—Gracias, hijo —balbuceó abrazando a Oleg y ocultando el rostro para que nadie viera sus lágrimas.
—¿Por qué me das las gracias? —se sorprendió el joven.
«Por brindarme la oportunidad de experimentar esta increíble sensación de alegría y orgullo de ti. Porque creo que te quiero de verdad», pensó Dajnó. Pero en voz alta lo echó a broma:
—Por no dejar en mal lugar el honor de una madre campeona.
—Pero qué dices, mami, me queda todavía un buen trecho que recorrer para poder compararme a ti. Hoy simplemente he caído de pie, todo ha sido pura carambola. No podré repetir ese resultado. Aunque me he esforzado mucho, te doy mi palabra. Siempre he querido parecerme a ti, tus resultados son para mí un ideal y voy a luchar por alcanzarlo…
… Hacía un año… Natalia Yevguénievna le fue infiel a su marido por primera vez. Y no sólo le fue infiel sino que se había enamorado locamente, se había enamorado hasta el punto de abandonar, a veces, toda cautela.
Tarde o temprano tenía que ocurrir. Había llevado a su amigo al chalet, convencida como estaba de que el marido estaba haciendo guardia y el hijo dando clases en la Academia Superior de Policía. Cuando en el porche resonaron pasos y voces, Natalia se quedó de piedra. Su marido no debía enterarse de la existencia del amante, pues sería una catástrofe para todos. Cuando todavía estudiaban en la universidad, Natalia supo inculcarle la noción de que poseía unas dotes sexuales extraordinarias y, tocándole esta fibra, rápidamente convirtió a su compañero, primero en amante, luego en novio y, más tarde, en marido. En realidad, el hombre no tenía nada de qué presumir en este aspecto y, lo que era peor todavía, no sólo carecía de habilidad sino que tampoco quería aprender. Para qué, en efecto, iba a aprender nada si su mujer le aseguraba que todo le salía fenomenal y no podía estar mejor.
Al verse atrapada en las redes de su propia mentira, Natalia aguantaba con paciencia la ceremonia del débito conyugal, sin dejar de fingir entusiasmo y gozo, ya que tenía muy presente lo siguiente: cualquier cosa antes que la ruptura y el divorcio. No, no sería en absoluto admisible, el hombre sabía demasiado sobre la Oficina y le hacía demasiada falta a Arsén. En caso de conflicto tendría que ser eliminado.
Natalia Yevguénievna hizo acopio de su descomunal valor, se puso la bata y salió del dormitorio al vestíbulo. En el umbral estaban Oleg y una simpática señorita ataviada con un largo abrigo de piel y una bufanda color verde esmeralda, echada al desgaire sobre los hombros. El gesto de la señorita era indisimuladamente burlón. Natalia y su amigo habían venido en el coche de éste, y la circunstancia de que delante de la casa estuviera aparcado un coche extraño y una mujer de mediana edad hubiera salido del dormitorio sofocada, con la bata a medio abrochar y la cara descompuesta por el pánico no se prestaba más que a una interpretación. Obviamente, a la señorita le parecía divertida la idea de que esa mujer nada joven ni atractiva tuviese un encuentro amoroso al igual que los tenían los jóvenes, poseedores de cuerpos esbeltos y hermosos.
—Oleg, acompaña a la visita al salón, ofrécele algo de beber y ve al estudio de papá. Tenemos que hablar —dijo Natalia Yevguénievna con frialdad.
Se sentó en el hondo sillón del estudio del marido e intentó ordenar sus pensamientos. Costara lo que costara, tenía que poner a Oleg de su parte, prometerle todo cuanto le pidiera con tal de asegurar su silencio. Tal vez apañaría a toda prisa alguna milonga, aludiría a una misión que le había encomendado Arsén.
Oleg entró en el estudio y se paró en silencio delante de la mujer.
Durante unos breves instantes se quedaron mirándose sin decir palabra, pero ese lapso fue suficiente para que el joven comprendiera el estado de la madre y apreciara la situación. Se hincó de rodillas delante del sillón y le cogió la mano a Natalia.
—Madre, me alegro mucho por ti. ¡En estos años nunca te he visto tan guapa, con esta luz en los ojos! Eres una mujer extraordinaria pero ¿qué te ha dado la vida? Un marido aburrido, un trabajo tedioso, al pesado de mí. Nuestro papá es un hombre maravilloso, es bondadoso, honrado, tranquilo, pero tú necesitas, al menos de vez en cuando, distraerte, si no, esto sería un muermo. Palabra de honor, me encanta que hayas encontrado a un hombre que sepa valorarte a ti, tu inteligencia, tu belleza, tus grandes cualidades. Y puedes estar absolutamente segura de que mi padre no se va a enterar de nada. Es más, si en adelante puedo serte útil en algo, cuenta conmigo.
En este mundo no ha nacido aún una mujer que no ceda ante el halago. La cuestión está en la sutileza de tal halago. Un joven canalla estupendo. El sueño de una madre hecho realidad.
Un mes atrás:
—¿Lo has consultado con Arsén?
