El plan consistía en adquirir unos terrenos en aquel barrio conocido como Campo del Arpa, un lugar que pertenecía a San Martín de Provenzales. Cuando San Martín era todavía un pueblo independiente de Barcelona, al barrio se lo conocía como
la Muntanya
, y no empezaron a construirse viviendas hasta la segunda mitad del siglo XIX. Durante muchísimo tiempo aquélla fue una más de las zonas de cultivo que proveía de comestibles a la vecina ciudad de Barcelona. Pero con la industrialización, las fábricas fueron ocupando todo el distrito y el Campo del Arpa se fue llenando también de obreros. Cerdà lo había incluido en su plan previendo respetar de algún modo la peculiar orografía del barrio. A pesar de eso, los propietarios se resistían a que fuera llevado a cabo. De hecho, había varias vías trazadas en el Ensanche que, como la calle Rosellón, morían allí.
La idea de Ferran consistía en ir comprando poco a poco hasta reunir lo suficiente como para formar una isla similar a las del Ensanche. Para ello seguramente debería adquirir tierras de cultivo y edificios de vecinos. Estos últimos serían los más difíciles de contentar, ya que la propiedad estaría muy fragmentada: algunos querrían vender y otros no. Una vez convencidos todos y conseguido el terreno, Ferran no tendría problemas para encontrar algún socio constructor.
El trabajo de Dimas consistía en lograr ese consenso. Sabía que la operación incluía un añadido: Ferran no sólo se mostraría como un negociante competente ante la alta burguesía barcelonesa, sino que ganaría posiciones en el entramado de poder al lograr expulsar del barrio a los obreros radicales. El Campo del Arpa se estaba convirtiendo en un núcleo de entidades y organizaciones anarquistas, catalanistas y anticlericales. Si se adueñaba de edificios y los ocupaban los burgueses, poco a poco el barrio iría cambiando de ideología. Con el tiempo los obreros venderían, se dispersarían por la ciudad y perderían parte de su fuerza, que residía en la unidad. Pero de momento Dimas se limitaría a descubrir el barrio, a contemplar la posibilidad de hacer las primeras adquisiciones y a conocer un poco a los integrantes de ese tejido social.
Bebió un sorbo de café y posó la taza con suavidad sobre la mesa de mármol. Estiró la barbilla para aliviar tensión y paseó la mirada por el local de forma perezosa, tratando de distraerse un instante. Sus ojos tropezaron con la espalda de una chica que en ese momento se levantaba de su asiento: llevaba el peinado a lo
garçon
y tenía el pelo del mismo color que Laura. Dimas pagó la consumición y se puso a hablar con el amo, un individuo calvo y delgado. Con apenas unas cuantas preguntas descubrió que uno de los mayores propietarios en la zona era Bartomeu Reventós, que había levantado algunos edificios de viviendas dedicados al alquiler. Por su buena fama no debía de ser un hombre demasiado ambicioso, así que Dimas pensó que no le costaría convencerlo. Se fue a casa decidido a idear un plan.
Al llegar, desplegó el plano del Ensanche que le había entregado Ferran con el proyecto de construcción sobre el Campo del Arpa. Los pisos de Bartomeu coincidían exactamente con lo que andaban buscando. Se tomó su tiempo para trazar la estrategia, y tuvo que salir a por folios y papel de calco. Prepararía tantas copias como fueran necesarias hasta conseguir una imagen creíble en la que los pisos de Bartomeu ya no coincidieran con una futura isla, sino con un hipotético vial transversal que obligaría a la demolición. El argumento de la expropiación obligatoria y a bajo precio seguro que ayudaría a convencer al propietario.
Cuando se dio por satisfecho pensó en llevar la copia del mapa a la oficina de su jefe para que Ferran estuviera informado. Antes quiso bañarse. Calentó el agua en el fuego de la cocina y la fue vertiendo al gran barreño de metal que tenía en mitad de la estancia. Luego añadió agua fría hasta que la temperatura fue ideal y el barreño estuvo lleno. Se desnudó y, tiritando, se acurrucó en él. Aun así, el calor le provocó un rubor por todo el cuerpo. El recuerdo de Laura emergió con fuerza entre los vapores del agua caliente. Aquella mañana tan sólo la había entrevisto unos momentos en el taller, mientras Ferran le explicaba todos sus planes y él hacía como que los sopesaba. En realidad miraba a través de los ventanales del despacho. Laura quedaba de espaldas, un poco inclinada sobre la mesa de Àngel Vila. Estaba bellísima cuando se abstraía en sus cavilaciones, olvidada de todo y de todos. Parecía frágil, desamparada.
Después de que el agua se fuera enfriando decidió frotarse con la pastilla de jabón antes de salir. Mientras se vestía reparó en el barreño todavía lleno: el agua no parecía sucia. Le hubiera gustado verla turbia, que hubiera recogido la ambición, la vanidad, la soberbia del dinero y los negocios, pero no fue así. Apenas estaba blanqueada por la espuma. Recogió el cilindro de cartón donde había guardado los planos y se fue a buscar a Ferran a su despacho.
