La luz amarillenta de dos quinqués de gas iluminaba los planos y los dibujos de las paredes. Había un hatillo sujeto a una de las lámparas con la comida de siempre y una estufa
xubesqui
encendida. Los grandes ventanales descorridos permitían que la luz entrara a esas horas blanca y densa, dejando bien a la vista los modelos de yeso de formas animales y humanas colgados del falso techo con cuerdas de esparto.
Laura se aproximó lentamente. La pelea con Dimas el día anterior no le había permitido dormir apenas nada y se encontraba muy cansada. Estaba convencida de que había hecho lo correcto, pero por otro lado seguía deseando que nada de lo sucedido fuera cierto, que formara parte de una terrible pesadilla de la que todavía pudiera despertar. Nunca antes había sentido tal dolor físico, y sabía que no había más cura que el paso del tiempo. Muy secretamente maldecía el encuentro con Pau Serra y todas las revelaciones que éste le había proporcionado. Se preguntaba qué habría pasado si el artesano no hubiera aparecido para desvirtuar la imagen que ella guardaba de Dimas, si en algún otro momento él se habría deshecho de su máscara permitiéndole acceder a un plano más íntimo y verdadero de su ser. Él podía haber cambiado, pero Laura no sabía qué creer, y seguía demasiado enfadada como para plantearse siquiera la posibilidad de perdonarle por lo que había hecho.
De pronto salió de sus pensamientos y volvió a la realidad. Estaba distraída y temía que Gaudí se diera cuenta de su estado abatido, así que intentaría disimularlo trabajando duro. Sólo cuando estaba esculpiendo o esbozando un modelo su cabeza conseguía concentrarse en algo concreto y dejar lo demás aparte. Aquel día había acudido temprano al taller de la joyería, pero en cuanto vio llegar a Dimas comprendió que no podía permanecer más tiempo allí, por eso se desplazó a la Sagrada Familia más pronto de lo habitual y con la intención de quedarse allí toda la jornada.
—Maestro Gaudí. —El arquitecto alzó la cabeza del pupitre y la miró sin verla. Vestía su acostumbrado traje negro. Laura sabía que a pesar de que sus ojos azules se dirigían a ella, los pensamientos del arquitecto se mantenían en la maqueta que hasta ese momento había estado observando—. Estamos a punto de colocar una de las gárgolas en el pórtico y le están esperando. —Gaudí no respondió, parecía como si no la viera—. ¿Maestro?
—Acércate —respondió al fin volviendo a la maqueta que tenía delante. Le dio tiempo a Laura para que a su vez la contemplara—. ¿Ves? Es un hiperboloide de una sola hoja. Se consigue girando una hipérbola sobre uno de sus ejes imaginarios. —Laura asintió, muy atenta a las palabras del artista—. Representa la luz. Y algunas como ésta irán también dentro del templo, en los capiteles de las columnas. Tenemos que hacer del interior un bosque y la luz es importante, pues la cualidad esencial de la obra de arte es la armonía que nace de la luz.
—Es una pena que no podamos llegar a ver este templo terminado… —susurró ella ausente, sin apartar la vista de la maqueta.
A veces Laura deseaba tener una ventana a la que asomarse para ver el futuro. Había asistido a partes del desarrollo de historias que no vería concluidas, que continuarían aunque ella no pudiera seguir siendo su espectadora, y eso la hacía sentirse vulnerable. Se preguntaba qué sería de ella en unos años, de Dimas, de la Sagrada Familia. La ciudad había cambiado mucho en lo que llevaban de siglo y, aunque esas transformaciones no afectaban a todos sus ciudadanos por igual, se adaptaba a los nuevos tiempos: cada vez había más coches recorriendo las calzadas, el alcantarillado y el agua llegaban a más casas, la electricidad ya no era un invento del diablo… ¿Seguiría siendo Barcelona la misma doncella caprichosa que ahora era?
