Read El sueño de los justos Online
Authors: Francisco Pérez de Antón
Cuando Néstor le tradujo estas palabras a Andreu, éste comentó:
—Un problema parecido al nuestro. Conseguimos la independencia, pero la libertad no llegó.
El sargento Brendan escuchó a su vez la traducción de Néstor y preguntó:
—¿Es ésa la razón de que estén aquí?
Andreu prefirió responder con otra pregunta.
—¿Por eso se alistó en el Ejército?
Brendan se incorporó de la mesa e invitó a sus huéspedes a sentarse otra vez al fuego. Trajo una botella de
whisky
y llenó tres vasos.
—Es de Tennessee, el mejor —dijo sonriendo.
Se acomodó en su butaca y tomó un sorbo.
—Sí, señor, por eso me alisté —dijo—. Mi padre me inculcó unos valores a los que he sido siempre fiel. Lo pasó muy mal en Irlanda de niño y veía este país como
the land ofthe free.
Detestaba la esclavitud y me animó siempre a luchar contra ella.
La frialdad del principio se había ido entibiando al amparo del
whisky
y el fuego en una ambiente desembarazado y cordial. El sargento Brendan era lo que parecía: un hombre sencillo, gobernado por sus ideales mozos y su fe en Dios.
—Hábleme de su país —dijo Brendan.
—No sería capaz de hacerlo bien —contestó Néstor—, no le haría justicia. Es mejor verlo.
Rieron los cuatro, pero Brendan que miraba alternativamente a Néstor, cuando traducía, y a Andreu cuando preguntaba, detuvo de repente su mirada en este último.
—Are you all right, mister Andrew?
—preguntó.
Néstor se volvió sorprendido a su compañero de viaje. Andreu tenía la expresión apagada y un gesto parecido al del día que había escapado del camarote.
—Tuve un ligero vahído, pero ya estoy bien.
—Estamos algo cansados por el viaje —se apresuró a decir Néstor—. Creo que es hora de retirarnos. Gracias por todo, sargento.
—Tiene razón. Mañana hay mucho que hacer.
Néstor extendió la mano a la señora Mclnnery y dijo:
—Gracias, señora, por tan magnífica comida. El pastel de manzana era una obra maestra.
La señora Mclnnery bajó el rostro, ruborizada, y se metió las manos en el delantal.
Les costó alcanzar el pabellón de caza.
Chico
Andreu se sentía muy débil y debía detenerse a cada poco para recobrar las fuerzas. El frío le hacía temblar y caminaba inclinado, con las manos en las sienes.
Al llegar al edificio tropezó en un escalón del porche y casi se da de bruces con el entablado. Néstor se colocó uno de los brazos de Andreu sobre los hombros y le llevó a la cama.
—Qué manera de hacer el ridículo —dijo, mientras Néstor le cubría con dos frazadas.
—No diga eso. No es culpa suya. Descanse ahora.
—¿Qué va a decir esta gente de nosotros?
Andreu tiritaba, encogido sobre sí mismo, y de vez en cuando exhalaba un gemido lastimero.
Néstor le palpó la frente. Ardía con un sudor frío y disperso. Los ojos se le escondían tras las órbitas y parecía estar a punto de perder el sentido.
Al contacto,
Chico
abrió los ojos y extendió un brazo.
—En el bolsillo de mi levita... por favor... allí.
Néstor se levantó, metió la mano en uno de los bolsillos de la prenda y sólo encontró unos papeles, pero al registrar el otro dio con el pomo de vidrio que había visto sostener a Andreu en el barco.
Lo destapó. Tenía un fuerte olor a alcohol y un lejano aroma a cerveza. Sujetó a Andreu por la espalda y le dio un sorbo del contenido que éste bebió con avidez.
—Son las fiebres otra vez... sólo las fiebres.
No le habían dicho que viajaba con un hombre enfermo, pero lo debía haber imaginado, dada la extrema delgadez y el demacrado semblante que la mortecina luz de gas del pabellón exageraba. Néstor discurrió entonces que su papel en la misión, acaso, no se limitara a ejercer como un simple traductor, sino también de enfermero.
