El tono y la mirada mientras le hacía aquella pregunta le transmitieron un inesperado sufrimiento. Era como si Jeremiah estuviera diciéndole que él debería saberlo perfectamente.
—Dímelo tú —replicó Marcus.
—El padre Devok, ese viejo loco, hizo suya la lección de los penitenciarios: creía que el único modo de detener el mal era con el mismo mal. ¿No te das cuenta de su presunción? Para conocerlo teníamos que adentrarnos en su territorio oscuro, explorarlo desde dentro, confundirnos con él. Pero algunos de los nuestros perdieron el camino y volvieron atrás.
—Es lo que te ha sucedido a ti.
—Y a otros antes que a mí —añadió Jeremiah—, todavía recuerdo cuando Devok me reclutó. Mis padres eran muy religiosos, de ellos heredé la vocación. Tenía dieciocho años, iba al seminario. El padre Devok se ocupó de mí, me enseñó a ver el mundo con los ojos del mal. Después borró mi pasado, mi identidad, me relegó para siempre a este océano de sombras —una lágrima resbaló por su rostro.
—¿Por qué empezaste a matar?
—Siempre pensé que formaba parte del grupo de los buenos y que eso hacía de mí una persona mejor que las demás —lo dijo en un tono sarcástico—. Pero llegó un momento en que necesité tener la seguridad de que no sólo era una idea mía. La única manera era ponerme a prueba. Rapté a la primera chica y la llevé al escondite. Tú ya lo has visto: no hay instrumentos de tortura, porque no encontraba placer en lo que estaba haciendo. No soy un sádico —se defendía de manera apesadumbrada—. La mantuve con vida, buscando un buen motivo para soltarla. Pero cada día lo posponía. Ella lloraba, se desesperaba, suplicándome que la liberara. Me di un mes de plazo para decidirme. Al final comprendí que no sentía ninguna compasión. Y la maté.
Era Teresa. Sandra recordó el nombre de la hermana de Mónica, la doctora que, sin embargo, a él le había salvado la vida.
—Pero todavía no estaba satisfecho. Seguía realizando mi trabajo en la Penitenciaría, identificando a criminales y más criminales sin que Devok sospechara nada. Yo era dos cosas a la vez, estaba con la justicia y con el pecado. Poco después repetí la prueba con otra chica. Y luego con una tercera y una cuarta. Les quitaba un objeto, una especie de souvenir, esperando que el tiempo me ayudara a procesar la culpa por lo que había hecho. Pero siempre obtenía el mismo resultado: no sentía piedad. Estaba tan acostumbrado al mal que no conseguía ver la diferencia entre lo que me encontraba cuando investigaba y lo que yo mismo hacía. ¿Y quieres saber la absurda conclusión de esta historia? Cuanto más daño hacía, más fácil me resultaba después desenmascarar el mal. Desde ese momento salvé decenas de vidas, impedí numerosos crímenes —rió amargamente.
—Es decir que, si ahora te mato, salvaré la vida de esta mujer y perderé a Lara —Marcus empezaba a comprender—. Si no lo hago, tú me dirás dónde está la chica, pero dispararás a la policía. En cualquier caso, estoy perdido. Yo soy tu verdadera víctima. En realidad, las dos opciones son equivalentes: quieres demostrar que sólo haciendo el mal se puede hacer el bien.
—El bien siempre tiene un precio, Marcus. El mal es gratis.
Sandra estaba conmocionada. Pero no tenía ganas de hacer de simple espectadora en aquella absurda situación.
—Deja que este imbécil me mate —dijo—, y que te diga dónde está Lara. Está embarazada.
Jeremiah la golpeó con la culata de la pistola.
—No la toques —lo amenazó Marcus.
—Muy bien, así me gusta. Quiero verte combativo. La rabia es el primer paso.
Marcus no sabía que Lara estuviera embarazada. La revelación lo turbó.
Jeremiah se percató de ello.
—¿Es más doloroso ver cómo matan a alguien delante de tus ojos, o saber que alguien se está muriendo lejos de aquí? ¿La mujer policía o Lara y el hijo que lleva en las entrañas? Decide.
Marcus necesitaba ganar tiempo. No sabía si confiar en la llegada de la policía. ¿Qué ocurriría en ese caso? Porque Jeremiah no tenía nada que perder.
—Si dejo que dispares a esta mujer, ¿quién me asegura que después me dirás dónde está Lara? En realidad, también podrías matarlas a ambas. Tal vez confías en que en ese caso suscitarás mi cólera y me veré obligado a vengarme. Tú serías el ganador.
Jeremiah le guiñó el ojo.
—Realmente he hecho un buen trabajo contigo, no se puede negar.
Marcus no lo entendía.
—¿Qué quieres decir?
—Piénsalo, Marcus: ¿cómo has llegado hasta mí?
—Por la succinilcolina que Alberto Canestrari se inyectó: te inspiraste en el último caso.
—¿Sólo por eso? ¿Estás seguro?
Marcus tuvo que reflexionar.
—Adelante, no me decepciones. Piensa en lo que llevo escrito en el pecho.
Mátame.
¿Qué intentaba decirle?
