El taller de escritura (5 page)

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Authors: Jincy Willett

Tags: #Intriga

BOOK: El taller de escritura
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Amy estaba pensando en crema de chocolate y en los hombros pecosos y estrechos de Cy, cuando Pete Purvis alzó la mano.

—Creo que ya hemos terminado todos —aventuró—. Tengo el nombre de un personaje.

—Oigámoslo entonces —dijo Amy.

—Bueno, es un chico de doce años que se llama Murphy Gonzalez. Su padre es latinoamericano y su madre anglo irlandesa. Procede de una familia grande. Él es el pequeño. Es el único al que no le interesan los deportes. Destaca en ciencias.

—¿Y acabas de inventártelo ahora mismo?

—Bueno, no. Llevo algún tiempo ya trabajando en la idea de un libro para niños, pero nunca me gustó el nombre del chico, Juan Gonzalez. El de esta noche es nuevo.

—Excelente —sonrió Amy—. Muy bien, ¿quién más tiene algo nuevo esta noche?

Syl Reyes siguió con S. J. Quinn: un atlético chico de instituto, musculoso aunque mequetrefe. Syl no sabía qué significaba S. J., y Amy le dijo que debería saberlo.

—Tú lo has inventado —dijo—. Eres responsable de él.

—Como Dios —dijo Carla.

—Sí —dijo Amy—. Aquí todos somos como pequeños dioses. Creamos personajes, los ponemos en acción y determinamos sus destinos. Existe cierta responsabilidad ascética que casi ronda, o al menos refleja, una responsabilidad moral. Nunca podemos saber demasiado sobre nuestros personajes.

—Sylvester Judd Quinn —dijo Syl Reyes, sonrojándose. Amy se percató, por la lista de clase, que el segundo nombre de Syl Reyes empezaba por jota.

Hubo unos cuantos nombres más. Tiffany siguió con una, indudablemente, espléndida corredora de maratones, una abogada del distrito de Las Vegas con un pasado atormentado llamada Heather Francesca. Y Edna Wentworth estaba aparentemente muy satisfecha de haber ideado a la señorita Hestevold, una solterona inteligente, reprobadora y curiosa del prójimo de quien espera dar con lo peor y, normalmente, lo encuentra.

—Me gusta mucho este personaje —dijo Edna—. Creo que escribiré sobre ella.

Este iba a ser un buen grupo. Además de todos ellos, Chuck Heston había elegido el ejercicio de los sexos opuestos que, tradicionalmente, los hombres evitaban (y las mujeres adoraban), y después de que lo hubiera leído a la clase, Amy realmente sintió, aunque fuera tan solo un momento, que no estaba malgastando el tiempo de todos sus alumnos.

—Se titula
Mi mascota
. Es realmente extraño. ¿Me pongo en pie para leerlo? —Chuck estaba nervioso, lo que sin duda era bueno. Significaba que para él algo estaba en juego y eso era (y Amy lo sabía) absolutamente esencial para el desarrollo de un escritor—. ¿Tengo que levantarme?

—No a menos que quieras.

Chuck permaneció sentado y leyó
Mi mascota
.

Se llamaba Mycroft y tenía ocho rodillas, o como mínimo cuatro, demasiadas a mi parecer. Además eran de un rojo brillante, exactamente del rojo escarlata del tangara. Lo único era que Mycroft no tenía plumas como ese pájaro y tampoco, gracias a Dios, volaba. Era peludo, pero no tenía el pelaje suave de un gato o el pelaje mullido de un perro. No era el tipo de pelo que a uno le apetece acariciar. Era peludo como una escobilla. No como la planta roja, sino como una escobilla real, como las que se usan para fregar botellas. Excepto que, a diferencia de estas, Mycroft tiene cerdas de quita y pon a voluntad propia (pensar que Mycroft tiene voluntad propia es algo terrible), y cuando está enfadado o asustado puede brincar hacia arriba en el aire unos treinta centímetros poniéndose de cuclillas sobre sus rodillas rojizas y extendiendo sus cerdas a ambos lados, las cuales resultan ser púas, por lo que si te las clavara en la piel te provocaría un picor insoportable.

