—Llevad a la niña a casa de Slávik, que vive solo —ordenó el tío Kolia.
Había pasado la noche junto a la pequeñaja, buscando el modo de hacerla volver en sí, pero sus esfuerzos no sirvieron de nada. Su pulso era lento aunque firme. No abría los ojos y no daba señales de oír su voz.
Por la mañana, Nikolay consideró llamar una ambulancia, y lo único que frenó ese impulso fue la ausencia de una explicación convincente: qué niña era ésta y cómo había ido a parar al piso de Slávik.
Contarles lo del campamento equivaldría al suicidio: allí había más sangre que en un matadero. Se podría decir que la habían encontrado en la calle pero parecería demasiado raro y no era de descartar que avisaran a la policía, Dios no lo quiera. A Fistín no le iría nada bien entablar tratos con la policía precisamente en esos momentos.
Estaba sucumbiendo a la exasperación, cuando, poco a poco, la niña empezó a regresar a la vida. Hacia las nueve de la mañana abrió los ojos e intentó decir algo aunque sus labios sólo emitieron un silbido ininteligible. El tío Kolia se animó un poco. No tenía ni idea sobre cómo ayudar a la niña pero había leído en alguna parte que a los enfermos que se encontraban bajo los efectos de la anestesia (no le cabía duda de que se trataba de una anestesia o de algo por el estilo) había que darles de beber en abundancia, para que el fármaco saliese del organismo junto con el líquido. Tenía preparadas varias botellas de agua mineral, que Slávik había comprado por orden suya al amanecer.
Después de alternar el agua con un té caliente y muy azucarado, llegó a escuchar las primeras palabras de la niña:
—¿Dónde está papá?
—¿Quién es tu papá, corazoncito? —preguntó Fistín con cariño.
—Es policía —susurró la niña—. Trabaja en Petrovka, en la policía criminal. Llame a papá, dígale que venga a buscarme.
—En seguida le llamo —prometió Nikolay con entusiasmo—. Dime el teléfono y cómo se llama tu papá.
No iba a desperdiciar esta ocasión. La rehén de Arsén era hija de un funcionario de la policía. Así que éste era su modo de proceder. Bueno, pues ahora sería él, Fistín, quien ocuparía el puesto de Arsén para mandar sobre los policías y dictarles su voluntad con tal de ayudar al amo. Si conseguía ponerse de acuerdo con los sabuesos, Grádov no olvidaría mientras viviese que el tío Kolia triunfó allí donde el maldito carcamal había fracasado.
Marcó el número que la niña le había dicho pero nadie cogió el teléfono.
—Entonces, hay que llamarle al trabajo —murmuró ella con un hilo de voz, y le dio otro número.
Pero el papá de Nadia tampoco estaba en el trabajo.
—Estará más tarde —le comunicaron a Fistín—. ¿Quién pregunta por él?
—Un amigo. Habíamos quedado en que le llamaría esta mañana.
—Deje su número de teléfono, le llamará.
—Lo tiene —mintió el tío Kolia—. ¿Sabe a qué hora puedo encontrarle?
—No podría decírselo, no lo sé.
Nikolay le sirvió a Nadia otra taza de té caliente y dijo para tranquilizarla:
—No te preocupes, pequeña, tu papá ha salido por asuntos de trabajo. Cuando vuelva, le llamaremos y vendrá a recogerte.
Pero la niña se sentía mal, tenía vómitos, diarrea, a ratos su cara se volvía azul y su pálida frente se perlaba de sudor. Evidentemente, los remedios medicinales caseros no eran suficientes. Pero en el trabajo del papá seguían contestando:
—No ha llegado todavía, estará más tarde.
Paulatinamente, Fistín fue despidiéndose de la idea del enchufe que le facilitaría el acceso a un funcionario de la policía criminal. Tenía la impresión de que la niña se iba a morir de un momento a otro y que necesitaba sacarle al menos algún provecho. Una migajita cualquiera. Era preciso hacerlo cuanto antes, mientras aún era posible salvarla. No iba a dejarla morir. Bueno, si no podía pactar con la policía, tenía que intentar negociar con Arsén. Canjearía a la rehén por una promesa de cumplir el contrato y sacar de apuros al amo.
