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Authors: Francisco Pérez de Antón

El sueño de los justos (48 page)

BOOK: El sueño de los justos
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»—¡Ya era hora que echaran a ese idiota! —dijo con una mezcla de rabia y alegría.

»Caminamos por entre el barullo de gente y salimos al pórtico del teatro. Caía una ligera llovizna, así que el público se concentró al borde de la escalinata. Vimos a Eulalio, nuestro cochero, y Joaquín le hizo una seña, pero justo cuando iniciaba el descenso de las gradas, alguien me tomó por el brazo.

»—Usted y yo tenemos que hablar —oí que me decía alguien.

»Era Néstor. Tenía el rostro desencajado y me miraba como quien mira al enemigo.

»—¿Qué es lo que tiene contra mí? ¿Qué le he hecho yo? ¿Por qué no me habla? ¿Y qué hubo entre usted y Joaquín, mientras yo estaba en el exilio?

»Joaquín había bajado los escalones, pero, al ver a Néstor, los volvió a subir y, sin medirse ni frenarse, le dio un fuerte golpe en la muñeca y le obligó a soltarme el brazo.

»—¡Vete de aquí! —le gruñó en voz baja—. ¡No nos humilles ni hagas el ridículo!

»Con sus ojos fijos en los míos, Néstor apartó de un empujón a Joaquín.

»—¡Dígame que es mentira —musitó, para que sólo yo le escuchara—, dígame que no se burló de mí!

»No pudo continuar. Joaquín se abalanzó sobre él y, de no haber sido por la gente que se había empezado a arremolinar en torno a nosotros, ambos hubiesen rodado por la escalinata.

»El atrio del Teatro Nacional se volvió una batahola de empujones y gritos sofocados. Los hombres intentaban apartar a Joaquín y a Néstor, quienes habían caído al pie de una de las columnas de la entrada. Néstor golpeaba con saña el rostro de Joaquín, quien recibía la tromba de puñetazos sin ser capaz de evadirla.

»Varios caballeros los lograron finalmente separar y contener, pero, humillado por el ultraje ante tanta gente, Joaquín continuó forcejeando como un poseso y de su garganta brotaban resuellos aterradores.

»—¡Resentido, hijo de mil putas! ¡Criminal! ¡Sacrilego! —decía con voz espesa.

»—Te vas a comer esas palabras, fantoche, pero no aquí —le respondió Néstor, muy sereno.

»—¡Donde quieras y a la hora que quieras! ¡Te voy a matar, cabrón! ¡Te voy a matar!

»—No tienes el valor ni la hombría para matarte conmigo —le dijo Néstor con pavorosa frialdad.

»Yo no sabía dónde esconderme. Estaba muy asustada por los roncos gemidos de Joaquín, su enajenación y su violencia. Me coscaba aceptar que la serenidad con que solía proceder se hubiese desmoronado. Pero no fue eso lo peor. La gente en torno a mí me miraba con un lejano desprecio, como si yo fuera la culpable de todo, y no pude soportar la tensión. Bajé las gradas temblando y busqué refugio en el
victoria.

»Nunca me había sentido tan avergonzada. Tenía las mejillas encendidas y me costaba respirar. Metida en el carruaje y rodeada de gente morbosa que deseaba contemplar hasta la última de mis lágrimas, tuve la premonición de que mi vida se había desbaratado y de que jamás podría alcanzar la dicha que de ella esperaba.

»Le di a Eulalio un grito para que azuzara los caballos y huí espantada del lugar. Llegué a la casa y me encerré en mi cuarto. Mi mente no hallaba reposo. Apenas cerraba los párpados, veía a Néstor y a Joaquín, matándose a cuchilladas. Y me decía que, si alguno de los dos llegaba a morir, no me lo perdonaría jamás y que siempre llevaría esa carga sobre mi conciencia. Este es un país trágico, Elena, una nación azotada desde hace muchos siglos por pasiones aciagas. Y la vida, tan impredecible y, al mismo tiempo, tan manifiesta, había planteado aquel día, y en público, para más escarnio, el conflicto que lo desgarraba: un liberal moderado y un católico liberal se desafiaban a muerte. El árbol de la libertad se volvía viejo sin haber dado siquiera el primer fruto.

