Read El sueño de los justos Online
Authors: Francisco Pérez de Antón
—¿Que tenemos un problema? —dijo Andreu, poniéndose en guardia—. ¿Qué es lo que quiere decir?
Estaban en el despacho de Dougall, separados por una mesa de madera de cerezo. El irlandés se había metido los pulgares en el cinturón y se balanceaba en una mecedora forrada de cuero. Y a Néstor se le antojó, de pronto, que lo que tenía enfrente no era a Maghnus Dougall, sino un gato de ojos azules, listo para saltar y engullirse a dos gorriones como desayuno.
—Han oído hablar de la guerra franco-prusiana, supongo —dijo Dougall, en tono profesoral—, y de las enormes exigencias de armamento que requieren ambas partes del conflicto. Pues bien, caballeros, es mi deber informarles que la firma
Remington and Sons
está en un aprieto. Ha enviado a Europa ya más de cien mil rifles y necesita otros veinte mil para cumplir sus compromisos.
—¿Y eso qué tiene que ver con nosotros? —replicó Andreu—. Usted firmó un contrato con el general García Granados por trescientos rifles y recibió diez mil dólares como anticipo. Ahora debe cumplir el trato.
—Yo sólo puedo decirles que los rifles han subido de precio y que la fábrica me ofrece ciento cincuenta dólares por cada uno, si les devuelvo el pedido.
Néstor tradujo literalmente lo dicho por Dougall, pero agregando estas palabras:
—Nada de lo que dice es verdad. Toda esa historia es absurda. La guerra franco-prusiana está por concluir, si es que no ha concluido ya, y la
Remington
va a tener problemas para colocar su producción de armas.
—¿Cómo lo sabe?
—Leo los periódicos.
—Entonces dígale a este maldito que este negocio va a terminar muy mal para él, si no cumple con el contrato.
Néstor tradujo las palabras de Andreu.
—No tiene por qué ser así —dijo Dougall, adoptando una sonrisa hipócrita—. Ustedes me pagan cincuenta dólares más por cada rifle y se quedan con el pedido.
Andreu perdió los estribos.
—¡No tenemos ese dinero, pedazo de cabrón!
Néstor no quiso traducir el insulto. Temía que, de hacerlo, diera al traste con toda posibilidad de entenderse.
Pero Dougall se olió algo.
—¿Qué ha dicho? —inquirió, arrebatado.
Néstor se encogió de hombros, al tiempo que colocaba una mano en la rodilla de Andreu, pidiéndole calma.
—Nos pone contra la pared, señor —le dijo a Dou-gall—. Y pensamos que no es justo. Sólo pedimos que honre el contrato con el general.
—No es culpa mía que el mercado de armas se haya puesto patas arriba.
—Eso no es verdad, señor. Y usted lo sabe.
—¡Claro que es verdad!
—Entonces no nos deja más alternativa que demandarle.
Dougall se echó a reír.
—Yo que usted no perdería el tiempo en esas cosas.
Andreu interrumpió de nuevo. Estaba fuera de sí.
—¿Qué dice ahora este hijo de la gran puta?
—No quiere darnos los rifles.
—Pues entonces que nos dé el dinero. ¡Dígaselo! ¡Dígale que nos dé la plata!
Néstor tradujo las palabras de Andreu y Dougall respondió con un gesto ambiguo.
—De acuerdo, de acuerdo, caballeros. Les daré un pagaré a noventa días.
Néstor dudó en traducirle a Andreu la oferta de Dougall. Retrasar tres meses la compra y el transporte de las armas suponía el fracaso del movimiento insurgente. El general había fijado como día límite para la invasión de Guatemala el 30 de marzo. Prolongar casi tres meses esa fecha, significaba iniciarla en la época de lluvias, lo que reducía las posibilidades de un éxito rápido, como el general había planeado. Eso si Dougall no les hacía otra trastada y perdían el dinero que le habían adelantado. Pero no tenía más remedio que contárselo a Andreu quien, al escuchar la propuesta de Dougall, se puso de pie con el aparente propósito de arrojarse sobre el traficante.
Antes de que pudiera echarle mano, sin embargo, Dougall sacó un revólver de un cajón y se lo puso a Andreu en el pecho.
Néstor se puso también de pie.
—¡Calma, caballeros, por favor! No hagamos nada de lo que podamos arrepentimos. Mister Dougall, baje el arma. Por favor, ¿sí? Tratemos este asunto de manera civilizada.
Luego, volviéndose a Andreu, dijo en español:
—¿Me permite negociar directamente con este tipo? Se me ha ocurrido una idea. Es larga de explicar. Le ruego que confíe en mí. ¿Me permite?