Mycroft pertenecía a Jack. Estaba tan enamorada y tan entusiasmada por el hecho de que Jack se mudara a mi casa que, cuando abrió la caja de zapatos y sacó a Mycroft, no pude gritar: ¡largo de aquí con esa cosa espantosa, maldito sádico y pervertido gilipollas! Sino que dije: ¡uau!, ¿dónde vas a ponerlo? Jack dijo que Mycroft simplemente deambulaba alrededor. Tenía motas en los ojos, manchas rojas, pero en realidad no perdí la consciencia y por el contrario me inventé una historia acerca de un gato del vecindario que siempre entraba por la ventana y cómo tendríamos que proteger a Mycroft de él. Rescaté una vieja pecera y puse dentro algo de musgo y unas piedrecitas. Entonces ese hijo de puta me pasó a Mycroft para que pudiera meterlo dentro y entonces sí que lo vi todo negro. Cuando recobré la visión efectivamente había metido a Mycroft dentro de la pecera y la había tapado. Jack colocó la pecera en el dormitorio mientras yo salía de la habitación y vomitaba sobre la adelfa.

Jack se marchó ocho meses después, pero no se llevó a Mycroft. Puse la pecera en el pasillo de atrás y conseguí pegar ojo por fin desde que él se había ido a vivir conmigo. Mycroft era más difícil de perder que Jack. Simplemente iba a dejar que muriera, pero entonces empecé a verlo en las esquinas, a sentirlo por mi cuello, así que empecé a alimentarlo de nuevo, restregándome los ojos cada vez de forma que solo podía ver manchas rojas en movimiento. Intenté regalarlo. Tenía pesadillas sobre cómo tirarlo por el retrete, matarlo con un martillo, echar desatascador en la pecera. Seguí alimentándolo y continuó estando sano. Vivió cinco años. Cuando murió lo puse en la basura junto con su pecera.

Añoro la forma en que odiaba a Mycroft. Me encontré con Jack y su adorable esposa en Navidad, y él me preguntó: «¿Cómo está Mycroft?». Yo le dije que estaba riquísimo.

—¡Uau! —dijo Amy y hubo un aplauso general.

Chuck se había ruborizado.

—Nunca antes había hecho algo igual —admitió.

El debate continuó más allá de la hora de finalización de la clase. Harold Blasbalg quiso saber si Mycroft era una tarántula, y si lo era, por qué Chuck no lo había dicho, lo que dio a Amy la oportunidad de extender su pregunta al resto del grupo. ¿Qué era lo que se lograba al no mencionar la palabra tarántula? Les recordó que no había sido Chuck quien había evitado la palabra, sino su narradora femenina.

—En la vida real y en la ficción —Amy les dijo—, traicionamos a nuestra naturaleza en la forma en que hablamos. La narradora de Chuck es una persona voluble y algo dispersa, pero también brillante y divertida. Aquí se está riendo de sí misma. Pero no creo que ella evite especificar deliberadamente qué tipo de criatura es Mycroft, ¿verdad?

—Ella le tiene miedo a Mycroft —dijo Ginger Mycroft—. Probablemente es fóbica.

Ricky Buzza y Pete Purvis preguntaron cómo podía saber eso.

—Veréis —explicó Ginger—, ella se restriega los ojos a propósito cuando mira a Mycroft. Ni siquiera puede soportar verlo de frente. El no utilizar la palabra tarántula es el mismo tipo de mecanismo de evasión. Ella lo hace de forma natural, sin pensarlo.

—Entiendo —dijo Dot Hieronymus—. Realmente, si no mira, si realmente no utiliza la palabra, entonces puede fingir creer que Mycroft no está allí. Lo entiendo perfectamente.

