Como siempre, la conversación con el médico le dejó la sensación de cierta leve aprensión. El hombre, diligente pero también pacato y servil, aunque sin lugar a dudas leal, a Arsén le gustaba mucho menos que su mujer. Ésta sí que era un auténtico hallazgo. Realmente valía su peso en oro. No obstante, no podía prescindir del médico, tenía que atarle corto pero sin espantarle. Le había resultado útil a la hora de decidir qué hacer con la niña. Arsén se daba perfecta cuenta de que soltar a Nadia sería peligroso, ya tenía uso de razón y podía ayudar a detectar alguna pista que condujese hacia él. Pero al mismo tiempo devolverla era preciso para mantener la influencia que tenía sobre Lártsev y, recientemente, sobre Kaménskaya. La idea de drogar a la niña resolvía el problema de la mejor manera: no veía nada, no oía nada, por lo que se la podría dejar marchar sin correr el menor riesgo, y al mismo tiempo el desobediente de su papá comprendería que, si no se comportaba, la próxima vez la suerte de la niña sería distinta. La experiencia demostraba que las cosas nunca llegaban hasta el punto de necesitar recurrir a esa próxima vez; un padre insumiso se volvía blando, pues el terror experimentado durante la ausencia de su retoño le acompañaba hasta el final de sus días. El secuestro de Nadia Lártseva era el quinto en la historia de Arsén y de su Oficina, y contar con un médico en semejantes situaciones era absolutamente imprescindible.
Arsén pisó el andén en el momento en que las puertas automáticas del tren se abrían justo delante de él. Entró en el vagón, donde la calefacción funcionaba a tope, se sentó en un rinconcito, apoyó la cabeza en la pared y entornó los ojos.
El coronel Gordéyev estaba reflexionando sobre las noticias que Oleg Mescherínov le había traído tras visitar a la viuda de Arkady Nikiforchuk. El día anterior, el 29 de diciembre, Víctor Alexéyevich había recibido la primera información sobre el hombre que junto con Grádov protagonizó el episodio ocurrido en el piso de Támara Yeriómina. Lástima que el instructor Smelakov no se acordase del nombre del instituto donde estudiaban aquellos jóvenes a los que tuvo que «borrar» con tanta urgencia de los informes de la causa criminal. Mientras Nastia «calculaba» a Grádov, a quien había identificado gracias a que sus señas coincidían con las de un implicado en el caso de Yeriómina y, mientras otros recababan sus datos, indagaban dónde había estudiado la carrera y buscaban a su compañero de estudios, Nikiforchuk, el tiempo se les había ido volando. Contabilizado de forma normal, no habían pasado más de unas cuantas horas, una verdadera minucia. Pero para los funcionarios operativos estas pocas horas se transformaban en un abismo infranqueable, que ni el propio Gordéyev sabría superar, pues cuando a su mesa llegaron los documentos fechados dos años atrás sobre el hallazgo del cadáver de Arkady Nikiforchuk, Nastia ya estaba confinada en su casa y no podía llamarle. Ahora Víctor Alexéyevich lo lamentaba sinceramente porque dichos documentos contenían un detalle de importancia crucial. Entonces, dos años atrás, la muerte de Nikiforchuk fue considerada accidental. ¿No morían acaso tantos y tantos alcohólicos al no poder hacer frente a la atracción irresistible del licor, a pesar de las serias advertencias del médico especialista en desintoxicación, que les había colocado bajo la piel la ampolla antialcohólica? Los funcionarios de la policía habían trabajado a conciencia pero no lograron detectar enemigos del traductor borrachín, y los motivos económicos tampoco parecían probables. Pero ahora, ese detalle, sumado a todos los acontecimientos de los últimos dos meses, arrojaba una luz nueva sobre las circunstancias de la muerte de Arkady.
Éste había sido el motivo por el que el día anterior el coronel Gordéyev mandó al estudiante Mescherínov a entrevistar a la viuda del fallecido.