—No importa que no podamos verlo —dijo el anciano arquitecto—. El templo crece poco a poco, pero eso ha pasado siempre y en todas las cosas que han tenido larga vida. Los robles centenarios tardan años y años en hacerse grandes y, a veces, un invierno de hielos interrumpe su desarrollo, aunque luego lo retoman y continúan creciendo.
Laura pensó en que ése debía de ser un año de hielos: no sólo las obras de la Sagrada Familia continuaban muy despacio a causa de la fuerte crisis que recorría el país, sino que ella misma también avanzaba a duras penas. Le resultaba difícil admitir que la ruptura con Dimas había significado mucho más de lo que fingía aceptar. La decepción había abierto una grieta en su basta corteza poniendo en entredicho su equilibrio, la armonía de esa luz a la que se refería Gaudí, que daba relieve, creaba contrastes con las sombras y revitalizaba y componía complejas estructuras. Laura sentía un vacío en su interior y se veía desorientada, como alguien recién aterrizado que comprende que se ha quedado dormido mientras su globo aerostático recibe vientos desconocidos. Sintió unas ganas terribles de llorar, pero se contuvo.
—Lo más importante es honrar con el arte esta obra magnánima —siguió hablando Gaudí—. Porque, ¿qué es el arte sino belleza?
La miró de soslayo para continuar fijándose en su maqueta. Laura escuchó sin intervenir. Aun sabiendo que aquel hombre introvertido no lo hacía a propósito, tenía la sensación de que en lo más recóndito de sus intenciones estaba haciendo referencia a la cuestión que se le presentaba: ¿qué iba a ser ahora de ella?
—La belleza es el resplandor de la verdad. Sin ella no hay arte. Por eso debemos seguir plegándonos ante la belleza. —Gaudí despertó de su abstracción e, irguiéndose, cambió a un tono de voz más directo, como si hasta ese momento hubiera estado hablando en realidad para sí mismo y, por fin, se dirigiera a Laura—. Es deber de todo artista mostrar la verdad, pero eso no significa que el camino hacia ella no esté plagado de dificultades. Como bien debes saber, Laura —continuó posando sus intensos ojos azules sobre los de ella—, en más de una ocasión nos encontramos ante escollos inesperados, sorpresas imprevistas que nos interrumpen, que incluso nos hacen dudar sobre si hemos tomado la dirección correcta. ¿Qué hacer entonces?
Laura no dijo nada pensando en que el maestro estaba formulando una pregunta retórica. Al ver que no era así, se apresuró a contestar algo con rapidez, sin poder evitar titubear:
—Supongo… que habría que reflexionar, pararse a pensar para evitar tomar una decisión desacertada…
Los ojos de Gaudí se entrecerraron, haciendo sentir a Laura que le estaba leyendo la mente. Tras unos instantes en un silencio que la puso nerviosa, sonrió muy suavemente y le replicó:
—Eso es. Hay que buscar la luz. ¿Recuerdas el inicio del Génesis?
—¿El relato de la creación?
Gaudí asintió y recitó de memoria:
—«En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era algo caótico y vacío, y tinieblas cubrían la superficie del abismo, mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas. Dijo Dios: “Haya luz”, y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien y separó la luz de las tinieblas». ¿Te das cuenta, Laura? Sin la verdad iluminándonos, todo lo creado permanece en las tinieblas, que siempre nos confunden, nos impiden entender. No quieras transitar a través de la oscuridad: busca siempre primero la luz.
Laura se estremeció al escuchar las palabras del maestro. Aquel hombre, que parecía en muchas ocasiones ensimismado, encerrado en sus pensamientos, había entendido perfectamente su estado de ánimo. Le hubiera gustado decir algo a su altura, pero sólo fue capaz de sonreírle agradecida mientras batallaba por evitar que la emoción le empañara los ojos. Gaudí asintió complacido y, recuperando su tono de voz suave, añadió:
—Y no te apures por no poder ver acabado este templo. Si hacemos nuestro trabajo como es debido, la verdad permanecerá en él durante toda su larga vida. —Se puso en pie y se llevó las manos a la espalda, como estirándose. Mientras iba a buscar su sombrero del armario junto a la puerta, concluyó—: Así que vamos a colocar esa gárgola.
