Hasta aquel momento sólo se había difundido un parte médico. Decía de manera escueta que el cuadro clínico de la estudiante era bueno y que, a pesar del estrés sufrido, el feto también se encontraba en buenas condiciones.
De Michelis se acercó a Sandra soplando en un vaso de plástico.
—¿No crees que después de todo esto deberías explicarme algo?
—Tienes razón, pero te advierto que con un café no tendrás suficiente.
—Mejor, no podemos marcharnos antes de mañana por la mañana: me parece que tendremos que pasar aquí la noche.
Sandra le cogió la mano.
—Me gustaría hablar con un amigo y mantener fuera de esta historia al policía. ¿Te parece bien?
—¿Qué pasa, ya no te gustan los policías? —ironizó. Pero al ver que Sandra estaba seria, cambió de tono—. No estuve a tu lado cuando murió David. Lo mínimo que puedo hacer ahora es escucharte.
Durante las dos horas siguientes, Sandra se lo contó todo al hombre cuya integridad moral siempre le había servido de ejemplo. De Michelis la dejó hablar, interrumpiéndola sólo para pedir alguna aclaración. Cuando terminó, se sentía mucho más ligera.
—¿Penitenciarios has dicho?
—Sí —confirmó ella—. ¿Cómo es posible que tú no hayas oído hablar nunca de ellos?
De Michelis se encogió de hombros.
—En este oficio he visto tantas cosas que ya no me extraño por nada. Ha habido casos que se han resuelto de un plumazo o por motivos fortuitos y sin ninguna explicación. Pero nunca se ha relacionado este hecho con alguien que investigara paralelamente a la policía. Soy un hombre de fe, ya lo sabes. Me gusta pensar que existe algo irracional y a la vez bellísimo a lo que aferrarme cuando ya no soporto ver tanta porquería día tras día.
De Michelis le hizo una caricia, tal y como había hecho Marcus antes de desaparecer de la sala de reanimación y de su vida.
Por encima del hombro del inspector, Sandra vislumbró a dos hombres con americana y corbata que se dirigían a un agente que a su vez señalaba en su dirección. Los dos se acercaron.
—¿Es usted Sandra Vega?
—Soy yo —confirmó.
—¿Podríamos hablar un momento? —preguntó el otro.
—Por supuesto.
Le dieron a entender que era un tema confidencial y, mientras se alejaban para ponerse en un sitio apartado, le mostraron las placas de identificación.
—Somos de la Interpol.
—¿Qué ocurre?
Habló el mayor.
—Esta tarde el comisario Camusso nos ha llamado para pedir información sobre un agente nuestro, diciendo que era para usted. Se llama Thomas Shalber. ¿Nos confirma que lo conoce?
—Sí.
—¿Cuándo lo vio por última vez?
—Ayer.
Los dos se miraron. Después, el más joven le preguntó:
—¿Está segura?
Sandra empezaba a perder la paciencia.
—Claro que estoy segura.
—¿Y es éste el hombre al que vio?
Le mostraron una foto de tamaño carnet y Sandra se inclinó para verla mejor.
—A pesar del notable parecido, no sé quién es este hombre.
Los dos agentes volvieron a mirarse, y esta vez con preocupación.
—¿Estaría dispuesta a describir a la persona que ha visto a un especialista nuestro en retratos robot?
Sandra ya tenía suficiente, quería saber qué estaba pasando.
—Muy bien, chicos. ¿Quién de vosotros me dice lo que ocurre? Porque yo no acabo de entenderlo.
El más joven buscó con la mirada la aprobación del mayor. Cuando la obtuvo, se decidió a hablar.
—La última vez que se puso en contacto con nosotros, Thomas Shalber estaba siguiendo un caso como infiltrado.
—¿Por qué dice «estaba»?
—Porque se esfumó en el aire y, desde hace más de un año, no sabemos nada de él.
La noticia la dejó anonadada. Sandra no sabía qué pensar.
—Discúlpeme, si su agente es el de la foto y no saben qué ha sido de él, entonces ¿a quién he conocido yo?
Prípiat
Los lobos se llamaban por las calles desiertas, aullando su nombre al cielo negro. Ellos eran ahora los amos de Prípiat.
El cazador podía oírlos mientras, en el rellano de la undécima planta del edificio 109, intentaba echar abajo la puerta de casa de Anatoli Petrov.
Los lobos sabían que el intruso no había dejado la ciudad y ahora estaban buscándolo.
No podría marcharse antes de la salida del sol. Las manos le dolían por el frío y no conseguía vencer la resistencia de la cerradura. Pero al final la abrió.
El piso era de las mismas dimensiones que el de al lado. Todo estaba intacto.
Habían precintado las ventanas con trapos y cinta aislante, para protegerse de las corrientes. Anatoli debió de tomar esa precaución inmediatamente después del accidente nuclear, para impedir que entrara la radiación.
