, cuando los gigantes extendían sus enormes manos hacia abajo y parecía que los dragones estaban a punto de atravesar la cúpula mágica haciéndola pedazos, el príncipe Garald ordenó a la trompeta que lanzara un último son.
Una a una, las ilusiones se desvanecieron con un brillante y multicolor centelleo y estruendosas explosiones que hicieron temblar la tierra. Situados más atrás, los agotados Señores de la Guerra y sus igualmente exhaustos catalistas que habían creado aquellas ilusiones reunieron aún las fuerzas justas para saludar con una orgullosa reverencia a los habitantes de Merilon.
Alzando su estandarte por encima de su cabeza, el príncipe Garald gritó en voz tan alta que se lo pudo oír en toda la ciudad:
—Os invoco, habitantes de Merilon, a que derroquéis a vuestro maligno gobernante y a ese sapo que tenéis por Patriarca. Vivís en un sueño tan trágicamente muerto como vuestra difunta Emperatriz, un sueño tan demente como vuestro anterior Emperador. Destruid la cúpula que os oculta al mundo real. Nosotros, en Sharakan, os ofrecemos vida. Volved al mundo de los vivos.
»Si os negáis a deshaceros de esos parásitos que os chupan la sangre, entonces lo haremos nosotros, para evitar que contaminen al resto del mundo. Habrá guerra entre nuestros reinos.
«¿Cuál es vuestra respuesta?
—¡Guerra! ¡Guerra! —exclamaron los habitantes de Merilon en un gran estado de excitación.
—¡Guerra! ¡Guerra! —cantaron los nobles.
Las damas que habían perdido el conocimiento lo recobraron a tiempo de clamar también «¡Guerra!»; incluso las madres incitaban a sus bebés a pronunciar esta palabra, cosa que éstos intentaban alborozados sin comprender de qué se trataba, tan sólo imitando el movimiento de los labios de sus madres; los niños aullaron «¡Guerra!» e hicieron aparecer allí mismo afilados palos, a imitación de las lanzas que habían visto empuñar a los centauros. También los estudiantes universitarios gritaron «¡Guerra!» y juraron como un solo hombre alistarse en el ejército lo antes posible. Algunos catalistas jóvenes que cantaban «¡Guerra! ¡Guerra!» se vieron reprendidos por una Diácona que pasaba en aquel momento, quien les recordó con severidad que Almin se oponía al derramamiento de sangre; pero, puesto que la Diácona tenía prisa —se dirigía a ofrecer su ayuda a los Señores de la Guerra—, no tuvo tiempo de vigilar a los culpables, y los catalistas reanudaron sus gritos en cuanto ella hubo desaparecido.
—¡Así sea! —gritó Garald inexorable, pero sus palabras quedaron ahogadas en el tumulto. Con una última y fría reverencia, el príncipe condujo su carruaje de nuevo al interior del Corredor y desapareció de la vista, al tiempo que también se esfumaban sus Señores de la Guerra y sus catalistas.
Era el mediodía. Las campanas empezaron a repicar por todo Merilon, y los
Sif-Hanar
, en un ataque de frenesí patriótico, decoraron las nubes con los colores del estandarte de Merilon, ofreciendo la imagen de un cielo cubierto de banderas. Los nobles volaron hacia sus fiestas, con himnos de batalla y el himno nacional de Merilon en sus labios, mientras que los habitantes de la Ciudad Inferior celebraban una improvisada danza callejera y encendían hogueras. La ciudad resplandecía de luz, las fiestas y la alegría durarían hasta altas horas de la noche.
De pie y en silencio, en su estudio de paredes de cristal, por encima del tumulto y del jolgorio, el Emperador de Merilon lo contemplaba como ausente. Por lo que a él se refería, el Desafío había venido y se había ido, pero no lo había visto, pese a haber tenido lugar ante sus propios ojos. Pero en sus pupilas sólo se perfilaba una única figura que empuñaba en una mano un arma diabólica.
Las fiestas de Merilon empezaban a llegar a su punto culminante, el sol empezaba a ponerse desganado para dar paso al anochecer y la primera de las estrellas vespertinas podía divisarse ya parpadeando confusamente en el firmamento, mas el
Dkarn-duuk
seguía sin moverse ni hablar. A su espalda, el Patriarca permanecía sentado, respirando con dificultad y secándose de vez en cuando la frente con un paño; pensaba que hacía ya mucho rato que debiera de haber cenado y se sobresaltó nervioso cuando por fin Lauryen rompió el prolongado silencio.
—Joram ha regresado del reino de los muertos —dijo el
Dkarn-duuk
en voz baja—. Si no lo detenemos, la Profecía se cumplirá. Alertad a los
Duuk-tsarith
. Si encuentran a Joram, deben matarlo al instante. ¡Esta vez puede, y debe, ser destruido!
Una semana después de ser lanzado el Desafío, en una fecha determinada mediante negociaciones entre los representantes de las naciones en guerra, se inició la batalla entre Merilon y Sharakan.
A primeras horas de la mañana, mucho antes de que el amanecer fuera nítido, el príncipe Garald y su séquito llegaron al Campo de la Gloria para colocar su Tablero de Juego. Su enemigo, el Emperador Lauryen y su séquito, aparecieron casi a la misma hora, procediendo de la misma forma a varios kilómetros de distancia.