Laura asintió al arquitecto y bajó las escaleras tras sus pasos. Agradeció las reflexiones de Antoni Gaudí, y decidió que las palabras sencillas eran las que realmente adquirían significado al pronunciarlas: arte, luz, belleza, trabajo… Ahí precisamente resplandecía la Verdad; era lo único capaz de ofrecerle las respuestas que andaba buscando.
Cuando llegó la noche, el obrador de joyería quedó sumido en un silencio conmovedor. Sólo los suaves golpes metálicos de un cincel resonaban rítmicos en la gran estancia en penumbra. El patriarca de la familia Jufresa había regresado a última hora de la tarde, cuando todos los trabajadores se habían marchado a sus casas; sobre una de las mesas, sus manos se afanaban rigurosas. Un flexo de una incandescencia casi hiriente iluminaba la pieza que refulgía entre ellas. Francesc cogía el pedazo de oro blanco y lo volteaba con habilidad a un lado y a otro, se detenía a mirarlo al bies, a contraluz… Cuando hallaba un relieve que necesitaba ser pulido o una irregularidad imprevista, se hacía con la herramienta precisa y lo reparaba. Sus ojos cansados necesitaban de cierta distancia para distinguir el fugaz destello de una falla.
Se sentía viejo y había perdido habilidad. Desde muy joven halló gran placer en el arte de la joyería y, pese a que ya apenas se dedicaba a él, ahora tenía un buen motivo para hacerlo. Siempre había creído que en su trabajo se fabricaba algo más que objetos; se trataba de crear elementos que con el correr del tiempo se convertían en una sensación, en un recuerdo o, incluso, en un escudo. Las joyas se transformaban en función de su uso y se acababa estableciendo una relación entre el propietario y ellas: no era el mismo apego el que se tenía por el medallón con el retrato de una madre desaparecida que por el collar de perlas regalado por un enamorado o la pulsera que acompañaba a una persona desde la cuna. Ahora Francesc trabajaba en un objeto que se había convertido en querido ya desde su concepción y cuyo destino no sería el de la venta: seguía el boceto de un broche que hacía ya tiempo le había presentado su hija.
Laura era la más talentosa de sus vástagos, una artista, y toda la habilidad que poseía en sus finas manos iba acompañada de una aguda sensibilidad para captar la esencia de cada material. En sus bocetos y trabajos una curva reflejaba un animal; un relieve, la textura del líquido o del mineral; un color, una tenue sensación de bienestar. Eso había despertado envidias en algunos de sus hermanos y trabas para ella, que se veía coartada en muchos de sus proyectos, asistiendo a cómo sus esperanzas permanecían en el boceto o la maqueta sin llegar a verse realizadas. Además, bien sabía Francesc que su hija estaba últimamente algo triste. No deseaba verla perdida en la desdicha y pensaba que un regalo como el que estaba acabando la ayudaría a superar un poco los desengaños de la vida.
A su avanzada edad, Francesc Jufresa sabía que el amor se muestra a menudo mediante derrotas parciales, mucho más sentidas en la juventud. Con el correr de los años, la pasión se diluye en una sucesión de buenos momentos y los desengaños, que durante las primeras experiencias parecen absolutos, se van deshaciendo como las marcas de tiza en la ropa. Al menos eso era lo que le había ocurrido a él.
—Vamos con cuidado. Nunca sabes lo que vas a encontrar cuando entras en un sitio en el que no has estado antes —susurró Murillo. Tendría unos cuarenta años y el rostro aniñado. Una chaqueta de pana desgastada cubría su pecho seco.
—Me aseguraste que no habría ningún peligro…
—Y no lo hay, pero habrá que tener cuidado igual.
—Está bien. —La enorme boca de Quiles se cerró en una apretada grieta por debajo de su nariz puntiaguda.
