La chica continuó:
—No, mi venganza más despiadada es verlo en esta cama. Sin juicio, sin tribunal. Sin leyes, sin estrategias. Sin informes psiquiátricos, sin atenuantes. La verdadera revancha es saber que se quedará así, prisionero de sí mismo, de esa oscura cárcel de la que no saldrá. Y yo podré venir a verlo todas las tardes, mirarlo a la cara y decirme que se ha hecho justicia —se dirigió a Sandra—. ¿Cuántos de los que han perdido a un ser querido por la maldad de otra persona pueden gozar del mismo privilegio?
—En efecto, así es.
—Fui yo quien le practicó el masaje cardíaco, poniéndole las manos en el pecho, sobre aquel tatuaje… «Mátame.» —Sofocó la repugnancia—. Tenía en mi ropa el olor de sus heces, de su orina, su saliva entre mis dedos —hizo una pausa—. En mi trabajo se ven muchas cosas. La enfermedad pone a cada uno en su lugar. Pero la verdad es que los médicos no salvamos a nadie. Porque cada uno se salva por sí mismo. Escogiendo la vida más justa, el mejor camino. A todos nos llega el momento de llenarnos de heces y de orina. Y es triste no descubrir quién eres hasta ese día.
Sandra se admiró por su sabiduría. Y, sin embargo, la chica tenía más o menos su edad y parecía frágil. Quería seguir escuchándola un rato más.
Mónica miró el reloj.
—Lamento haberte entretenido. Es mejor que me vaya, está a punto de empezar mi guardia.
—Ha sido un placer conocerte. He aprendido mucho de ti esta noche.
La chica sonrió.
—También se crece a fuerza de bofetadas, mi padre siempre lo dice.
La miró mientras se alejaba por el pasillo desierto. Una idea volvió a materializarse en su cabeza. Pero seguía apartándola hacia atrás. Estaba convencida de que Shalber había matado a su marido. Y ella se había acostado con él. Pero necesitaba aquellas caricias. David lo habría entendido.
Se acercó a la puerta de la sala de reanimación. Cogió una mascarilla de un contenedor estéril y se la puso. A continuación cruzó el umbral de ese pequeño infierno con un único condenado.
Contó los pasos mientras se acercaba a la cama de Jeremiah Smith. Seis. No, siete. Empezó a mirarlo. El pez rojo estaba al alcance de la mano. Con los ojos cerrados, rodeado de una gélida indiferencia. Ese hombre ya no era capaz de inspirar nada de nada. Ni miedo ni compasión.
Había una butaca al lado. Sandra se sentó. Apoyó los codos sobre las rodillas, entrelazó los dedos y se inclinó hacia él. Le habría gustado leer en su interior, entender qué lo había impulsado a hacer daño. En el fondo, era la misma labor que llevaban a cabo los penitenciarios, escrutar el alma humana en busca de las motivaciones profundas de cada acción. Ella, en cambio, como fotógrafa, observaba las señales de fuera, las heridas que el mal dejaba en el mundo.
Acudió a su cabeza la foto oscura del carrete de la Leica.
«Ése es mi límite», se dijo. Sin la imagen, perdida irremediablemente tal vez por un error a la hora de disparar, no era capaz de proseguir por el camino que David le había marcado.
A saber si había algo en aquella foto.
Todo lo exterior era su fuente de detalles, pero también su barrera. Entendió lo bien que le iría por una vez mirar hacia su interior y después sacarlo todo, intentar buscar el camino del perdón. Una confesión por lo menos resultaría liberadora. Por eso, de repente, empezó a hablar con Jeremiah Smith.
—Quiero contarte la historia de una corbata verde rana.
No sabía por qué lo había dicho, pero le salió así.
—Los hechos se remontan a unas semanas antes de que alguien matara a mi marido. David había regresado de un largo viaje de trabajo. Aquella noche parecía como todas las otras veces que nos veíamos después de tanto tiempo. Era una fiesta, sólo para nosotros. El resto del mundo estaba encerrado fuera de casa y nos sentíamos como si fuéramos los únicos que formásemos parte del género humano. ¿Sabes a lo que me refiero, te ha ocurrido alguna vez? —Sacudió la cabeza, divertida—. No, claro que no. Pues bien, aquella noche, por primera vez desde que nos conocíamos, tuve que fingir que lo amaba. David me hizo una pregunta de rutina. «¿Cómo estás, va todo bien?» Cuántas veces nos lo habíamos preguntado a lo largo del día, y nunca esperábamos recibir una respuesta sincera. Pero cuando le dije que todo iba bien, no se trataba de una frase de circunstancias: era una mentira… Unos días antes, había estado en el hospital para abortar —Sandra sintió que las lágrimas acudían a sus ojos, pero las frenó—. Teníamos todos los papeles en regla para ser unos padres fantásticos: nos queríamos, estábamos seguros el uno del otro. Pero él era reportero y siempre estaba de viaje para fotografiar guerras, revoluciones o desastres. Y yo, una policía a las órdenes de la Científica. No puedes dar a luz a un hijo si tu trabajo hace que arriesgues la vida, como sucedía con David. Y tampoco puedes hacerlo si ves todo lo que tengo que ver yo, cada día, en las escenas del crimen. Demasiada violencia, demasiado miedo: no era adecuado para un niño.
