—¿Por qué habéis matado a Vica? ¿Qué os había hecho? ¡Habla! ¡Habla, cabrón, puñetero! —repetía Borís propinándole metódicamente nuevos sopapos en los puntos más sensibles, hasta que el joven se desplomó dando de bruces contra la mesita, buscando un punto de apoyo en su pulida superficie.
El pintor se quedó mirándole unos instantes, luego entró en el cuarto de baño, cerró la puerta y se puso a lavarse meticulosamente las manos con jabón. Desde el salón llegó un gemido, luego el ruido de unos pasos pesados e inseguros. Finalmente oyó el chasquido de la cerradura. Se enjugó las manos con la toalla, salió sin prisa del cuarto de baño, comprobó que la visita se había largado y apagó la luz. Era la señal que habían convenido.
Unos pocos minutos después, en el piso entraron el juez de instrucción Olshanski, el experto criminólogo Zúbov, Nastia y dos testigos jurados.
—¿Dónde? —fue lo único que le preguntó Konstantín Mijáilovich.
—En el salón —contestó Borís con idéntica brevedad—. El sillón, el vaso, la mesita, todo está como ustedes me han dicho que tenía que estar. Incluso se ha dejado los guantes.
—Estupendo —se frotó las manos Olshanski—. Será mejor que usted y Kaménskaya se retiren a la cocina y nos dejen hacer nuestro trabajo.
—¿Me ha perdonado ya? —preguntó Borís colocando delante de Nastia una taza de café humeante.
—No he estado enfadada con usted.
—Me he expresado mal. Usted sospechaba de mí. No lo niegue, saltaba a la vista. ¿Ya no soy sospechoso?
—No —le sonrió Nastia—. Ahora sé que no tiene nada que ver con la muerte de Vica.
—¿Y aquel chaval sí?
—No lo sé. Tal vez. Tenía sus llaves, y la milonga que ha largado de que las había comprado, yo no me la creo.
—Me alegra que ahora seamos aliados.
—¿Por qué?
—Usted me gustó mucho ya entonces, la primera vez. ¿Recuerda, cuando entró en el piso y se desternilló de risa porque íbamos vestidos absolutamente igual? Entonces pensé: «He aquí a alguien que prefiere la sencillez y la comodidad.» Yo también soy así. A Vica le daba rabia a veces, y lo que más la sacaba de quicio eran mis eternas bambas. Le había explicado mil veces que no tenía el menor sentido pasear por nuestras calles, tan sucias, con el calzado de piel auténtica, que dentro de una semana estaría para tirarlo. La propia idea de que la comodidad fuera en detrimento de la elegancia le resultaba inconcebible. Por eso, cuando vi que iba igual que yo, cómoda y bien abrigada, en seguida intuí un alma gemela y le tuve simpatía. Pero usted no me creyó y sospechó de mí…
—Está bien, Borís, pelillos a la mar… Mi trabajo es así. No crea que me ha hecho gracia tenerle por sospechoso, también usted me había caído bien. Pero en nuestro trabajo los sentimientos personales se llevan mal con las obligaciones profesionales.
—¿Siempre es así? —preguntó Kartashov lanzándole a Nastia una mirada atenta, como si hubiera captado que detrás de esas palabras que se referían a él personalmente se ocultaban otros pensamientos distintos.
—No siempre —suspiró ella—, pero con frecuencia. Por desgracia. ¿Sabe?, nuestro trabajo tiene un gran parecido con el teatro.
—¿Con el teatro? —se extrañó el pintor—. ¿Por qué?