Miraron a izquierda y derecha para comprobar que la calle estaba vacía. Murillo se adelantó hasta la puerta y extrajo un juego de ganzúas. Quiles se aseguraba de que no pasara nadie por allí. Habían dejado inconsciente al sereno con un golpe en la cabeza y lo habían postrado en un portal más lejos. Sólo esperaban que no hubiera vecinos trasnochadores que pudieran sorprenderlos. Tras forcejear brevemente, la cerradura cedió. Empujaron la puerta metálica, que emitió un leve quejido. Entraron entonces por una rendija y cerraron con cuidado.
No había mecanismo que se resistiese a Murillo. Conocía todas las marcas de cajas de seguridad y de puertas blindadas y todavía no había claudicado ante ninguna. En el obrador Jufresa se enfrentaría a una caja fuerte Padrós, con combinación numérica y apertura hidráulica. Pero eso no le suponía ningún reto.
—¡Agáchate! ¡Rápido! —exclamó Murillo en un grito apagado en cuanto entraron.
Al fondo se distinguía la luz de un flexo encendido. Comenzaron a reptar encogidos por entre las mesas y las sillas del taller. Habían avanzado ya hasta la mitad de la sala a través de las hileras que formaban todas las mesas de trabajo cuando vislumbraron a un viejo artesano encorvado sobre una de ellas, al final del pasillo lateral, en la esquina opuesta y, por suerte, de espaldas a ellos. Murillo delante y Quiles algo más atrás se hicieron una seña y se escondieron agazapados entre las mesas. Esperaron unos minutos en silencio, asegurándose de que el viejo no se había percatado de su presencia. Quiles señaló entonces hacia la salida para abortar la misión, pero Murillo eludió su mirada y se sacó de la parte trasera del pantalón una cachiporra que sostuvo con una de sus manos. Sorprendido, Quiles abrió sus ojos saltones y comprendió que ya nada le detendría.
Murillo comenzó a avanzar sigiloso en dirección a la luz bajo la que trabajaba el artesano, apoyando los pies lentamente para evitar cualquier ruido y sorteando el mobiliario con sumo cuidado. Su cuerpo consumido y su largo cuello le daban la apariencia de un lagarto inquieto. Quiles volvió a mirar hacia la salida, como dudando, cerró los ojos e inspiró con fuerza. Después siguió a Murillo.
El viejo de repente se levantó de su silla y ambos ladrones quedaron paralizados. Quiles respiraba nervioso, pero Murillo sólo atendía desafiante, sin perderse detalle. Por un momento, el trabajador se alejó del cerco que iluminaba el flexo y, como un resorte, Murillo giró sobre sí mismo apartándose del pasillo por el que el viejo transitaba ahora. A los pies de una mesa, hecho un ovillo, Quiles agachó la cabeza y la escondió bajo los brazos, implorando que no le descubrieran. Cuando alzó la vista se encontró con la mirada de Murillo clavada en él. Bajó los ojos, amilanado por su compañero.
Al fondo, el viejo ya había vuelto a su silla con algo en la mano y, bajo la luz hiriente del flexo, continuaba con su tarea. Murillo comenzó a incorporarse lentamente; se encontraba justo a espaldas del anciano y avanzó con sigilo hacia él. Llevaba la cachiporra en una mano y en su mirada sólo había determinación. Entre el silencio más absoluto, la porra descendió y, justo cuando iba a impactar sobre la cabeza del viejo, éste se volvió asustado y consiguió esquivarla de un salto, dándole un empellón a Murillo y desequilibrándole. Después, el hombre se escurrió hacia la salida sin dejar de implorar auxilio una y otra vez. Quiles, medroso, se hallaba algo más atrás y no sabía qué hacer. Cuando el viejo pasó por su lado, alargó el pie rápido, le puso la zancadilla y lo derrumbó. El artesano se golpeó la cabeza contra una de las mesas, cayó como un fardo al suelo y quedó allí tendido sin conocimiento.