Ahora era una tétrica postal en blanco y negro.
Un pequeño zorro cruzó la carretera, el cazador tuvo que pisar el freno para no embestirlo. La naturaleza había sabido aprovechar la ausencia del hombre, muchas especies animales y vegetales se habían apropiado del hábitat que, paradójicamente, se había convertido en una especie de paraíso terrenal. Pero nadie habría sabido decir qué iba a ocurrir en el futuro a causa de los efectos perdurables de las radiaciones.
El cazador tenía en el asiento del copiloto un contador Geiger que seguía transmitiendo un sonido electrónico y rítmico, como un mensaje en código procedente de otra dimensión. No disponía de mucho tiempo. Había tenido que sobornar a un funcionario ucraniano para obtener un salvoconducto para acceder a la zona de exclusión. El área prohibida tenía un radio de treinta kilómetros, y su centro era precisamente la instalación abandonada. Tenía que provechar el crepúsculo para llevar a cabo el reconocimiento. Y pronto oscurecería.
Empezó a encontrarse medios militares abandonados a los lados de la carretera. Había centenares. Un verdadero cementerio de camiones, helicópteros, tanques y otros tipos de vehículos. Fueron utilizados por el ejército que intervino para contener la emergencia, pero al final de las operaciones estaban tan contaminados que decidieron dejarlos allí.
Un letrero herrumbroso con caracteres en cirílico le dio la bienvenida al centro habitado.
En un extremo había un parque de atracciones donde los niños siguieron divirtiéndose al día siguiente del accidente. Fue el primer lugar al que llegó la nube radiactiva. Allí estaba la gran noria panorámica, ahora un esqueleto oxidado por la lluvia ácida.
Habían atravesado algunos bloques de cemento en medio de la calle para impedir el acceso a Prípiat. De una alambrada colgaban señales de peligro. El cazador detuvo el coche con la intención de proseguir a pie. Cogió una bolsa del maletero y se la colgó al hombro. Empuñando el contador Geiger, se aventuró en la ciudad fantasma.
El trino de los pájaros, cuyo eco se perdía junto al de sus pasos entre las avenidas rodeadas de edificios, recibió su entrada. La álgida luz del día iba desvaneciéndose rápidamente y cada vez hacía más frío. De vez en cuando le parecía oír voces que se perseguían por las calles vacías. Espejismos sonoros o tal vez sonidos antiguos, que se habían quedado recluidos para siempre en un lugar donde el tiempo ya no tenía sentido.
Algunos lobos merodeaban por las ruinas. Podía oírlos o notar su presencia bajo la forma de manchas grises. Por ahora se mantenían a distancia, pero lo observaban.
Examinó el plano que llevaba consigo y luego miró a su alrededor. Cada construcción estaba marcada con un número escrito en caracteres enormes con pintura blanca en la fachada. La finca que le interesaba era la 109.
En la undécima planta habían vivido tiempo atrás Dima Karoliszyn y sus padres.
Los cazadores lo saben. Hay que empezar las pesquisas no por el último homicidio de la serie, sino por el primero. Porque el asesino todavía no ha aprendido de la experiencia y es más fácil que haya cometido errores. La primera víctima representa una especie de «muestra inicial» con la que empieza la imparable cadena de destrucción y a través de la que pueden aprenderse muchas cosas del asesino en serie.
Por lo que el cazador sabía, Dima había sido el primer individuo en que el transformista se había encarnado, cuando sólo tenía ocho años, antes de que lo llevaran al orfanato de Kiev.
Tuvo que subir a pie los tramos de escalera porque no había energía eléctrica para hacer funcionar el ascensor, a pesar de que, paradójicamente, esos lugares estaban saturados de ella por culpa de la radiación. El contador Geiger registraba nuevas puntas. El cazador sabía que el interior era mucho más peligroso que el exterior de los edificios, pues la radiactividad se concentraba sobre todo en las cosas materiales.
A medida que iba subiendo podía ver lo que quedaba de los pisos deshabitados. Los que no habían tocado los depredadores reproducían perfectamente las escenas domésticas interrumpidas en el momento de la evacuación. Un almuerzo dejado a medias. Una partida de ajedrez nunca terminada. Ropa tendida a secar sobre un radiador. Una cama sin hacer. La ciudad era una enorme memoria colectiva en la que cada persona, al escapar repentinamente, había dejado guardados sus propios recuerdos. Los álbumes de fotos, los objetos más íntimos y preciosos, las reliquias familiares: todo a la espera de un regreso que no se produciría jamás. Un conjunto que se había quedado en suspenso. Como el escenario vacío al final de la representación, cuando los actores se marchan y se desvela la ficción. Como un desprecio del tiempo, triste alegoría de la vida y de la muerte al mismo tiempo, de lo que era y ya no volverá a ser.
Según los expertos, los seres humanos no volverían a poner un pie en Prípiat durante los próximos cien mil años.