Víctor Alexéyevich no podía saber que después de recibir la orden, Oleg llamó a Arsén, al que informó detenidamente.
—Ve allí pero, antes de decirle nada a Gordéyev, llámame y te daré instrucciones —ordenó el viejo.
Aquella noche, Mescherínov no encontró a la mujer en casa, era camarera y no salía de trabajar antes de la una y media de la madrugada. El estudiante no se atrevió a molestarla en el trabajo por un motivo tan delicado. Se presentó en su casa a la mañana siguiente, aclaró todo lo que le interesaba y se lo contó con vívidos detalles a Arsén. En esos momentos, el jefe de la Oficina ya estaba enterado de que Gordéyev había llamado a Kaménskaya para quejarse de las fuertes presiones que recibía desde arriba. La información sobre Nikiforchuk no hizo más que reafirmarle en su propósito de romper con Grádov y abandonarle a su propia capacidad de encontrar la solución a sus apuros.
«Pero menudo canalla nos ha salido nuestro Serguey Alexándrovich», reflexionaba con una sonrisa Arsén, escuchando el relato escueto y conciso del estudiante. No contento con haberle ocultado aquella antigua historia del asesinato de Luchnikov, tampoco dijo una palabra de su cómplice. Se había creído que el viejo Arsén era tonto. El jefe de la Oficina estaba acostumbrado a que la gente que solicitaba sus servicios confiase en él ciegamente, lo mismo que los enfermos confían en su médico. ¿A qué persona normal se le ocurriría ocultarle al médico la mitad de los síntomas de su dolencia y luego esperar que la ayudase a ponerse bien? Si Grádov era incapaz de comprender algo tan elemental, iba aviado si pensaba que la Oficina y él mismo, Arsén, le resolverían sus problemas.
—Puedes contarle a tu superior todo tal como es —concedió su generoso permiso a Oleg.
Si el coronel Gordéyev hubiese sabido la verdad, probablemente hubiese encontrado la situación cómica: al cometer el error de confiar en el estudiante, el resultado era que obtenía la información fidedigna. Pero en aquel momento la ignoraba, por lo que no se detuvo a reflexionar sobre las complicadas peripecias de la lucha entre la verdad y la mentira.
Lo que había contado la viuda de Nikiforchuk era que durante el mes anterior a su muerte, Arkady bebía más de lo habitual y con frecuencia llamaba por las noches a un tal Serguey, lloraba y mencionaba un nombre, Vica. La mujer no sabía quiénes eran Serguey y Vica, y hacía dos años buscarlos entre los millones de habitantes de Moscú no habría tenido sentido. Además, ¿para qué iba a hacerlo, si la muerte de Arkady, a primera vista, no se debió a ningún designio criminal? Aparte de esto, contó que en numerosas ocasiones su marido había intentado hablarle de niños.
—¿Tú crees… —le preguntaba— …que los niños de tres años entienden lo que ocurre a su alrededor? ¿Crees que cuando crecen se acuerdan de lo que les pasó cuando eran pequeños? Tú, por ejemplo, ¿recuerdas cómo eras a la edad de tres años?
¿Cuál era la causa de un interés tan fervoroso en la psicología infantil? Arkady nunca se lo explicó aunque una vez mencionó que le gustaría saber si su hija iba a recordarle cuando se hiciera mayor. Su primera mujer, tras llevarse a la hija y formar una nueva familia, había borrado a Arkady de la vida de la niña por completo.
La explicación le pareció perfectamente convincente a la segunda mujer pero no satisfizo en absoluto a Gordéyev, quien, al obtener el currículo detallado del frustrado diplomático, se percató en seguida de que en el momento del divorcio la hija de Nikiforchuk no tenía tres sino sólo un año y medio.