Pensó en volver a la casa de Mclnnery y pedirle que le ayudara a llevar a
Chico
a un hospital o al menos a la casa de un doctor, pero los gemidos de éste eran ahora más espaciados y parecía dormir.
Néstor encendió un quinqué, lo puso cerca de la cama de Andreu, echó mano del ejemplar del
New York Tribune
que le había regalado Maghnus Dougall, lo desplegó y se dispuso a leer.
La voz de
Chico
Andreu llegó hasta él como un susurro.
—Va a tener que hacerlo usted... —decía—. Va a tener que hacerlo usted solo.
Brendan Mclnnery salió de su casa a hora temprana. Llevaba un zurrón de cuero en bandolera, una cartuchera a la cintura, unos prismáticos al cuello y un
Remington
en la mano, sostenido por el cañón. El día estaba anubarrado y, aunque la brisa soplaba en suaves ráfagas, hacía frío suficiente como para que el sargento se apretujara el viejo
frock coat
de botones dorados y llevase las solapas subidas para proteger el rostro del cierzo.
Néstor le esperaba en el porche del pabellón.
—Buenos días. Les traje el desayuno —dijo el sargento, sacando un jarro de café y unos sándwiches.
Néstor le ayudó con el zurrón, tomó los bocadillos y el café y entró al edificio.
—Enseguida vuelvo —le dijo a Mclnnery.
Regresó minutos después. El sargento le preguntó:
—¿El señor
Andrew
no viene?
—Me ha pedido que le excuse. No se siente hoy muy bien.
Brendan guardó un discreto silencio. Luego dijo:
—¿Y usted? ¿Se siente bien esta mañana?
Néstor dejó escapar una sonrisa triste. Lo único que sabía era que la vida no le daba tregua y que le zarandeaba de un oficio a otro y de una latitud a otra, como si fuera un pelele, sin poder tomar las riendas de su destino. Era libre para todo, menos para gobernar su vida. Aquí, frente a usted, estuvo a punto de decirle a Mclnnery, tiene a un abogado sin futuro, desterrado de su país por las buenas, exiliado sin plazo fijo, preso de un amor imposible, actor de medio tiempo convertido en traductor y que, en este día y esta hora, se dispone a recibir instrucciones de uso sobre unos objetos que detesta.
Pero todo eso era muy largo de explicar. Así que se limitó a decir:
—Sólo dígame qué tengo que hacer, sargento.
Los dos hombres echaron a andar hacia los arbustos por entre los cuales culebreaba el sendero que partía del pabellón de caza.
—¿Está familiarizado con algún arma de fuego? —dijo el sargento Mclnnery, arrojando por la boca una vaharada de vapor.
Sin mirar a Mclnnery, Néstor negó con la cabeza.
—¿Ha utilizado una alguna vez?
—No, nunca.
—¿Ni para ir de caza?
—No.
—¿Por qué? ¿Le dan miedo?
—Siempre he creído que no son necesarias —dijo soplándose las manos y frotándose las palmas con vigor.
—¿Nunca ha sentido que su vida corría peligro ni ha tenido la necesidad de defenderla?
—Bueno, sí, pero me cuesta aceptar que se fabriquen para matar seres humanos.
Mclnnery guardó silencio y Néstor imaginó lo que en ese momento debía de pasar por la mente del soldado: «Si no le gustan las armas, para qué diablos ha venido aquí».
—En todo caso, haré lo que usted me diga —se apresuró a repetir, antes de que el sargento hiciera otro comentario.
Mclnnery se alejó dos o tres pasos y le arrojó el rifle que llevaba en bandolera. Néstor lo atrapó y lo retuvo, presa de una fuerte conmoción.
—Descuide, mister —dijo Mclnnery—. Conozco este oficio. Durante los próximos días, haré que ese arma se convierta en su mejor amiga. Estará con usted noche y día, incluso cuando duerma. Será su tercer brazo, su segunda sombra, su primer pensamiento cuando despierte. Le enseñaré a desarmarla, a limpiarla, a engrasarla, a mimarla, a cargarla a ciegas. Aprenderá a dispararla de pie, apuntando y sin apuntar, de rodillas y pecho por tierra, andando, corriendo, arrastrándose sobre los codos o cabalgando sobre un caballo a rienda suelta.