No todos los demás lo hacían, y hubo una discusión acalorada liderada por Pete Purvis. Al final Amy tuvo que cortarlos porque el conserje estaba dando golpecitos con el pie en la puerta.

—Sois un grupo estupendo —les dijo—. Vamos a vivir algunos momentos interesantes juntos.

Querido diario:

Ya que no nos conocemos, será mejor que me presente. Soy una persona del sexo opuesto, escribiendo desde un punto de vista que me es totalmente ajeno. Esto puede parecerte una completa pérdida de tiempo, pero óyeme bien: no es un ejercicio de imaginación, sino la base de las rarezas del discurso americano, particularmente en lo que se refiere a hombres y mujeres, quienes comparten un léxico inmenso y un noventa y cinco por ciento de las opciones sintácticas disponibles, pero que difieren en ciertos (y predecibles) aspectos. El diálogo de las mujeres, por ejemplo, tiende a ser tímido, exacto, educado e incluso juicioso en comparación al de los hombres. Comparemos:

¿Le importaría por favor dejar de pisarme?

Con…

Deja de pisarme el maldito pie, ¡puta de mierda!

Revelación del carácter a través del lenguaje. Evitar palabras, evitar problemas. Al menos no dijo
ESPECIFICAD EL GÉNERO
.

Es una cerda, pero no es mala. Tengo algo de esperanza.

EL MACHO DOMINANTE

EL MACHO ALFA

EL MACHO OMEGA

EL TERRIBLE DIOS BABUINO

Carla Karolak abordó a Amy en el aparcamiento intentando, por primera vez en los tres años que hacía que se conocían, traspasar la línea entre alumno y profesor, mentor y pupilo. Le propuso a Amy ir a tomar un café, pero no se tomó a mal que ella le pusiera una excusa. Esa noche todo había ido muy bien y Amy condujo hasta su casa sintiéndose muy optimista, y siguió estándolo después del recibimiento de Alphonse.

No había mensajes siniestros en el contestador.

Tan jovial era su estado de ánimo que decidió ponerse manos a la obra y empezar a leer el primer capítulo de Surtees:

El doctor John
Black Jack
Black, se levantó de la cama de la chica con la presteza de un hombre joven a pesar de que él ya tenía cuarenta y dos años. Mirando hacia atrás para apreciar sus voluptuosas curvas y la peligrosa inclinación, cual pista de esquí, de su núbil cadera, anduvo hasta la puerta y la abrió…

Hubo un tiempo, cuando Amy tenía veinticinco años e impartía su primer taller, en el que se habría echado unas risas con la imagen del semental Black Jack Black echando la vista atrás para ver una núbil pista de
slalom
mientras se encaminaba a la puerta dando tumbos, pero ahora no le parecía gracioso, no se lo parecía ni aunque el resto de su vida se le antojara alegre y esperanzador. Trazó un círculo alrededor de «mirando hacia atrás» y garabateó en el margen «cuidado con los gerundios», esperando maliciosamente que el doctor hubiera olvidado lo que era un gerundio y poniéndose cómoda para afrontar una lectura agotadora. Después de diez minutos como mucho, dejó la lectura y se sentó frente a su ordenador para echar un vistazo a su blog.