—Porque hay que fingir. O no tanto fingir como… Más bien uno tiene que darse un pisotón en su propia garganta. Es difícil explicarlo. Por ejemplo, a usted unos clientes pueden gustarle y otros caerle mal; con unos será todo amabilidad, querrá complacerles en todos sus deseos, pero con otros se mostrará brusco y rígido. Podrán enfadarse con usted, dirán que es un maleducado, un indeseable, pero por esto no se les va a hundir el mundo, esto no truncará el destino de nadie. De manera que usted podrá seguir siendo usted y vivir en paz con sus preferencias personales. Nosotros, en cambio, si nos abandonáramos a nuestros gustos y emociones, cometeríamos errores que para alguien significarían una catástrofe, la quiebra total de su vida. Sólo en los libros de texto ocurre que el criminal es malo y la víctima merece toda la compasión. En realidad, hay criminales que dan mucha pena, que le parten a una el corazón, y víctimas tan, por decirlo suavemente, asquerosas que no inspiran nada de compasión, a las que no apetece creer nada de lo que dicen; francamente, algunas son carne de presidio. Imagínese, pues, qué pasaría si empezáramos a creer sólo a los que despiertan nuestra simpatía y a sospechar de cuantos no nos gusten. Sólo buscaríamos sospechosos entre los que nos caen gordos, excluyendo por adelantado del círculo de posibles criminales a los que, como quien dice, nos gustan. ¿Se imagina cuántos criminales quedarían en libertad? ¿Y a cuántos inocentes podría causar sufrimiento?
—No sabía que esto representase para usted un trauma psicológico —observó Kartashov con cautela—. Lo que me ha contado parece evidente pero jamás se me habría pasado por la cabeza que esto resultase doloroso para los funcionarios de la policía.
—No se le pasa por la cabeza a nadie —dijo Nastia haciendo con la mano un gesto de desesperación—. Tal vez porque justamente es demasiado evidente. Suelo frecuentar los ensayos de un amigo que trabaja en un teatro. Se pasa los días luchando con la incapacidad de algunos actores de ocultar su actitud personal frente al personaje. Cuando le aconsejé contratar a un psicólogo para que trabajase con la compañía, me miró como si hubiera perdido el juicio. Ni se le ocurre pensar que un ser humano no es un autómata, que no se puede enchufarlo y desenchufarlo siempre que apetezca. Lo que les pide a sus actores, para unos es la cosa más fácil del mundo. Pero otros son incapaces de olvidar cómo son en realidad. ¿Se ha parado alguna vez a pensar que cada papel bien interpretado no es sólo un milagro de transformación del actor sino también una ruptura con su propia personalidad?
—No sé, no se me ocurría verlo así…
—Sin embargo, esto es lo que pasa. Cualquier ruptura, por voluntaria que sea, por muy generosamente que se la recompense con el éxito y los aplausos, es en esencia un trauma del que luego hay que recuperarse. ¿Es que hay alguien que le ayude al actor a sanar? No. Y tampoco a nosotros nadie nos ayuda. Nadie nos advierte siquiera de que lo vamos a necesitar. En cambio, ¡qué no se contará de lo crueles, desalmados o, en el mejor de los casos, indiferentes que somos los policías! ¿Cómo no iba a producirse entonces esa deformación? Para preservar nuestra integridad física redactan volúmenes enteros de normas de seguridad. Pero, como suele ocurrir, nadie se acuerda del alma…
En la cocina entró el experto forense Zúbov, eternamente ceñudo y disgustado con algo pero escrupuloso y cumplidor. Cuando le tocaba trabajar con Olshanski, los dos formaban una mezcla explosiva. El juez de instrucción tenía al experto en gran estima y disfrutaba colaborando con él. Zúbov, en cambio, no podía ni ver a Konstantín Mijáilovich, quien le sacaba de quicio con constantes sugerencias e instrucciones, pues hacía un trabajo igual de excelente cuando no las recibía. Por supuesto, en su fuero interno, Zúbov le reconocía a Olshanski su buen conocimiento de la criminología. Si no se pusiera pesado, si no fuera tan mandón…
Nastia miró a Zúbov y pensó que daba la impresión de que le rechinaban no sólo los dientes sino también todos sus huesos y articulaciones.
