El Tribunal de las Almas

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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

BOOK: El Tribunal de las Almas
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«Cuando la justicia ya no es posible, sólo quedan dos opciones: el perdón o la venganza.»

Roma, la ciudad eterna, luminosa y sublime, tiene también su reverso oscuro. Entre sus calles más antiguas se esconden los enigmas y misterios que permiten reconstruir su verdadera historia. En esta Roma oculta existen ciertos lugares marcados por el tiempo que custodian los secretos que no quieren ser descubiertos.

Con la desaparición de Lara, una joven y excepcional estudiante, empezarán a salir a la luz hechos terribles que sucedieron en el pasado, casos archivados sin resolver. Alguien está trazando el mapa de ciertos crímenes que parecían destinados al olvido, pero… ¿Quiénes están detrás de todo esto? ¿Qué persiguen? Puede que las respuestas escapen a la imaginación de la mente humana.

Aclamado por la crítica internacional y por miles de lectores en todo el mundo, Donato Carrisi teje una magnífica trama, ágil y vibrante; un puzle estremecedor que el lector no conseguirá descifrar hasta la última página. Una novela fuera de serie de un autor que se ha situado en la primera línea del panorama literario mundial.

Donato Carrisi

El Tribunal de las Almas

ePUB v1.0

Dirdam
02.06.12

Título original:
Il Tribunale delle anime

Donato Carrisi, 2011

Traducción: Maribel Campmany, 2012

Foto de la portada original: Brooke Shaden

Editorial: Planeta

ISBN: 9788408007593

Editor original: Dirdam (v1.0
)

ePub base v2.0

No hay testigo más terrible ni acusador más implacable que la conciencia que mora en el seno de cada hombre.

Polibio

07.37 h

El cadáver abrió los ojos.

Se encontraba tendido en una cama, boca arriba. La habitación era blanca, iluminada por la luz del día. De la pared, justo frente a él, colgaba un crucifijo de madera.

Observó sus manos, tendidas a los lados sobre las sábanas blancas. Era como si no le pertenecieran, parecía que fuesen de otra persona. Levantó una, la derecha, y la sostuvo ante sus ojos para verla mejor. Fue entonces cuando palpó las vendas que le cubrían la cabeza. Estaba herido, pero se dio cuenta de que no sentía dolor.

Se volvió hacia la ventana. El cristal le devolvió el débil reflejo de su rostro. En ese momento le asaltó el miedo. La pregunta le hizo daño. Pero todavía más ser consciente de no conocer la respuesta.

«¿Quién soy?»

Cinco días antes

00.03 h

La dirección se hallaba en las afueras de la ciudad. A causa del mal tiempo y del navegador, que no conseguía localizar la calle, tardaron más de media hora en dar con aquel lugar apartado. Si no hubiera sido por la pequeña farola que alumbraba la entrada del camino de acceso, habrían pensado que se trataba de un paraje deshabitado.

La ambulancia avanzó lentamente por un jardín en estado de abandono. El parpadeo de la luz de emergencia despertó de la oscuridad ninfas recubiertas de musgo y venus mutiladas, que saludaron a su paso con sonrisas torcidas, interpretadas con gestos elegantes e incompletos. Danzaban inmóviles, sólo para ellos.

Una vieja villa los acogió como un puerto seguro en medio de una tormenta. No se distinguían luces en el interior. Sin embargo, la puerta se encontraba abierta.

La casa estaba esperándolos.

Eran tres: Mónica, una joven internista a la que esa noche le tocaba guardia en urgencias; Tony, un enfermero profesional con una dilatada experiencia a sus espaldas en servicios de emergencia, y el conductor, que permaneció en la ambulancia mientras los otros dos desafiaban el temporal y se dirigían hacia la casa. Antes de cruzar el umbral, trataron de llamar en voz alta la atención de los habitantes.

Nadie respondió. Entraron.

Olía a rancio. La luz tenue y anaranjada de una hilera de lámparas dibujaba un largo pasillo de paredes oscuras. A la derecha, una escalera conducía al piso superior.

En la habitación del fondo se vislumbraba un cuerpo exánime.

Corrieron a prestarle auxilio y se encontraron en una sala de estar con todos los muebles cubiertos por sábanas blancas, excepto un viejo sillón, situado en el centro, justo frente a un anticuado televisor. En realidad, todo en ese lugar sabía a viejo.

Mónica se puso a cuatro patas sobre el hombre tendido en el suelo, que respiraba con dificultad, al mismo tiempo que llamaba a Tony para que acudiera a su lado con todo lo necesario.

—Está cianótico —constató.

Tony se aseguró de que las vías respiratorias no estuviesen obstruidas. Después le colocó el balón de reanimación en la boca, mientras Mónica le revisaba el iris con una linterna.

Aparentaba unos cincuenta años como mucho y estaba inconsciente. Llevaba un pijama de rayas, zapatillas de piel y una bata. Su aspecto era de dejadez, con barba de algunos días y el poco pelo que todavía permanecía en su cabeza, en desorden. Con una mano aferraba todavía el móvil con el que había llamado al número de emergencias, para comunicar que padecía fuertes dolores en el pecho.

El hospital más cercano era el Gemelli. Cuando había un código rojo, el médico de guardia se unía al personal de la primera ambulancia disponible.

Por eso estaba Mónica allí.

