Read El sueño de los justos Online

Authors: Francisco Pérez de Antón

El sueño de los justos (51 page)

BOOK: El sueño de los justos
3.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Tal vez no lo sea para usted, señora, que no parece tener muchos problemas.

—¿Eso cree? ¿Sabe lo que es quedarse viuda y con tres hijos, después de tener la vida hecha? Mi esposo se suicidó hace dos años. Trabajaba en un banco de Hamburgo. Hizo un desfalco y, cuando le descubrieron, no soportó la idea de ir a prisión. Tuve que regresar a Guatemala y emprender aquí una nueva vida. Por suerte, mi familia me permitió habitar la casa de mi padre. Había estudiado farmacia en Liverpool, así que abrí una modesta botica. Y créame, no ha sido fácil, en un país donde los pocos farmacéuticos que hay son hombres. No pretendo ser ejemplo para nadie, pero, sí, soy de las que cree que podemos cambiar el rumbo de nuestras vidas y que, a veces, un pequeño sacrificio nos redime. Es todo lo que necesitamos para recobrar nuestra salud mental. Nadie sabe quién es ni cuánto vale hasta que descubre sus carencias y sus limitaciones y sabe sobreponerse a ellas. Yo lo hice por mis hijos. Volví a empezar, tras haberlo perdido todo. Y pude darme cuenta en ese tiempo de que nuestra felicidad depende, en gran medida, de hacer felices a las personas que amamos.

La expresión de Elena es ahora suplicante.

—Don Ernesto Solís ha oído que el presidente se propone ejecutar a algunos de los detenidos, sin hacerles juicio formal. Una arbitrariedad de las tantas que se gasta don Rufino. Sólo le ruego que hable con él, sólo eso.

—Está soñando, señora. No sabe lo que me pide.

—Usted conoce bien al presidente.

—Y usted lo subestima, señora. Lo más sensato que un hombre puede hacer en estas circunstancias es evitar pedirle algo así.

—A un setentaiunista genuino, como usted, a un hombre de la vieja guardia, no le puede cerrar la puerta. Usted luchó codo con codo a su lado, incluso le salvó la vida.

—También sabe eso.

—Clara me lo contó.

—Estamos perdiendo el tiempo, señora. Rufino no entiende de piedad.

—Sólo le suplico que lo intente.

—Pedirme eso es una ingenuidad. Pedírselo a Rufino, una extravagancia. El presidente sólo escucha a los aduladores y a los delatores, no a quienes demandan clemencia. Quienes se atreven a hacerlo, sólo se exponen a un ultraje o una paliza.

La mujer cierra los ojos y asiente con un frunce resignado.

—Lamento mucho que piense así. Creo que venir aquí ha sido un error.

—No es culpa suya.

—Claro que lo es. Buenos días, licenciado.

Elena se dirige rápidamente hacia el portón. Néstor reacciona y la alcanza a tiempo para echar mano a la puerta y abrir. Antes de traspasar el umbral, no obstante, Elena se vuelve a Néstor y, con voz casi imperceptible, murmura:

—Si no desea hacerlo por Joaquín, hágalo al menos por ella. Cuando dos personas se han amado tanto, no pueden dejar de socorrerse, y menos cuando en la ruptura no ha intervenido ni la maldad ni la mentira, esos dos malos espíritus que, por lo que veo, le han atormentado estos últimos años.

Néstor cierra el portón y se queda con la espalda apoyada en los cuarterones de madera. Sólo una hora antes, el día tenía aspecto de paloma en vuelo. Ahora es un repugnante zopilote. Creía tener el aplomo, o cuando menos la experiencia, para manejar su vida sin tropiezos, pero en su vida siempre parece surgir algo que bloquea sus propósitos cuando está a punto de alcanzarlos, algún barranco, alguna barrera. Una mujer le visita, le recuerda algunas cosas del pasado y se produce el alud, auxiliado por el perturbador espectáculo que acaba de presenciar frente a la Comandancia de Armas.