Mclnnery se agachó, tomó una vara del suelo y se internó en el bosque, batiendo con ella las ramas de los arbustos que invadían el camino.
—Mientras haya hombres, habrá guerras. Y mientras haya guerras, habrá armas. Pero usarlas exige prudencia, sensatez, autodominio. Y eso es lo que voy a enseñarle, mister. Hay una dignidad en el hombre de armas que los civiles ignoran. Para nosotros, no es un artefacto que mata, es una responsabilidad. Lo decían los caballeros de su espada: no la uses sin motivo, no la enfundes sin honor. El arma no se lleva en las manos, sino aquí —dijo, volviéndose de súbito y señalando su frente—. No es el dedo, sino el cerebro, el que tira del gatillo.
El bosque estaba poblado de árboles jóvenes, sin demasiada altura, más allá de los cuales se avistaba una pradera que descendía suavemente hacia un pequeño afluente del Hackensack. El sendero que salía del bosque se bifurcaba algo más abajo en dos ramales. Uno conducía a una cabaña de troncos situada casi en la linde del bosque; la otra, pradera abajo, a una planicie que corría a lo largo del riachuelo.
Néstor dedujo que se trataba de un campo de tiro de unas mil yardas de largo. La planicie topaba por el Este con un promontorio arbolado en cuya base se alzaban varios postes con tableros en los que había unas dianas pintadas.
Al pie del declive, en un humedal próximo a la orilla del río, se enredaban los berros y chapoteaban los patos.
Los dos hombres se dirigieron a la cabaña, una construcción elemental de cuyas paredes colgaba una guadaña y herramientas para manejar el heno. El sargento colocó el rifle sobre una mesa de madera, se quitó el
frock coat,
encendió el fuego y puso a calentar una jarra de peltre con café. Pidió a Néstor que se sentara a la mesa y en voz baja y tono misterioso, dijo:
—Antes de bajar al río, quiero explicarle algo. Este rifle que ve aquí es el arma más rápida y de mayor potencia de fuego que se haya fabricado jamás. En realidad no es un rifle, es una revolución. Todos los ejércitos del mundo lo quieren.
Néstor paseó la mirada por el arma, la madera pulida y oscura de su culata, la nítida caja metálica que alojaba el mecanismo de fuego, el alza graduada de cien en cien yardas y el torneado cañón, sujeto por tres herrajes a la caña de madera.
—Esta es su versión militar. Por eso sé que ustedes no van cazar con ellos. Y por eso sé también que, quien los haya comprado, sabe lo que quiere. Pero no tema —sonrió—. La discreción es otra de las virtudes del hombre de armas.
El café empezó a hervir. Mclnnery se levantó, tomó la jarra y llenó dos pocilios de loza.
—Es un
Remington,
fabricado aquí cerca, en Ilion. Yo lo considero un instrumento de civilización. Lo digo en serio. ¿Ha estado alguna vez en el Oeste de mi país?
—No, señor.
—Si un día decide visitarlo, comprobará que el
Reming-ton
es tan importante o más que el ferrocarril, el telégrafo o las máquinas de vapor. En el Oeste, el rifle es la insignia del orden, la justicia y la ley, la herramienta más importante para construir una nación. También aquí. Sin el rifle, Nueva York sería el caos. Prevalecería la ley del más fuerte, como casi ocurrió hace unos años, cuando las bandas incendiaron la ciudad. Con el rifle estamos construyendo una nación, mister: la nuestra. Ahora, déjeme explicarle por qué puede servir también para que ustedes construyan la suya.
El sargento Mclnnery tomó el arma en sus manos y empezó a describir el mecanismo de fuego. Néstor escuchaba con atención, pero al cabo de unos minutos se había perdido en la jerga del militar. No entendía qué significaba
rolling block
ni
muzzle loading
ni términos por el estilo.
