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Authors: Francisco Pérez de Antón

El sueño de los justos (50 page)

BOOK: El sueño de los justos
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Cuando el caballero abandona el cementerio experimenta la misma sensación de alivio y de sosiego que sentía cuando, siendo niño, dejaba el confesionario. No tiene ningún pesar, ningún deseo. Es, además, un buen día. El sol abriga la mañana, las flores alegran la calle y un remoto olor a coco exalta su olfato infantil.

El caballero toma la calle del Hospital y diez minutos más tarde alcanza la de Mercaderes, pero el cruce está bloqueado por hombres de la Guardia de Honor que impiden el paso a medio centenar de curiosos.

—¿Qué ocurre? —pregunta el caballero al auriga de un lando, quien, de pie en el pescante, tiene la mirada puesta en una dependencia situada a espaldas de la Comandancia de Armas.

—Alguien ha querido matar al presidente —responde el cochero.

—¿Y se sabe quién ha sido?

—Esos que traen ahí.

El caballero pide permiso al hombre, se sube al pescante y desde allí repara que del cuartelillo de la Comandancia ha salido una cuerda de presos. Son cinco o seis. Vienen con las manos atadas a la espalda y son traídos a empellones por varios soldados que los golpean y les instan a apresurarse. Pero los detenidos no parecen dar más de sí. Se ven torpes y dislocados. Han debido de azotarles y apenas pueden andar.

Uno de ellos da diente con diente y sus pantalones muestran una extensa mancha de humedad. Un fuerte tirón de la cuerda le arroja en el suelo, y su boca y su nariz se estrellan contra las aristas del empedrado.

El caballero se fija en el caído. Por su porte y su indumentaria parece persona respetable. Viste un chaqué color marrón, abrocha el pantalón sobre los botines, y el chaleco, si bien sucio, es de dibujo escocés a cuadros rojos y negros.

Uno de los sayones vuelve a tirar con violencia de la soga y pone al caído en pie. El infeliz tiene un corte en la frente y de su boca entreabierta fluye un hilillo de sangre. Su mirada sin rumbo revela no saber dónde se halla. Se mueve únicamente a impulsos de los tirones, como si fuera un pelele, y no responde a los golpes de las varas.

El caballero saliva copiosamente y siente ganas de vomitar. Los bárbaros, en efecto, se dice, han entrado en la ciudadela. Ni en los peores días del conservadurismo se habían visto en la calle espectáculos así. El capataz que gobierna no sólo viola el derecho y las leyes en forma sistemática, sino que lo hace públicamente para que la barbarie sea ejemplar.

La oscilante mirada del reo, buscando un punto de referencia para no caer sobre el empedrado, le ha revuelto las entrañas. Sus facciones, aunque inflamadas y heridas, le son familiares. También sus ojos oscuros, sus cabellos negros, sus cejas.

En uno de tantos giros de sus pupilas, el detenido las fija en el caballero. Y al rostro de éste asoma un horrorizado estupor. Aunque deformado por el suplicio, el rostro del reo es el de alguien que conoce bien.

Se trata de Joaquín Larios.

Cuando el paso de la macabra procesión concluye y los soldados abren paso a los viandantes, el caballero le pide al cochero que le lleve a casa lo más rápido que pueda. Su cerebro es una vorágine. Creía hallarse al abrigo del pasado y sus demonios, pero unos y otros han regresado esta mañana sin avisar. Siente otra vez el desarreglo, la falta de armonía, la discordia de sus emociones. Y no piensa sino en subirse al caballo y galopar hasta Ciudad Vieja.

El vehículo hace alto poco antes de la casa. Hay un carruaje que le impide detenerse frente a la puerta. El caballero se baja del lando, pero, se queda unos segundos inmóvil al pie del pescante. Ha reconocido el viejo
victoria
de Clara Valdés y no sabe si seguir o volver sobre sus pasos.

Al fin, decide continuar. Pasa junto al
victoria
sin mirar a su interior, pero, cuando está a punto de franquear la puerta, escucha una voz a sus espaldas:

—¿El licenciado Espinosa? ¿Don Néstor Espinosa?