El cazador vio el cartelito con su foto en el uniforme de la central que estaba colgado en la entrada. Tendría unos treinta y cinco años. Cabello liso y rubio, con un flequillo que le cubría la frente.
Gafas de miope con montura gruesa bajo las que se adivinaban unos vacíos ojos azules. Labios delgados solapados por una pelusa clara. Su puesto en el trabajo era «técnico de turbinas».
El cazador miró a su alrededor. La decoración era modesta. En el comedor podía verse un sofá de terciopelo estampado con flores y un televisor. En un rincón había dos urnas de cristal, vacías. Una librería recubría parte de una pared. El cazador se acercó para leer el lomo de los volúmenes. Había textos de zoología, antropología y muchos de etología. Había autores como Darwin, Lorenz, Morris o Dawkins. Estudios sobre el aprendizaje animal, sobre las condiciones ambientales de las especies y tratados sobre la relación entre el instinto y los estímulos externos. Lecturas que no tenían nada que ver con el trabajo de técnico de turbinas. Más abajo había unos cuadernos bien colocados, unos veinte, todos numerados.
El cazador no sabía qué pensar. Pero la conclusión más importante era que Anatoli Petrov vivía solo. No se adivinaban signos de la presencia de una familia. Ni de un niño.
Fue presa de una momentánea desazón. Ahora estaba obligado a quedarse toda la noche. No podía encender un fuego, porque la combustión amplificaría los efectos de la radiación. No llevaba comida, sólo agua. Tendría que encontrar mantas y alguna lata de conserva. Mientras llevaba a cabo la búsqueda, se dio cuenta de que faltaba ropa en el armario del dormitorio y de que las repisas de la despensa estaban vacías. Todo hacía pensar que Anatoli había sido tan previsor que salió de Prípiat inmediatamente después del accidente en el reactor de Chernóbil, antes de la evacuación masiva. No lo había abandonado todo de prisa y corriendo como los demás. Probablemente no se había creído los mensajes de tranquilidad de las autoridades que, nada más ocurrir el desastre, repetían a la población que permaneciera en sus casas.
El cazador se preparó una cama improvisada en el comedor, usando los cojines del sofá y algún edredón. Pensó emplear un poco del agua que llevaba para lavarse la cara y las manos y quitarse al menos un poco de polvo radiactivo. Sacó la cantimplora de la bolsa y, junto a ella, también salió el conejito de trapo que había pertenecido al falso Dima. Lo puso al lado del contador Geiger y la linterna, de manera que le hiciera compañía en aquella situación absurda. Sonrió.
—Tal vez tú puedas echarme una mano, viejo amigo.
El muñeco se limitó a mirarlo con su único ojo. Y el cazador se sintió estúpido.
Casualmente dirigió la mirada a la fila de los cuadernos de la librería. Escogió uno al azar —el número seis— y se lo llevó a la improvisada cama con la intención de hojearlo.
No tenía título y estaba escrito a mano. Los caracteres en cirílico presentaban una grafía concisa y ordenada. Leyó la primera página. Era un diario.
14 de febrero
Tengo intención de repetir el experimento número 68, pero esta vez cambiaré sensiblemente el método de aproximación. El objetivo es el de demostrar que el condicionamiento ambiental actúa sobre el comportamiento, invirtiendo la dinámica de impresión. Con esta finalidad, hoy he comprado en el mercado dos ejemplares de conejo blanco…
El cazador levantó de repente la mirada hacia el conejito de trapo. Era una extraña coincidencia. Y a él nunca le habían gustado las coincidencias.
22 de febrero
Los dos ejemplares se han criado por separado y han alcanzado la madurez suficiente. Hoy empezaré a cambiar las costumbres de uno de los dos…
El cazador miró las urnas que descansaban en la habitación. Era allí donde Anatoli Petrov tenía a sus cobayas. El comedor era una especie de laboratorio.
5 de marzo
La falta de comida y el uso de electrodos han hecho que uno de los conejos sea más agresivo. Su índole pacífica se está transformando gradualmente en un instinto primario…
El cazador no entendía nada. ¿Qué intentaba demostrar Anatoli? ¿Por qué se dedicaba con tanta abnegación a aquella actividad?
12 de marzo
He reunido a los dos ejemplares en una sola vitrina. El hambre y la agresividad inducida han producido sus frutos. Uno ha atacado al otro, hiriéndolo mortalmente…
Horrorizado, el cazador se levantó del sofá y fue a la librería a coger más cuadernos. En algunos incluso había fotos con sucintos comentarios al pie. Las cobayas se veían obligadas a adoptar comportamientos que no formaban parte de su naturaleza. Todo ello lo provocaba dejándolas en ayunas y sin agua durante bastante tiempo, manteniéndolas a oscuras o a plena luz, aplicándoles pequeñas descargas eléctricas o suministrándoles fármacos psicóticos. En sus ojos se podía adivinar el terror mezclado con la locura. El experimento siempre terminaba de manera violenta, porque uno de los ejemplares mataba al otro, o bien era el mismo Anatoli quien los eliminaba a ambos.