Nikolay fue corriendo al club, ya que no podía comunicar con Arsén desde ningún otro sitio. En varias ocasiones había intentado llamar desde otros teléfonos pero fue inútil. Sólo una llamada hecha desde el club tenía por consecuencia el que al cabo de un rato Arsén la devolviese. Fistín se dio mucha prisa, pues las horas a las que se podía llamar estaban estipuladas con precisión. Cuando se trataba de transmitir un comunicado urgente, tenía que llamar seis minutos antes de una hora par en punto. El reloj marcaba las 13.45 horas. Si no conseguía llamar dentro de nueve minutos, no recibiría respuesta hasta dentro de dos horas. Pero si llegaba a tiempo, hablaría con Arsén al cabo de unos veinte minutos.
El tío Kolia llegó a tiempo. Marcó el número a las 13.54 horas, según el reloj digital colocado encima de la mesa del cuartucho situado detrás de la sala del gimnasio.
A las 14.15 sonó el teléfono, y Fistín descolgó el auricular con un gesto brusco.
—No me digas que has encontrado a Diakov —dijo la voz burlona del viejo.
—No se lo digo. He encontrado a su rehén. Y tengo una proposición que hacerle. Le devuelvo a la niña, creo que le hace mucha falta para su negocio. A cambio de esto, usted termina el encargo de mi jefe.
—¿Qué niña? —el asombro de Arsén no parecía fingido—. ¿Qué desvarío es éste?
—La niña del campamento de pioneros —se regocijó el tío Kolia—. Además, los que la custodiaban han cobrado su merecido. Tardará en dar con ellos. ¿Qué me dice pues, acepta mi proposición?
—No sé nada de ninguna niña ni de ningún campamento de pioneros —articuló Arsén en voz baja y bien entonada—. Y te diré otra cosa, Chernomor, vete a tomar viento, ¿quieres?
Las palabras fueron pronunciadas con la misma entonación con que en las mejores casas inglesas se decía: «Hoy hace un tiempo precioso, ¿no le parece?»
Los pitidos del auricular devolvieron a Fistín a la realidad. Otro resbalón, pensó con exasperación. Se había resignado a que nunca iba a comprender a Arsén ni su forma de actuar. Ahora lo único que le preocupaba era ayudar al amo y a la niña al mismo tiempo. Por lo que decidió regresar a la casa de Slávik para intentar, una vez más, dar con el papá policía de Nadia.
Nada de lo que Fistín le había dicho cogió de nuevas a Arsén. Por la mañana, al no recibir la llamada del médico, fue al campamento y examinó el escenario de la carnicería. La niña había desaparecido. Para comprender que aquello no era obra de la policía sino del tío Kolia y sus chicos no hacía falta tener ni dos dedos de frente. La policía le habría tendido allí una emboscada.
En cuanto Arsén volvió a casa, Natalia Dajnó le llamó para contarle la tragedia del día anterior. Oleg estaba muerto. Lártsev, gravemente herido.
Natalia y su marido habían pasado la noche en Petrovka, donde les habían interrogado, preguntando sobre cada detalle de lo ocurrido. La mujer tuvo la presencia de ánimo y sangre fría suficientes para echarle toda la culpa a Oleg. Dijo que Lártsev había venido a verle a él, no a ella. ¡Para qué! no lo sabía. Lo único que le dijo fue que necesitaba hablar con Oleg y se quedó esperándole durante dos horas sin darle explicaciones. Qué más daba, ahora que el muchacho ya no estaba con ellos.
—¿Crees que Lártsev saldrá con vida? —preguntó Arsén.
—Es poco probable. Las lesiones son demasiado graves. Aunque la operación sea un éxito, permanecerá inconsciente una semana como mínimo, y luego le concederán la invalidez permanente —dio su opinión autorizada la antigua cirujana.
—Bueno, así que disponemos de una semana como mínimo para que tú y tu marido soltéis las amarras —resumió Arsén—. Si dentro de una semana, Lártsev está en condiciones de contar lo que sea, no les servirá de nada. De acuerdo, bonita, por la tarde tendré aclaradas todas las cuestiones, entonces decidiremos cómo hay que actuar. Después de comer, avisa al técnico para que desconecte aquel número. Y dile a Valera que ya no necesitamos escuchar las llamadas de Kaménskaya.
Valera era el ingeniero en jefe de la sucursal telefónica y también comía del pesebre de Arsén.