Una mujer se ha apeado del carruaje y el caballero se vuelve con un gesto de extrañeza.

—Me llamo Elena Castellanos y soy amiga de Clara Valdés. ¿Podría hablar con usted en privado?

El caballero duda, no tiene ánimo para hablar. Quiere salir de la ciudad cuanto antes, olvidar lo que ha visto, impedir que el pasado le atropelle.

Pero la mujer insiste.

—Por favor, licenciado. Sólo unos minutos. Le suplico que me escuche.

2. Los recodos de un enigma

No pasan más allá del zaguán. Néstor Espinosa cierra la puerta de la calle y se vuelve a Elena Castellanos, sin mostrar intención de seguir al interior de la casa. El apellido de la mujer le es familiar por una farmacia que ha visto en la calle de Santa Rosa, pero su manifiesta amistad con Clara Valdés le hace presentir que lo que quiere decirle tiene que ver con el tétrico espectáculo que acaba de presenciar frente a la Comandancia de Armas. Y en un tono de voz que no oculta el deseo de que la entrevista sea breve, Néstor Espinosa dice:

—Qué desea, señora.

La pregunta es más bien una orden, pero la mujer no parece inmutarse por ello.

—Usted no me conoce —sonríe Elena—, pero yo a usted sí. Después de oír hablar de su persona toda la noche, le confieso que me lo imaginaba tal cual es.

Néstor Espinosa responde con un mutismo intencional. La mujer ha dicho sólo unas palabras, pero es dueña de un carisma turbador. Su voz es serena, sin forzamientos ni inflexiones fingidas. En su gesto hay una serenidad propia de quien ha entrado en la madurez de la vida, y en su mirada, un inequívoco brillo de inteligencia. Son razones suficientes para que el abogado se esconda tras el embozo del silencio. No quiere corresponder a la empatia que la desconocida pretende entablar con él.

—Iré al grano, licenciado —la mujer parece haber comprendido y opta por cambiar el tono con el que había iniciado la conversación—. Le supongo enterado de los últimos acontecimientos.

—A qué se refiere, señora.

—A la conspiración para asesinar a Justo Rufino Barrios.

—Me acabo de enterar.

—¿Sabe que hay detenidos?

—Eso parece.

—Los soldados de la Guardia de Honor siguen cateando casas y deteniendo sospechosos. Anoche nos dieron un susto que no pasó a más de milagro.

—¿Y qué tengo yo que ver con eso?

—¿Sabía que uno de los detenidos es Joaquín Larios?

Néstor Espinosa endurece la expresión.

—A qué ha venido a mi casa, señora.

Elena Castellanos dulcifica el gesto.

—Le confieso que yo tampoco supe lo que ocurría hasta anoche. Sólo quería saber si estaba usted informado. Ha ocurrido todo tan de sopetón... y tenemos tan poco tiempo.

—Me parece que no está yendo al grano, señora.

Elena exhala un suspiro. Le cuesta comunicarse con el hombre que tiene enfrente, pero no desiste de su tono amable.

—Clarita me ha contado la relación que tuvo con usted. Cómo se conocieron, su correspondencia, su relación íntima, la ruptura, el duelo con Joaquín Larios. Piensa que cometió un grave error, que no actuó como debía, y se siente muy humillada. Tiene un carácter débil, usted sabe, y está muy afligida. Por eso no ha tenido el valor de venir a hablar con usted y me ha pedido que lo haga en su nombre.

Elena Castellanos hace una pausa intencional a la espera de alguna reacción del abogado, pero éste parece una esfinge. No hay nada en su rostro que demuestre haberse conmovido, ni menos estar interesado en lo que acaba de oír.

Al ver que Néstor Espinosa no responde, Elena prosigue con su relación.

—Llegaron ayer a casa de Clara.

—Quiénes.

