Puro

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Authors: Julianna Baggott

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: Puro
3.43Mb size Format: txt, pdf, ePub

 

Pressia apenas se acuerda de las Detonaciones y menos todavía de cómo era la vida en el Antes. En el armario donde duerme, entre los escombros de una antigua barbería donde vive con su abuelo, piensa en todo lo que se ha perdido, en cómo el mundo se transformó de una sucesión de parques de atracciones, cines, fiestas de cumpleaños, padres y madres en ceniza, polvo, cicatrices, quemaduras y cuerpos dañados, fundidos con objetos extraños. Están aquellos que se escaparon de la Apocalipsis sin daño alguno, los Puros. Viven a salvo, dentro de la Cúpula que protege sus vidas, seres superiores y sanos. Pero Perdiz, cuyo padre es una de las personas más influyentes de la Cúpula, se siente aislado y solo. Diferente. A menudo reflexiona sobre la pérdida, probablemente porque su familia está rota: su padre es un ser distante y estricto, su hermano se suicidó, su madre no consiguió refugiarse en la Cúpula a tiempo. Aunque tal vez se trate de claustrofobia: siente que la Cúpula se ha convertido en un envoltorio rígido. Así que cuando por casualidad escucha unas palabras que le indican que su madre podría continuar viva, Perdiz lo arriesga todo, incluida su vida, para salir a buscarla.

Julianna Baggott

Puro

Trilogía Puro - 1

ePUB v1.1

Mística & Aytza
23.08.12

Título original:
Pure

Julianna Baggott, 2012

Traducción: Julia Osuna Aguilar

Editor original: Mística (v1.0 a v1.1)

ePub base v2.0

A Phoebe, que hizo un pájaro de alambre.

Prólogo

D
urante la semana que siguió a las Detonaciones sonó un zumbido constante. Costaba llevar la cuenta del tiempo. Los cielos se combaban bajo el peso de los bancos de nubes ennegrecidas por el aire cargado de ceniza y de tierra. Si pasó algún avión o aeronave, no podíamos saberlo; así de encapotado estaba el cielo. Tal vez vi, no obstante, una panza metálica, un brillo apagado de un armazón que bajó por un momento y luego desapareció. Tampoco se veía aún la Cúpula; ahora tan brillante sobre la colina, antes era solo un destello borroso en la distancia. Parecía cernirse sobre la tierra, como un orbe, una borla iluminada, desgajada del todo.

El zumbido provenía de una especie de misión aérea, y nos preguntamos si habría más bombas. Pero ¿de qué servirían? No quedaba nada, todo había sido arrasado o tragado por las llamas. Había charcos oscuros de lluvia negra, y hubo quienes bebieron de esa agua y murieron. Teníamos las cicatrices a flor de piel, las heridas y las deformaciones en carne viva. Los supervivientes cojeaban en una procesión de muerte con la esperanza de encontrar un sitio que hubiese quedado en pie. Nos rendimos; fuimos descuidados y no buscamos refugio. Puede que algunos desearan que hubiese una operación de rescate; tal vez yo también.

Los que pudieron salir de los escombros lo hicieron. Yo no pude, había perdido la pierna derecha de rodilla para abajo y tenía las manos llenas de ampollas de utilizar una tubería por bastón. Tú, Pressia, solo tenías siete años y eras menuda para tu edad, aún con el dolor por la herida abierta de la muñeca y las quemaduras que relucían en tu cara. Pero eras rápida. Trepaste a toda prisa por los restos para acercarte al sonido, atraída por aquel ruido imperioso que provenía del cielo.

Ahí fue cuando el aire tomó forma, cuando se hinchó poco a poco con un movimiento ondeante: un cielo de alas insólitas e incorpóreas.

Hojas de papel.

Tocaron tierra y se posaron alrededor de ti como copos de nieve gigantes, igual que aquellos que los niños recortaban en papeles plegados para pegarlos luego en las ventanas de las aulas, aunque oscurecidos ya por el aire y el viento cenicientos.

Cogiste uno, como hicieron todos los que pudieron hasta que no quedó ninguno. Me lo tendiste y te lo leí en voz alta.

S
ABEMOS QUE ESTÁIS AHÍ, HERMANOS Y HERMANAS
.

U
N DÍA SALDREMOS DE LA
C
ÚPULA PARA REUNIRNOS CON VOSOTROS EN PAZ
.

D
E MOMENTO SOLO PODEMOS OBSERVAROS DESDE LA DISTANCIA, CON BENEVOLENCIA
.

«Como Dios —susurré—, nos observan como el ojo benevolente de Dios.»

No fui la única que pensó lo mismo. Y hubo quienes quedaron fascinados y quienes montaron en cólera. Todos, no obstante, seguíamos aturdidos, perplejos. ¿Nos pedirían a alguno que traspasásemos las puertas de la Cúpula? ¿Nos rechazarían?

Los años pasaron y se olvidaron de nosotros.

Al principio, sin embargo, las hojas de papel se convirtieron en un bien preciado, una especie de moneda de cambio… que no duró. El sufrimiento era demasiado grande.

Tras leer el papel, lo plegué y te dije: «Me aferraré a él por ti, ¿vale?».

No sé si me entendiste. Seguías distante y muda, con la cara tan inexpresiva y los ojos tan abiertos como los de tu muñeca. En lugar de asentir con tu propia cabeza lo hiciste con la de la muñeca, ya parte de ti para siempre. Cuando parpadeó, tú parpadeaste a la vez.

Así fue durante mucho tiempo.

Pressia

Armarios

P
ressia está tendida en el armario. Así dormirá cuando cumpla los dieciséis años dentro de dos semanas: con la dureza del contrachapado presionándole la espalda, el aire cerrado y las motas de ceniza acumuladas. Tendrá que ser fuerte para sobrevivir a esto; fuerte, sigilosa y, por la noche, cuando la ORS patrulle las calles, invisible.