»—¿No intentaste hablar con ellos?

»—Ninguno de los dos me habría escuchado. No se batían por mí, lo hacían porque se odiaban. Querían matarse, Elena, querían quitarse la vida... Matar era, es todavía, una inclinación tan común entre nosotros, un hecho tan frecuente en nuestra frágil convivencia. Somos un pueblo tan elemental que la única solución a lo imperfecto es matar la imperfección. Lo torcido no se intenta enderezar. Simplemente se rompe, se quema o se destruye. Es una pulsión ancestral que la cultura tardará en inhibir. Mientras, nos seguiremos matando sin que las palabras ni los sermones ni las leyes sean capaces de impedirlo. Por eso no hablé con ninguno. ¡Me sentía, además, tan culpable!...

»Cuando vine a tu casa esta noche te dije que estaba desesperada. Es posible que lo hayas tomado como un formulismo. Las palabras son así cuando se desgastan. Pero no, no era un formulismo. Y cuando te sientes así, Elena, cuando estás desesperada, no deseas otra cosa que la vida termine cuanto antes. Y eso era lo que le sucedía a Néstor. Deseaba morir. Y yo no supe... no tuve el valor... me dio vergüenza decirle, delante de Joaquín y de toda aquella gente, que mi amor había sido sincero, que había respetado su ausencia y que no le había mentido. No sabía que estaba tan fuera de sí ni entendí lo que quería decirme en su última carta con aquello de que; si no quería saber más de él, se quitaría la vida.

»Nadie debería, Elena, estar obligado a vivir una madurez prematura. Nadie debería tener antes de tiempo la experiencia que, de modo natural, te van dando la edad y la vida. Yo, Néstor, Joaquín, toda mi generación, hubimos de padecer esa madurez tempranera. El acelerón que sufrimos entonces desequilibró nuestras vidas. Perdimos la inocencia en una noche y cuando despertamos al día siguiente éramos personas adultas. ¡Si una pudiera detener el tiempo! ¡Si la vida fuera reversible y la experiencia de alguna utilidad para rectificar el pasado! Pero la experiencia sólo sirve para descubrir lo errados que estábamos cuando la adquirimos. Después somos más sabios, es verdad, pero, ¿de qué nos sirve?».

9. Potrero de Corona

Aún no había despuntado el alba cuando
Chico
Andreu y
Basilio
tomaron la calle del Teatro y enfilaron sus cabalgaduras hacia el norte de la ciudad. Los serenos se habían retirado de las calles y los mozos de escalera apagaban una a una las mortecinas candelas que señalizaban esquinas y cruces. Pronto las garitas que guardaban las entradas abrirían sus puertas a viajeros, reatas carboneras y campesinos cargados de frutas, granos y verduras. Y pronto empezarían también a humear las cocinas de las casas.

Ninguno de los dos había dormido, ocupados en convenir el lugar y las condiciones del duelo con los padrinos de Joaquín Larios. La reunión no había sido grata porque, pese a los esfuerzos de ambas partes, ni Néstor ni Joaquín habían mostrado deseos de reconciliarse.

—Le exigimos... todos nos exigimos demasiado —murmuraba Andreu.

Unos pasos atrás de él, cabizbajo y absorto, con una mano en la rienda y la otra en la cintura,
Basilio
guardaba silencio. Su habitual locuacidad se había tornado un oscuro mutismo que el monólogo de Andreu no era capaz de quebrar.

—Me di cuenta cuando regresó de Oriente. Hablaba poco, no se centraba. ¿Cómo han podido torcerse tanto las cosas y en tan poco tiempo? Hace unos días, la dimisión del general. Ayer, el escándalo del teatro. Ahora, esta locura...

