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Authors: Jincy Willett

Tags: #Intriga

El taller de escritura (13 page)

BOOK: El taller de escritura
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La gente no suele decirte que no a menudo, ¿verdad
?

—Mira, sería diferente si fueras una estrella de cine o un niño de papá con demasiado tiempo libre que pretendiera querer ser escritor.

—¿Aceptaría el trabajo en ese caso?

—Bueno, no, pero la cuestión que quiero dejar clara es que tú sí quieres ser escritor. Lo sé.
Código negro
no da la impresión de ser una empresa vanidosa. —Técnicamente, esto era cierto. Surtees era un hombre vanidoso, pero no era un iluso. Y el libro que estaba escribiendo probablemente no era peor que la mayoría de los
thrillers
publicados.

Surtees se rió.

—Voy a tomarme eso como un cumplido.

—Espero que esto no signifique que vayas a darte de baja.

—No, por supuesto que no. De hecho, probablemente siga asistiendo a sus talleres simplemente para poder seguir trabajando con usted. Es solo que, de esta forma, conseguiré su ayuda a cambio de nada. ¿Está segura de que no quiere reconsiderarlo?

—Estoy segura —Amy dudó—. Richard, ya que estamos hablando de ello, quiero ir llevando la cuenta de las críticas que reciben mis alumnos para asegurarme de que todo el mundo está haciendo su trabajo. ¿Cuál ha sido el nivel de las observaciones que has recibido por escrito?

—No tengo ni idea. Me resultó poco útil escuchar los comentarios de la gente en clase, así que me deshice de todos los manuscritos excepto del suyo.

—Ah. —
Vaya
—. Vale. Muy bien, gracias entonces por la oferta.

El teléfono volvió a sonar antes de que Amy pudiera pensar en la conversación que había mantenido con Surtees.

—¿Dónde diablos te habías metido? —Era Carla.

El primer impulso de Amy fue contarle la verdad, lo de apagar el teléfono, lo del dibujo obsceno, el instigador de Marvy…

—Tuve que marcharme de la ciudad —dijo—. ¿Qué pasa?

—Nada, supongo —Carla suspiró—. He tirado ese relato.

—¿Qué relato?

—El que te comenté el otro día sobre el tipo del zoo en el redil de los yak, y del que te leí una parte.

—Ah, sí. —Amy no tenía ni idea de lo que Carla estaba hablando.

—Así que, ¿no sabemos nada más de…? Ya sabes…

—En realidad no.

—Vale. Entonces te veré el próximo miércoles.

Ahora Amy se sentía verdaderamente culpable. Había pasado la mayor parte del día anterior decidiendo qué hacer en relación con los últimos ataques del francotirador y había llegado a la conclusión, estaba casi segura, de que por el momento era mejor mantener el asunto en privado. Sabía que Carla iba a llamarla porque querría saberlo todo, pero había decidido que era mejor mantenerla al margen. Amy confiaba en su alumna y, seriamente, no imaginaba que fuera ella, pero el tiempo que habían pasado juntas riéndose del tema y burlándose de los miembros de la clase había sido, echando la vista atrás, poco prudente.

Aun así, se había visto tentada a compartir la información que tenía con ella, y ahora mismo estaba decidida a llamar a Carla y desembucharlo todo. Como impulsado por una fuerza superior, Alphonse se metió entre medias de ella para ir hacia la puerta principal ladrando ferozmente. El cartero estaba al otro lado de la puerta, así que llevó a cabo la rutina que seguía a diario con Alphonse cuando llegaba el correo.

—¡Atrás, Simba! ¡No seas malo! —Ella gruñía y Alphonse también lo hacía, y seguían así durante un rato hasta que él se retiraba, con una solemnidad militar, a una bien merecida siesta post-siesta. En el buzón de Amy, además de los boletos de lotería, vales descuento y solicitudes de crédito gratis, había una carta de Tiffany, la sufragista obstinada. Amy, que nunca esperaba buenas noticias, abrió la carta antes de que pudiera especular sobre ella.

