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Authors: Francisco Pérez de Antón

El sueño de los justos (28 page)

BOOK: El sueño de los justos
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El momento era tan solemne como el espectáculo que tenían ante sus ojos. Y a medida que Néstor traducía a Andreu las palabras del sargento iba tomando conciencia de un saber inesperado.

Se escuchó a sí mismo decir:

—¿Nunca tuvo miedo?

—Siempre —sonrió Mclnnery—. Pero había que saltar de la trinchera. Pensaba en Dios, en mis padres, en la novia que había dejado en Wisconsin. La vida te ha llevado hasta esa zanja, me decía, hasta esa trinchera, y no te queda más alternativa que luchar. Todo ocurre en un segundo, después de ese silencio que pone en orden tu mente y te hace recordar tus mejores horas. Y no es el
whisky
lo que infunde valor. Ni el grito descompuesto del teniente ni el nervioso alarido del clarín. Son las convicciones, mister, las que le ponen a uno en pie.

Partieron una mañana oscura y fría del apeadero de Cresskill. Había empezado a nevar. El viento agitaba los copos y los convertía en una pelusa helada que ocluía la vista y se metía en la nariz. Fue la última imagen que Néstor conservaría de Bergen County, junto a la de aquel irlandés de ojos azules, enfundado en su
frock coat
azul salpicado de nieve, que se despedía de ellos con la gorra de la Unión en la mano.

Néstor sintió una punzada. Sabía que no volvería a ver a aquel hombre que le saludaba bajo la ventisca, pero le recordaría siempre. Mclnnery le había enseñado algo que ignoraba de sí mismo y que nunca había sido capaz de expresar en palabras, algo mucho más importante que descubrir aquel raro don con que la naturaleza le había dotado para colocar una bala allí donde muy pocos podían hacerlo.

4. Trescientos rifles

Una hora más tarde cruzaban en
ferry
el Hudson y atracaban en la terminal neoyorquina de Hoboken. Se hospedaron cerca de los muelles, en un hotel situado en la confluencia de las calles Bayard y Canal. Se llamaba
St. Albert House
y era un lugar modesto y acogedor pese a que las camas eran algo duras y crujían como asientos de mimbre.

Dejaron las valijas en la habitación y salieron a la calle. Andreu quería entrevistar cuanto antes a un tal Wellesly, de la firma
Newman Shipping and Packaging Services,
contratada para realizar el embarque de las armas y los pertrechos de la expedición a bordo del
Daystar,
un bergantín de carga y pasaje que cinco días después salía para Nueva Orleans. Tuvieron suerte. El señor Wellesly estaba al corriente del encargo que se le había hecho desde México y sólo esperaba los bultos para proceder a embarcarlos.

Se dirigieron luego a las oficinas del
Federal Merchants National Bank.
Andreu estaba ansioso por saber si el banco había recibido la transferencia remitida desde México por don Miguel García Granados y si podía empezar a girar sobre esa cuenta. Buenas noticias, también. El dinero estaba allí, treinta mil dólares en plata.

Chico
Andreu sacó doscientos para gastos y un talonario de pagarés y, a partir de ese momento, su personalidad experimentó un cambio inesperado. Dejó de ser el hombre vulnerable y frágil que había acompañado a Néstor desde Veracruz a Nueva York. Incluso sus movimientos eran más sueltos y flexibles, pero era la agilidad de su mente lo que más sorprendió a Néstor. Andreu estaba en su salsa. Compraba y negociaba como quien respira, consultando de vez en cuando un cuaderno donde anotaba aun el gasto más insignificante. Sabía siempre cuál era el siguiente paso que debía dar y lo llevaba a término de manera inapelable. Ordenado, directo, eficaz,
Chico
Andreu transmitía una seguridad que Néstor nunca pudo haber imaginado.

La primera visita fue a un almacén del Garment Dis-trict. Se llamaba
Paintyour wagón
y su dueño era un judío de origen polaco, de nombre, Barnaba Trzebinski, que se había especializado en abastecer de ropa y toda clase de avíos a pioneros y colonos que marchaban al Oeste. Andreu adquirió allí un resto de uniformes del ejército de la Unión que Trzebinski no había podido vender desde el final de la Guerra Civil y que tenía a precio de saldo.

Revisaron las pacas y contaron los uniformes. Había trescientos setenta. Andreu entregó a Trzebinski un pagaré y le pidió enviar la mercancía a la bodega de
Newman Shipping and Handling,
situada en el embarcadero 51.

Antes de abandonar el almacén, Andreu le preguntó a Trzebinski si tenía calicó. El judío no entendió la traducción de Néstor. Andreu explicó entonces que se trataba de una tela delgada de algodón que se fabricaba en la India y que se solía utilizar para protegerse de los mosquitos.

—Usted quiere decir
cálicot
—corrigió Trzebinski, haciendo énfasis en la esdrújula—. Sí, claro. ¿Cuánto necesita?