Lo que Néstor le dijo a Dougall en los quince minutos que siguieron fue algo de lo que Andreu no tendría noticia hasta la tarde de ese mismo día, cuando a bordo del
Daystar,
abandonaban Nueva York, camino de Nueva Orleans, con los pertrechos y los rifles a bordo del bergantín. Las prisas no les habían permitido hablar con tranquilidad y Andreu ignoraba lo que Dougall y Néstor se habían dicho y cómo éste se las había arreglado para que el irlandés entregara las armas sin tener que pagar un centavo más de lo acordado. El resto de la mañana y buena parte de la tarde las habían dedicado a confirmar que todos los bultos del embarque estaban en orden y a asegurarse de que la carga era subida a bordo.
Andreu sólo sabía que, durante aquel cuarto de hora crucial, Dougall enrojecía y alzaba la voz en tono impositivo, en tanto Néstor le respondía en voz baja, como una madre que le contara a su hijo un cuento a la hora de dormir. Tenía una voz nueva, distinta, que parecía haberse inventado, y un timbre de juez más que de reo. De vez en cuando, se pasaba un dedo por la sien, gesto que coincidía con algún resoplido o algún encabritamiento de Dougall, quien poco a poco empezó a perder el tono impositivo de su discurso.
Escuchar a un amigo hablar con fluidez en otra lengua puede elevar nuestra admiración por él, pero si además se expresa en un tono de voz diferente, el efecto es como escuchar a un ser superior con una personalidad distinta a la que creíamos conocer hasta ese momento. Y Andreu había experimentado esa sensación durante aquellos quince minutos en que Dougall empezó a retroceder a ojos vistas con un gesto hosco. Y en las horas que siguieron, no dejó de preguntarse qué extraños poderes podía tener un licenciado de veintitantos años para haber obligado a transar a aquel gángster armado con un revólver y haber salido de su oficina con la orden de remitir sin demora los rifles al
Daystar.
Hacía frío, pero ya no nevaba. El bergantín se deslizaba suavemente por el estrecho que daba acceso a la bahía y dejaba atrás las luces de Brooklyn y Staten Island. Acodado en el pasamanos de proa, donde apenas había pasajeros —los demás querían ver desde popa la silueta nocturna de Nueva York—, Néstor observaba cómo se iban estrechando lentamente las dos sombras de la costa. Anochecía con rapidez. Un viento desganado hinchaba con pereza las velas del bergantín. Sólo la sirena de algún barco o el pitido lejano de una locomotora rompían el creciente silencio. Y cuando finalmente apareció ante sus ojos el mar abierto, Néstor tuvo la impresión de que salía de una cueva.
Se metió ambas manos en los bolsillos del chaquetón. En uno de ellos había un papel. Era la entrada para el Spring Garden Theater. Recordó la experiencia del aleluya y se dijo que, sólo por escucharlo, el viaje había merecido la pena. Todavía podía oírlo y daría cualquier cosa por volver a hacerlo. Era un hallazgo que no olvidaría: cuando llega la ocasión y ésta merece la pena, no hay que apartar el cáliz, sino apurarlo con júbilo.
Chico
Andreu se le acercó por detrás y le saludó con un golpe en el hombro.
—Vaya día. Pensé que no saldríamos nunca de aquí.
—Yo también, no crea.
Andreu sacó una petaca metálica, desenroscó el vasito de metal, lo llenó y se lo ofreció a Néstor.
—Pues en la oficina de Dougall le vi muy tranquilo.
—La procesión iba por dentro.
—¿Qué fue lo que le dijo a ese estafador?
—Traté de convencerle, pensando en lo que nos había dicho Mclnnery de la revolución americana. Le hablé de nuestros ideales, tan cercanos a los suyos, de nuestro anhelo de implantar la libertad y la democracia en Guatemala.
—Y qué contestó.
—Se rió de mí. ¿Libertad y democracia en un país como el suyo, atrasado y en estado semisalvaje?
\Come on\
Una revolución no se hace, además, con trescientos rifles, me echó en cara. Eso no alcanza ni para un golpe de mano.
—Cerdo.
—En vista de que por el lado de los ideales no avanzaba, traté de convencerle por otro más materialista. Le dije que él podía creer lo que quisiera, pero que nosotros íbamos a hacer triunfar la revolución. Y que no le vendría mal que pensara a más largo plazo. El general, le dije, no sólo aspira a construir un país nuevo, sino a formar un ejército moderno. Y si él cumplía su compromiso ahora, en uno o dos años más, podría hacer una fortuna.
—¿Y qué le contestó?
—Que si su abuela tuviera varillas sería un paraguas y que él no vivía de ideales estúpidos, sino de realidades contantes y sonantes.
Andreu movió la cabeza.
—Qué paciencia la suya. Yo no hubiera soportado una respuesta así.
—Viendo que por las buenas no lograba ninguna cosa, le dije con suavidad que, si no despachaba de inmediato las armas al
Daystar,
se las iba a tener que ver con el Fiscal General del estado de Nueva York.
Andreu arqueó las cejas, en un gesto de estupor.
—¿Cómo pudo decir usted tal cosa? No tenemos documentación ni respaldo consular. El embajador de nuestro país es un hombre de Cerna. Podríamos haber sido detenidos y deportados a Guatemala con las consecuencias que se puede imaginar.