A la luz de los últimos acontecimientos, Arsén dejó de preocuparse de Nadia. Si Lártsev quedaba fuera de juego por mucho tiempo o, tal vez, para siempre, a él, Arsén, la niña no le hacía ninguna falta. Que Fistín hiciera con ella lo que le saliese de los mismísimos. Esa tarde, el número que utilizaban para comunicar con él tanto el tío Kolia como el amo de éste, Grádov, dejaría de funcionar. Grádov había pasado toda la tarde anterior dando la lata a la gente de la Oficina pero Arsén no le devolvió ninguna de sus llamadas. El pictórico de Serguey Alexándrovich había intentado incluso utilizar a sus amiguetes de la policía para averiguar qué número de teléfono era aquél y dónde estaba instalado pero Natalia Dajnó, como siempre, supo ponerse a la altura de las circunstancias. En aquella sucursal era la única responsable de la asignación y el registro de números disponibles, como también era la única en atender demandas oficiales. Tenía toda la documentación en regla, nadie iba a detectar o reparar en nada jamás. En un principio, podría haberse desconectado el número el día anterior, pues Arsén acostumbraba a hacerlo inmediatamente después de finalizar el trabajo de turno, pero esta vez había necesitado mantener la comunicación abierta, por si Fistín conseguía dar con Diakov. Ahora aquel teléfono ya no le hacía ninguna falta.
Aun en el caso de que la policía detuviese a Fistín o a Grádov, que era justamente lo más probable, nadie podría identificar al misterioso Arsén, y contasen lo que contasen en Petrovka, parecerían unas auténticas engañifas inventadas sobre la marcha con el fin de quitarse su parte de culpa y responsabilidad.
Sin embargo, la conversación con Fistín había molestado a Arsén en serio. ¿Quién se había creído que era ese chorizo? ¡Se permitía regatear sus condiciones! Se pasaba de listo. Maldita escoria humana con dentadura de hierro. Hacía demasiado que no pasaba por el trullo, se le había olvidado que tenía reservado allí un sitio junto a la letrina.
Arsén bajó a la calle, llegó hasta la cabina más próxima, descolgó el auricular y marcó el 02.
—Han secuestrado a la hija de su compañero, del comandante Lártsev. Lo hizo Nikolay Fistín, delincuente habitual que ha cumplido dos condenas y tiene domicilio en la avenida Federativni, número 16, bloque 3 —y colgó.
La llamada telefónica sobre la hija de Lártsev fue recibida en Petrovka antes de que el tío Kolia hubiese tenido tiempo de salir del club. El servicio de seguimiento comunicó que había pasado toda la noche y la mañana siguiente en la calle Obreros Metalúrgicos. De inmediato, un grupo de apresamiento fue enviado a aquella dirección. Una hora después de hablar con Arsén, Nikolay Fistín y el dueño del piso, el corredor de coches Slávik, estaban detenidos, y Nadia Lártseva era trasladada al hospital.
Serguey Alexándrovich Grádov llevaba buscando al tío Kolia desde primera hora de la mañana del 31 de diciembre. Antonina le dijo que había salido a mitad de la noche y no había vuelto.
—En cuanto llegue, dígale que me llame de inmediato —le pidió Grádov.
Pasaban las horas, Nikolay seguía sin aparecer, tampoco se encontraba en el club y nadie sabía dónde andaba. Los malos presentimientos carcomían a Grádov, comprendía que todo cuanto estaba ocurriendo tenía que ver con la negativa de Arsén a cumplir el contrato. Alrededor de las cinco de la tarde llamó, una vez más, a casa de Fistín.
—Serguey Alexándrovich —sollozó Antonina desde el otro extremo del hilo—, la policía ha detenido a Kolia.
En momentos de pánico Grádov era incapaz de pensar con claridad, y precisó varios minutos para darse cuenta de que Kolia Fistín era el último linde que le separaba de las fuerzas del orden público. Si habían detenido a Nikolay, Grádov sería el siguiente. Fiel a su arraigada costumbre, Serguey Alexándrovich intentó elegir entre la gente de su entorno a alguien en quien podría confiar y a quien podría encargar arreglar la situación. Desde su primera infancia contaba con papá, que era todo un padrazo y había protegido a Seriozha hasta casi el día de su boda, luego aparecieron secretarios, asesores, subalternos, ayudantes, lameculos y, al final, Arsén. Toda esa gente le repetía al unísono: «Descuide, nos hacemos cargo de todo, todo quedará de la mejor manera.» Ahora tenía que encararse con un hecho desagradable: nadie, nunca más, iba a apechar con sus problemas.
