Read El sueño de los justos Online
Authors: Francisco Pérez de Antón
—Y una petición a un juez para que registrara la bodega.
—Miente.
—No, se lo juro.
—¿Y cuál fue la reacción de Dougall cuando le contó todo eso?
—Me llamó
son of a bitch.
—Y usted le contestó...
—Le dije que se ahorrara los insultos y que, o nos entregaba los rifles o se las tendría que ver con el Fiscal.
—Dígame la verdad, licenciado. Dígame que no tenía toda esa historia en la cabeza antes de que fuéramos con Dougall.
—Bueno, sí, la tenía, pero desordenada. La fui hilvanando a medida que hablaba con el tipo.
—Tiró una moneda al aire, ¿se da cuenta?
—Por suerte salió cara.
—Por suerte salió barata. No me explico cómo Dougall pudo creerle.
—Si quiere que le sea sincero, tengo dudas de que me creyera. Pero el escenario que le pinté era posible. Ahora, fíjese: Dougall podía entregar nuestros rifles a los comancheros o jinetear nuestra plata durante tres meses y no darnos una cosa ni la otra, pero el riesgo de que fuera verdad lo que le decía era muy grande. Sólo matándonos podía evitar que le denunciáramos al Fiscal General.
—Me pregunto por qué no lo hizo.
—Le dije que se olvidara del arma.
—Sí, recuerdo eso.
—No me refiero al momento en que le amenazó a usted con el revólver, sino a las miradas que echaba de vez en cuando a la gaveta.
—¡Santo Dios!
—Fue un momento angustioso, es verdad. Pensé que iba a echar mano otra vez del revólver.
—No me di cuenta. ¿Y qué sería lo que le detuvo?
—Me abrí el chaquetón, para que viera el
Remington
que usted me había regalado. No lo haga mister Dou-gall, le dije. Debió de pensar que hablaba en serio, porque entonces, si se recuerda, empezó a parlotear y a reír y a decirme con el mayor cinismo que todo había sido una broma.
—Creí que era usted más apocado —dijo Andreu—. No le suponía esa habilidad para negociar y persuadir de manera tan
convincente.
Néstor se alzó el cuello del chaquetón para protegerse del frío y dio un sorbo de
whisky.
Luego, sin dejar de mirar las luces del estrecho que iban quedando atrás, murmuró muy serio:
—Yo tampoco.
La oscuridad no permitió a Andreu captar el cambio que se había producido en las facciones de Néstor y, quizá llevado por la simpatía hacia éste y la sangre fría que había mostrado en la oficina de Dougall, preguntó con absoluta inocencia:
—¿Lo habría hecho?
—Habría hecho qué.
—Disparar a Dougall.
Néstor no contestó. Guardó un contenido silencio, como si temiera decir lo que pensaba, y se quedó largo rato mirando a la negrura del océano.
Desembocadura del río Grijalva,
Estado de Tabasco, febrero de 1871
El muelle de Guadalupe de la Frontera era una pasarela de tablones sostenida por una doble fila de maderos enterrados en el agua. Los amarres del tinglado estaban flojos y cada vez que la garrucha de la goleta recién llegada de Nueva Orleans, propiedad de la
Mail Stemship Line,
depositaba sobre la endeble tarima una red con cajas de rifles, toda la tablazón se movía como la dentadura de un viejo.
Sentado a la sombra de un jobo, Néstor Espinosa se abanicaba con el sombrero de petate sin perder de vista a la cuadrilla de indios descalzos que trasladaban a hombros las cajas y las subían a la cubierta de un transbordador. A su lado, los ojos a medio cerrar, un cuaderno en una mano y un lapicero en la otra,
Chico
Andreu daba un ruidoso resoplido cada vez que algún zancudo se le posaba en la nariz.
Hablaban poco y, cuando lo hacían, la conversación era breve. El calor invitaba a la desidia y amenguaba el deseo de platicar. Sólo el elegante vuelo de algún aura sabanera o el paso de un cormorán les hacía desviar brevemente la mirada hacia lo alto, más allá de las trozas de cedro y caoba y los sacos de cacao que se apilaban en el embarcadero.
—¿Cuánto más tardarán en cargarlo todo? —preguntó Néstor.
—Como una hora.
—Lo dudo.
—El calor paraliza a la gente, el dinero la hace correr —dijo Andreu—. Les he pagado bien para que se apuren.
—Van veintiséis.
—¿Cajas o bultos?
—Cajas.
Fuera de la descomunal dimensión del río, el lugar no inspiraba ni al ánimo mejor dispuesto. Unos ranchos miserables, espadaña aquí y allá, alfombras de lirios acuáticos que digerían la suciedad de la corriente, un cobertizo pintado de gris, una oficina de correos y dos lanchas abandonadas en el arenal, eran todo el decorado de la aldea. El resto del paisaje era agua, sólo agua. El estuario del Grijalva alcanzaba allí una oceánica anchura y su cauce se limitaba a dos líneas delgadas y lejanas donde crecían la palma y el mangle. Lo demás era una imponente, turbadora, casi inabarcable masa de agua enfangada.