Querida Amy
:

Hay algo que me molesta desde la primera de tus clases. Algo que he estado debatiendo entre decirte o no, pero verdaderamente me resulta insoportable, así qué allá va
.

Eres una buena profesora y realmente admiro la forma en que diriges la clase, pero constantemente utilizas pronombres masculinos cuando no deberías. Hablo de frases como «El autor pierde su autoridad», cuando el autor puede ser un hombre o una mujer. Esperaba este tipo de cosas de Surtees, pero no de ti
.

Respeto el hecho de que tengas que lidiar con todo tipo de personas, gente de distinta condición y bagaje, pero creo que deberías ser más consciente en tu uso de los pronombres puesto que das ejemplo a los demás. Si no quieres utilizar los pronombres femeninos, cosa que preferiría, al menos podrías utilizar «él o ella». Además, con frecuencia utilizas «sexo» cuando deberías usar «género
».

Sé que te tomarás estos comentarios de la forma en que te son ofrecidos. Salvo por esta pequeña cuestión, estoy muy contenta con la clase y estoy deseando enseñarte lo que he escrito
.

Atentamente
,

T. Zuniga

Amy, tomándose los comentarios de Tiffany en la forma en que le eran ofrecidos, anduvo hasta el ordenador y dio rienda suelta a una respuesta de tres páginas, que pronto adquirió la forma y retórica bravucona de una frase de tercera categoría. Admitió gentilmente estar de acuerdo con Tiffany en que el sexismo tenía su raíz en el uso generalizado de los pronombres masculinos. Y también le señaló que los sexistas responsables de aquello habían muerto hacía siglos, así que para concienciarlos primero habría que resucitarlos. También le indicó que «él» era un monosílabo de dos letras y que «él o ella» cuatro sílabas aburridas que constituían un desperdicio de aire y papel, que la sustitución obligatoria de «persona» por «hombre» hacía a los sustantivos pesados y estúpidos, y que ella utilizaba «sexo» cuando se refería a personas y «género» cuando se refería a partes del discurso, además de que, en ningún caso, tenía tiempo ni ganas de darle más importancia al tema. Había utilizado la frase «la vida es breve» a lo largo de toda la carta y al final de muchos párrafos, como si se tratara de una especie de conjuro. Firmó con una procacidad atroz, imprimió las tres páginas y después las rompió y las tiró a la papelera. Bueno, al menos Tiffany no iba a darse de baja.

Después, Amy hizo algo bastante impropio de ella. Cogió un bloc de rayas amarillo y empezó a esbozar un esquema. Amy nunca hacía esquemas a pesar de que, con frecuencia, aconsejaba a sus alumnos hacerlo. Los esquemas eran un trabajo terriblemente monótono, y lo que era peor: cuando mirabas un argumento, todo planificado, te sentías abrumado por el fatalismo y el hastío. Ahora, con el fatalismo y el hastío como lema, dio a su esquema un título:

¿DE QUÉ TIENES MIEDO?

Lo tachó y escribió:

¿
QUÉ TE PREOCUPA
?

I. Que la clase pueda descubrirlo

A) Y se lo cuente a Administración

B) Y salga corriendo

II. Que Administración pueda descubrirlo

A) Y cancele el taller

B) Y me despidan

III. El francotirador

Amy estuvo mirando aquel penoso esquema el tiempo suficiente para comprobar que:

A) Realmente no le importaba si la despedían y que, de cualquier modo

B) Realmente no creía que la clase fuera a salir corriendo, aunque

C) Algunos de ellos podrían chivarse a Administración, pero

D) No si ella los adelantaba

E) Independientemente de lo que eso significara, y…

F) El francotirador

Estaba tan sumamente preocupada que ni siquiera podía escribir sobre él. O ella. Así que, sin el menor esfuerzo, había dado con dos nuevas listas. No obstante, ninguna de ellas era adecuada para su blog.

