Quedaron impresionados al ver a los guardias de
la porra
, con sus salacots blancos como si fueran de cacería. Controlaban la circulación discrecionalmente en ausencia de aparatos de señales. Al ver avanzar la procesión de quintos como desfile de hormigas gigantes, transformaron su abulia en gestos nerviosos, estimulados por la autoridad dimanada de los bigotudos sargentos. Con ademanes desusadamente enérgicos, y haciendo sonar el silbato, detenían el movimiento para que ellos pudieran seguir su ruta sin interrupción. Llevaban unos abrigos azul oscuro que les llegaba a los tobillos, y les cruzaba el pecho y la cintura un vistoso correaje blanco, a juego con el casco y los guantes.
Tras la escalada de la prolongada cuesta llegaron sin resuello a una gran plaza con gran movimiento de personas, animales y automóviles, en cuyo centro había una puerta grande y de aspecto sólido.
—La puerta de Toledo —identificó Antón.
Sin detenerse cruzaron ante ella observando que bajo sus arcos cruzaban coches, carros, tranvías y personas hacia una calle que subía todavía más.
—¿Qué coño de ciudad es ésta, con tantas cuestas? —exclamó Manín.
Enfilaron por el bulevar de la ronda de Toledo, entre árboles deshojados mientras los carros, tranvías y coches circulaban por las concurridas calles de los laterales. La larga hilera avanzaba sin detenerse, tratando de evitar las cagadas de los animales de tiro y de carga. Muchos viandantes se paraban a contemplar la espectacular fila de jóvenes demacrados, y prorrumpían en aplausos y vivas, arengándoles. Manín sólo veía casas viejas, feas y deterioradas entre grandes solares con basura. Se lo indicó a Antón.
—Sí, ésta es una parte vieja. Pero la zona nueva es otra cosa.
A la izquierda, a la entrada de un edificio de estilo neomudéjar, una larga cola de gente con bultos esperaba pacientemente.
—¿Qué les pasa a ésos? —dijo Pedrín.
—Es la Casa de Empeño —aclaró Antón—. Llevan sus ropas: trajes, pantalones, zapatos, sábanas, mantelerías… Les dan un poco de dinero y una papeleta. Si pueden, lo recuperan. Si no, lo pierden. Hay un mercado de papeletas, gente que compra esas papeletas a quienes finalmente no tienen dinero para sacar sus bienes. Antes de perderlo todo venden lo empeñado a estos subasteros a un precio mucho menor de su valor.
Manín miró a la gente, cuyo aspecto estaba acorde con su situación. El pueblo mísero, sin esperanzas de redención. Cuando volvió la vista al frente sus ojos estaban encendidos de vergüenza y frustración.
Finalmente el bulevar terminó y desembocaron en una inmensa plaza alargada, muy animada de gente, carros, tranvías y taxis negros cuadrados como cajas de muertos. Enfrente, la imponente mole de hierro oxidado de la estación ferroviaria parecía una boca gigantesca deseando engullirles.
Salí temprano para evitar el tapón diario en la N–VI y viajar sin prisas. Pude pasar el túnel de Guadarrama sin agobios. El día anterior había llamado a Oviedo.
—¿Sí?
—¿Eduardo?
—Yo mismo. ¿Quién es?
—Corazón.
Hubo una pausa.
—¡Joder! ¿Realmente eres tú? ¿Dónde andas?
—En Madrid. Pero iré a verte pronto. ¿Cómo te va?
—Bien, bien. Pero dices que vas a venir. ¿Cuándo?
—Mañana o pasado.
—¡Viejo bandido! No das una puta noticia y de repente te echas encima. No has cambiado.
—¿Maite y tus hombres?
—Bien. Le diré que vienes. No se lo creerá.
—Te llamaré cuando llegue a Oviedo.
—Mantente vivo. —Colgó.