El cazador se fijó en que en el último cuaderno —el noveno— se refería a otros posteriores que, sin embargo, no estaban en la librería. Probablemente, Anatoli Petrov se los había llevado consigo, abandonando los que consideraba de menos valor.
Fue una anotación en lápiz en la última página lo que lo impresionó especialmente.
… Todos los seres vivos en la naturaleza matan. Sin embargo, sólo el hombre lo hace más allá de la necesidad, por puro sadismo, que es el placer de infligir sufrimiento. La bondad o la maldad no son categorías morales. En estos años he demostrado que se puede instilar una rabia homicida en cualquier animal, anulando el legado de su especie. ¿Por qué el hombre tendría que ser la excepción?…
Al leer aquellas palabras, el cazador sintió un escalofrío. De repente la mirada insistente del conejito de peluche lo molestó. Alargó la mano para cambiarlo de sitio e, involuntariamente, golpeó la cantimplora, que al caer deslizó un chorrito de agua en el suelo. Cuando fue a recogerla, advirtió que el rodapié de debajo de la librería había absorbido parte del líquido. El cazador derramó un poco más de agua. También desapareció.
Observó la pared y valoró las proporciones de la habitación, hasta que intuyó que detrás del mueble había algo, tal vez un doble fondo.
Además descubrió que en las baldosas de delante de la librería había una raspadura circular. Se agachó para poder examinarla de cerca. Apoyándose en las manos, sopló a lo largo del surco para quitarle el polvo que lo había llenado durante los años. Cuando terminó, se puso de pie y lo observó. Describía un perfecto arco de ciento ochenta grados.
La librería era una puerta, y el uso continuo había provocado aquella marca en el suelo.
Aferró uno de los estantes y tiró de él hacia sí para abrirla. Pesaba demasiado. Decidió sacar los libros. Empleó varios minutos en dejarlos en el suelo. A continuación volvió a intentarlo y empezó a notar que la librería se deslizaba por unas guías. Un momento después, consiguió abrirla.
Detrás se encontró con una segunda puerta, cerrada con dos pestillos.
En el centro había una mirilla y al lado un interruptor que sin electricidad servía de poco. El cazador intentó de todos modos echar un vistazo dentro, sin éxito. Decidió abrir también ese vano. Tardó un poco en hacer girar los pestillos porque el metal se había oxidado con el paso del tiempo.
Cuando lo consiguió, se encontró delante de una oscura boca. El hedor lo obligó a retirarse. Luego, con una mano en la boca, recobró la linterna y la enfocó hacia el cuchitril.
Medía un par de metros cuadrados, el techo tenía apenas un metro y medio de altura.
La parte interior de la pequeña puerta y las paredes estaba recubierta de un material blando de color oscuro, parecido a las esponjas que se usan para insonorizar espacios. Había una bombilla de bajo voltaje protegida por una reja metálica. En una esquina se podían ver dos cuencos. El revestimiento de las paredes estaba sembrado de arañazos, como si hubiera habido un animal encerrado.
El foco de la linterna iluminó algo brillante al fondo de aquella celda. El cazador se acercó, recogió un pequeño objeto y lo examinó.
Una pulsera de plástico azul.
«No, aquí no había un animal», pensó con horror.
Y, además, llevaba inscrito en cirílico:
«Hospital Estatal de Kiev. Unidad de Maternidad.»
El cazador se puso de pie, incapaz de permanecer en la habitación. Sacudido por arcadas de vómito, se precipitó hacia el pasillo. En la oscuridad, se apoyó en una de las paredes, temiendo desmayarse. Intentó calmarse y, al final, consiguió recuperar el aliento. Mientras tanto, en su mente iba tomando forma una explicación. Le disgustaba que hubiera una motivación lúcida y racional para todo aquello. Y, sin embargo, sabía cuál era.
Anatoli Petrov no era un científico. Era un sádico enfermo, un psicópata. En su experimento se escondía una obsesión, como la de los niños que matan una lagartija con una piedra. En realidad no se trata sólo de un juego. Hay una extraña curiosidad que los empuja hacia la muerte violenta. No lo saben, pero están experimentando por primera vez el placer de la crueldad. Son conscientes de que han quitado la vida a un ser inútil y de que nadie los reñirá por ello. Pero Anatoli Petrov debió de cansarse pronto de los conejos.
Por eso raptó a un recién nacido.
Lo crió en cautividad y lo usó como cobaya. Durante años lo sometió a todo tipo de pruebas con el objeto de condicionar su naturaleza. Provocó en él un instinto homicida. ¿Naces o te haces bueno o malo? Ésta era la pregunta que pretendía responder.