Read El sueño de los justos Online
Authors: Francisco Pérez de Antón
»El día del que quiero hablarte, no me acuerdo de la fecha, don Miguel estaba muy platicador.
»—Cuando entramos en la capital —nos contaba—, monseñor Piñol y Aycinena me susurró antes del
Te Deum:
»El general volvió los ojos hacia Néstor y hacia mí y, tal vez percatándose de que había cosas que los más jóvenes no sabíamos, hizo una pausa y continuó de esta guisa:
»—Luego de la independencia de España, se formaron en América Central dos partidos, el liberal y el conservador. No hablaré mal de mis adversarios, pero el error de nuestro partido entonces fue creer que a un pueblo se le puede cambiar en dos días por medio de un decreto o un librito llamado Constitución, y en pensar que, de gentes ignorantes y bárbaras, como lo son aún las nuestras, podían salir ciudadanos en dos días, quiero decir, gente que conociera sus derechos y que tuviera, además, la voluntad y la capacidad para defenderlos. Un vuelco tan deseable sólo es obra de la educación, el tiempo y una larga práctica de las instituciones políticas. Soy un hombre liberal, pero siempre he creído que la exageración de todo principio, sobre todo el de la libertad, lo perjudica, lo desacredita y lo lleva a la destrucción. ¿Cuál fue la suerte de la América Central a causa de la ceguera de liberales y conservadores? Un territorio partido en cinco republiquitas.
»Tomó un sorbo de jerez y dirigiéndose a Néstor, y solo a Néstor, como si fuese la única persona en el salón, agregó muy serio:
»—No cometeré el mismo error, por más que insista Rufino. No gobernaré por impulsos, como él quiere, ni haré las cosas como se hicieron entonces, deprisa y sin reflexión. Hasta hoy nuestro país no había tenido necesidad de estudios para saber cuál es el origen del hombre y del Universo. La doctrina religiosa le daba las respuestas. Y eso no se puede cambiar de un día para otro. Guatemala perdería el punto de apoyo que la ha sustentado por siglos, y que es la fe católica, yema política de todo país analfabeto. La nuestra es una sociedad de creencias, no de ideas. Y lo seguirá siendo muchos años, pues las ideas son aquí patrimonio de unos pocos, en tanto las creencias, más intensas y fuertes, son cosa de la mayoría. Y ésa es una barrera en la comunicación muy difícil de superar. Por eso es necesaria la Iglesia. No se puede abolir el pasado de golpe. Lo prudente es hacer reformas paulatinas que vayan educando al pueblo y, después de algunos años, cuando el terreno esté abonado y listo, hacer otras de mayor cuantía. No fomentaré, por tanto, el odio contra las clases altas, pues no se trata de bajar a los que están arriba, sino de subir a los que están abajo. Se puede elevar el bienestar de los muchos sin necesidad de despojar a los pocos. Pero tampoco daré tregua a los conservadores radicales que se oponen a los cambios. Quiero hacer una política que concilie el pasado con el futuro, pues, a la postre, somos personas y no encinos que pueden ser arrancados de gallos a medianoche y reemplazados por palos de especie distinta.
»Yo tenía la mirada puesta en las baldosas. Siempre había imaginado que la revolución iba a ser algo tan simple como cambiarse de pamela. ¡Eramos tan inocentes! Creíamos que la revolución se nutriría del idealismo que la había alentado hasta el día de la victoria. Pruritos de la edad, imagino. Sabíamos cómo entregar el corazón, pero no teníamos picardía ni experiencia. Y ni siquiera la congénita cautela de Néstor fue bastante para anticipar lo que se nos vino encima.
»—¿A los dos?
»—No, Elenita. A los tres».
»Alcé la mirada de las losas y, al posarla en la del general, un hombre atrapado en las mismas contradicciones que todavía vivimos, sentí una inmensa simpatía por él. Pero al tiempo que lo escuchaba, arrobada, sentí de pronto una atracción misteriosa que venía de una esquina del salón.