Pero el detalle más significativo fue la identidad del transeúnte que fortuitamente descubrió él cadáver de Nikiforchuk en un rincón oscuro junto al edificio de una estación de metro. Tropezó por casualidad con un hombre inmóvil que yacía tendido en el suelo, quiso ir corriendo a llamar a una ambulancia pensando que tal vez aún seguía con vida pero, al ver un coche patrulla que pasaba por la calle, agitó las manos y pidió ayuda a los policías. El nombre del transeúnte era Nikolay Fistín.
Víctor Alexéyevich fue a ver a Zherejov. Ya no había tanto trajín en su despacho, pues el cadáver de Morózov había sido levantado, los expertos forenses habían cumplido con sus funciones y se habían marchado dejando tras de sí un olorcillo a reactivos químicos.
—¿Qué hay de Lártsev? —preguntó el coronel desde el umbral.
—Estuvo en la Sociedad de Cazadores y Pescadores, luego los chicos le perdieron de vista, ahora intentan darle alcance.
—Pasha, ha encontrado algo. Está buscando a alguien concreto. Manda más gente detrás de él. Hay que cubrirle. La desesperación puede volverle insensible al peligro.
—Lo haré —asintió Zherejov lacónico.
—¿Información de la doctora Rachkova?
—No hay nada sospechoso. Vive con su marido, que está jubilado. Es aficionado a la filatelia. No se observa una bonanza económica excesiva de la familia. No hay nada a qué agarrarse.
—Bueno, será que estoy con la mosca detrás de la oreja. He perdido el olfato del todo. Ahora, otra cosa, refuerza la vigilancia de Fistín. Puede resultar muy interesante.
—Víctor, ¿te das cuenta de lo que dices? —preguntó Pável Vasílievich contrariado—. ¿Dónde quieres que encuentre a más gente? Esto no es una mina de recursos. Si esta investigación la controlase el ministro, nos asignarían tantos efectivos y medios técnicos cuantos quisiéramos. Pero este caso no le preocupa ni al jefe de la PCM. ¿Qué quieres, que te saque agentes de la nada? Hoy, para vigilar la situación en casa de Anastasia y cumplir tu encargo de investigar a la doctora Rachkova, he tenido que suprimir la vigilancia de Fistín. Ahora necesitas gente para ir detrás de Lártsev. Esto te lo arreglaré. Pero, dónde encontrar agentes de seguimiento para Fistín, que me aspen si lo sé. Goncharov ya me ha mandado hoy a paseo tres veces, y cada vez con un destino más lejano y más imaginativo. Y por cierto, Víctor, tiene toda la razón. No tenemos un plan claro de la operación, a decir verdad, no tenemos ningún plan, estamos dando palos de ciego, nos retorcemos sin tener la menor idea de lo que nos puede suceder en el instante siguiente. Pero estas dificultades sólo nos conciernen a nosotros dos. No es de extrañar que Goncharov esté que eche chispas. No paramos que confundir a sus hombres, cancelamos tareas antes de acabar de cumplirlas…
—Un día de estos te voy a matar —se enfureció Gordéyev—. Y morirás siendo lo mismo, un burócrata y un pesado. ¿Es que no conoces a nadie en las comisarías? ¿Acaso acabas de llegar a Moscú y no tienes amiguetes? Llama, suplica, ve de puerta en puerta, promete una cisterna de vodka y un camión de fiambres, llórales, pero consigue que dentro de media hora haya gente enfilando a Fistín. Eso es todo, Pasha, levantamos la sesión. Sé que te repatea ir en contra de lo permitido, y que lo que menos te gusta es tener que pedirle a alguien que se salga de lo que disponen las ordenanzas. Al diablo con tus gustos y tus disgustos. Considéralo una orden. Si algo se tuerce, yo daré la cara.
Pável Vasílievich, apesadumbrado, lanzó un suspiro y tendió la mano hacia el teléfono.