—Ese tipo nos tenía atrapados. Jugaba con nuestra prisa. No había otro modo de ponerle contra las cuerdas que usando su misma arma: el chantaje. Le dije que yo era abogado y que conocía el derecho anglosajón. Y que debía cumplir el contrato sí o sí, por las buenas o por las malas. Pero al mismo tiempo le previne de que, si nos hacía perder tres meses, él perdería veinte años. En la cárcel, por supuesto.
—¿Fue eso lo que le dijo en voz baja?
—Se lo dije muy quedito porque las frases más fuertes tienen un mayor efecto así.
—Usted me sorprende cada día con algo nuevo. ¿Dónde aprendió esas mañas?
—Dougall me respondió con desdén. Estaba muy seguro de sí mismo y de lo que hacía.
—¿Y cómo no lo iba a estar? ¿De qué, en el nombre de Dios, podíamos acusarle ante el Fiscal General del estado de Nueva York?
—De traición a los Estados Unidos.
—¿De traición? ¿Qué clase de traición? ¿Por qué motivo?
—Por vender armas a los comancheros.
—¿Está usted de broma?
—-Pues no. De hecho, bastó que le mencionara esa palabra para que empezara a bajar el tono.
—No comprendo.
—Una leve contracción en sus labios me hizo pensar que había dado en el blanco. Mas, para demostrarme que era él quien tenía la situación bajo control, soltó una de sus risotadas y en tono altanero me dijo que qué sabía yo de esas cosas.
—Pero usted sabía, me imagino.
—Sí, un poco.
—¿Un poco? ¿Y cómo fue que lo supo?
—No lo supe, lo intuí.
—¡Ah, vaya, lo intuyó!
—¿Recuerda los tipos de botas altas y sombreros téjanos que vimos en el almacén de Dougall, mientras revisábamos los rifles y el parque?
—Me acuerdo.
—Por la conversación que se traían con Dougall me supuse que eran traficantes o tal vez intermediarios. Debieron de olvidar que aquellos dos pendejos, que éramos usted y yo, no entendíamos lo que ellos hablaban, pero estaban en la rosca, estoy seguro.
—¿De qué rosca me habla?
—La de los comancheros, unos tipos que venden ilegalmente armas,
whisky y
municiones a los indios.
—No me diga —dijo Andreu en tono mordaz.
—Leí sobre ellos en una revista vieja que había en el pabellón de caza,
The Wild West Magazine.
—Vaya, es una prueba de peso.
—También hablan de eso los diarios. Es el tema del momento. Verá usted, desde que terminó la Guerra Civil, va para seis años, el ejército de la Unión quiere acorralar a los indios en reservaciones y evitar que cierren el paso a los colonos que marchan hacia el Oeste. Pero no pueden con ellos. Los comancheros les suministran armas con las cuales atacan a los colonos y combaten al ejército. Y no sólo a los comanches. También a los apaches, lako-tas y cheyennes de Nuevo México, Texas, Oklahoma y Dakota del Norte. Y adivine qué rifle es el que los indios prefieren.
—No me diga que es el
Remington.
—Se lo digo. Ahora escuche. Los colonos tienen miedo y, de seguir las cosas así, ningún blanco va a querer ir al Oeste.
-—¿Y cómo les llegan las armas a los indios?
—El tráfico se hace por tierra. También por barco, desde New Jersey, y se entregan en algún lugar de la costa de Texas.
—¿No le parece extraño que los traficantes tengan tantas facilidades?
—Hay una explicación. Hasta hace poco no había ley que lo prohibiera. La Guerra Civil no les había dado tiempo para preocuparse de esas cosas.
—Pero la situación ha cambiado, supongo.
—El Congreso ha promulgado hace muy poco una ley que establece graves penas contra toda persona que venda armas a los indios.
—Y Maghnus Dougall es una de esas personas.
—Eso no lo podía saber esta mañana.
—Pero lo sospechaba.
—Sólo sabía que el Gobierno se había tomado muy en serio lo del tráfico ilegal de armas.
—¿Y cómo podía usted saber que los tipos del almacén de Dougall eran comancheros?
—Eso tampoco lo sabía. Pero oí que amenazaban de muerte a Dougall, si éste no les entregaba los rifles que tenían apalabrados desde hace dos meses.
—Y Dougall resolvió entregarles los nuestros.
—Esa fue la impresión que tuve.
—Y usted dispuso apostar fuerte.
—Le dije que nuestra firma de abogados,
Thorpe, Johnston and Bakker
, tenía en sus manos mi testimonio jurado, firmado y en regla.
—¿
Thorpe, Johnston
y qué?
—Es una oficina de abogados de Manhattan.
—¿Tenía su bufete de Guatemala alguna relación con ellos?
—No. Era la primera vez que oía su nombre.
—Lo leyó en algún diario, claro.
—Pues sí, qué quiere que le diga.
—Y se inventó que en manos de esos abogados obraba su declaración formal de que Dougall era proveedor de armas de los comancheros.