Andreu le encargó una bobina de cien yardas y le preguntó a Trzebinski si conocía alguna tienda donde vendieran artículos de lona.

Les envió a un cuchitril de la calle Treinta
y
Seis, entre la Quinta y la Sexta avenidas. Andreu agotó el inventario de la tienda donde adquirió todos los guantes en existencia y trescientos pares de polainas.

Néstor llegó a perder la cuenta del número de veces que cruzaron Manhattan de río a río, pero cada día que pasaba les resultaba más difícil moverse por Nueva York. El interminable aguanieve que azotaba la ciudad les obligaba a hacer las compras a pie, debido a que los carruajes se atascaban con frecuencia.

Caminaban encogidos, con los ojos entrecerrados y el rostro envuelto en un tapabocas, observando de reojo los escaparates donde se exhibían abrigos con cuellos de piel, botas forradas de lana, alfombras, telas escocesas y estufas de hierro forjado. El invierno había caído de pronto sobre Nueva York, pero Manhattan no daba la impresión de sufrir sus efectos. Allí vivía un mundo próspero, muy distinto al de los miserables barrios industriales de la periferia, donde los ingresos por el trabajo no garantizaban ningún bienestar. Pero en la isla y los muelles, la gente parecía ganar lo bastante para que el traje de la boda no fuera el mismo que el de la mortaja.

A
Chico
Andreu aquel clima le vivificaba quizás tanto como el corre corre que se traían a lo largo y ancho de la isla. Llegada la noche, caía como un costal en la cama, mientras Néstor leía hasta muy tarde el periódico.

Les despertaba por lo común la campana de algún tranvía de mulas o el bufido de alguna sirena. Se aseaban en el cuarto y, a eso de las nueve, vuelta a empezar: sartenes, brújulas, espejos, quinina, algodón hidrófilo. La lista no parecía tener fin.

Entre las direcciones que Andreu llevaba anotadas en el cuaderno figuraba una especializada en revólveres y armas blancas. Se llamaba
Roberts & Sons y
estaba situada en el Bowery, el barrio de
music halls,
prostitutas y pandilleros. Andreu deseaba adquirir una veintena de espadines y diez cuchillos de monte. Y entre los revólveres en venta eligió un
Remington
parecido al de Mclnnery y un cinturón con pistolera provista de tiras de cuero para sujetarla al muslo.

Néstor tomó en sus manos el
Remington
y por primera vez en su vida se le ocurrió pensar que un arma corta podía ser también una obra de arte. A diferencia del de Mclnnery, éste era niquelado y algo más ligero. Pasó los dedos por el cañón y no pudo dejar de sentir un escalofrío de placer.

—¿Es para el general? —preguntó.

—No. Es para usted.

—¿Para mí?

—Un obsequio personal —sonrió Andreu—. Se me ha ocurrido que no podíamos salir de aquí desarmados. Este barrio está lleno de asaltantes.

—No es verdad. No es por eso.

Andreu le tendió la pistolera de cuero repujado.

—Pruébesela.

Néstor abrió el chaquetón y rodeó la cintura con la correa. Se ató la pistolera al muslo y enfundó en ella el
Remington.
Se dirigió a un espejo. Estaba excitado. Se cerraba el chaquetón, lo volvía a abrir. Nunca pensó que un revólver pudiera dar una prestancia semejante a la que desplegaban un
Stetson
o un lazo de seda negra. Se sentía elegante y digno. Más aún, se sentía completo. El arma le daba poder y seguridad, no exentos de algún señorío.

Se volvió a Andreu con las manos abiertas y un gesto de
dómine non sum dignus.
Había olvidado las noches en que había velado a Andreu, atento a cualquier rebrote de la fiebre, las horas cerca del lecho hasta comprobar que respiraba con naturalidad y las veces, en fin, que le había llevado el desayuno o la cena a la cama porque Andreu no podía ponerse de pie.

Chico
Andreu le dirigió una mirada de afecto:

—Tenía razón el general —dijo—. Es usted una buena persona.

Dejaron sables y cuchillos en la bodega del embarcador y se dirigieron a la oficina de Maghnus Dougall. Andreu deseaba revisar el pedido de los doscientos cincuenta
Re-mington
y el medio centenar de
Winchester
y
Henrys
que el general había agregado a última hora.

El irlandés los recibió con sus habituales aspavientos y Néstor volvió a experimentar el mismo recelo que había sentido por el traficante días atrás, aunque sin saber muy bien por qué.

Dougall les llevó a su bodega en el puerto, un galpón situado en el Embarcadero 51. Dos policías fuertemente armados vigilaban el portón de entrada. La bodega olía a rancio y a lechada de cal. Las paredes tenían manchas de humedad y en algunos lugares estaban descascarilladas.

El irlandés señaló las cajas con los rifles y dijo enseguida vuelvo. Había algunas personas en el extremo sur de la bodega con las cuales debía hablar.

Néstor y Andreu procedieron a examinar las cajas. Había cuatro rifles en cada una y, a pocos pasos de las armas, una pila con cajas más pequeñas que contenían la munición.