Lo dijo con convicción, sin dejar traslucir ningún arrepentimiento.
—Y éste es mi pecado. Lo llevaré encima mientras viva. Pero lo que no consigo perdonarme es no haber dado a David ni voz ni voto en todo esto. Aproveché que estaba fuera para tomar la decisión —Sandra dejó escapar una triste sonrisa—. Cuando volví a casa después de abortar, encontré en el baño el test de embarazo que me había hecho sola. Mi hijo, o lo que fuera que me habían sacado de dentro, no sé lo que era con apenas un mes, se quedó en aquel hospital. Lo sentí morir dentro de mí, y después lo dejé solo. Es terrible, ¿no crees? En cualquier caso, pensé que aquella criatura al menos se merecía un funeral. Así que cogí una caja y puse dentro el test de embarazo y una serie de objetos pertenecientes a su madre y a su padre. Entre ellos, la única corbata de David. Verde rana. Después me fui en coche de Milán a Tellaro, el pueblo de Liguria donde pasábamos las vacaciones. Y lo tiré todo al mar —recuperó el aliento—. Nunca se lo he dicho a nadie. Y me parece absurdo estar contándotelo precisamente a ti. Pero lo bueno viene ahora. Porque estaba segura de que sería la única que pagaría las consecuencias de mi gesto. En cambio, sin saberlo, organicé un desastre irremediable. Me di cuenta después, y ya era demasiado tarde. Junto al amor que podría haber sentido por mi hijo, también tiré el que sentía por David —se secó una lágrima—. No había manera: lo besaba, lo acariciaba, hacía el amor con él y no sentía nada. El refugio que ese niño había empezado a excavar dentro de mí para sobrevivir se había convertido en un vacío. No empecé a amar de nuevo a mi marido hasta que murió.
Cruzó los brazos en el pecho, con los hombros caídos. Abandonándose en aquella incómoda posición, empezó a sollozar. El llanto le salió a chorro, sin tregua, con un efecto liberador. No podía parar. Duró unos minutos y luego, mientras se sonaba la nariz e intentaba recuperar la compostura, se rió de sí misma. Estaba exhausta. Pero, incomprensiblemente, se sentía bien allí. «Cinco minutos más —se dijo—. Sólo cinco.» Los pitidos regulares del cardiógrafo conectado en el pecho de Jeremiah Smith, la cadencia del respirador automático que lo mantenía con vida, actuaron sobre ella con un efecto hipnótico y relajante. Cerró los ojos por un momento y, sin darse cuenta, se durmió. Vio a David. Su sonrisa. Su pelo alborotado. Su mirada limpia. Aquella mueca que hacía cada vez que la encontraba un poco triste o pensativa, adelantando el labio inferior e inclinando la cabeza hacia un lado. David la cogió de las mejillas y la atrajo hacia él para darle uno de sus larguísimos besos en los labios. «Está todo bien, Ginger.» Ella se sintió aliviada, en paz. Luego su marido la saludó con la mano y se alejó bailando claqué y entonando su canción.
Cheek to Cheek.
A pesar de que la voz le parecía la de David, en su sueño Sandra no podía saber que, sin embargo, pertenecía a otra persona. Y era del todo real.
En la sala, alguien canturreaba.
22.17 h
Después de haber asistido al gesto de Camilla que, de manera completamente imprevisible, había puesto la mano en el pecho del chico que había heredado el corazón de su hijo, Marcus, por primera vez, adivinaba una interferencia invisible y piadosa en su existencia. «Somos tan insignificantes en la inmensidad del universo que parecemos no merecer el privilegio de un Dios que se interese por nosotros», se repetía. Pero estaba cambiando de idea.
Nos encontraremos donde todo empezó.
Iba a conocer a su antagonista. Iba a recibir el premio de la salvación de Lara.
Y el lugar donde todo había empezado era la villa de Jeremiah Smith.
Detuvo el Panda frente a la reja principal. La patrulla ya no estaba de guardia y hacía tiempo que la Policía Científica se había retirado. El lugar se encontraba desolado y melancólico, como debía de estar antes de desvelar su secreto. Marcus se encaminó hacia la casa. Sólo la luna llena se oponía al poder de la oscuridad.
Los árboles del acceso principal ondeaban a causa de la fresca brisa nocturna. Las hojas se movían con risas fugaces, que corrían por su lado, burlonas, para luego apagarse a su espalda. Las estatuas que adornaban el jardín abandonado lo miraban con sus ojos vacíos.
Llegó a la casa. Habían precintado puertas y ventanas. En realidad, no esperaba que el penitenciario estuviera esperándolo allí. El dictado del mensaje era claro.
Y esta vez busca al diablo.
Aquélla era su última prueba. Sin embargo, iba a obtener las respuestas.