¿Qué me falta, qué me sucede?, se pregunta. Si este asunto no me incumbe, entonces ¿por qué me inquieta? Entre Clara, Joaquín y yo ha y una distancia insalvable, ¿por qué han de preocuparme sus vidas? ¿Y por qué esta desazón? Pues, se escucha a sí mismo responder, porque unos nacen para ser trigo . otros para ser piedra de molino. Y tú debes de pertenecer al primer grupo, siempre con el peso de la piedra encima, siempre triturado por esa conciencia despiadada y hostil que tanto se parece a la voz de tu madre. Creías haberte librado de tus brujas, pero otra vez están de regreso, como los piratas del Grijalva, como la tropa de Tacaná, como las Furias, diosas infernales, hijas de la muerte y de la noche, encargadas de ejecutar los castigos impuestos a los hombres por los dioses y de llevar a buen término la reparación moral por los daños causados. Otra estupidez, pues, ¿qué reparación moral tienes pendiente? Nada tienes que ver en este pleito, pero, ¿qué puedes hacer para librarte de su ruido? Irte de aquí, eso es, alejarte de todo este asunto. Despojarte de la levita y los botines, ponerte ropa de campo y unas botas de montar. Te harán bien unos días en Ciudad Vieja, lejos de todo y de todos.

—Pasó por aquí don
Chico
Andreu —le sorprende la voz de Josefa, una mujer de edad madura y gesto afable que le administra la casa—. Me encargó que le dijera que le espera a almorzar. Que su esposa ha hecho demasiado fiambre y que, si no va usted, teme que tenga que comer toda la semana de lo mismo. Y que van a llegar los muchachos.

—Gracias, Josefa.

Eso está bien. Irás un rato a casa de
Chico
. Sólo para saludar. Después te marcharás a Ciudad Vieja. Necesitas caminar entre barrancos, cabalgar, oxigenarte.

—También trajeron este sobre.

—¿Quién lo envió?

—No lo sé. Lo echaron por debajo de la puerta.

Néstor abre el sobre. Hay una nota breve y una lista. La nota dice:

Si desea averiguar quién fue el hombre que les delató en
Las Acacias,
en Villahermosa, en Tacanáy Retalhuleu, y desea saber por qué ocurre lo que está ocurriendo, puedo darle información que le interesa. Acuda mañana a las doce, frente al Almacén Áscoli, a la vuelta del Portal del Comercio. Alguien que usted conoce le estará esperando. L. O.

Examina el otro papel. Es una lista de nombres y está escrito con letra diferente. Cuenta las personas. Son doce y todos miembros de
La Hermandad del Gorro Frigio.
Su nombre es el último de la lista. El documento, sin firma ni cabecera, concluye de manera extraña. La segunda ese de Espinosa está incompleta. Apenas iniciada la escritura, el trazo cambia en forma abrupta, como si el amanuense hubiese sufrido un mareo o un empujón y la pluma hubiese cruzado el papel con un largo garabato.

—¿Lograste hablar con él?

—Sí, Clarita. Hablé con él.

—¿Le contaste?

—Sí.

—¿Y qué impresión te dio?

—No pudimos hablar mucho tiempo. Tenía prisa. ¿Qué impresión? La de un hombre que ha pasado por todo y sabe todo y no quiere que sus fantasmas resuciten.

—¿Qué te dijo? ¿Hablará con el presidente?

—No te lo puedo asegurar.

—Pero, ¿notaste en él voluntad de hacerlo?

—Quisiera decirte que sí, pero te engañaría. Hice todo lo que pude para que así fuera.

—Su despecho es más fuerte que su voluntad.

—Fue reticente, sí, pero tal vez no a causa del despecho. Sería más justo decir que sigue herido.

—No quiere saber nada de Joaquín ni de mí.

—A primera vista. Algo me dice, sin embargo, que su ánimo es distinto al que aparenta y que no todo está perdido. Las personas cambian de opinión cuando menos se espera. Hay que mantener la esperanza.