»Volví los ojos hacia allí y vi a un hombre apoyado en la pared, semioculto por las sombras. Cuando lo reconocí, experimenté un escalofrío, como si alguien de otro mundo hubiese vuelto para pedirme cuentas.
»Aquel hombre era Joaquín Larios. No le había visto desde que fui a visitarle al hospital, cuando los hombres de Cerna lo golpearon. Aún llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo, había perdido peso y su rostro mostraba la palidez del convaleciente.
»Néstor, quien también lo había localizado, se separó de mí, se acercó a su amigo y le dio un abrazo, gesto que Joaquín no devolvió. Se quedó inmóvil, mirando hacia mí y sin prestar atención a Néstor. Y en ese preciso instante me di cuenta de que el hombre que tenía enfrente había dejado de ser el Joaquín afectuoso y devoto que nos había acompañado a la tía y a mí en nuestras horas difíciles.
»Tuvimos una conversación formularia. Le pregunté cómo seguía y él me dijo que bien, a secas. Habló poco y en voz baja, como si temiera que su voz pudiera delatar alguna emoción o algún secreto. De vez en cuando lanzaba hacia Néstor ese tipo de mirada reticente y furtiva que las personas dirigen a quienes apenas conocen. Y no sé cómo explicarlo, Elena, pero de golpe me asaltó la sospecha de que Joaquín sabía algo de nuestra relación con Néstor. Sólo era una suspicacia, pues ambos habíamos guardado una discreción extrema. Pero la mirada de Joaquín despedía tanto dolor que me hizo sentir ingrata y mortificada a un tiempo. Me decía en silencio algo así como: te has olvidado de mí, y el pago por mis atenciones, por mi apoyo emocional y mi generosidad durante estos años ha sido acostarte con Néstor en cuanto apareció por Guatemala.
»Y desde aquella bendita tarde caí en una consternación tan incómoda que, ni aun en brazos de Néstor, podía apartar de mí aquel gesto dolorido con que Joaquín me miraba en la casa de don Miguel».
Cuilapa, Santa Rosa,
19 de agosto de 1871
¡Hermanos! ¡Los vástagos más pervertidos de esta querida tierra se han alzado contra Dios! ¡Se burlan de la moral religiosa, de Nuestro Señor Jesucristo y de las verdades más sagradas! ¡Nos insultan, nos persiguen, nos afrentan! ¿Qué se puede y se debe hacer ante una situación como ésta? ¿Poner la otra mejilla? ¡Oh Religión Santa, consuelo único, felicidad y reposo del cristiano! ¿Cuándo has ordenado a tus hijos tomar las armas para que se maten entre sí? ¡Jamás! La paz ha sido siempre nuestro emblema. Pero hoy los impíos amenazan destruirte. Hoy los renegados de nuestra sagrada Fe pretenden arrancar el corazón a tus fieles. Y ante hechos así, hermanos, ni la Iglesia ni sus hijos pueden permanecer impasibles. ¡Lanza y machete contra los bárbaros! ¡No podemos consentir que se nos arrebate nuestra religión! ¡El liberalismo separa al hombre de Dios, lo declara árbitro de su destino, lo ata a la estúpida carreta de la democracia y lo precipita sin freno al abismo de sus pasiones! ¡No hay tal cosa, hermanos, como la soberanía popular, porque no hay más soberano que Dios! ¡Por eso es preciso detener a esos herejes! ¡Y no soy yo quien os lo pide, sino la Virgen Santísima y Nuestro Señor Jesucristo! Los católicos hemos sabido siempre derramar nuestra sangre cuando ha sido necesario para ahogar en ella a los impíos. ¡Unámonos a las fuerzas que combaten la ponzoña liberal! ¡La Providencia está con nosotros! ¡Con el signo de la cruz venceremos! ¡Y en nombre de Dios os aseguro que, aquéllos que hagan la guerra a esa canalla y perezcan en la lucha, serán inscritos con letras de oro en el libro de los mártires que con su sacrificio alcanzaron el reino de los justos!