No habían terminado de examinar el armamento, cuando alcanzaron a oír unas voces destempladas. Salían de la pequeña oficina de despachos, al fondo de la bodega. Una de ellas era la de Dougall.

Néstor se incorporó y asomó la cabeza por entre la pila de cajas. El irlandés había abandonado la oficina y ha-biaba a grito pelado con dos hombres de aspecto muy poco neoyorquino. Ambos llevaban botas de montar, largos capotes y sombreros de ala ancha, y parecían muy crispados.

Néstor no pudo dejar de escuchar lo que decían.

—¿Qué le pasa a esa gente? —preguntó Andreu—. ¿Entiende usted algo?

Néstor no respondió. Se llevó el índice a los labios y le indicó a Andreu que siguiera contando rifles.

Las voces se fueron calmando y, poco después, Dougall hacía acto de presencia con su mirada aguamarina y su sonrisa colorada y falsa.

—¿Todo en orden? —preguntó.

—Todo en orden, señor Dougall. Sólo falta enviar las cajas a la bodega de
Newman Shipping and Handling.

—Me ocuparé de eso enseguida.

Camino del hotel, Néstor comentó:

—Hay algo en ese hombre que no me agrada.

—¿Qué le hace pensar eso? —dijo Andreu.

—No le podría decir. Es sólo una intuición.

Cuando llegaron al hotel, el conserje les entregó un sobre. Era de Barnaba Trzebinski. El comerciante les enviaba una nota a mano y dos entradas para la función de esa noche en el Spring Garden Theater.

—Dice que ha recibido la plata y que está agradecido por el negocio —leyó Néstor.

—Y por haber salido de los uniformes, supongo.

—¿Le gusta el teatro,
Chico
?

—¿Y a usted?

—Un poco. Soy actor aficionado. ¿Quiere que vayamos?

—Prefiero descansar. No entendería una palabra y me quedaría dormido. Vaya usted.

Una hora más tarde, Néstor llegaba al Spring Garden Theater, un edificio que, según una placa a la entrada, había sido antes sinagoga y que tampoco era ahora un teatro, sino sala de conciertos. Para colmo, el repertorio de esa noche era de música sacra.

Dudó si quedarse o no. Ni siquiera mister Ross había logrado aficionarle al gusto por aquellas salmodias. En cuanto a la pieza principal del programa, un oratorio de Beethoven titulado
Cristo en el Monte de los Olivos,
temía que fuese un narcótico. Pero aquélla era su última noche en Nueva York y decidió quedarse.

Los dos primeros tiempos del oratorio, saturados de cantatas y motetes, tenían un tono sombrío, pero el tercer movimiento, un espectacular aleluya, superó todas las prevenciones que abrigaba contra aquel tipo de música. Le pareció raro, así y todo, que Beethoven hubiese optado por un canto tan gozoso. No era razonable que, en el momento más triste de la vida de Cristo, cuando éste debía aceptar la muerte como ofrenda y, sudando sangre, suplicaba al Padre que apartara de sí el cáliz del sacrificio, al genio de Bonn no se le hubiese ocurrido cosa mejor que componer un aleluya.

Pero a medida que crecía la euforia del canto, Néstor empezó a entender la intención del maestro. En los coros y en las cuerdas, en los vientos y en las pausas, el
«tú me diste un lugar en tu Gloria
,
bendito seas
» resonaba en sus oídos como una revelación. Nunca se había sentido tan cerca de Cristo, pero no del sangrante y barroco que en las procesiones de su infancia parecía suplicarle compasión o gratitud por haberle redimido del pecado, sino aquel otro que aceptaba con gozo el sacrificio de su vida para salvar a la humanidad.

El evangelista se había equivocado, no había duda. Cristo debió de sacrificarse con alegría. Pues la virtud del que salva o rescata no es pensar en sí mismo, sino en aquéllos a quienes desea salvar. Así lo había tenido que entender Beethoven y así lo entendía Néstor ahora. Los héroes se ofrecen siempre como adalides, no como víctimas propiciatorias, y nunca se plantean con tristeza su muerte y su entrega, sino como el momento más feliz de su vida.

Lo primero que hicieron al día siguiente fue dirigirse a la bodega del embarcador. Andreu deseaba verificar que Dougall había enviado los rifles, antes de hacerle el resto del pago. Pero las armas no estaban en el almacén de Newman. Y Néstor experimentó una vez más la turbadora sensación de que el irlandés no era trigo limpio.

Entre el muelle 51 y el 55 apenas había diez minutos a pie, así que decidieron caminar hasta la oficina de Dougall, pero, esta vez, el traficante no los recibió con las prolijas efusiones a que les tenía acostumbrados, sino con un gesto de preocupación.

—Tenemos un pequeño problema —les informó—. Pero tranquilícense
amigos
, no hay nada en este mundo que no tenga arreglo, si se exceptúa la muerte.

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