—¿Le dijiste que mis cartas nunca fueron fingidas, que Joaquín nunca le fue desleal?

—Le dije eso y otras cosas.

—Entonces es que todavía le dura el rencor.

—No sentí que fuera un hombre rencoroso, pero sí alguien a quien le escuecen sus cicatrices. Habla poco, además, como me habías dicho. Quiero decir, no se explica o no quiere explicarse. Y es difícil llegar a él. No se deja. Superó su crisis personal y no permite que se la revuelvan o se la despierten.

—Fui una ilusa, Elena. Por un momento creí que no todo estaba perdido, que aún podía quedar algún rastro de lo que hubo entre él y yo. Qué tonta. Y qué desconsiderada contigo por meterte en este enredo.

—No te culpes. La vida tiene estas trampas. En cuanto a mí, no lo sientas. Lo hago con todo gusto.

—Fui yo quien le torció la vida. No tuve la comprensión ni la paciencia. ¿Cómo reprocharle ahora que no quiera ayudarme?

—Quizás Néstor no era lo que tú buscabas. O tal vez nunca lo supiste.

—Te agradezco lo que has hecho, Elena, pero creo que debo ser yo quien hable con Néstor, saltando por encima de mi vergüenza.

—Es un mal momento, Clarita. Lo vi confuso. Cuando le dije que Joaquín había disparado al aire, percibí que su semblante se alteraba. Déjale que lo medite.

—No tenemos el tiempo, tú lo sabes.

—¿Has sabido algo más de don Ernesto?

—Ha de estar muy ocupado, moviendo pitas. ¿Qué puedo hacer, Elena?

—Por ahora nada. Sólo esperar. Pero no aquí, en esta casa. Vente a la mía con tus niñas. Te caerá bien. Mis hermanos han de estar allí, esperando a que yo llegue para comer el fiambre. Debo atenderles y tú no adelantas nada quedándote aquí sola. Si el licenciado Solís tiene alguna noticia, nos la hará llegar, no te preocupes.

3. Fiambre

Los invitados charlan y ríen cerca de una mesa puesta entre dos cipreses sobre cuyo mantel se exhiben frutas, atol, huevo chimbo, jocotes en dulce, vino, limonada y cuatro fuentes repletas del tradicional picado de verduras y embutidos. No hay noviembre sin fiambre, dice la voz popular, ni mejor hora para reunirse en torno al encurtido que después de visitar el cementerio. El festín de los vivos amengua el recuerdo de los muertos y el jardín apresa, gozoso, carcajadas estentóreas y conversaciones subidas de tono, señal de que las bebidas han alborozado ya los espíritus.

Chico
Andreu, el anfitrión, es un hombre que no olvida a sus viejos amigos, a pesar de la prosperidad que le rodea, y hace visibles esfuerzos para que nadie salga defraudado de su casa. Ataviado con un terno gris y un lazo granate al cuello, se mueve atento por los corredores y el jardín y, en cuanto ve entrar a un invitado, se dirige a él con los brazos abiertos.

Las damas charlan sentadas en las mesas. Visten con colores discretos —uva blanca, cacao, leña y sable— y se tocan con sombreros de pajilla. Los varones platican de pie y sus corros son inconstantes, pero en todos se habla de lo mismo: el fallido atentado contra el presidente. La noticia ha cruzado la ciudad como un relámpago y encandila a los tertulianos con expresiones de inquietud y de temor. La mayoría se limita a refreír lo que ya sabe, pero cada comensal agrega un ingrediente nuevo que aumenta y enriquece el rehogado.

De hecho, es lo primero que le preguntan a Néstor Espinosa cuando llega al jardín donde se celebra el convivio.

—Sólo sé como cosa cierta que han detenido a Joaquín Larios —les dice.

—¿Está seguro?

—Lo vi salir hace un par de horas maniatado de una dependencia de la Comandancia de Armas, en compañía de otros reos.

La novedad provoca el acercamiento de los otros corros.