Había una mesilla volcada, un cuenco roto, leche y galletas esparcidas por todas partes, mezcladas con orina. El hombre debió de sentirse mal mientras miraba la televisión, y se lo había hecho encima. Era un clásico, pensó Mónica. Varón de mediana edad que vive solo tiene un infarto y, si no consigue pedir ayuda, por lo general se descubre su cadáver cuando los vecinos empiezan a notar el mal olor. Pero en esa casa aislada las cosas no habrían ido así. Si no tenía familiares próximos, podían haber pasado años antes de que alguien se hubiera dado cuenta de lo que había ocurrido. De todos modos, era una escena demasiado cotidiana para ella, y sintió pena por él. Al menos hasta que le desabrocharon la camisa del pijama para practicarle el masaje cardíaco. En el pecho había una palabra escrita.

Mátame.

La doctora y el enfermero hicieron como si no lo hubieran visto. Su deber era salvar vidas. Pero desde ese instante imprimieron a todos sus movimientos una perceptible premura.

—La saturación está bajando —dijo Tony, tras haber comprobado los valores del oxímetro. No le llegaba el aire a los pulmones.

—Tenemos que intubarlo o lo perderemos —Mónica cogió el laringoscopio del maletín y se situó detrás de la cabeza del paciente.

De ese modo permitió que el campo de visión del enfermero se ampliara y vislumbró un resplandor inesperado en sus ojos. Un desconcierto que no supo interpretar. Tony era un profesional avezado a todo tipo de situaciones y, sin embargo, algo lo había inquietado. Algo que se encontraba justo detrás de ella.

En el hospital, todos conocían la historia de la joven doctora y su hermana. Nadie le había comentado nunca nada, pero ella se daba cuenta cuando la observaban con compasión e inquietud, preguntándose en su interior cómo se podía vivir con un peso como aquél.

En ese momento, en el rostro del enfermero podía ver la misma expresión, pero mucho más pronunciada. Así que Mónica se volvió un instante y contempló lo que Tony había descubierto.

Un patín de cuatro ruedas abandonado en un rincón de la habitación, llegado directamente del infierno.

Era rojo, con hebillas doradas. Idéntico a su gemelo, que no se encontraba allí, sino en otra casa, en otra vida. Mónica siempre los había considerado un poco
kitsch.
En cambio, Teresa creía que eran
vintage.
Ellas también eran gemelas, así que a Mónica le pareció verse a sí misma cuando encontraron el cadáver de su hermana en un claro junto al río, una fría mañana de diciembre.

Tenía sólo veintiún años, y la habían degollado.

Dicen que los gemelos sienten cosas el uno del otro, incluso a kilómetros de distancia, pero Mónica no lo creía. Ella nunca había notado ninguna sensación de miedo o de peligro mientras secuestraban a Teresa un domingo por la tarde, después de que hubiera estado patinando con sus amigas. Encontraron su cuerpo un mes más tarde, con la misma ropa que llevaba cuando desapareció.

Y con aquel patín rojo, que era como una prótesis en el pie del cadáver.

Hacía seis años que Mónica lo conservaba, preguntándose qué habría sido del otro y si algún día volverían a encontrarse. ¿Cuántas veces había intentado imaginar el rostro de la persona que se lo había quedado? Con el tiempo, se había convertido en una especie de juego.

Ahora, tal vez Mónica se hallara ante la respuesta.

Miró al hombre que se encontraba tendido bajo ella. Sus manos agrietadas y rechonchas, los pelos que le asomaban por la nariz, la mancha de orín en la entrepierna del pantalón. No tenía el aspecto de un monstruo, como siempre había imaginado. Estaba hecho de carne. Era un ser humano corriente y, por añadidura, con un corazón frágil.

Tony la apartó de sus cavilaciones.

—Sé lo que estás pensando —le dijo—. Podemos parar cuando quieras. Nos quedamos aquí esperando a que pase lo que tenga que pasar… Tienes que decírmelo tú. No lo sabrá nadie.

Fue él quien lo propuso, quizá porque la había visto dudar con el laringoscopio suspendido sobre la boca jadeante del hombre. Una vez más la internista observó su pecho.

Mátame.

Tal vez era lo último que vieron los ojos de su hermana mientras la degollaba como a un animal en el matadero. No era una cálida palabra de consuelo, como podría desear cualquier criatura humana que está a punto de dejar para siempre esta vida. De ese modo, su asesino había querido mofarse de ella. Y se había regodeado con ello. Tal vez Teresa incluso hubiera invocado su propia muerte con tal de que todo acabase en seguida. Mónica apretó el mango del laringoscopio con rabia. Los nudillos se le pusieron blancos.

Mátame.

Ese miserable se había tatuado la palabra en el esternón, pero cuando se sintió mal llamó a urgencias. Era como todos los demás. Él también tenía miedo a morir.

Mónica excavó en su interior. Quienes conocían a Teresa sólo veían en ella un engañoso duplicado, la estatua de un museo de cera, la copia de una añoranza. Para sus padres, ella representaba lo que su hermana podría haber sido y nunca sería. La veían crecer y buscaban a Teresa. Ahora Mónica tenía la oportunidad de diferenciarse y liberar el fantasma de la gemela que albergaba. «Soy médica», se recordó a sí misma. Le habría gustado encontrar dentro de ella un atisbo de piedad por el ser humano que se encontraba tendido ante ella, o el temor de una justicia superior, o quizá algo que se pareciera a una señal. En cambio, reparó en que no sentía nada. Entonces intentó encontrar desesperadamente algo que hiciera que dudase, que la convenciera de que ese hombre no tenía nada que ver con la muerte de su hermana gemela. Pero, por mucho que pensara, sólo podía haber una razón por la cual ese patín rojo estuviera allí.

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