—Te daré una pequeña ayuda: hace algún tiempo decidí desvelar los secretos de nuestro archivo a familiares o conocidos de las víctimas de los casos que oficialmente habían quedado sin resolver. Sin embargo, yo los había resuelto. Pero hice desaparecer de la Penitenciaría el resultado de las averiguaciones y se lo entregué a ellos. Pensé que, dado que yo también era culpable, debía conceder la misma oportunidad a los que había hecho sufrir. Ése es el motivo de la puesta en escena de la ambulancia y la simulación del infarto. Si en vez de socorrerme la joven doctora me hubiera dejado morir, habría pagado mi deuda. En cambio, la hermana de Teresa escogió que siguiera con vida.
No había sido una buena elección, se dijo Sandra. El mal que Mónica había evitado había encontrado otro modo de manifestarse. Por eso estaban allí, porque aquella chica había sido buena. Era absurdo.
—Y, sin embargo, resultaba evidente que lo había organizado todo. Incluso me lo escribí en el pecho, para evitar equívocos… Pero nadie supo leer la palabra. ¿A qué te recuerda eso?
Marcus se concentró.
—Al homicidio de Valeria Altieri. La palabra escrita con sangre detrás de la cama. «Evil.»
—Muy bien —se complació Jeremiah—. Todos leían «Evil», el mal, pero era «Live». Buscaban una secta, una razón del símbolo triangular trazado con la sangre de las víctimas en la moqueta, y nadie pensó en una videocámara. Las respuestas siempre están delante de los ojos.
Mátame.
Y nunca las ve nadie. Nadie quiere verlas.
Marcus intuía las razones en que se basaba aquel plan inaudito.
—Como en el caso de Federico Noni. Todos veían a un chico en una silla de ruedas, nadie podía imaginar que fuera el asesino de su hermana, ni siquiera que pudiera caminar. Es lo mismo que has hecho tú: un hombre en coma, aparentemente inofensivo. Sólo hay un policía montando guardia. Después de descartar el infarto, ningún médico consigue averiguar qué tiene. Sin embargo, se encuentra bajo los efectos de la succinilcolina, que desaparecen al cabo de poco tiempo.
—La piedad es lo que nos ofusca, Marcus. Si Pietro Zini no se hubiera apiadado de Federico Noni, lo habría capturado en seguida. Si esta mujer no hubiera sentido piedad por mí, no me habría contado que abortó. Y ahora se preocupa porque Lara está embarazada —se rió con desprecio.
—Cabrón. Yo no he sentido ninguna piedad por ti —en aquella posición, a Sandra le dolía la espalda. Pero seguía pensando en cómo escabullirse. Podía aprovechar un momento en que Jeremiah estuviera distraído e intentar abalanzarse sobre él. En ese instante, Marcus, era así como se llamaba el penitenciario, ahora lo sabía, podría desarmarlo. Después, la emprendería a patadas contra ese monstruo hasta que le revelara dónde tenía recluida a Lara.
—No he aprendido nada de ti —le respondió Marcus.
—Inconscientemente has hecho tuyas esas lecciones y has llegado hasta aquí. Ahora te toca a ti decidir si quieres ir más allá —se quedó mirándolo con seriedad—. Mátame.
—No soy un asesino.
—¿Estás seguro? Para reconocer el mal es necesario tenerlo dentro. Tú eres como yo. Por eso, mira en tu interior y lo entenderás —Jeremiah colocó mejor el cañón en la cabeza de Sandra, poniéndose el otro brazo detrás de la espalda y adoptando una posición marcial. Como un verdugo listo para la ejecución—. Ahora contaré hasta tres. No te queda mucho tiempo.
Marcus alzó la pistola hacia Jeremiah: era un blanco perfecto, desde esa distancia podía acertarle fácilmente. Pero antes miró de nuevo a la mujer: vio que estaba a punto de hacer algo para liberarse. Sólo tenía que esperar a que hiciera un movimiento, después heriría a Jeremiah sin matarlo.
—Uno.
Sandra no le dio tiempo de contar: se levantó de repente, consiguiendo golpear con el hombro la pistola que Jeremiah tenía en la mano. Pero en cuanto dio el primer paso hacia Marcus, notó un espasmo en la espalda. Creyó que había recibido un disparo, pero igualmente consiguió llegar hasta él y protegerse detrás. En ese momento advirtió que no había oído la detonación. Se llevó en seguida una mano a la espalda y palpó un objeto clavado entre las vértebras. Lo reconoció.
—Dios mío.
Era una jeringuilla.
Jeremiah se reía con ganas, balanceándose en el extremo de la cama.
—Succinilcolina —exclamó.
Marcus miraba la mano que el hombre había sacado por sorpresa de detrás de la espalda. También había previsto la reacción de la mujer.
—Es increíble lo que se puede encontrar en un hospital, ¿verdad? —dijo él.