En cuanto llegó al taller se dio cuenta de que era más tarde de lo que había creído al salir. Comprendió que, abstraído en su trabajo y luego en el baño reparador, se le había ido la noción del tiempo. Parecía que todos se habían marchado ya. Llamó a la puerta con poca esperanza; quizá habría sido mejor dejar el baño para después.
La puerta emitió un leve chirrido y se abrió con lentitud.
—Te he visto por la ventana, de lo contrario no hubiera abierto.
Laura estaba allí, envuelta en la penumbra, mirándole con sus enormes ojos, esos labios… Dimas tragó saliva.
—Cualquiera diría que has visto un fantasma —dijo ella en un susurro que Dimas no acertó a interpretar. Parecía un reproche, pero también una broma irónica de esas que tantas veces le había oído dedicar a sus hermanos o los artesanos del taller.
La observó con atención, quieto en el umbral, sin acertar a saber si sería correcto que pasara o no. Quizá no fuese prudente hacerlo. Todavía era incapaz de adivinar si sería bien recibido, si le resultaba una presencia agradable, molesta o simplemente inevitable. Cómo podía ser, pensó allí, indeciso, que después de todos los trabajos y encargos de Ferran, y de salir airoso de ellos, fuera sin embargo incapaz de interpretar los gestos de aquella muchacha que a veces le parecía una niña y otras, en cambio, toda una mujer.
Ella, como adivinando sus pensamientos, se hizo a un lado franqueándole el paso. Entró y supo que no era una buena idea; no sabía si sería capaz de controlarse, ella era la hermana de su jefe, toda una dama y él, él…
—Vengo a dejar esto para tu hermano —fue lo único que, serio, acertó a articular.
—Estoy en aquella mesa del fondo —dijo ella señalándola con la mano. Caminaron juntos hasta llegar a los despachos. El ruido de los pasos rompió el silencio que caía sobre ellos.
Dimas dejó el cilindro sobre la mesa de Ferran y al salir cerró la puerta de su despacho. Ya no tenía más que hacer allí. Comprendió que debía irse, pero se resistía a hacerlo. Laura estaba de pie junto a su mesa de trabajo, tan sólo iluminada por la luz amarillenta de una pequeña lámpara, parecía esperarle. Dimas se acercó con el corazón a punto de salirse de su pecho. Ella se hizo a un lado para mostrarle lo que estaba haciendo. Él se inclinó para ver mejor y escuchó el roce de sus ropas cuando se apartó ligeramente para no quitarle la luz. Tras unos instantes observando la pieza que había tallado, finalmente se atrevió a cogerla. Con la joya entre sus dedos, se incorporó. La miró a los ojos y dijo:
—Me gusta.
Ella había estado conteniendo la respiración a la espera de su veredicto. Al oírlo, exhaló un suspiro de alivio y emitió una risa breve, ligera, que le tranquilizó. De pronto el día se resumía en eso, en Laura y su rostro alegre. Toda la jornada, los pecados y las virtudes, el hambre y la gula, la satisfacción y el dolor se esfumaron como cuando alguien tira de un mantel y deja la mesa limpia. El día estaba acabando, pero ahora cobraba sentido.
El sonido de la voz de Dimas hizo que Laura se estremeciera. Todo estaba en silencio hasta entonces y la penumbra acentuaba esa sensación de desamparo, de soledad. Llevaba el día entero trabajando y, de pronto, se descubrió más ilusionada ante su halago de lo que le hubiera gustado reconocer.
—¿De verdad? —preguntó en un murmullo.
Dimas no dejaba de recorrer el rostro de Laura: sus ojos, sus labios entreabiertos, su cuello…
—De verdad —confirmó con voz grave.
Laura siguió mirando a Dimas y un deseo la golpeó con fuerza: «bésalo, bésalo, bésalo…».
Dimas se acercó con lentitud. Posó primero su frente en la de ella como para confirmar el acercamiento. Sus respiraciones se agitaron. Los ojos de ambos se cerraron como para retener el momento, para ser más sensibles al resto de sentidos. Y se besaron. Él la atrajo hacia sí por la cintura y ella se aferró a él. Notaron el calor de sus cuerpos. Y sus movimientos, hasta entonces sinuosos y lentos, se hicieron más atrevidos, más rápidos. Dimas la sentó sobre la mesa. Laura apartó lo que había en ella y algunas herramientas cayeron al suelo. Se siguieron besando, a veces con premura, como si se les acabara el tiempo; otras más lentamente, saboreándose el uno al otro, sabios y conscientes. Laura soltó un gemido cuando los labios de Dimas recorrieron su cuello y se detuvieron en su oreja.
—Laura… —acertó a susurrar.
A ella le entraron ganas de llorar, de reír, de gritar. Llevó sus pequeñas manos al rostro de Dimas y lo alejó unos centímetros de sí. Lo contempló así un instante, como si buscara tomar aire. Luego volvieron las caricias y los besos. Dimas deslizó sus manos por la espalda de Laura y desabrochó los cierres del vestido. Ella le quitó la chaqueta y peleó nerviosa con los botones de la camisa. El pecho de él subía y bajaba al compás de su agitada respiración. Ambos tenían ya el torso desnudo.