El Campo de la Gloria estaba situado en el centro aproximado del mundo de Thimhallan. Era una gran extensión de terreno, relativamente llano, salpicado aquí y allí con grupos de árboles y cubierto en toda su extensión por espesa y mullida hierba de brillante color verde, que había sido delimitada en la antigüedad al efecto de servir como lugar donde se resolvieran las disputas entre naciones. Nadie lo visitaba por ningún otro motivo. El Campo había sido consagrado tanto por las oraciones como por la sangre, esta última inintencionado resultado de las Guerras de Hierro.
Antes y después de aquella contienda, las guerras en Thimhallan se habían realizado siempre de forma civilizada, como correspondía a esa categoría superior de seres humanos dotados de magia que luchaban en ellas, y al contrario de lo que ocurría con aquella otra clase inferior de humanos Muertos que habían quedado en el viejo mundo. La característica primordial del Campo de la Gloria eran los Tableros de Juego. Éstos, hechos de la piedra sagrada de la fortaleza montañosa del Manantial —granito sacado de alrededor del Pozo de la Vida, el origen de la magia del mundo— estaban colocados a ambos extremos del Campo. Cada uno de ellos poseía formas cuadradas de tres metros de lado. Cuando el Campo de la Gloria no se utilizaba, los lisos y amorfos Tableros descansaban sobre el suelo y los druidas se encargaban de preservarlos cuidadosamente; la hierba que crecía a su alrededor estaba siempre bien cortada y se los cubría con conjuros de protección que evitaban que los animales y los pájaros estropearan sus superficies.
El día de la batalla, como ahora era el caso, los jefes de los combatientes, los nobles que los acompañaban, los Supremos Señores de la Guerra y los catalistas de alto rango llegaban al lugar donde se situaban los Tableros y celebraban la Ceremonia de la Activación y bendición justo cuando los primeros rayos del sol empezaban a iluminar el Campo.
El príncipe Garald ocupó su lugar junto con el Cardinal Radisovik a la cabecera del Tablero, que miraba al norte. Sus acompañantes, los más prominentes de entre la nobleza de Sharakan, se colocaron alrededor del cuadrado, nueve a cada lado, con el catalista particular de cada uno de los nobles al lado de su respectivo señor. A una señal del príncipe Garald, el Cardinal inició la plegaria.
—Todopoderoso Almin —oró, sabiendo perfectamente que esas mismas palabras las estaría repitiendo el Patriarca Vanya a varios kilómetros de distancia—, posa Tus ojos sobre nuestra contienda de este día y dale tu bendición. Que nosotros, los que luchamos en esta batalla seamos considerados dignos de Ti y nos sea concedida la victoria, pues luchamos para encontrar favor a Tus ojos, castigando a un enemigo que ha roto Tus Mandamientos y ha traído la confusión y el desorden a nuestro pacífico mundo.
A esto siguió una enumeración de las quejas que Sharakan tenía contra Merilon (y viceversa en el extremo opuesto del Campo), por si acaso Almin había olvidado los actos de agresión, los intentos de esclavizarlos, y los otros nefandos delitos cometidos por el enemigo.
—Concédenos la victoria en este día, Almin —continuó Radisovik con gran seriedad—, y nosotros, habitantes de Sharakan, prometemos mejorar las condiciones de vida de los campesinos que viven bajo el férreo yugo de los codiciosos nobles de Merilon.
(—Nosotros, habitantes de Merilon, prometemos destruir a los diabólicos Hechiceros que han esclavizado al pueblo de Sharakan.)
—Nosotros, habitantes de Sharakan, destruiremos la cúpula mágica que rodea Merilon, para que la ciudad pueda disfrutar de la bendición de Tu luz y de Tu aire.
(—Nosotros, habitantes de Merilon, llevaremos la ilustración y la cultura al pueblo de Sharakan, cubriendo su ciudad con una cúpula mágica.)
—Nosotros, habitantes de Sharakan, destronaremos a ese ser malvado que gobierna en Merilon.
(—Nosotros, habitantes de Merilon, destronaremos a ese pérfido ser que gobierna en Sharakan.)
—... Expulsaremos a su Patriarca, declarado hereje por la Iglesia.
(—... Expulsaremos a su Cardinal, declarado hereje por la Iglesia.)
—... Y traeremos la paz al mundo de Thimhallan en Tu Nombre. Amén.
(—... Y traeremos la paz al mundo de Thimhallan en Tu Nombre. Amén.)
Llegados a este punto de la ceremonia, muchos de los espectadores empezaron a llegar, con sus fantásticas carrozas volantes reluciendo en el cielo por encima de las cabezas de los combatientes. El Cardinal Radisovik, que concluía su oración en aquel momento, tuvo por un breve instante la extrañísima sensación de que Almin había llegado también, y permanecía sentado en algún lugar por encima de ellos, tomando una buena copa de vino y mordisqueando un muslo de pollo. Constituía una visión poco ortodoxa y Radisovik la desterró a toda velocidad, suplicando en su interior a Almin que perdonase aquel sacrilegio.
El príncipe Garald dio un codazo a su catalista, que estaba aparentemente absorto en la contemplación de la llegada de los invitados y se olvidaba de que la Ceremonia no había finalizado. Sonrojándose, el Cardinal Radisovik otorgó Vida a su señor, y cada uno de los catalistas presentes hizo lo mismo con los suyos. La mayoría de los magos allí reunidos eran
Albanara
pero, no obstante, se hallaban también dos miembros de los
Sif-Hanar
, un miembro de los
Kan-Hanar
y un Hechicero, el herrero, que era ahora el jefe de su pueblo. Cada uno de éstos inclinó la cabeza respetuosamente y aceptó la Vida que le otorgaba su catalista y, a una nueva señal del príncipe Garald, los magos a su vez utilizaron su Vida para activar el Tablero de Juego.