Cuando Amy todavía escribía ficción, los ordenadores eran unas enormes máquinas parpadeantes ubicadas en edificios concretos y ella tecleaba en una máquina de escribir. Primero empezó con una vieja Underwood para luego progresar a una Selectric, pero siempre utilizaba papel amarillo para el primer borrador. No tenía ni idea de por qué, pero el papel amarillo era su única superstición. Llegó incluso a creerlo necesario para considerar un trabajo digno de publicarse, además de valorar todos sus atributos: era poroso y flexible y realmente podían verse trocitos diminutos de madera incrustados en alguna hoja aislada. Se parecía más al papel higiénico europeo que al Corrasable Bond.
[2]
Con el tiempo, este tipo de papel resultó más y más difícil de encontrar y entonces, justo en el momento en que la musa de Amy (en la que en realidad nunca había creído totalmente) se marchó a paseo, el papel desapareció por completo de las tiendas. Aquel fue el fin de su brillante carrera. Aunque se compró su primer PC en 1981, nunca pudo procesar sus propias palabras en una pantalla porque no era amarilla, ni estaba llena de astillas. Pero eventualmente se convirtió en una habilidosa de los ordenadores al hacer un curso
online
de informática y edición que le resultó bastante práctico una vez que se le hubo agotado el dinero de los derechos de autor.

Con la energía creativa que le quedaba, Amy había empezado a bloguear hacía algunos años. Nunca habría hecho una cosa tan inútil por impulso propio, dado que no creía en la escritura gratuita, pero Finn Collier, uno de sus alumnos de los cursos de extensión universitaria, le creó una página web que le resultó tan fácil de utilizar que, en principio, no pudo ver mal alguno en simplemente tontear un poco con los temas disponibles, las fuentes y las opciones de establecimiento de página solo por divertirse. El mismo estudiante la había animado a vender sus propias novelas descatalogadas. No obstante, la mayoría de ellas había desaparecido en el tránsito de la mudanza de Maine a Escondido, y la única caja de cartón que le quedaba llena de copias de
El embajador de la pérdida
que guardaba en el garaje estaba infestada de avispones. Cuando fue a recuperar una copia para dársela como agradecimiento a aquel estudiante, se vio atacada y seriamente herida por las picaduras de avispas furiosas. Así que no tenía nada que vender ni nada con lo que hacer méritos y, aunque Amy estaba repleta de pensamientos y opiniones, no contaba con el impulso para divulgarlos. No obstante tenía que hacer algo creativo, algo aunque fuera pequeño, puesto que no estaba escribiendo, y no hacerlo era duro, casi tan duro como escribir.

Un día encontró inspiración en uno de sus viejos diarios (el último que había mantenido durante la larga enfermedad de su primer marido, Max). Lo había empezado por la insistencia de él, anotando ideas para historias y fragmentos de diálogos oídos por casualidad. Hacía tanto que no los echaba un vistazo… Naturalmente la mayoría eran penosos (
Las mujeres alumbran la tristeza, El niño que prevé el fallo final
) y crípticos (
Golpe en el contrachapado: mujer divorciada aprende a usar herramientas
, Cabeza de martillo). Aunque en mitad de todo aquello encontró una lista de palabras divertidas que no recordaba haber escrito, a no ser que lo hubiera hecho para distraerse durante una de las visitas de Max a la sala de urgencias.

El hecho era que la lista contenía palabras que parecían divertidas, pero cuyo significado no lo era necesariamente. Al mirar la lista vio que muchas de ellas también sonaban divertidas, pero se figuró que el sonido de una palabra era, en cierto sentido, parte de su apariencia. Era una lista muy buena, una lista que se sentía dispuesta a ampliar, y pensó: ¿
Por qué no publicarla
?

Nadie la leería. Ni siquiera sus relatos y novelas habían obtenido grandes ventas, y eso era algo que nunca le había molestado. Lo que le molestaba de la mayoría de los blogs era su nostalgia. No importaba lo modestos que fueran los blogueros, siempre creían estar en una especie de escenario mundial al que ellos estaban asistiendo. Ellos tenían necesidad de comunicar. Amy no. Si la gente tropezaba con su blog, bien, y si no, también. Podría seguir existiendo sin ellos justo como aquellos de sus libros cuya presencia en la biblioteca del congreso reconfortaba su ego. Publicar en privado: adoraba la idea rotundamente. El título del sitio web que Finn le había puesto y que este había denominado como página
splash
[3]
era:

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