—Un grupo de soldados. Se llevaron a Joaquín y no ha vuelto a saber de él. Don Ernesto Solís y ella estuvieron ayer todo el día de Herodes a Pilatos, tratando de mover influencias. No pudieron hacer nada. La acusación es muy grave: conspirar contra la vida del presidente y la de su familia. Clara no sabe a quién acudir. El presidente se ha negado a recibir a don Ernesto y ya usted sabe lo que ocurre en un gobierno como éste: no hay defensa legal posible. Clara no sabe a ciencia cierta si Joaquín forma parte de la conjura. Lo más seguro es que no, pero teme que el presidente cometa un desatino. Y usted es su último recurso, la única persona que la puede ayudar.

Néstor se lleva una mano al pecho y dice con sonrisa forzada:

—¿Quién, yo?

—Sí, usted.

—¿Pretende burlarse de mí?

—No, licenciado, no es una burla. Joaquín y Clara han tenido una relación difícil...

—Por favor, señora, no me cuente intimidades que no quiero ni necesito saber.

—Joaquín tenía un lado oscuro, una pasión más fuerte que el amor por Clara. No hay espejo sin azogue. Todos tenemos un lado así, ¿no es verdad? En unos hombres esa pasión puede ser las mujeres, en otros la bebida o... la política.

A Joaquín le gustaba el juego. Jugaba al monte y perdía por hábito. Casi todos los días. Regresaba al amanecer, dormía hasta la hora del almuerzo y, llegada la tarde, volvía de nuevo al tapete. Una a una, Joaquín fue empeñando o vendiendo las propiedades heredadas de su padre, a excepción del negocio de licores y vinos. Estaba muy endeudado y, quién sabe, tal vez se quiso recuperar como hacen los malos jugadores: apostando su resto a la peor baza de todas, que es la baza del poder. En la mesa de juego se hizo amigo de algunos militares inconformes, como un coronel llamado Kopetzky, uno de esos soldados de fortuna que vinieron al olor de la revolución. Quizás le proporcionó, no lo sé, ya digo, el licor a Kopetzky quien lo mezcló con morfina para adormecer a la guardia del presidente y asesinarle. La conspiración falló y el resto ya lo sabe. Por eso estoy aquí, para pedirle ayuda. Usted es de las pocas personas que podría hablar al presidente en favor de Joaquín.

—No, señora. Usted no ha venido a mi casa a pedir ayuda.

—¿Ah, no?

—Usted ha venido a contarme un cuento.

—¿Cómo puede pensar tal cosa?

—Si no es así, entonces es a usted a quien Clara ha engañado para que viniera a tontearme.

Elena Castellanos guarda un breve silencio, vigilada por la mirada atenta e indignada de Néstor Espinosa.

—No he venido a mentirle ni a ofenderle, licenciado, pero le comprendo. ¿Qué hace esta mujer aquí, se dirá usted, ante un hombre a quien no conoce, tratando de convencerle de que salve la vida a quien le quitó la mujer que amaba?

Néstor observa a la mujer con creciente curiosidad. Cada minuto que pasa le sorprende más su pericia para llevar la conversación al terreno que le interesa.

—Vaya —dice, mordaz—, parece que Clara llegó con usted hasta el fondo del asunto.

—¿Podemos sentarnos? —dice Elena, señalando un banco del zaguán—. Estoy algo desvelada, perdone.

—No, señora. Y disculpe la descortesía. Tengo una cita importante. Tal vez en otro momento...

La respuesta deja a Elena desarmada. El hombre no le permite familiaridad ni cercanía. Se ve desconfiado, sospechoso de ella y de sus intenciones.

—Voy a ser franco con usted, señora. Nada tengo que ver en este embrollo. Si Joaquín se metió en él, que vea cómo sale.

—Eso no es muy razonable, licenciado.

—Le ruego, señora, que tenga la...