La había preparado después de disparar al agente de guardia, ése era el motivo de que se encontrara delante de la sala de fármacos. Sandra lo comprendió demasiado tarde. Primero notó un entorpecimiento de las articulaciones, que pronto se extendió hasta la garganta. No podía mover la cabeza y las piernas cedieron. Estaba en el suelo. Su cuerpo se movía a espasmos, sin que pudiera controlarlo. Después sintió que le faltaba el aliento. Era como si en la habitación ya no hubiera aire. «Como en un verdadero acuario», pensó recordando la comparación que había hecho al entrar en aquel lugar. Pero a su alrededor no había agua. Era ella la que no podía hacer acopio de oxígeno.
Marcus se abalanzó sobre la mujer: forcejeaba y estaba poniéndose azul. No sabía cómo ayudarla.
Jeremiah le mostró el tubo de goma que había al lado de la cama.
—Para salvarla tendrías que meterle esto en la garganta. O si no dar la alarma, pero primero tendrás que matarme, en otro caso no te lo permitiré.
Marcus miró la pistola que había dejado en el suelo.
—Le quedan apenas cuatro minutos, tal vez cinco. Una vez transcurridos los tres primeros, los daños cerebrales serán irreversibles. Recuerda, Marcus: en la frontera entre el bien y el mal hay un espejo. Si miras en él, descubrirás la verdad. Porque tú también…
El disparo interrumpió la frase. Jeremiah cayó hacia atrás con los brazos abiertos y la cabeza vuelta hacia el otro lado de la cama.
Marcus se desinteresó de él y de la pistola que todavía tenía en la mano después de apretar el gatillo y se concentró en la mujer.
—Te lo ruego, aguanta.
Después se dirigió a la puerta y bajó la palanca de la alarma contra incendios. Era el modo más rápido de pedir ayuda.
Sandra no comprendía lo que estaba ocurriendo. Sentía que estaba a punto de perder el sentido. Tenía fuego en los pulmones y no podía moverse, no podía gritar. Todo sucedía dentro de ella.
Marcus se arrodilló y le cogió la mano. Asistía, impotente, a la batalla silenciosa de la mujer.
—Apártese.
La voz perentoria procedía de su espalda. Hizo lo que le ordenaban y vio a una chica menuda con bata blanca que sujetaba a Sandra por los brazos, arrastrándola hacia la cama vacía más cercana. La ayudó cogiéndola de los pies. La acomodaron.
La chica tomó un laringoscopio del carrito de las emergencias. Lo introdujo en la garganta de la mujer y, con calma, hizo pasar un tubo que luego conectó a la máquina de respiración artificial. Con el estetoscopio le auscultó el tórax.
—Las pulsaciones están volviendo a la normalidad —dijo—. Tal vez hayamos llegado a tiempo.
Luego se volvió hacia el cuerpo exánime de Jeremiah Smith. Miró el agujero de bala que tenía en la sien. A continuación, la cicatriz en la de Marcus, asombrada por aquella singular analogía.
Entonces la reconoció. Era Mónica, la hermana de Teresa. Esta vez le había salvado la vida a la mujer policía.
—Márchese de aquí —le dijo la joven doctora.
Pero él no la comprendió en seguida.
—Váyase —repitió ella—. Nadie entendería por qué le ha disparado.
Marcus dudaba.
—Yo sí lo sé-añadió ella.
Él se volvió hacia la mujer policía que, mientras tanto, había recuperado el color. Atisbo un resplandor en sus ojos abiertos de par en par. Estaba de acuerdo. Le hizo una caricia y se alejó hacia una salida de servicio.
Prípiat
La puesta de sol cicatrizaba el horizonte sobre Chernóbil.
La central, plácidamente tendida junto al río, era como un volcán adormecido. En realidad, lo que parecía apagado e inofensivo estaba más vivo y era más letal que nunca, e iba a continuar esparciendo muerte y deformidad durante milenios.
Desde la carretera, el cazador podía disfrutar de la vista de los reactores entre los cuales se hallaba el número cuatro, responsable del mayor desastre nuclear de la historia, ahora envuelto en su frágil sarcófago de plomo y cemento armado.
El asfalto estaba lleno de hoyos, y la suspensión del viejo Volvo gemía con cada espasmo. Prosiguió bordeando una vasta área que albergaba bosques exuberantes. Después del accidente, a causa del viento radiactivo, los árboles cambiaron de color. La gente del lugar, todavía ignorante de lo que estaba sucediendo realmente, había acuñado la expresión «el bosque rojo».
El apocalipsis silencioso empezó el 24 de abril de 1986, a la una y veintitrés de la madrugada.
Al principio las autoridades minimizaron lo sucedido, intentando ingenuamente encubrirlo todo. Su preocupación estaba más centrada en la difusión de las noticias que en la salud pública. La evacuación del área no dio comienzo hasta treinta y seis horas después del accidente.
La ciudad de Prípiat se levantaba a poca distancia de los reactores. El cazador vio aparecer su perfil espectral detrás del parabrisas. No había ninguna luz, ninguna señal de vida entre los altos edificios de cemento construidos al mismo tiempo que la central. En el año de su abandono contaba con 47.000 habitantes. Era una ciudad moderna con cafés, restaurantes, cines, teatros, centros deportivos y dos eficientes hospitales. Las condiciones de vida eran mejores que en otros lugares del país.