—Todo es una farsa —comenta
Chico
Andreu, indignado—, una caza de brujas. El Gobierno sólo tiene presunciones y sospechas.

Lo dice con desparpajo. Está entre amigos y es su casa. No hay con ellos circunspección ni entretelas. Sus invitados son ex compañeros de armas, liberales adeptos a García Granados y antiguos colaboradores del general. Les une esa nostalgia afectiva que suele dejar la militancia en un movimiento, un credo o un ideal compartidos. Y cada reunión estrecha ese viejo lazo y restablece el nexo que tuvieron años atrás en el combate o el exilio.

Néstor los observa uno a uno. La mayoría de ellos se dedica a actividades ajenas a la vida pública.
Lucio,
el sastre, suministra uniformes al Ejército.
Sebastián
sigue con su tienda de artículos de cuero.
Saint-Just
es uno de los dos cirujanos que practican la cesárea en el país. Daniel,
el profeta
, ha vuelto a su oficio de marmolista.
Juliano
prospera con su tienda de tejidos y se dispone a abrir un templo protestante.
Basilio
sigue criando gusanos de seda.
Turgot
, el economista, es administrador de una fábrica de aguardiente.
Hiram
fabrica jabón, además de candelas de sebo. Y
Eneas
, el calígrafo, se ha vuelto ilustrador.

Néstor echa de menos a
Sarastro,
pero no pregunta por él, pues
Chico
tiene en este momento a todos de la nariz.

—A Rufino le dijeron ayer, cuando volvía de Salamá, que había una conjura para asesinarlo —cuenta—. A él y a su familia. Me dicen que, con informaciones de Fernando Córdova, uno de los esbirros del presidente, Sixto Pérez ha detenido a varios sospechosos. Y ya saben lo que sucede cuando aquí se detiene a alguien: leña al mono hasta que hable inglés.

—¿Saben cómo lo llaman? —interrumpe
Basilio.

—¿Al mono?

—No, al castigo.

Los invitados encogen los hombros y se miran conteniendo la risa.

—La paliza
sixtina
—dice
Basilio,
adoptando una expresión devota.

Las carcajadas se elevan a lo alto y la broma desvía el curso de la conversación.

—¿Qué es lo que le pasa a este hombre?

—¿A quién, a Rufino o a mí? —dice
Basilio.

Nuevas carcajadas en el corro.

—¿Quieren saber lo que pienso?—dice
Saint-Just
—. A medida que ha crecido su poder, se ha vuelto más intolerante. Sigue la norma del Islam: azota a tu mujer todos los días, aunque no tengas motivo: ella sabrá por qué. Rufino hace lo mismo con la República. Cada día, una paliza. La libertad no entra en sus planes. Este es un gobierno de torturadores y de espías. Vivimos un Reinado del Terror que Rufino pretende culminar con esta comedia siniestra.

—Es verdad. Sixto Pérez ha implicado sin motivos a gente inocente en el complot —se apresura a decir Daniel—. Una señora de apellido Matute, un clérigo de nombre Manuel Aguilar, un agricultor, un artesano...

—Me han dicho que el presidente ha convertido su casa en tribunal y cámara de torturas —dice
Lucio
—. ¿Será posible?

—¿Y qué esperaba? ¿No vareó a don Juan Matheu y al doctor Pacheco por sospechas sin ninguna base, y al licenciado Manuel Ramírez, por oponerse a que la Asamblea le concediera plenos poderes?

—Es peor ahora —tercia
Hiram
—. Hace unos días, mató a un cura en el Quiché. En un arrebato. Y masacró a medio centenar de indios que se habían sublevado por asuntos de tierras.

BOOK: El sueño de los justos
3.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Line Dancing Can Be Murder by Coverstone, Stacey
This Way Out by Sheila Radley
I'm Not Julia Roberts by Laura Ruby
Scorched by Sharon Ashwood
Fire Country by Estes, David
AC05 - Death Mask by Kathryn Fox
Riding Curves by Christa Wick
The Devil in Silver by Victor LaValle