En cuanto entró en el piso de los Karoliszyn, el cazador notó que estaba completamente intacto. El estrecho pasillo conducía a tres dormitorios, una cocina y un baño. El papel de la pared se había despegado en varios puntos, la humedad había ganado terreno. El polvo lo cubría todo como un sudario transparente. El cazador empezó a caminar por las habitaciones.
El dormitorio de Konstantin y Ania estaba en perfecto orden. En el armario todavía se hallaba toda la ropa.
En la pequeña habitación de Dima habían puesto un camastro junto a su cama.
En la cocina, la mesa estaba preparada para cuatro.
En el comedor había botellas vacías de vodka. El cazador sabía por qué. Cuando la noticia del accidente llegó a la ciudad, las autoridades sanitarias difundieron la falsa creencia de que el alcohol atenuaba los efectos de la radiación. En realidad era un subterfugio para debilitar la voluntad de la población y evitar protestas. En la mesa, una vez más, el cazador contó cuatro vasos. La repetición de ese número sólo podía significar una cosa.
Los Karoliszyn tenían un invitado.
El cazador se acercó a un mueble en el que resaltaba un marco: dentro, una foto familiar. Una mujer, un hombre y un niño.
Pero habían borrado las caras.
Volviendo atrás, reparó en que había cuatro pares de zapatos junto a la puerta de entrada. De hombre, de mujer. Y dos de niño.
Juntó todos los detalles y dedujo que el transformista llegó a aquella casa en las horas inmediatamente posteriores al accidente de la central. Los Karoliszyn, ignorando quién era, le dieron cobijo. En esos momentos de miedo y conmoción no fueron capaces de entregar a un niño solo y asustado a las autoridades.
No se imaginaban qué clase de monstruo estaban acogiendo en su hogar, así que le ofrecieron una comida caliente y lo pusieron a dormir junto a Dima. Luego debió de ocurrir algo. Tal vez durante la noche. La familia Karoliszyn se esfumó en el aire y el transformista ocupó el lugar de Dima.
¿Adónde habían ido a parar los cuerpos? Y, sobre todo, ¿quién era ese niño? ¿De dónde había salido?
La oscuridad ya había comenzado su asedio a las puertas de la ciudad. El cazador sacó del bolsillo una linterna con la intención de abandonar la finca. Pensaba volver al día siguiente, a la misma hora. No quería pasar la noche allí.
Mientras se disponía a bajar por la escalera, otra duda lo atenazó de repente.
¿Por qué precisamente los Karoliszyn?
No se le había ocurrido antes. El transformista había escogido aquella familia por una razón. No había sido casual.
Porque él no había llegado de lejos. No había salido de un lugar cualquiera, sino que debía de encontrarse muy cerca.
El cazador giró el foco de la linterna hacia la puerta del piso adyacente al de los Karoliszyn. Estaba cerrada.
En una placa de latón aparecía el nombre de Anatoli Petrov.
Miró el reloj. Fuera ya había oscurecido y de todos modos tendría que conducir con los faros apagados para que los guardias ucranianos que vigilaban los límites de la zona de exclusión no repararan en él. Daba lo mismo si se quedaba un poco más. La idea de estar cerca de una respuesta lo excitaba y le hacía olvidar las más elementales precauciones.
Tenía que saber si su intuición respecto a Anatoli Petrov era correcta.
04.46 h
El cadáver estaba llorando.
Esta vez no encendió la lámpara que había junto a la cama. No cogió el rotulador para añadir otro detalle en la pared de la buhardilla de la via dei Serpenti. Permaneció en silencio, a oscuras, intentando dar un sentido a lo que había visto en el sueño.
Ordenó los últimos indicios recogidos en la evocación nocturna sobre lo que había ocurrido en la habitación del hotel de Praga.
Cristales rotos. Tres disparos. Zurdo.
Al invertirlos, llegó a la solución del misterio.
Las últimas palabras de Jeremiah Smith habían sido: «En la frontera entre el bien y el mal hay un espejo. Si miras en él, descubrirás la verdad.»
Había encontrado el motivo por el cual odiaba tanto mirarse al espejo. Un disparo para cada uno, para él y para Devok. Pero el sicario no era zurdo. Lo era su reflejo. El primer disparo había destruido el espejo.
No había ningún tercer hombre. Estaban solos.
Lo intuyó después de lo ocurrido en la unidad de cuidados intensivos del Gemelli, cuando disparó sin dudarlo. Pero la certeza la obtuvo con el sueño, al rememorar el final de la escena. No sabía por qué estaba en Praga, ni cuál era la razón de que su maestro estuviera allí. No conocía el tenor de su conversación, ni qué se habían dicho.
Marcus sólo sabía que unas horas antes había matado a Jeremiah Smith. Pero, antes que a él, le había hecho lo mismo a Devok.
Al amanecer, la lluvia volvió a cernerse sobre Roma, limpiando la noche de las calles.