Eduardo. Mi amigo de infancia. En el mismo colegio Cervantes, en el mismo Instituto de San Isidro, en la misma cátedra de Derecho, en el mismo gimnasio, en la misma Academia de Policía de Ávila donde ambos salimos de inspectores. Amigos inseparables en determinadas épocas, como Valentín y Alfredo, a los que llevo años sin ver. Nos casamos en el mismo año, pero ahí termina la similitud. A él le han ido naciendo hijos hasta la media docena. Todos chicos.
Mientras avanzaba por los campos infinitos vacíos de gentes y de árboles me vino a la mente mi ex mujer. Allí estaba, con sus ojos verdes y sus hoyuelos. Carlos me había dicho que se iba a casar «con un amorfo imposible de creer». Bueno. Habían pasado ocho años desde la separación. Ya era tiempo de que las amarras soltadas de hecho tuvieran refrendo de derecho. Pero algo pertinaz aparecía al pensar en ella. ¿Pudo evitarse el alejamiento? Yo la amaba, pero ella dejó de hacerlo. Cierto que mi temperamento, agrietado por el accidente de Diana y sus consecuencias, impuso unos condicionantes que ella no supo o no quiso entender. Nunca comprendió el inconsolable pozo de la tragedia. En vez de involucrarse en el horror impensado, dando lo mejor de sí en los momentos en que más la necesitaba, propuso unas actuaciones ajenas a las prioridades lógicas, que finalmente devinieron en una barrera infranqueable entre los dos.
Hubimos de casarnos en breve plazo por imposición de sus padres. El hijo incubado debería nacer ya en un matrimonio, como era menester para su nivel social. Así se hizo. En 1977, y con sólo veinte años ambos, le di las trece pesetas ante un cura. Resultó una boda muy lucida, ya que la familia de Paquita tiene buenas alforjas. Fui presentado a los familiares y amigos de los progenitores como «un estudiante aventajado en Derecho». En los momentos de intimidad previos, durante y posteriores a la boda, ella me manifestó dos sentimientos contrapuestos que disociaban el horizonte que yo preveía incondicional para sellar el común destino: su felicidad por casarse conmigo y su terror a tener hijos. Pero el hijo nació a su pesar, lo que después constituyó para ella un motivo de orgullo y gozo. Vivíamos en el chalé de Somosaguas de sus padres, quienes generosamente nos albergaron. Gente de trato excelente, en ningún momento destilaron motivos para que pudiera pensar que estaba en casa extraña o viviendo del cuento. Yo mantenía mi dignidad trabajando de profesor de artes marciales en el gimnasio Ishimi. Me dejaba tiempo libre y un dinero para cubrir nuestras necesidades. Era un hijo y un hermano más. Guardo buenos recuerdos de esa etapa. Después, desde el 79 al 82, tuve que pernoctar en Ávila, mientras estudiaba en la Academia de Policía. Durante los permisos y reencuentros, de nuevo ella quedó embarazada. Esta vez no se sometió a «esa tortura que los hombres no imagináis». Nadie se enteró. Un fin de semana hicimos un viaje a Londres donde le practicaron el aborto y la ligazón de trompas, sin que en ningún momento hubiera conectado con mis sentimientos respecto a si yo quería o no al segundo retoño. Al salir de inspector, me destinaron a Sevilla. Allí vivimos felices, con visitas esporádicas de y a los familiares. En 1985 pasé a un nuevo destino: Santander. Fue estando allí cuando en 1988 el azar me retó con un órdago demoledor. En un viaje de mis padres, Diana y una amiga a Benidorm, ocurrió el accidente. Conducía Eufemia, pero Diana se atribuyó la causa de la desgracia. La prueba fue muy dura. La amiga y mis padres muertos, Diana con múltiples fracturas, que dieron lugar a reiteradas y desesperantes operaciones, además de las, para mí, alienantes sesiones con psicólogos. ¿Cómo puede no entenderse una tragedia semejante en la vida de una persona? ¿Cómo una esposa amante puede desoír la necesidad de comprensión y ayuda demandada por la situación de indefensión del compañero? ¿Cómo puede el elegido por la fatalidad transmitir la vibración de los recuerdos vividos en la niñez y en la adolescencia, etapas que marcan toda una vida y que de repente reclaman un espacio dentro de los actos cotidianos? Paquita no entendió ni soportó los constantes viajes a Madrid para auxiliar a Diana, que había quedado sola y en un estado de terror y de culpa que no ayudaban a menguar las intervenciones médicas.