Quinta clase.
El problema de la presentación

—¡Puaj! —gritó Brittany Michaels salpicando de comida toda la mesa de la cafetería—. ¡No puedo creer que hayas hecho eso, Murphy Gonzalez!

Murphy Gonzalez miró a Brittany con gran desconcierto. Bueno, para ser más precisos bizqueó en dirección a Brittany, ya que sus gafas habían sido alcanzadas por el brick volador de zumo de naranja de la chica.

—¿Qué? —preguntó—. ¿Qué he hecho ahora?

Si ella le hubiera contestado no habría podido soportarlo, más que nada por el alboroto que sus amigas estaban formando. Brittany nunca viajaba sola, siempre lo hacía en compañía de al menos otras cuatro chicas: Michelle, Ashley, Megan y Demi. Todas ellas estaban ahora gritando ¡Puaj!

Murphy estaba bastante seguro de que en cualquier momento un vigilante de la cafetería se dejaría caer por su mesa para hacerle saber qué había hecho mal. Se encogió de hombros ante tal fatalidad y se marchó para seguir practicando y mejorar su habilidad con la disección de ranas.

A Amy le encantaba Halloween. El primero de ellos después de mudarse a su casa, vació y grabó seis grandes calabazas, todas ellas iluminadas en su interior por una pequeña linterna, que colocó a modo de decoración a lo largo de la entrada a su casa. Solo dos niños alarmantemente altos que no iban disfrazados, y que no eran del vecindario, asomaron por su casa. En otoños posteriores Amy fue reforzando la decoración hasta llegar un año a comprar tres juegos de luces de plástico en forma de calabaza, semejantes a las guirnaldas de luces de navidad, con las que iluminó sus arbustos y su palmera como si aquello fuera Broadway. También pegó con cinta adhesiva en sus ventanas siluetas de brujas y hombres lobo, y vació y esculpió quince calabazas. Esa vez, la niñita que vivía al otro lado de la calle, se acercó a su puerta disfrazada de un personaje de lo que parecía ser una princesa o supermodelo de Disney. Pero antes de que Amy pudiera salir a recibirla, Alphonse empezó a ladrar como cuando venía el cartero, y la niña salió corriendo hacia sus padres, que la esperaban al otro lado. ¿Cómo podía alguien, aunque se tratara de un niño pequeño, temer a Alphonse? Entonces Amy cayó en la cuenta de que, realmente, el coco era Amy Gallup, la vecina desconocida. En un tiempo en el que la gente por lo general considerada normal, hacía pasar a sus hijos por rayos X en búsqueda de hojas de afeitar, y toda persona extraña era un pedófilo en potencia, ser un vecino desconocido no suscitaba suficiente interés. Amy, en lugar de darse a conocer, básicamente tiró la toalla a pesar de que seguía comprando golosinas que siempre acababa comiéndose ella.

Este año, ya que la quinta clase caía justo en Halloween, Amy dispuso frente a su porche una ensaladera de plástico de color naranja llena de barritas de caramelo Mars. Si sabían que ella no estaba en casa, quizá se acercarían. Cuando se marchó a clase ya estaba oscureciendo y los pequeñajos más traviesos se acababan de poner en marcha, aunque iban cogidos de la mano de sus madres. Un fantasmilla especialmente pequeño estaba llorando.

Amy recordaba todos sus Halloween como momentos emocionantes en los que uno corría libre llevando una máscara por calles desconocidas que resultaban de alguna forma mágicas. Amy no se acordaba de la parte que estaba visualizando en aquel momento, la primera parte, y probablemente, la más importante, cuando uno no tenía ni idea de por qué alguien te cubría con una sábana con un par de agujeros recortados para poder ver y te conducía hacia la oscuridad. Fuera, a través de la ventanilla de su coche, Amy podía ver a los adultos, normalmente súper protectores, reírse de los sollozos de los niños disfrazados. El fantasmilla que lloraba probablemente se había visto reflejado en un espejo y su madre le habría dicho:

—Pero si eres tú, tonto. ¿Te tienes miedo a ti mismo?