—Olshanski ha ordenado decirte que ya no te necesita —le dijo a Nastia torciendo los labios despectivamente al pronunciar las palabras «ha ordenado»—. Así que si no te apetece, no hace falta que nos esperes.
—¿Os falta mucho todavía? —preguntó ella.
—Tenemos el juego completo, todo cuanto un caballero puede desear para su gusto: huellas digitales, calzado, sangre, saliva, micropartículas. Creo que hay para una hora más, o tal vez para dos.
Zúbov se giró hacia Borís y, mientras manipulaba el mechero y prendía un cigarrillo, le dijo:
—Gracias por haberlo hecho todo tal como le he dicho. Todo ha salido a pedir de boca. La mesa y el vaso están realmente impolutos, da gusto trabajar así, sin molestarnos con la suciedad.
Nastia se puso en pie de mala gana. Apenas había conseguido entrar en calor después de varias horas de espera en la calle.
—Creo que me voy a ir. Es muy tarde.
En el recibidor, Kartashov ya había vuelto a colocar en la lámpara la bombilla que había quitado anticipando la llegada de la «visita». Al llegar junto a la puerta, Nastia se detuvo en seco.
—Borís, ¿podría contar con su ayuda?
Nastia había perdido el sueño por completo. Tumbada en la cama al lado de Liosa, hacía balance y planes para el día siguiente. Lástima que el espectáculo representado en el piso de Kartashov no hubiera aportado los resultados esperados. Por supuesto, las huellas que había dejado el intruso eran más que suficientes para probar, si hiciera falta, la presencia allí del joven, al que habían identificado en menos de una hora. A partir de entonces se le seguiría y al día siguiente mismo se sabría por lo menos parte de la gente a la que frecuentaba. Pero el intruso no respondió a la provocación de Borís cuando éste le acusó de asesinato. Tenía un perfecto dominio de sí mismo, estaba muy bien preparado porque al punto declaró ser ladrón, a pesar de que el ataque del dueño del piso le había cogido desprevenido, y tampoco devolvió ni un solo golpe aunque poseía unos músculos, según Borís, realmente impresionantes. El entrenamiento, sin embargo, se dejó notar: el «ratero» apaleado se recuperó con sospechosa rapidez, tanto que consiguió marcharse sin hacer apenas ruido. Bueno, también la falta de resultados era un resultado. Aunque ese tarzán supo ocultar su verdadero rostro y no delató a los que lo enviaban, este hecho podía encerrar información valiosa. Las cosas no tenían por qué ser siempre tan fáciles y sencillas como lo fue el montaje que le habían preparado a Kolobov, quien estaba tan asustado que se tragó toda la historia. También la suerte se había puesto de su lado, porque la carta que le habían mandado a Kolobov al azar fue un puro golpe de suerte. Aunque no, no era del todo cierto. Fuese cual fuese su reacción al recibir la carta, seguiría siendo información útil. Por ejemplo, podría no haberle asustado o podría haberla tirado a la basura y no acudir a la cita, lo cual hubiese significado que la hipótesis de Nastia no valía nada. También podría haberse espantado hasta el punto de ir corriendo a la policía y confesar allí quién y por qué le había dado la famosa paliza a poco de producirse el asesinato de Vica Yeriómina. Pero Kolobov hizo lo que hizo, y ahora ella, Nastia, sabía que Vica les había advertido a sus asesinos que Vasili Kolobov la había visto con ellos en la estación de Savélovo. Teniendo en cuenta que su cadáver fue encontrado en las proximidades del apeadero El Kilómetro 75 de la vía férrea de Savélovo…
Cuando Nastia regresó del piso de Kartashov a casa, Liosa le dio la lista de los que habían llamado. A pesar de lo avanzado de la hora, optó por devolver una de las llamadas sin esperar hasta la mañana. Bajó al piso de una vecina, Margarita Iósefovna, que gustaba de ver la televisión hasta altas horas de la noche porque de madrugada el canal de Moscú ponía películas clásicas. Nastia marcó el número de Guennadi Grinévich. Lamentablemente, el director no tenía nada esencialmente nuevo que comunicarle. Sus amigos periodistas apenas sabían del novelista Brizac algo más de lo que estaba impreso en las contraportadas de sus libros. Cierto, decían ellos, era un nombre popular, sus libros gozaban de buena aceptación, pero nadie le tenía por un verdadero literato. Un buen artesano, aunque no del todo carente de chispa. Sabía venderse caro, para eso se daba esos aires de misterio. No, ellos, los periodistas, estaban convencidos de que detrás de aquella fachada no se ocultaba ningún criminal secreto, no era más que una argucia publicitaria para avivar el interés de los lectores. «Dios mío —pensó Nastia consternada—, ¿será posible que haya vuelto a dar un golpe en falso? ¿Será posible que haya vuelto a equivocarme?»