El pensamiento siguiente que se le pasó por la cabeza a Grádov fue la pregunta: ¿era la situación de veras tan complicada e insoluble como le parecía? ¿Y si se desentendía y si se olvidaba de ella? Aunque careciera de solución, no le amenazaba con nada terrible. Unos cuantos minutos de intensa reflexión más llevaron a Serguey Alexándrovich a la poco halagüeña conclusión de que no escaparía ni a la detención ni a la cárcel. Sí, el tío Kolia era un chucho devoto pero esto no remediaba nada. ¿Qué podía hacer, llevado por su lealtad infinita, un hombre tan corto de luces?
Variante primera: encerrarse en un mutismo altivo y no prestar declaración.
Pero para los sabuesos de Petrovka, quien calla otorga, y tal comportamiento significaría que aceptaba todos los cargos. Aquella gente no se dejaba engañar con el gesto de inocencia ultrajada. Si callas, tienes miedo a declarar, y si tienes miedo a abrir el pico, es que quieres ocultar algo. O encubrir a alguien.
Variante segunda: el tío Kolia se descuelga largando trolas ingeniosas, asume todas las culpas y, como resultado, Grádov no tiene la menor relación con nada de lo ocurrido. Sería ideal salvo por el detallito de que Nikolay, servil pero necio, era simplemente incapaz de inventarse una mentira ágil, atinada y coherente. De manera que no cabía esperar que la segunda variante tomase cuerpo.
Tercera: Fistín, el hijo de puta de la peor ralea, el cabrón desagradecido, se pone a cantar de plano desde el primer momento y suelta todo cuanto sabe sobre Grádov. Bueno, en este caso todo está claro y no hay lugar para una segunda opinión.
Pensándolo bien, era evidente que de las tres posibles variantes sólo dos tenían visos de realidad, y cualquiera de las dos le conduciría a la detención y los tribunales. Así que también esto estaba más claro que el agua.
Pero tal vez la detención y los tribunales no eran tan espantosos. Tal vez sobreviviría a ellos.
Serguey Alexándrovich Grádov sabía con toda seguridad que no soportaría ni el calabozo ni el trullo. Esto, ni pensarlo. El primer timbre de alarma sonó cuando tenía once años y le mandaron por primera vez a un campamento de pioneros situado en un suburbio de Moscú. En aquella época era un buen campamento, uno de los mejores, frecuentado por los hijos de la élite del partido, y conseguir allí una plaza no era nada fácil, ni siquiera para el papá de Seriozha. El primer día, al entrar en el retrete, Seriozha vio el agujero en el suelo rebosante de inmundicias, respiró la mezcla de aromas de la lejía, orina y heces, y vomitó. Cuando la necesidad le apretó tanto que no pudo aguantar más, repitió el intento pero el desenlace fue aún peor: además de vomitar, se orinó encima. Cada minuto de su estancia en el campamento de pioneros se transformó para el niño en tormento, los demás chicos se burlaban de él, le llamaban «cagón», varias veces le hicieron «el cuarto oscuro», golpeándole todos a la vez por la noche cuando las luces estaban apagadas. Seriozha no podía comer, la fetidez del retrete le perseguía por todas partes, incluso en el comedor, y sentía náuseas constantemente. Tampoco podía atender debidamente las necesidades de su cuerpo, cada vez tenía que aguantar hasta el último momento y entonces plantearse la terrible elección: la vomitona en el retrete o la fuga para intentar llegar hasta un bosquecillo cercano, o si no, la búsqueda de un rincón apartado en el recinto del campamento, lo que implicaba el riesgo de ser visto y, más tarde, atrozmente humillado delante de todo el mundo a la hora de pasar la lista. Todos los demás problemas palidecían al lado de éste, crucial, y eso que no eran pocos. Seriozha era incapaz de vivir dentro de un grupo, ser como los demás, levantarse a la misma hora que todo el mundo, marcar el paso dentro de las filas ordenadas de chicos durante la clase de educación física, ponerse firmes cuando se pasaba la lista, comer las repugnantes y acuosas gachas o los miserables trocitos de nervios y cartílagos condimentados con grasa sintética y llamados «ragout» o «boef à la Stroganoff».