—Sí. Ha dicho que tengo que ir de mediocre pero de mediocre fiable, serio. Negarme a pasar la práctica en la PCM sería estúpido, llamaría demasiado la atención. Pero hay que conseguir que el informe sobre mi práctica sea bueno y, sin embargo, que en su momento, dentro de seis meses, no quieran incluirme en la plantilla.
—¿Por qué?
—El tío Arsén me necesita en el distrito Norte. Aunque haga prácticas en la PCM me destinarán al distrito Norte. Tiene sus planes.
—Bueno, el tío Arsén lo sabrá mejor…
Una semana atrás:
—Amansa el trote, hijo mío. No debes parecer demasiado listo. A juzgar por la información a la que hemos tenido acceso, Kaménskaya es más lista de lo que parece. Ándate con ojo, no sea que te destape.
—¿Quieres decir que hay que bajar las revoluciones?
—Eso mismo.
—¡A sus órdenes, mi general! Es increíble el olfato que tienes, mami…
Los disparos sonaron simultáneamente. Lártsev se desplomó, Oleg descendía deslizándose sobre la jamba hacia el suelo. Natalia Yevguénievna apenas tuvo tiempo de comprender lo que estaba ocurriendo cuando llamaron a la puerta. César reaccionó de inmediato, ladrando con rabia. El marido tenía las llaves, así que no podía ser él. No pensaba abrir a nadie más.
El timbre volvió a sonar, César ladró más fuerte, luego alguien aporreó la puerta, y se oyeron los gritos:
—¡Abran, policía!
Unos segundos más tarde, los golpes se hicieron más fuertes, y Dajnó comprendió que la policía, que se presentaba como por arte de magia, estaba rompiendo la puerta. ¿Qué hacían allí? ¿Acaso Oleg…? ¿Se había equivocado, pinchó, despertó sospechas y vino a casa trayendo detrás el rabo que le habían colocado? ¡Oleg, hijo, cómo has podido!
Tenía ganas de aullar. Había visto la muerte demasiadas veces, como médica y como cazadora. Oleg estaba muerto, no le cabía duda. Oleg, su pupilo, quien con el tiempo se había convertido para ella en un hijo de verdad, al que había amado como se ama a un hijo, quien la había hecho vivir momentos tan intensos de felicidad y orgullo maternos que hasta resultaban insoportables, quien le dio la oportunidad de conocer el encanto especial de la amistad y el compañerismo entre la madre y el hijo. Esos años le habían proporcionado más alegrías que todos los anteriores de su vida. Ya nunca nadie sabría apoyarla en minutos de duda, consolarla en los de angustia, decirle en el momento oportuno las palabras necesarias con tanto tino como Oleg lo había hecho. Y aunque no hubiera sido verdad, aunque todo hubiera sido una interpretación ágil y habilidosa, lo importante era que ¡había sido, había sido! ¡Y había estado tan bien!…
Pero, además de Oleg, también existían su marido, ella misma y unos treinta años de vida por delante, que habría que pasar en condiciones normales, y no en el calabozo.
La puerta, destrozada, cayó con estrépito. Los ladridos de César se habían vuelto histéricos y broncos. Natalia Yevguénievna tenía ganas de gemir y llorar. Sintió un dolor punzante en el pecho y perdió el conocimiento.
A última hora del 30 de diciembre, Nastia comprobó con satisfacción que el juego que habían ideado ella y el Buñuelo había dado resultados. El hombre del barítono agradable llamaba cada poco, se disculpaba por no poder enviarle a Alexandr Diakov, le preguntaba si necesitaba alguna cosa más para llevar el asunto a su término y no planteaba exigencias de ningún tipo. El agudo oído de Nastia captaba en su voz una creciente tensión que, por lo demás, su interlocutor disimulaba con notable destreza. De momento, todo seguía el rumbo que ella había planeado: la espera se dilataba, por su parte había manifestaciones continuas de una disposición total a colaborar con el fin de salvar la vida, amenazada por el iracundo Lártsev.
El gélido terror que la había dominado durante los últimos días se derritió bajo los rayos abrasadores de la tensión inhumana que le producía a Nastia la nueva e inesperada situación. Hubiese hecho gustosa cualquier cosa con tal de que a Nadiusa Lártseva no le pasase nada. Cualquiera. Que el crimen siguiese sin resolver, que los criminales quedasen impunes, que la echasen del trabajo, cualquier cosa antes que perjudicar a la niña.
Pero Nastia no hubiese sido Nastia si hubiese dejado que sus emociones anularan su preocupación profesional por completo. ¿Había alguna forma de resolver el crimen a pesar de todo? ¿Había alguna forma de hacer todo lo posible e imposible por la niña y, al mismo tiempo, trincar por lo menos a un asesino?