Mientras deambulaba por las callejuelas del barrio de Regola, Marcus se refugió bajo un pórtico. Miró hacia arriba, no daba la impresión de que fuera a cesar pronto. Se levantó las solapas del impermeable y retomó el camino.
Al llegar a la via Giulia, se adentró en una iglesia. Nunca había estado allí. Clemente lo había citado en la cripta. Bajando los escalones de piedra, en seguida reparó en la peculiaridad del lugar. Era un cementerio hipogeo.
Antes de que un decreto napoleónico estableciera la norma higiénica por la que los muertos debían ser enterrados lejos de los vivos, todas las iglesias tenían su camposanto. Pero ese en el que se encontraba era distinto de los otros. La decoración —candelabros, adornos y esculturas— estaba hecha con huesos humanos. Un esqueleto clavado en la pared saludaba a los fieles que introducían los dedos en una pila de agua bendita. Los huesos estaban divididos según su tipo y se agrupaban ordenadamente en los nichos. Había millares. Pero, más que macabro, aquel lugar parecía grotesco.
Clemente tenía las manos cruzadas detrás de la espalda y se encontraba inclinado sobre una inscripción situada debajo de un montón de calaveras.
—¿Por qué aquí?
Su amigo se dio la vuelta y lo vio.
—Me parecía el lugar más adecuado después de escuchar el mensaje que me has dejado esta noche en el buzón de voz.
Marcus señaló a su alrededor.
—¿Dónde estamos?
—Hacia finales del siglo XVI, la Cofradía de la Oración y la Muerte empezó su obra piadosa. El objetivo era dar una sepultura digna a los cadáveres sin nombre que se encontraba en las calles de Roma, en los campos, o que el Tíber devolvía. Suicidios, víctimas de asesinatos o simplemente muertes a causa de la penuria. Hay casi ocho mil cadáveres apiñados aquí dentro.
Clemente estaba demasiado tranquilo. En su mensaje, Marcus le había resumido a grandes rasgos lo que había sucedido la noche anterior, pero su amigo no parecía en absoluto turbado por el epílogo de los acontecimientos.
—¿Por qué tengo la sensación de que no te interesa nada de lo que tengo que decirte?
—Porque ya lo sabemos todo.
Su tono condescendiente lo irritaba.
—¿Quiénes? Dices «sabemos», pero no estás dispuesto a revelarme a quiénes te refieres. ¿Quién está por encima de ti? Tengo derecho a saberlo.
—Ya sabes que no puedo decírtelo. Pero están muy satisfechos contigo.
Para Marcus era frustrante.
—¿Satisfechos de qué? He tenido que matar a Jeremiah, Lara está perdida y esta noche, después de un año de ausencia total de memoria, he recuperado mi primer recuerdo… Yo disparé a Devok.
Clemente se tomó un tiempo.
—Hay un detenido en el corredor de la muerte de una cárcel de máxima seguridad que se manchó las manos con un crimen terrible y que, desde hace veinte años, espera a que lo ejecuten. Hace cinco años le diagnosticaron un tumor cerebral. Al extirpárselo, perdió la memoria. Tuvo que aprenderlo todo desde el principio.
Después de la operación, era extraño para él estar en una celda, condenado por un delito que no recordaba haber cometido. Ahora sostiene que es una persona distinta del asesino que mató a varias personas; de hecho, se declara incapaz de quitarle la vida a nadie. Ha pedido que le concedan un indulto, asegura que de no hacerlo ajusticiarán a un inocente. Los psiquiatras consideran que es sincero, que no es sólo un truco para evitar la pena de muerte. Pero el problema es otro. Si el responsable de las acciones de un individuo es el propio individuo, ¿dónde reside su culpa? ¿Forma parte de su cuerpo, de su alma o de su identidad?
De repente, Marcus lo vio todo claro.
—Vosotros sabíais lo que hice en Praga.
Clemente asintió y luego añadió:
—Cuando mataste a Devok cometiste un pecado mortal. Pero si no lo recordabas, no podías confesarlo. Y si no lo confesabas, no podías ser absuelto. Pero, por los mismos motivos, era como si no lo hubieras cometido. Éste es el motivo por el que has sido perdonado.
—Por eso lo has mantenido en secreto.
—¿Cuál es la frase que suelen repetir los penitenciarios?
Marcus recordó la letanía que había aprendido.
—Hay un lugar en el cual el mundo de la luz se encuentra con el de las tinieblas. Es allí donde sucede todo: en la tierra de las sombras, donde todo está enrarecido y resulta confuso, incierto. Nosotros somos los guardianes que defienden esa frontera. Pero de vez en cuando algo consigue cruzar… Yo tengo que devolverlo a la oscuridad.
—Algunos penitenciarios, siempre en peligroso equilibrio sobre esa línea, han dado un paso fatal: la oscuridad los ha engullido y ya no han regresado.