Dimas continuó besándola. Recorrió su cuello, su pecho. Laura gimió un poco y eso acentuó el deseo. Luego lo empujó suavemente con las manos para separarlo y él quedó desconcertado frente a ella, que se acabó de quitar la ropa que le quedaba y dejó que él la mirara. No sentía vergüenza ni rubor, pese a todo lo que le habían dicho o lo que había imaginado. Después se acercó a él, que parecía no saber qué hacer en ese momento, y le quitó los pantalones. Ambos estaban ya desnudos y seguían mirándose. Ella lo cogió de la mano y lo llevó a un rincón.
—Espera un momento —susurró Dimas.
Buscó su chaqueta, la extendió en el suelo y se tumbaron encima. Se siguieron acariciando, sus cuerpos juntos, hasta que Laura, mirándolo a los ojos, fue bajando la mano por su pecho, por el vientre. Fue guiándolo poco a poco hasta dentro de sí. Se incorporó y comenzó a moverse a horcajadas encima de él, despacio. Dimas se apoyó sobre sus codos, alzó su torso y volvieron a juntar sus alientos, ahora ya al ritmo que imponía el placer y el deseo, al ritmo de sus cuerpos moviéndose al unísono. Él la contemplaba, la compendiaba más bien, mientras ella se aferraba a sus hombros. Buscaba un impulso, un lugar al que sujetarse para subir y bajar y responder así a la necesidad del placer. Los jadeos se fueron acelerando y ascendiendo hasta convertirse en gemidos. Y ambos echaron la cabeza atrás y se abandonaron al éxtasis, colmados el uno del otro.
Se quedaron tumbados en el suelo, mirando al techo, exhaustos. Laura apoyaba la cabeza en el pecho de él y Dimas la rodeaba con su brazo. Ahora habían recuperado el resuello y pensaban en cierto modo en cómo se sentiría el otro, qué podrían hacer para que eso que sentían, lejos de aplacarse, durase para siempre. Y el silencio, que había empezado como una necesidad, se estaba convirtiendo en una barrera, en algo que había que romper para que no se enquistase y los convirtiese de nuevo en dos desconocidos, como cuando se vieron por primera vez en el taller.
El primero en romper ese silencio obstinado fue Dimas.
—Creo que hacía mucho que deseaba esto.
Laura sonrió.
—Me refiero a que… —se justificó Dimas, algo nervioso.
—Te entiendo. —Tras un silencio añadió—: Pero debemos tener cuidado.
Laura sabía que si se descubría lo que acababa de iniciarse entre ellos deberían enfrentarse a demasiados problemas y su imagen se vería muy perjudicada. No estaría bien visto que una dama de la alta burguesía se entregara a alguien como había hecho ella, sin cortejos ni compromisos de futuro; además a un chico que ni siquiera pertenecía a su círculo social, que apenas conocía y que trabajaba para su hermano mayor. Por otro lado, estaba todavía sin resolver la petición de mano de Jordi, a quien todavía no había tenido ocasión de decir que no. Así pues, era imprescindible que nadie se enterase de lo que estaba sucediendo.
Dimas asintió consciente de lo que Laura quería decir y también contento de que con aquel pensamiento pronunciado en voz alta ella manifestara su deseo, un deseo que también él compartía, de continuar viéndose, aunque fuese a espaldas de los curiosos, para compartir momentos como aquél.
Luego volvieron al silencio, pero ya no era incómodo. Sabían sin más palabras que los dos querían las mismas cosas, que deseaban estar juntos y quizá, con el tiempo, decirse que se querían y que no podían dejar de estar el uno al lado del otro. Pero se mantuvieron así, tumbados, y no quisieron hablar de nada demasiado importante. No lo precisaban en ese momento. Empezaron a explicarse cómo se imaginaron el uno al otro la primera vez que se conocieron, cuando él llegó acompañado de Ferran y se vieron en la distancia. Dimas reconoció que el deseo le había nacido desde antes de conocerla realmente a la sombra de la Sagrada Familia, cuando pensaba que ella era una niña mimada que sólo quería jugar en la empresa de su padre. Laura también contempló la atracción pero se negaba a aceptar un sentimiento que no naciera del afecto, que sólo contuviera sexo. Aunque no cabía duda, confesó, que la atracción se había estrechado con aquella merienda junto a Guillermo.
Y así pasaron el tiempo sin prisas, sin fechas ni números ni preocupaciones. Hasta que el frío empezó a calarles los huesos y tuvieron que levantarse y vestirse. Subieron juntos las Ramblas, desgranando las últimas frases. Laura hizo ademán de acercarse a un taxi en la plaza de Cataluña.
—¿Te veo mañana? —preguntó ella a sabiendas de que coincidirían allí mismo, en el taller, pero con una intención oculta muy distinta, la de sentirse cerca, la de saberse unidos.
—Por supuesto. Será nuestro secreto —respondió él comprendiendo.