Los chicos que el tío Kolia envió a vigilar a Arsén miraron desconcertados el tren que abandonaba el apeadero. Su misión consistía en averiguar dónde vivía el viejo, pero éste, al despedirse del tío Kolia, se fue a la estación de Yaroslavl y subió en un tren de cercanías. Los muchachos le siguieron hasta la parada en que bajó. Caminando a paso firme, el viejo enfiló por un camino completamente desierto, en dirección al bosque. Seguirle de cerca hubiera sido arriesgado, por lo que pararon, junto al andén, a una gorda cargada de bolsas que acababa de bajar del mismo tren.
—Oiga, ¿es por allí por donde se va al pueblo? —le preguntaron señalando con las manos el camino por el que se había alejado Arsén.
—No, el pueblo está allá —contestó la mujer parlanchina—. Allí, adonde han señalado ustedes, no hay nada excepto un campamento de pioneros.
—¿Está lejos el campamento?
—A media hora andando. Aunque ustedes son jóvenes, puede que tarden algo menos.
—Gracias, comadre —se despidieron educadamente los chicos.
La decisión que tomaron fue sencilla. Ya que no podían seguir a Arsén de cerca porque el camino estaba desierto y no tenía sentido seguirle desde lejos porque había anochecido y no se veía ni gota, había que dejarle solo y, pasado un tiempo, acercarse al campamento. De todas formas, no podía ir a ningún otro sitio que no fuera el campamento.
Su cálculo se probó equivocado. Al llegar hasta el campamento y después de aguantar el frío unos treinta minutos, los chicos vieron al viejo salir y encaminarse, a paso firme y seguro, hacia la estación. Le dejaron alejarse para que no pudiese oír el rechinar de sus pisadas sobre la nieve y, adaptándose al compás marcado por Arsén, le siguieron. El error se hizo patente cuando en la lejanía se oyeron el silbido del tren y el triquitraque de las ruedas. En ese momento, Arsén se encontraba a unos treinta metros del andén, pero los chicos mucho más lejos. Aligeraron el paso y, aprovechando el ruido del tren que se acercaba, echaron a correr. Pero a pesar de todo llegaron tarde. En el último segundo les cerró el paso otro tren, que iba en dirección contraria. Tras una breve discusión, los chicos del tío Kolia regresaron al campamento, recorrieron silenciosamente todas las edificaciones y detectaron en el bloque administrativo a dos hombres sentados a oscuras en el despacho del director. De hecho, en ninguno de los edificios había luz, a excepción de en dos cuartos, donde habían advertido un tenue reflejo de estufas eléctricas encendidas.
—Qué puñetas será esto —dijo perplejo encogiéndose de hombros el muchacho pelirrojo y bajito, que respondía al nombre de Slávik, en un pasado campeón de carreras de coches—. ¿Cuántos habrá allí dentro? ¿Tres, o cuántos?
—Creo que son dos —susurró dubitativo su compañero, un rubio fofo y bajito también, esforzándose por ver a través de la ventana el interior débilmente iluminado—. Cualquiera sabe, está oscuro como boca de lobo.
—Esos tíos me dan mucho respeto —apreció Slávik—. ¿Se esconden de alguien o qué?
—O qué, o qué —le remedó el rubio enfadado—. Quizá no se esconden sino que vigilan a alguien. O si no, se han emboscado y están esperando.
—¿Esperando a quién? —se preocupó Slávik—. ¿A nosotros o qué?
—Vaya con el merluzo. ¿Eres capaz de abrir la boca sin decir «o qué»?
—Anda y que te zurzan —dejó caer apáticamente el antiguo corredor de coches—. ¿Qué hacemos ahora?
—Tenemos que llamar al tío Kolia, que nos lo diga —contestó el rubio ajustando la posición del subfusil oculto bajo su holgado anorak—. Tampoco vendría mal papear algo. De todas formas, el viejo se nos ha escurrido, así que no hay prisa. Qué más da que el tío Kolia nos lea la cartilla ahora o un par de horas más tarde.