¿El sentido del desafío era que tenía que buscar un signo sobrenatural? Pero se repitió que los penitenciarios no estaban interesados en la existencia del demonio, es más, eran los únicos de la Iglesia que dudaban de su existencia. Siempre lo habían considerado un cómodo pretexto inventado por los seres humanos para esquivar la responsabilidad de sus propias culpas y para absolver los defectos de su naturaleza.
El diablo sólo existe porque los hombres son malvados.
Quitó los precintos de la puerta y entró en la vivienda. La luz de la luna no lo siguió al interior, se detuvo en el umbral. No había ruidos ni presencias.
Cogió la linterna de su bolsillo y con ella se abrió camino por el pasillo de paredes oscuras. Se acordó de la primera visita, cuando estuvo siguiendo la cébala de los números de detrás de los cuadros. Y, sin embargo, si el penitenciario había querido que volviera, era porque algo se le había escapado. Avanzó hasta la habitación donde habían encontrado a Jeremiah Smith agonizando.
«El diablo ya no vive aquí», se dijo.
Faltaba algo desde la vez anterior. La Policía Científica había retirado la mesilla tumbada, los añicos del vaso de leche y las migas de las tostadas. Al igual que los materiales —guantes estériles, trozos de gasa, jeringuillas y cánulas— utilizados por el equipo de la ambulancia en su intento por reanimarlo. No estaban los fetiches —la cinta para el pelo, la pulsera de coral, la bufanda rosa y el patín— con los que el monstruo evocaba a los fantasmas de sus jóvenes víctimas para que le hicieran compañía durante las largas noches de soledad.
Pero en el lugar de los objetos todavía se cernían las preguntas.
¿Qué hizo Jeremiah Smith —un hombre limitado, asocial, sin ningún atractivo— para ganarse la confianza de aquellas chicas? ¿Dónde las mantenía prisioneras durante un mes, antes de matarlas? ¿Dónde estaba Lara?
Marcus evitó preguntarse si todavía estaba viva. Había llevado a cabo su tarea con la máxima dedicación, por lo que no iba a aceptar un epílogo distinto.
Miró a su alrededor. Anomalías. «La señal no es sobrenatural —se dijo—, sino algo que sólo un hombre de fe podría reconocer.» Esta vez debía invocar un talento que temía no poseer.
Su mirada se paseó por la habitación en busca de algo que interrumpiera la normalidad. Una pequeña grieta hacia otra dimensión. El paso utilizado por el mal para extenderse.
Hay un lugar en el cual el mundo de la luz se encuentra con el de las tinieblas… Yo soy el guardián que defiende esa frontera. Pero de vez en cuando algo consigue cruzar.
Sus ojos se detuvieron en la ventana. Al otro lado del cristal, la luna le indicaba algo.
Desplegaba las alas y miraba en su dirección. El ángel de piedra estaba convocándolo.
Se encontraba en medio del jardín, junto a las otras estatuas. Las Escrituras narraban que Lucifer había sido un ángel antes de su caída. El predilecto del Señor. La idea acudió a su mente, y salió corriendo al jardín.
Se detuvo delante de la alta figura, que permanecía iluminada por un lívido resplandor.
«La policía no se ha dado cuenta de nada —se dijo observando el suelo a los pies del ángel—. Si aquí debajo hay algo, los perros de la unidad canina tendrían que haberlo olfateado.» Pero a causa de las persistentes lluvias de los últimos días los olores generados por la tierra debían de haber confundido el olfato de los animales.
Marcus apoyó las manos en la base de la estatua, la empujó y el ángel se movió, descubriendo bajo él una trampilla de hierro. No estaba cerrada con llave. Únicamente tuvo que levantar la argolla.
En la oscuridad, un fuerte olor a humedad emanó del agujero como un fétido aliento. Marcus enfocó la linterna: seis escalones conducían al abismo. Pero no se oía ninguna voz, ningún ruido.
—Lara —llamó.
Lo repitió tres veces. Una vez más. Pero no obtuvo respuesta.
Aferrándose a la escalerilla, empezó a descender.
El haz de luz recorrió aquel espacio angosto, de techo bajo y pavimento de baldosas, que en un punto se hacía más profundo. Tiempo atrás debía de haber sido una piscina, pero alguien la había transformado en una estancia secreta.
La linterna iba en busca de una presencia humana. Marcus temía encontrar solamente un cuerpo mudo. Pero Lara no estaba.
Sólo había una silla.
También era éste el motivo por el cual los perros no habían olido nada. Pero era allí donde Jeremiah las llevaba. Aquél era el escondite donde las tenía prisioneras durante un mes y al final las mataba. No había cadenas colgadas de la pared para deleitarse con juegos de tortura, ni aparatos para desahogar su sadismo o alcobas donde consumar actos sexuales. No les aplicaba tortura, ni violencia, se recordó Marcus a sí mismo: Jeremiah no las tocaba. Todo se reducía a aquella silla, junto a la cual estaba la cuerda con la que las ataba y una bandeja con un cuchillo de unos veinte centímetros con el que después les cortaba el cuello. Ésa era toda la perversa fantasía de aquel monstruo.