Empuja la puerta con el codo y ahí está el abuelo, acomodado en su silla junto a la puerta del callejón. El ventilador que tiene alojado en la garganta da vueltas sin hacer ruido; las pequeñas aspas de plástico giran hacia un lado cuando inspira y hacia el otro cuando espira. Pressia está tan acostumbrada al ventilador que pueden pasar meses sin que se fije en él, hasta que llega uno de esos días, como hoy, en que se siente desapegada de su propia vida y todo la sorprende.

—Entonces, ¿qué? ¿Crees que podrás dormir ahí? —le pregunta el abuelo—. ¿Te gusta?

Pressia detesta el armario pero no quiere herir sus sentimientos.

—Me siento como un peine en su estuche —se le ocurre decir.

Viven en la trastienda de una barbería quemada. Es una estancia pequeña con una mesa, dos sillas, dos palés viejos en el suelo —uno donde duerme ahora su abuelo y el suyo antiguo— y una jaula hecha a mano colgada de un gancho en el techo. Entran y salen por la puerta trasera del almacén, la que da al callejón. En el Antes, en ese armario se guardaban los enseres de la barbería: estuches de peines negros, frascos azules de Barbasol, botes de espuma de afeitar, toallas de mano dobladas en cuatro, baberos blancos para poner alrededor del cuello. Está convencida de que acabará soñando con que es de color azul Barbasol y está atrapada en un frasco.

El abuelo empieza a toser, con el ventilador girando a todo trapo, hasta que se le pone la cara de color púrpura carmesí. Pressia baja del armario, corre hacia él y le da unas palmaditas en la espalda a la vez que le golpea las costillas. Ha sido la tos lo que ha hecho que la gente haya dejado de reclamar sus servicios. En el Antes el abuelo trabajaba en una funeraria y luego, con el tiempo, empezaron a llamarlo el Cosecarnes, pues aplicaba sus técnicas con los muertos a los vivos. Ella lo ayudaba a limpiar las heridas con alcohol, a disponer el instrumental y, en ocasiones, a sujetar a los niños cuando se revolvían de dolor. Ahora la gente cree que está infectado.

—¿Estás bien? —le pregunta Pressia.

Poco a poco recobra el aliento y asiente:

—Estoy. —El anciano recoge el ladrillo del suelo y lo deja sobre el muñón que tiene por pierna, justo por encima del cúmulo de cables cauterizados. El ladrillo es su única protección contra la ORS—. El armario para dormir es nuestra mejor opción —le dice el abuelo—. Tienes que darle tiempo.

Pressia sabe que tendría que ser más agradecida. Le construyó el escondrijo hace unos meses. Los armarios se extienden por la pared del fondo, la que comparten con la propia barbería. Casi todo lo que queda del local en ruinas está expuesto al aire porque un gran trozo de tejado salió volando. El abuelo ha quitado los cajones y las baldas a los armarios y en la pared del fondo ha instalado un panel falso que funciona como una trampilla que da a la barbería, y que Pressia puede accionar si tiene que escapar por allí. Pero luego, ¿adónde irá? El abuelo le ha enseñado un viejo conducto de irrigación donde esconderse mientras la ORS registra el almacén, encuentra el armario vacío y el abuelo les cuenta a los soldados que hace semanas que ha desaparecido, probablemente para siempre, y que quizá ya esté muerta. El viejo intenta convencerse de que lo creerán, de que la niña podrá regresar y de que la ORS los dejará en paz. Por supuesto, ambos saben que es harto improbable.

Ha conocido a unos cuantos chicos mayores que han huido: un chaval que se llamaba Gorse y su hermana pequeña Fandra —muy amiga de Pressia antes de su partida, hace unos años—, un niño sin mandíbula y otros dos muchachos que decían que iban a casarse muy lejos de allí. Se cuentan historias sobre un movimiento clandestino que saca a los niños de la ciudad y se los lleva más allá de los fundizales y las esteranías, donde es posible que haya más supervivientes… civilizaciones enteras. ¿Quién sabe? Pero son solo rumores, mentiras bienintencionadas concebidas para consolar. Esos chicos desaparecieron y nadie ha vuelto a verlos.

—Creo que voy a tener tiempo de acostumbrarme, todo el tiempo del mundo, a partir de dentro de dos semanas —comenta Pressia.

En cuanto cumpla los dieciséis años se verá confinada al almacén y a dormir en el armario. Su abuelo le ha hecho prometer, una y otra vez, que no saldrá a la calle. «Sería muy peligroso —suele decirle—. Mi corazón no lo soportaría.»

Ambos conocen los rumores sobre lo que les ocurre a los que no se presentan en el cuartel general de la ORS el día de su decimosexto cumpleaños: les dan caza mientras duermen o mientras caminan a solas por los escombrales; les dan caza sin importar a quién hayan sobornado o por cuánto. El abuelo, ni que decir tiene, no puede permitirse pagarle nada a nadie.

Al que no se presenta por las buenas lo arrestan. Eso no es un rumor, es la verdad. Se cuenta que te arrestan y te llevan a la periferia, donde te desenseñan a leer (en el caso de que sepas, como Pressia). Su abuelo le enseñó y le mostró el Mensaje: «Sabemos que estáis ahí, hermanos y hermanas…» (Ya nadie habla del Mensaje. El abuelo lo tiene escondido en alguna parte). Se rumorea que después te enseñan a matar utilizando blancos humanos. Y se dice también que o aprendes a matar o, si las Detonaciones te dejaron demasiado deforme, te usan como blanco humano y se te acabó la historia.

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