—Hasta hace muy poco estas armas se cargaban por delante —explicó Mclnnery—. El soldado descubría la cazoleta de la llave de chispa y sacaba de la cartuchera una bolsita de papel que contenía pólvora negra y una bolita de plomo. A continuación, mordía el papel, colocaba en posición horizontal el fusil y depositaba una pequeña cantidad de la pólvora en la recámara. Apoyaba la culata en el suelo e introducía por la boca del cañón el resto del cartucho con el proyectil y lo apretaba todo con la baqueta. Después empuñaba el arma, se la llevaba a la cara sin preocuparse demasiado en apuntar, pues sabía que rara vez daba en el blanco, y metía el dedo en el guardamonte. Un resorte impulsaba el gatillo de pedernal contra un rastrillo. El impacto del sílex contra el metal hacía saltar chispas que inflamaban la pólvora depositada en la cazoleta. La ignición se transmitía hasta el fondo del cañón a través de un pequeño conducto; la pólvora se inflamaba y los gases impulsaban la bala por el cañón. Total, quince o veinte movimientos. Y luego, vuelta a empezar. ¿Tiene idea de cuántos disparos podía un soldado hacer por minuto?
—No, señor.
—Dos, a lo sumo. ¿Y sabe cuántos de esos disparos daban en el blanco?
—Tampoco.
—Cinco de cada mil. Más allá de cuarenta yardas, sólo se daba en el blanco por casualidad. De ahí que se dijera que para matar a un hombre fuera necesario dispararle su peso en plomo. Hay algo más. En la confusión del combate, el soldado puede perder la baqueta, con lo que el rifle queda reducido a una estaca. Si el tiempo es lluvioso, el pedernal puede que no inflame la pólvora humedecida y eso inutiliza el mosquete o la carabina. Y si la piedra de sílex se ha desgastado o está mal tallada, no salta la chispa y el rifle se atrofia.
El sargento volteó el arma, apuntando la culata hacia Néstor.
—Ahora vea este rifle. Primero, se carga por detrás. Segundo es un arma de largo alcance, quiero decir, puede dar en el blanco a mil yardas de distancia. Pero eso serviría de muy poco si usted no contara con esto.
Mclnnery sacó del bolsillo un objeto brillante.
—Es un cartucho de cápsula metálica, la innovación que hace del
Remington
el arma temible que es. La utilizan ahora mismo franceses y prusianos, y su patente ha sido adquirida por los ejércitos de Suecia, Noruega, Dinamarca, Italia, España, Luxemburgo, Argentina y Uruguay.
Se dirigió hacia la puerta sin volverse.
—Venga conmigo. Le voy a decir por qué.
Salieron de la cabaña.
—Quizá usted no le dé importancia, pero el cañón de este rifle tiene estrías. ¿Sabe qué significa eso?
—No tengo la más remota idea.
—Que al salir el proyectil, el movimiento que le imprime el estriado da estabilidad a la bala y permite colocarla en el blanco preciso. Los viejos mosquetes tenían el alma lisa y nadie podía asegurar a dónde iría a parar el proyectil. Por eso los soldados no apuntaban. Sabían que acertar era un albur. Aun el mejor tirador no estaba seguro de acertar más allá de las 40 ó 50 yardas, fuera a un venado o a un hombre. De manera que, ver venir a un batallón de infantería a cien yardas y hacer fuego, era desperdiciar la munición. Había que hacerlo desde muy cerca y muy juntos para que la descarga fuera efectiva. Por eso la infantería caminaba tan apretada, para que la potencia de fuego tuviese efecto. Los generales medían su eficiencia según el tiempo que se tardaba en preparar y hacer un disparo. Si ha salido de caza, un disparo por minuto no está mal. En el campo de batalla, es un suicidio. Con este rifle, en cambio, lo que se mide no es el número de minutos por disparo, sino el número de disparos por minuto. El cartucho metálico protege la pólvora de la humedad y reduce los gatillazos al mínimo. Y el alma estriada del cañón y la retrocarga hacen de este rifle una revolución que quizá usted no entienda, pero que le voy a demostrar ahora mismo.