La solución de un problema generaba la necesidad de resolver otro. Junto con Liosa había trazado varios esquemas que permitían mantener la comunicación obviando el contacto directo. El mejor fue, a su modo de ver, aquel que contaba con la complicidad de varios funcionarios de una sucursal de la compañía telefónica (según sus cálculos, hacían falta cuatro personas como máximo) y un ayudante más, que viviese en el área que dicha sucursal atendía. Aunque Nastia se había dedicado a buscar solución a este problema sólo para matar el tiempo, la entristeció el haber alcanzado una conclusión que confirmaba sus peores sospechas. Montar un sistema así con el único fin de impedir la investigación de un caso criminal aislado hubiera sido tan absurdo como dedicar años a tejer un tapiz de complicado diseño con el único fin de utilizarlo un día para recoger en él las bolsas de basura que había que sacar fuera de casa. De manera que Lártsev no iba descaminado al afirmar que se trataba de un intermediario que no tenía ningún interés particular en el caso de Yeriómina.
¿Quién era ese intermediario? ¿El director del club «El Varego», entre cuyos subordinados estaba Diakov? Era muy posible. Grádov le conocía, eran vecinos de escalera, parecía lógico que en caso de apuro extremo Serguey Alexándrovich le pidiese ayuda precisamente a él. Pero si no era él, ¿quién, entonces? ¿Y qué papel interpretaban en todo esto Fistín y sus varegos?
A Nastia la corroía la incertidumbre sobre el tiempo que podría seguir entreteniendo al intermediario con sus exigencias de traerle a Diakov. Tarde o temprano, su engaño saldría a la luz. Le daba miedo sólo pensar en lo que pasaría luego.
Sasha Diakov había sido detenido y puesto a buen recaudo en el momento de coger el tren que debía llevarle lejos de Moscú. Los policías que le habían estado vigilando fueron informados de que Saniok andaba avisando a todo el mundo de su inminente ausencia, que se prolongaría de tres a cuatro meses. Un prófugo no se comportaría de este modo, decidieron, todo parecía anunciar que se quería quitar a Diakov de en medio y se estaba preparando el terreno para evitar que alguien empezara a buscarle en seguida. Por eso siguieron al jovencito hasta el tren, dando posibilidad a sus acompañantes, si los hubiera, de comprobar que había ocupado su asiento sin novedad, y un minuto antes de ponerse el tren en marcha le sacaron por una plataforma cerrada al pasaje a las vías del otro lado del andén.
Cuando Gordéyev empezó a cantarle a Nastia por teléfono baladas sobre «alguien que nos está presionando desde arriba», comprendió en el acto que también el Buñuelo había intuido la posibilidad de un intermediario y había hecho un intento de sembrar la discordia entre éste y Grádov. Por su parte, Nastia trató de provocar un choque entre el intermediario y Fistín, al obligarles a buscar, sin esperanza alguna de encontrarle, a Diakov. Mientras andaban en su busca, se podía considerar que la niña estaba a salvo de peligro. Siempre que, por supuesto, no le hubieran hecho nada después de llevársela. Pero la noticia de que Diakov estaba detenido podía salir a la luz en cualquier momento, y el intermediario se daría cuenta de que Nastia estaba tomándole el pelo. No podía ignorar por mucho tiempo el hecho de la detención del joven, que se había producido antes de que Nastia quedara incomunicada. En ese momento, su única esperanza era Gordéyev el Buñuelo, quien tal vez sabría evitar que se fíltrase la información sobre Diakov, aunque sólo Dios sabía cómo iba a conseguirlo si el intermediario tenía sus agentes sentados poco menos que en cada despacho de Petrovka, o como mínimo, en cada planta y en cada subdivisión. «A lo mejor no son tantos —se decía para animarse—, a lo mejor el susto ha llevado a Lártsev a exagerar su número, desde luego que los hay, de esto no hay ninguna duda, pero el contingente de esos monstruitos no puede incluir a tantísima gente.» Entretanto, la búsqueda de Diakov proseguía, y eso le infundía cierta esperanza. Por lo menos, le daba tiempo de inventar alguna treta más que la ayudara a seguir con dilatorias.
Ni se le pasaba por la cabeza la idea de que tenían a la niña drogada y que todo estaba desarrollándose «con altísima precisión en sentido inverso». Si a la mañana siguiente Diakov continuaba sin aparecer, Arsén daría la orden de administrarle una inyección más. Diakov representaba un peligro sólo potencial, mientras tanto, necesitaba mantener pulsada la clavija que le permitía presionar a Lártsev. Para la niña, la inyección de la mañana podía resultar la última. Si Nastia Kaménskaya lo hubiese sabido…
La noche del 30 al 31 de diciembre, Nikolay Fistín salió corriendo de casa, se montó en un Zhigulí común y corriente y a toda prisa fue a la calle Obreros Metalúrgicos, donde vivía Slávik, el corredor de coches. Hacía media hora le habían llamado los chicos a los que había ordenado ajustarles las cuentas a los hombres de Arsén agazapados en el campamento, abandonado en invierno, y le comunicaron con perplejidad que habían encontrado allí a una niña enferma.
Al principio creyeron que estaba dormida pero no lograron despertarla. A todas luces, estaba inconsciente.
«Una rehén —se espantó Fistín—. Ahora te daré la vida, renacuajo apestoso. ¡A ti sí que te meterán el zapatazo en los morros!»