Diana rehusó volver a la casa paterna porque las paredes le gritaban. Tuve que alquilar un apartamento, en el que vivió con Berta, una de sus mejores amigas, y con la asistencia de una enfermera que contraté. Los viajes continuos a Madrid afectaron al servicio policial y la relación con mi trabajo se resintió hasta tal punto que me apartaron de los casos que tenía encomendados. Fue penoso comprobar que estaba perdiendo la sensibilidad como policía. No desarrollaba los asuntos convenientemente. En el fondo me importaba un comino.
—Eres uno de los mejores policías del Cuerpo. Te avalan los casos resueltos, tu intuición y la forma de desarrollar tu trabajo. ¿Dónde has echado todo eso? —me dijo el comisario, una mañana recién llegado de Madrid, y lo único que hice fue encerrarme en mi despacho sin querer ver a nadie.
Les pedí comprensión, que no tuvieron. Y en esa noche profunda se cerró el círculo. Paquita sacó a relucir todas sus amarguras y sus impotencias para adaptarse a mi infierno. Volvió a Madrid con sus padres y se llevó a Carlos, a pesar de la resistencia del niño. Él era ya el único nexo que nos unía. Cuando Diana mejoró definitivamente, todos habíamos perdido dos años.
Un día de 1990 me contemplé en el espejo del cuarto de baño, mientras me afeitaba. Normalmente uno se ve a diario para el aseo, pero sin mirar con profundidad a quien copia nuestros movimientos desde el otro lado de la pulida superficie. Es una visión repetida. Aquel día me adentré en la imagen vidriosa. Intenté, como en un cómic de
Mandrake el Mago
, traspasar la superficie y penetrar en ese mundo donde todo está al revés, para analizarme desde allí. Tras un rato de profunda contemplación en el silencio relativo de la casa, concluí que aquel hombre que me miraba no era yo. Era un tipo enjuto, de mirada acerada y gesto frío, donde las líneas de afabilidad habían huido. Y ese hombre concluyó que en la policía, como lugar de trabajo, hay los mismos cabrones que en cualquier otro empleo, por lo que la idealización del Cuerpo se deshizo. El tipo del espejo ya no era el policía ejemplar, sino algo que lo trascendía. Esa misma mañana hice un trato con el Cuerpo y me retiré días después. ¿Cuáles eran mis aptitudes? Saqué mi licencia y me anuncié como detective. Sin jefes, sin órdenes. Sólo mi capacidad. Volví a fijar mi residencia en Madrid y ejercité una actividad laboral de muchas horas diarias; primero con los amigos y luego con lo que iba captando en un círculo que se ampliaba. Me lo tomé en serio porque no era sólo un trabajo sino una forma de sobrevivir, de no abandonar el campo a la desesperación. Conseguí solucionar acertadamente casos que la policía no supo o no pudo gestionar con éxito. Y cuando el teléfono empezó a repicar con frecuencia en el despacho, integré en la experiencia a Sara y, luego, a David. La agencia tiene merecida fama. Resolvemos todos los casos encomendados.