En medio del furibundo aguacero que azotaba el Valle de la Ermita la tarde del 30 de agosto de 1871, don Porfirio Frutos componía dos textos breves en los que se le colaban acentos, se le escapaban las comas y le brotaban palabras extrañas, tales como
Sor Presiva, ¡nsurgentes, jesnitas, asenisatos
y
purtas.
El corrector de pruebas le iba a crucificar, pero la emoción del cajista, azuzada por los horrísonos truenos que hacían vibrar los vidrios de las ventanas, era más fuerte que el temor a la reprimenda.
Y no era para menos. El contenido de la primera nota decía así:
Una sorpresiva insurrección conservadora se produjo ayer en Santa Rosa instigada i financiada por la Compañía de Jesús. Los insurgentes, tras apoderarse de mil rifles que venían destinados al Gobierno de la República, se han declarado en rebeldía. Y ante la falta de hombres y armas disponibles en la capital, el señor presidente provisorio ha pedido ayuda al señor comandante de Occidente quien en estos momentos se dirige al Oriente del país para reprimir la rebelión. Entretanto, en la capital, los jesuítas convocaban ese mismo día una reunión en el Aula Magna de la Universidad, a fin de esclarecer las falsas acusaciones de que, en su opinión, han sido objeto. Pero la Junta Patriótica, de tendencia radical, escoltada por todo género de sociedades anticlericales, bloqueó las puertas i les impidió salir. Al cierre de esta edición, los Padres aún seguían encerrados, sin agua, sin comida i seguramente muy asustados por los frenéticos insultos i las piedras que les lanzaban desde la calle.
A don Porfirio no le cabía en la cabeza que los jesuítas anduviesen metidos en conspiraciones. Hasta donde él tenía conocimiento, los padres eran buenos maestros y excelentes personas. Pero remitidos como el que acababa de montar le tenían muy confuso, no digamos el segundo de ellos, el cual comenzaba de esta guisa:
¿Quién en el mundo católico podrá negar que la religión cristiana es la más santa, la más sabia i la más augusta que encierra en sí las doctrinas más puras y liberales, sabiéndolas entender? ¿1 quién negará que, so pretexto de verdaderos católicos, los jesuitas han empuñado con mano sacrilega puñales para cometer asesinatos impunemente, como si la religión necesitara asesinatos para sostenerse?
4 de septiembre de 1871
Barbería Versalles, higiene y esmero
—¿Qué va ser hoy, don Joaquín?
—Sólo el pelo, don Hermógenes, pero no me lo deje muy corto.
—Como guste, don Joaquín. ¿Ya supo la noticia?
—No. Corren tantas que no alcanza uno a saberlas todas.
—Los jesuitas fueron desterrados del país esta madrugada.
—¡No lo puedo creer!
—El presidente los despachó a Panamá. A los setenta y tres que había.
—¿Cómo es posible que don Miguel haya hecho eso, cuando había prometido respetar a la Iglesia y a las órdenes religiosas?
—No creo que haya sido decisión de don Miguel, aunque él haya firmado la orden. Ha debido de ser cosa de don Rufino.
—Rufino no tiene poder para ordenar semejante atrocidad.
—Uh, qué engañado está usted.
—Ha de haber sido cosa de la camarilla que rodea al presidente, los
Chema
Samayoa, los
Chico
Andreu, los Néstor Espinosa y la piña de masones que le chaquetea.
—No diga eso, don Joaquín. Néstor es amigo suyo. Y también muy buena gente.
—¡No lo conoce usted bien!
—Cómo no le voy a conocer, si les corto el pelo a los dos desde que son niños.
—Néstor ha cambiado mucho, don Hermógenes.