Pero nadie esperaba otra cosa en aquel remoto y despoblado confín del estado de Tabasco. Guadalupe de la Frontera era sólo una estación de paso, un elemental atracadero donde se realizaban las operaciones de carga y descarga de barcos procedentes de Nueva Orleans, el Golfo y el Caribe. Desde allí, las mercancías eran llevadas hasta la Aduana Marítima de San Juan Bautista de Villahermosa, a seis horas de navegación, río adentro.
—¿Treinta y ocho? —preguntó Andreu con indolencia.
—Treinta y ocho con esas dos —respondió Néstor.
Mediaba la tarde. El Grijalva se hinchaba con la pleamar y el sol empezaba a caer. Soplaba una agradable brisa que sacudía los lirios e inclinaba la alta yerba de la orilla. Era la hora perfecta del trópico, la de los aromas dulces y los colores más delicados.
—Cuarenta, ahora. Deberíamos haber mandado borrar esas marcas —dijo Néstor señalando el rótulo ennegrecí-do que, con el nombre de
Remington and Sons
marcado a fuego, ostentaba cada caja.
Andreu asintió con un gruñido. Se veía preocupado. Mercaderes de medio pelo, mendigos, vendedores ambulantes, oficiales de la Aduana, burócratas con papeles y hombres armados, deambulaban en torno a la goleta y el transbordador, muchos de ellos sorprendidos por la naturaleza y el volumen de la carga.
—¿Y desde cuándo tiene usted afición por la música? —agregó, por decir algo.
—Desde niño —respondió Néstor—. Mi madre me apuntó en la escolanía de la catedral. Allí aprendí solfeo y a cantar a coro.
—¿Y por qué lo dejó?
—El cura era muy tocón... cuarenta y cinco.
Andreu trazó una línea oblicua sobre las cuatro verticales que tenía escritas en el cuaderno y Néstor volvió los ojos hacia la enorme boca del río.
Comparado con Nueva York, su movimiento y su lujo, la desembocadura del Grijalva, pobreza y soledad donde se mirase, parecía otro planeta. ¿Qué extraña atracción había ejercido aquella entrada de agua para que fuese tan buscada por los hombres? El humilde riachuelo que con el nombre de Cuilco nacía cerca de Tacaná, en la frontera de Guatemala, era aquí un inmenso curso fluvial que inundaba cuanto encontraba en su camino. Pantanos, sabanas encharcadas, lagunas, arenas movedizas, era todo cuanto el viajero podía encontrar en leguas a la redonda. Y sin embargo, pocos se habían resistido al llamado y al embrujo de aquella ancha vena de agua. Por allí se había aventurado Juan de Grijalva, cuando desde Cuba exploraba los caminos del Imperio Azteca. En una de sus orillas había tenido lugar la primera victoria de Cortés. Piratas y bucaneros habían hecho del río su refugio a principios de siglo. Y sólo unos años atrás, norteamericanos y franceses habían tomado Frontera y cañoneado Villahermosa.
—Listos —dijo Andreu, cuando el traslado de la carga hubo concluido—. ¿Nos vamos? Estaremos mejor a bordo que en este fangal.
Media hora después, el transbordador comenzó a apartarse del muelle de troncos y a deslizarse sobre las aguas, río arriba, como una fatigada larva en busca de su agujero. Los contornos del Grijalva se sumían en las sombras. Los manglares eran un renglón lejano y difuso trazado sobre el horizonte del agua, y el cielo, una fascinante paleta de tonos rojos y azules. No había ruidos ni rumores. La embarcación remontaba la corriente sin necesidad de vapor ni remos, a impulsos de la pleamar que hacía sentir su poderío desde la bocabarra.
Néstor se sentó sobre una estiba de cajas y apoyó la espalda en un fardo de uniformes. Frente a él, tres hombres armados, pertenecientes a la aduana de Villahermosa, vigilaban el cargamento.
Se bajó el sombrero a las cejas e intentó dormir, pero los mosquitos no le dejaban tranquilo. Se disponía a buscar un sitio más ventilado de la embarcación, cuando un hombre se sentó junto a él y le ofreció un habano. El individuo era flaco, de elevada estatura y andaría por los cuarenta. Los cabellos le llegaban a los hombros, portaba un bastón de bambú, vestía todo de blanco, y, en lugar de cinta negra en el sombrero, llevaba una tira de piel de jaguar.
—Gracias, no fumo —dijo Néstor.
—Es para ahuyentar los insectos —sonrió el extraño.
Hablaba un español casi perfecto, pero con acento anglosajón y un leve matiz caribeño.
—Me llamo Tom van Tolosa —dijo al tiempo que encendía con parsimonia el veguero.
Néstor hizo un gesto de extrañeza.
—Soy holandés —volvió a sonreír—, pero llevo el apellido de un alarbadero de los que hace siglos llegaron con el Duque de Alba a los Países Bajos.