A la altura de La Merced, enderezaron sus pasos hacia el Potrero de Corona y, al pasar junto al Cerro del Carmen, Andreu volvió los ojos a las arboladas laderas y a la ermita que blanqueaba en la cima, ombligo histórico de la ciudad.

Los padrinos de Joaquín habían contemplado aquella elevación como el lugar más apropiado para sostener el duelo. Por tradición, era el sitio elegido para tal menester desde que el presidente Carrera había retado a Serapio Cruz a batirse a espada allí por un asunto de faldas. El cerro ofrecía todas las condiciones: lejanía, soledad y espacios arbolados para consumar el desafío con la mayor discreción posible. Pero
Chico
lo había objetado debido a que los duelistas habían elegido batirse con revólver. El desafío a la puerta del teatro había provocado la curiosidad de muchas personas y ninguna de las partes deseaba la presencia de testigos no invitados. Había que buscar un lugar desde el cual las detonaciones no fueran oídas. Y de común acuerdo dispusieron que el duelo tuviera lugar en el Potrero de Corona, una estrecha y despoblada lengua de tierra situada a las afueras de la ciudad y flanqueada por dos barrancos espeluznantes.

Los dos hombres dejaron a un lado el cerro y tomaron una senda apenas abierta que se adentraba por entre matorrales, encinos y cañas. Poco después alcanzaban el espolón del potrero, un saliente semejante a la proa de un navio que flotara sobre el oleaje de la niebla matinal.

En la punta del espolón estaban los padrinos de Joaquín.
Chico
Andreu se dirigió a ellos, los saludó y juntos procedieron a marcar la distancia de quince pasos fijada en el acta, bajo la mirada atenta del juez del duelo, un abogado de mirada inexpresiva, pero de reputada discreción, que observaba el ceremonial con el rostro parcialmente oculto tras las solapas de la levita.

A una distancia discreta estaba también un cirujano, así como una carreta de bueyes en cuya cama yacía un sencillo ataúd.

Néstor Espinosa llegó al potrero unos minutos antes de las seis, cuando la pálida luz del alba comenzaba a rayar las colinas del Este. Ató el caballo a un encino y se dirigió adonde charlaban
Basilio
y
Chico
Andreu. Pidió el acta, la firmó, entregó su revólver al juez y se alejó a una distancia prudencial.

Joaquín Larios apareció poco más tarde, vistiendo levita de botones dorados, sombrero de copa, guantes grises, lazo negro y botines de charol.

Néstor le observó de soslayo. No le engañaba su calma. Sabía lo que es ser actor, un maestro del doblez y el disimulo. Lo que había ignorado hasta ese día era que Clara y Joaquín también lo fuesen. Le había faltado esa perspicacia.

El juez arrojó una moneda al aire ante la presencia de los testigos y se la mostró tras atraparla en el dorso de su mano izquierda. Los padrinos de Joaquín se acercaron para informarle del resultado, pero regresaron de inmediato al lugar donde estaba el juez y, en presencia de éste, le dijeron algo a
Basilio
y a Andreu, quienes, apartándose del grupo, se dirigieron rápidamente a donde Néstor se encontraba.

—La moneda ha favorecido a Joaquín. Será él quien dispare primero —explicó
Basilio.

Néstor hizo una escueta señal de asentimiento. No parecía afectarle el hecho de saber que salir desfavorecido en el sorteo significaba para todos los efectos prácticos una sentencia de muerte.

—Pero Joaquín ha cambiado de idea —se apresuró a comentar Andreu—. Dice que siempre ha sido un amigo leal y que lo que le han contado a usted es una calumnia.

Que Clara Valdés también le fue fiel y que está dispuesto a suspender el duelo, si le ofrece a Clara una disculpa.

Néstor echó un vistazo a Joaquín. Aún eran visibles en su rostro las huellas de la pelea. Tenía el labio superior algo inflamado y un pómulo enrojecido.