—Pues en el peladero dicen que ha sido don Rufino y sus radicales quienes han forzado la expulsión.
—¡Qué radicales ni qué nada! ¡Son los del gobierno, los culpables!
—Yo no creo que sea así. Al bueno de don Miguel le ha pasado lo que a Jesucristo: vino a los suyos y los suyos no le reconocieron. Y después de su entrada triunfal en Jerusalén, ahora lo quieren crucificar... no se mueva tanto, don Joaquín, o voy a hacerle aquí atrás un estropicio.
—Tengo que irme, disculpe.
—Pero si aún no he terminado...
—Debo hacer algo enseguida.
—Aguarde por lo menos a que le arregle el cuello. Es sólo un minuto... ¡Uy, qué hombre tan enojado!
5 de septiembre de 1871
Mesón San Agustín
...¿alguno de ustedes ha visto a Néstor?, llevo buscándolo desde la mañana para hablar con él y no he podido localizarlo,
yo no lo he visto
, ¿y usted
Turgotí, no, tampoco
, con todo lo que está ocurriendo, estoy preocupado por él: su madre, bajo tierra, su hermano, camino del exilio,
merecido se lo tienen...
¿quién?...
los jesuitas,
usted
Turgot,
.siempre ve las cosas con un solo ojo,
a veces se mira con él más que con dos,
ha sido una decisión política,
no hermano
Hiram,
ha sido una cuestión económica, a los jesuitas les dio por ejecutar las propiedades de algunos pequeños agricultores que no podían pagar los préstamos de avío, éstos se quejaron al ayuntamiento de Quetzaltenango, el ayuntamiento a Rufino, y Rufino se los remitió a don Miguel para que los expulsara del territorio nacional...
¿y cuál fue la reacción del presidente?...
le dijo a Rufino que, puesto que había sido él quien había metido al Gobierno en ese berenjenal, que viera cómo lo arreglaba, porque él no expulsaba a los jesuitas,
caray
pero cómo sería la cara que le puso
La Pantera
que don Miguel terminó echando a los esejotas...
¿y cómo Néstor no hizo algo para que no echaran a su hermano?...
no lo sé,
Hiram,
pero sus gestiones por retener a Rafa en el país fueron vanas,
qué tragedia,
pídame lo que sea, licenciado, le dijo el presidente a Néstor, lo que sea menos eso, Rufino me ha puesto entre la espada y la pared, y si me resisto a echar a los jesuitas, los radicales tomarán las riendas y sería el fin de la moderación,
entiendo,
yo quería hablarle, animarle un poco, pero no sé dónde anda, le he perdido la pista desde ayer,
ha de estar muy dolido, Néstor es leal al presidente, pero, caray, es difícil seguir siéndolo después de algo así...
¿pudo al menos ver a Rafa?...
sé que reunió algo de plata para ayudarle, pero, una vez más, su hermano no quiso hablar con él...
El Liberal Progresista,
6 de septiembre de 1871
Proclama del general J. Rufino Barrios,
Comandante de Occidente
(...) Vuelvo una vez más a empuñar la espada para salvar a nuestros hermanos de la tiranía de quienes, apoderándose de la bandera de la religión, quieren implantarse de nuevo en nuestro suelo. Unos cuantos ambiciosos que no reparan en medio alguno para conseguir sus fines quieren tomar el pretexto de la expulsión de los Padres de la Compañía de Jesús, quienes han dividido e instigado a hermanos contra hermanos. Expulsados de casi todo el mundo católico, estos hombres, en vez de verdadera religión, tienen solamente egoísmo. Son hombres que no tienen patria (ellos mismos lo dicen) y no pueden ser más nocivos, porque los hombres que no tienen patria carecen del más bello blasón de la humanidad. Son también hombres sin familia que deben ser excluidos de nuestro país porque nada les importa que nos matemos, y más que ministros de Dios, debíanse llamar teas de discordia (...)