El timbre del teléfono despertó a Liosa al instante, y miró a Nastia interrogativamente. Ella movió la cabeza negativamente y se sentó en la cama.
—¡Diga! —gruñó Liosa con voz somnolienta.
—Le ruego que me disculpe esta llamada a una hora tan tardía —pronunció un agradable barítono—, pero me urge hablar con Anastasia Pávlovna.
—Está durmiendo.
—Despiértela, por favor. Se trata de un asunto realmente muy grave e inaplazable.
—No puedo hacerlo. Se ha tomado un somnífero y me ha pedido que la deje dormir.
—Le aseguro que se trata de algo que es de suma importancia para ella. Espera mi llamada y se disgustará mucho si se entera de que la he llamado y usted no nos ha dado oportunidad de hablar. Está relacionado con su trabajo…
Pero Chistiakov se mantuvo en sus trece. Quizá sí era ingenuo y confiado, como Nastia siempre había creído, pero hacerle cambiar de idea era imposible.
Nastia encendió la lámpara de la mesilla de noche, cogió el bolso, encontró allí el volante de la clínica y se lo enseñó a Liosa. Éste asintió comprendiendo.
—Escuche —imploró con voz quejumbrosa—, está pasando una mala racha, tiene problemas y cosas así. Lleva varias noches sin dormir, le duele el corazón y en general se siente bastante mal. Mañana debe hacerse una revisión en la clínica y no quiere que los médicos la vean en esa forma tan baja. Tiene graduación de mando superior, ¿entiende? Por eso se ha tomado tres pastillas y se ha acostado pronto para que mañana todas las pruebas salgan bien. Le van a tomar la tensión, la va a examinar un neurólogo, le van a hacer un electro. De todos modos, incluso si consiguiera despertarla, no se enteraría de nada.
—Lástima —su interlocutor se mostró sinceramente decepcionado—. De acuerdo, le llamaré mañana. Buenas noches.
—Buenas —masculló Liosa.
Nastia estaba de pie en medio de la habitación, arropada con una gruesa bata. En la penumbra, su cara pálida no parecía viva.
—¿Eran ellos? —preguntó Chistiakov.
Nastia asintió en silencio.
—¿Por qué no quieres hablarles? En esta situación carece de importancia que tu teléfono esté pinchado, son ellos mismos los que lo han pinchado.
—No me gusta que traten de intimidarme. Ya estoy suficientemente asustada y no quiero escuchar más historias de terror.
—No acabo de entenderte, Nastiusa. ¿Qué piensas hacer? ¿Vas a esconder la cabeza en la arena como un avestruz?
—No pienso hacer nada. Quieren sacarme de mis casillas. Que se crean que lo han conseguido, que me han metido tanto miedo que no sé qué hacer, que me patinan las neuronas. ¿Qué van a contarme que yo no sepa? ¿Que harán volar el coche de papá? Prefiero no oírlo. Sólo volarán su coche si no cumplo con sus exigencias, de otro modo, no tendría sentido. Lo que hago es impedirles que me planteen esas exigencias.