—Nos pide que le digamos que, aunque ya no sean amigos, le sigue teniendo aprecio —continuó diciendo
Chico
—. Por eso no exige reparación alguna. Una carta pidiendo perdón a Clara, un apretón de manos y aquí termina todo. No pide más. Me parece equitativo y un gesto muy caballeroso de su parte. El tiene el primer disparo y, al parecer, buen pulso. Piénselo bien, Néstor. A quince pasos, no tendría usted mucha opción... Además, son amigos de muchos años. Es una tragedia que acaben así. Lo debe de haber meditado. Y yo le ruego que lo medite también.

Néstor escuchó en silencio. Era obligación de los testigos procurar la reconciliación de las partes antes de que se consumara el duelo, pero él deseaba acabar cuanto antes con aquel trámite. Se sentía emocionalmente exhausto. La sola idea de que Clara hubiese jugado con él, de que sus cartas de amor sólo hubieran sido un juego, le había humillado hasta el punto de hacerle la vida insoportable.

—Están esperando —le apremió
Basilio.

Néstor se quitó la leva, se deshizo el lazo y se aflojó el cuello de la camisa. Hacía frío, pero eso qué podía importarle. Para cuando el sol estuviese en lo alto, ya no tendría necesidad de calor.

—¿Lo haría usted,
Chico
?

Andreu le miró con gesto de sorpresa.

—¿Pediría usted perdón a un amigo que le ha sido desleal y a una mujer que se ha burlado de usted? ¿O se jugaría la vida ante el engaño, tal y como se la jugó en Nueva York ante Maghnus Dougall?

—Su calma me salvó la vida allí. Lo mismo pretendo hacer yo ahora por usted. Me parece, sin embargo, que la actitud de Joaquín es muy correcta.

Néstor reflexionó unos momentos.

—Tengo mi amor propio —dijo al fin.

Había un ascua en su interior que se avivaba con el engaño, la humillación, la dignidad herida. «Aquí la violencia no la buscas; es ella la que te encuentra», le había dicho Joaquín tiempo atrás. Aquí y en todas partes. El mundo estaba lleno de gente que disfrutaba soplando en ese fuego, gente venida a este mundo con el único propósito de sacar de quicio a los demás. Y Joaquín tenía ese don. En los últimos meses, sus provocaciones le habían hecho perder la compostura. Primero le quitaba a Clara, luego le acosaba en su despacho, después le retaba a un duelo y ahora quería salir en caballo blanco con un gesto de hipócrita hidalguía. ¿A santo de qué iba a darle la mano?

—No pasaré por un cobarde ante él —dijo muy tranquilo— y menos aún ante ella.

—No es cuestión de cobardía, Néstor. Es cuestión de sensatez.

—Por favor,
Chico
, le ruego que no insista.

Andreu le devolvió un frunce de desaliento.

—Le comunicaré su decisión al juez.

Basilio
miró a Néstor y, desmesurando un tanto sus facciones de bufón, le dijo:

—Perdóname, Néstor. Yo tengo la culpa de todo.

—No hay nada que perdonar. Tú no tienes ninguna culpa.

La voz del juez les interrumpió.

—Cuando gusten, señores.

Los duelistas se acercaron al juez, quien, tras comprobar que sólo había una bala en el tambor de cada revólver, les señaló su lugar respectivo.

Néstor no miró a Joaquín. Tomó el arma y se dirigió a su puesto. Y mientras aguardaba el disparo, discurría que no era ni por el forro la persona que había querido ser. Su vida se había ido embudando de manera irreversible hasta conducirle a aquel potrero donde sin duda concluiría. No se gustaba a sí mismo ni le gustaba vivir. Se había vuelto un hombre violento, había matado, había perdido su natural serenidad, y lo que era peor, había descubierto que la libertad se volvía con suma naturalidad su contrario y que el amor se reducía a menudo a la búsqueda de un falso anhelo.

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