El desconocido daba la impresión de ser uno de esos individuos que no tienen dificultad alguna a la hora de entablar relaciones con el prójimo. La simpatía y el don de gentes parecían innatos en él. Miraba directamente a los ojos y tenía estampa de caballero libertino, acaso de jugador, o cuando menos de persona que no se ensuciaba las manos en oficios vulgares. Pero su rasgo más acusado era la contagiosa jovialidad que impregnaba a todo lo que decía.
—Usted no tiene acento mexicano —le dijo a Néstor—. ¿De dónde es?
Antes de que Néstor contestara,
Chico
Andreu, quien también trataba de dormitar, preguntó a las estrellas:
—¿Cómo vino usted a dar a este agujero?
El extraño se volvió hacia
Chico.
—¿Ha oído hablar del capitán Fokke, un marino que hacía el trayecto de Amsterdam a Java en la mitad de tiempo que los demás navegantes?
—No, nunca.
—Dicen que tenía un pacto con el diablo y que, el día que no cumplió lo acordado con Satanás, éste lo condenó a vagar eternamente por el océano.
—Eso sí lo había oído.
—Bueno, pues yo era su primer oficial.
Y al decir esto, Tom van Tolosa se estremeció con una risa cascada y agreste que desentonaba con el refinamiento y los buenos modales que había mostrado hasta entonces.
—Es una broma —se apresuró a decir—. Abandoné mi país con veinte años y, desde hace otros tantos, México y el Caribe han sido mi patria.
—¿Y a qué se dedica, señor? —volvió a inquirir
Chico
Andreu.
—Compro y vendo cosas. Como ustedes.
—Se equivoca. Nosotros no somos comerciantes.
El holandés se echó hacia atrás el sombrero y perdiendo por primera vez la sonrisa dijo:
—Entiendo.
Guadalupe de la Frontera se perdía en lontananza. El río había adquirido un aspecto apacible y mayestático justo en la cruz donde se unía con el San Pedro y el Usu-macinta, dos brazos de agua imponentes que le daban a la intersección un aire de infinitud y misterio. El latir de la vida nocturna murmuraba en el manglar y, más allá de las orillas, la luna cabrilleaba en esteros poblados de plantas acuáticas. Sólo algún aislado palafito, algún súbito olor a humo, daba indicios de presencia humana en el pantano.
Cuando la encrucijada quedó atrás, los meandros y los recodos se empezaron a suceder como orlas de una colosal cenefa. Desde el cielo, pensó Néstor, el Grijalva debía de parecer la mismísima serpiente emplumada reptando entre la sabana y los pantanos.
—Todo cuando amanece es aquí hermoso —dijo Tom van Tolosa—. En cambio cuando oscurece, se torna amenazador. El trópico es como una sirena. Atrae con su belleza y su canto, pero te puede matar.
El holandés volvía a ser el hombre simpático y asertivo de minutos antes.
—Y no sólo aquí, en la selva. Decir Yucatán o Tabasco estos días, es decir violencia y muerte. ¡Qué tiempos y qué país! ¡Y qué desorden! Todo son sublevaciones y revueltas. De blancos, de indios, de liberales, de conservadores, o de pejelagartos y cangrejos, que es como les llaman aquí. Nadie está conforme con su suerte y todo disenso se resuelve a balazos.
—Y usted, ¿a cuáles prefiere? —preguntó
Chico
Andreu—. ¿A los pejelagartos o a los cangrejos?
—Ambos me gustan, pero sólo en la mesa —rió el holandés—. Soy políticamente agnóstico. Liberalismo y conservadurismo han martirizado este país. Dicen que es la maldición de la Malinche, quien por cierto nació en estas orillas, pero vaya usted a saber. Me temo que no tenga arreglo hasta que aparezca por ahí un
motzoc
que les ponga a todos firmes.
—¿Un qué? —preguntó Néstor.
Hubo un largo silencio. Néstor y Andreu esperaron a que el holandés les explicara las presuntas virtudes del
motzoc
, pero, inesperadamente, Tom van Tolosa cambió el tema de la charla.
—Saben que estas cajas valen aquí una fortuna, ¿verdad?
Andreu se hizo el desentendido.
—Nunca oí hablar de ese bicho o esa cosa —dijo, desviando de nuevo la plática.
El holandés dejó escapar lentamente el humo por un pequeño intersticio de sus labios. Era sólo una pose, pensó Néstor, una forma de provocar la reflexión, no tanto por el
motzoc
y sus atributos, cuanto por los rifles que guardaban las cajas.
—Yo tampoco —dijo al fin—, hasta que lo escuché de labios de un cocinero chino, en Campeche. Este país es un caos, decía. Se necesita un
motzoc.
Pero no me daba más pistas. Una noche le debí pillar de buenas y me contó la historia.
Con la curiosidad que un entomólogo podría mostrar ante un insecto, Tom van Tolosa contempló el anillo rojizo del habano. Luego bajó la voz y murmuró en tono confidencial:
—Puedo ofrecerles cincuenta mil dólares por esos rifles. Los he contado, sé lo que valen. Les ofrezco mucho más y les ahorro el riesgo.
—¿Qué riesgo? —preguntó Néstor.
—El del río. Este es un lugar peligroso. Dudo que puedan llegar con bien a su destino.