Y era inevitable reírse al verlo llorar aún más. Esa era una buena idea para empezar una historia: ¿Por qué llora el niño? No. ¿Por qué se ríe su madre?

Llegaba tarde al campus y tuvo que aparcar bastante lejos. Evidentemente, había alguna conferencia o evento teatral importante al lado, así que tuvo que ir hasta la clase corriendo, cosa que casi la mata. Entró por la puerta de clase resoplando, jadeando y chillando:

—Lo sé, llego tarde. Lo siento. Sacad nuestros cuadernos. ¿Falta alguien? —Vació el contenido de su maletín sobre el escritorio y al levantar la vista dijo—: ¡Oh, Dios mío!

Salvo el doctor Richard Surtees, todos llevaban máscaras. No máscaras baratas, sino de las caras, las de látex, como las que llevan los ladrones de bancos en las películas de intriga, salvo que aquellas no eran de Ronald Reagan.

—¡Sorpresa! —gritaron todos al unísono aunque sus voces se vieron amortiguadas por la barrera de goma.

Amy contó las cabezas. Con toda seguridad estaban los trece. Aquel era una especie de récord: nunca había tenido una clase con un alumnado tan fiel.

—Creo que voy a pasar lista —dijo.

—¿Te importa si nos quitamos las máscaras? —dijo alguien que llevaba la de Bart Simpson y que parecía, por la voz, ser Chuck—. Huele fatal aquí dentro.

—Por favor, esperad a que diga vuestro nombre —dijo Amy manteniendo, para diversión general de la clase, la expresión seria al pasar lista, como si fuera una de las caras de piedra de Nueva Inglaterra.

—¿Bart Simpson?

—Aquí. —Chuck se retiró la careta—. ¡Caray! ¡Qué pegajoso!

—¿Alice Cooper?

—Aquí. —Era bastante extraño ver a Ginger Nicklow, siempre tan sofisticada, con la ridícula máscara de Alice Cooper por encima de la cabeza como si fuera un turbante que se hubiera puesto de moda. Se colocó su melena castaña y se abanicó el rostro—. No ha sido idea mía —dijo—, pero ha sido divertido.

—Dejadme adivinar —dijo Amy—. ¿Ha sido cosa de Carla?

—Eso es. —La careta de Carla era asombrosa, una brillante reproducción completa de Alien con dos bocas chorreando ácido de látex. La mujer parecía estar tambaleándose con un gran falo encima de su cabeza.

—Esa no tiene pinta de ser barata —dijo Amy.

—Quinientos pavos, aunque parezca mentira —respondió Carla.

Leona Hemsley exclamó:

—¡Dios santo!

—Edna, ¿eres tú?

Edna Wentworth tuvo problemas para quitarse la máscara, que de hecho acabó saliendo incluso con sus gafas dentro. Edna las sacó y las limpió con un pequeño pañuelo de color blanco.

—Señorita —le dijo a Carla—, esta mascarada debe haberte costado una barbaridad.

Carla, quien al parecer había llevado todas las caretas y las había repartido entre sus compañeros, declaró tener un vestidor lleno de ellas.

—Soy algo así como una coleccionista.

—¿Entonces podemos quedárnoslas? —dijo un globo ocular gigante inyectado en sangre, alias Pete Purvis, a quien Amy ya había reconocido por su característica sudadera verde con capucha—. ¡Me encanta! —le dijo a Carla, y ella le respondió que podía quedársela. Pete probablemente tenía la misma edad que Ricky Buzza, pero parecía más joven. Pete trabajaba en una tienda de guitarras y vivía con su padre. Amy lo sabía porque había añadido a su relato
Murphy Gonzalez y el anca de rana
una emotiva biografía del autor, un párrafo en el que mencionaba estas cuestiones (con un signo de exclamación) y afirmaba que su mayor afición, aparte de escribir, era tocar el bajo en su banda Visibly Shaken.

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