Paré en Benavente. Eché gasolina y tomé un vaso de leche. El camino hasta allí había sido por autovía. Hasta León sería por carretera. El sol estaba atrapado en unas nubes plomizas y los campos estaban inundados de verde, alta la míes, esperando el estallido de la primavera. Decidí cruzar la ciudad para subir por el puerto de Pajares, lo que me permitiría experimentar el sentir de tantas generaciones de asturianos que cruzaron esa barrera cargados con sus nostalgias. Asturias fue durante siglos una isla. Hacia Galicia y hacia el interior de la Península no había carreteras, sólo caminos de herradura y, más tarde, tortuosos viales para neumáticos. Por eso el carácter predominantemente cerrado de los astures y la indesmayable fe en sus tradiciones. Quería entrar en la Asturias de 1943 Y para ello debía abstraerme de los hitos modernos que encontrara por el camino. Volví al coche y me llegó la imagen de Eduardo, a quien vería en poco tiempo. Inicialmente, un caso similar al mío. Novia embarazada y boda por las prisas. Obligadas separaciones físicas con reencuentros que originaron más embarazos. Al tercero ya pudieron vivir juntos. Y así continúan, ejemplarizando un pacto familiar tan estable como envidiable. También en lo profesional su camino ha sido placentero. De su primer destino en Vizcaya pasó a Asturias, de donde puede que le destinen a otro lugar, porque pronto le nombrarán comisario. Podría ayudarme en las pesquisas. En ese punto apareció José Vega. Le veía ahí mismo, como si lo tuviera delante. Doscientas cincuenta mil pesetas. Qué barbaridad. Según José, si no hubiera habido doble desaparición, es seguro que la cosa habría quedado como que su padre se había esfumado intencionadamente.
Atravesé la grande y bella ciudad de León e inicié la subida al puerto, que al principio es lenta y atraviesa pueblos en curvas y se hace empinada desde Busdongo. Había nieve en las laderas y vertientes de la línea cero del puerto. Por encima y a la izquierda, como centinelas inconquistables, las ingentes cumbres de la cordillera se desafiaban hasta el infinito en una sinfonía perenne de verdes y blancos. Inicié la lenta y sinuosa bajada sintiendo una soledad poderosa, como si miles de asturianos estuvieran sollozando a la vez. De su isla salían por mar para América, como emigrantes o soldados. Por tren, y antes por carretera, hacia Madrid como destino o como paso para África. Y ahí estaban los fantasmas de los que cruzaron Pajares en una u otra dirección.
Veía jirones de canciones y sufrimientos en cada curva y en los ralos árboles hostigados de vientos.
Aparqué cerca de la catedral. Oviedo me produce siempre una tristeza indefinida. Tiene que ver con lo que sostiene mi viejo portero asturiano, Ovidio, y no con su actualidad. Oviedo es bonita, limpia, y centro de irradiación cultural, pero no es la gran ciudad focal que muchos asturianos reclaman como derecho, cargándose de razones para establecer el origen específico de la noción de España en esta capital visigoda surgida de las brumas del alto medievo. «España es Asturias, y el resto, terreno conquistado», dicen los asturianos, basándose en el hecho innegable de que aquí empezó la Reconquista. «Hay peregrinaciones a lugares con menos entidad que la que se deriva del nacimiento de una nación», dice Ovidio. Quizás esa nostálgica demanda de lo que nunca llegó a ser es lo que me invade cuando veo el musgo milenario sostenerse en los viejos caserones carcomidos.
Llamé a Eduardo desde una cafetería, mientras contemplaba la catedral a través del vidrio. Está inconclusa. Le falta la torre izquierda. Podría construirse, pero sigue vigente la permanente batalla entre los conservacionistas de lo que hay y los que prefieren terminar los proyectos, no importa cuántos siglos más tarde. Aunque mejor una que ninguna. Recordé haber leído que en los primeros días de octubre de 1934 los revolucionarios de la proclamada «República de obreros y campesinos de Asturias» habían intentado varias veces destruirla. No fue por sentirse agraviados con el secular poder de la Iglesia, sino porque la catedral y el cuartel de Pelayo se constituyeron en bastiones únicos donde los defensores de la legalidad republicana resistían el asedio de los proletarios unidos. Exasperados por la feroz resistencia, los más valerosos lograron entrar y dinamitar la Cámara Santa, perdiéndose buena parte de sus riquezas artísticas y arqueológicas. Pero el edificio resistió, por lo que exaltados mineros decidieron la demolición total desde fuera, acción que fue impedida por la oportuna llegada del ejército gubernamental. Aun así, el templo quedó muy dañado por dentro y por fuera, aunque no se notara con sus reconstrucciones posteriores. Intenté imaginar la plaza sin esa aguja gótica, el edificio más singular de Oviedo, su símbolo y orgullo. Me fue imposible reemplazar por ninguna otra la magnífica imagen que tenía delante.