—Permítame un minuto, ¿sí? Hay una aclaración que debo hacerle. O quizás dos. Una, haber pensado que Clara había fingido amor en sus cartas fue injusto de su parte. Otra, creer que Joaquín le buscó la espalda y le apuñaló a traición, también. En dos ocasiones, usted le devolvió a Clara, sin abrir, la carta en la que ella le juraba que Joaquín fue siempre leal con usted y que ella no le traicionó mientras vivió en el exilio.

—Discúlpeme, señora, pero no puedo seguir esta conversación.

—Clara estaba confusa. Creía estar enamorada de un abogado tímido con vocación de actor. Resultó ser un aventurero. Más tarde un señor de la guerra. Luego un político de tiempo completo. No podía entender a una persona que cambiara tanto. Demasiados papeles, demasiados rostros. Somos lo que somos de manera provisional. No vivimos una identidad, sino varias. Y usted ha pasado por muchas, demasiadas para una persona como ella. Pero su amor fue siempre genuino. Y sus cartas, sinceras. Lo mismo que la amistad de Joaquín. ¿Se habría jugado usted su libertad y su vida, como él lo hizo, cuando le ayudó a huir de la casa de Clara?

—Le ruego una vez más que me disculpe, señora. Tengo asuntos que atender.

Elena hace caso omiso al ademán del abogado, invitándola a abandonar la casa, y con la misma dulzura que ha venido respondiendo al creciente malestar de Néstor Espinosa, hace una nueva pregunta:

—¿Sabe usted por qué Joaquín no le mató el día que se batieron en el Potrero de Corona?

Néstor Espinosa deja aflorar a su rostro un visible gesto de impaciencia. No quiere seguir hablando con esta mujer, pero tampoco puede forzarla a que se vaya. En los ojos de Elena, además, baila un enigma que le ha inquietado muchos años y que pareciera estar a punto de resolverse ahora.

—¿Cómo puede creer que un hombre que usaba el revólver tan bien o mejor que usted errara el tiro a sólo unos pasos?

—Estaba nervioso y falló —responde Néstor—. Tenía miedo. Le tembló el pulso. Eso es todo.

Néstor se da cuenta de la trampa que escondía el comentario cuando ya ha caído en ella. La mujer ha logrado al fin que el abogado entre en el tema que la ha llevado a hablar con él.

—¿Y usted? ¿También estaba nervioso? ¿Después de haber visto la muerte de cerca tantas veces? ¿Falló el tiro por miedo, por nerviosismo? ¿O fue por otra razón?

Elena mira fijamente al abogado.

—Usted no es un asesino. Usted no mató a Joaquín Larios para que Clara no sufriera, pero también porque no deseaba llevar en su conciencia la muerte de un hombre que, pese a todo, había sido su amigo. Lo mismo que hizo Joaquín. Curioso... ¿O no lo es que, en el día y la hora acaso más intensa de sus vidas ambos pensaran de la misma forma? Por suerte, los dos se dieron cuenta a tiempo de que estaban cometiendo un despropósito y ninguno quiso llevar en su conciencia la muerte del amigo ni el sufrimiento de la mujer que amaban.

Néstor Espinosa trata de ignorar la revelación. Se siente desnudo e intenta cubrirse.

—¿De dónde sacó esa historia, señora? ¿Cómo se atreve a hablar de cosas que ignora sobre personas a quienes no conoce?

—Joaquín se lo confesó a Clara un día. Debió de pasar un mal momento mientras usted le apuntaba. En cuanto a usted, licenciado, sólo puedo especular. Usted conoce su verdad. Joaquín, la suya. Pero sospecho que en ambos casos es la misma. Con una diferencia, licenciado. Que Joaquín falló primero. No sólo no tiró a dar, sino que puso su vida en manos de usted. Si con ese gesto quiso enviarle un mensaje, es cosa que ignoro. Aunque tengo la impresión de que fue así y que usted lo entendió de esa manera. Se sentía, lo mismo que Joaquín, incapaz de matar a un amigo. Y resolvió disparar al aire, como había hecho él. La vida se nos desordena sin quererlo, licenciado, y por motivos que no siempre alcanzamos a entender. Pero quizás, después de todo, la vida no sea irreversible.

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