El aludido cabeceó visiblemente incómodo. No creía que aquello se tuviese que discutir en mitad de una fiesta llena de gente. Además, la principal interesada ni siquiera sabía que estaban hablando.
—Núria, ¿dónde está tu hermana? —preguntó Pilar a su hija mayor.
Ésta, que sería la responsable de la nueva tienda igual que lo había sido de la vieja, se repartía por doquier tratando de que todo fuese perfecto. Desde que Ferran le comunicara su idea no había dejado de desvivirse ni un instante. Ahora se preocupaba de que no faltara el Moët & Chandon bien frío, de que los canapés no estuvieran secos, de que cada uno de los sirvientes estuviera inmaculadamente vestido, de que lo mejor de su catálogo descansara en las repisas, bien colocado; en definitiva, de que las envenenadas lenguas que les visitaban no tuvieran ni un pequeño detalle sobre el que lanzarse despiadadas. Tuvo que detenerse y pararse a pensar en lo que le preguntaban.
—No lo sé, madre —respondió por fin—. Estaba desembalando unas cajas de no se qué en la trastienda.
—Dile que salga, hay alguien aquí que está deseando verla. No podemos organizar una boda sin que esté presente la novia —le pidió Pilar con una sonrisa mirando a Jordi.
—No se preocupe, Pilar, ya la veré luego. No hay prisa —se disculpó Jordi, algo azorado. Aquello ya no era una broma y no sabía cómo reaccionaría Laura. Ella era más vehemente, más pasional, más rebelde, y verse empujada en una dirección que no había previsto podría causar una reacción contraria.
—No me preocupo, Jordi. Es un placer —respondió ella posando su mano en el brazo del joven.
Núria mostró cierta sorpresa y, tras la alegría inicial por la noticia, sintió un ligero enfado por ser la última en enterarse. Con la misma determinación con que lo hacía todo, fue abriéndose paso por la sala hacia la trastienda.
Cuando llegó, la vio sentada sobre unas cajas. Laura parecía un poco enfurruñada y fumaba un cigarrillo.
—¿Qué haces? —preguntó Núria, haciendo aspavientos con la mano para apartar el humo.
—Nada. No sé qué pinto en esta fiesta. Toda esa gente no sabe ni lo que vendemos. Sólo les interesan los canapés y lucir sus vestidos. Prefiero estar aquí sola a tener que soportar una conversación más sobre lo rico que está el salmón.
—Venga, anímate, que tengo buenas noticias para ti.
Laura cruzó los brazos y miró desengañada a su hermana.
—Sorpréndeme.
—¡Ya están comenzando los preparativos para la boda! —exclamó Núria. Se quedó mirando a Laura como extasiada, esperando un abrazo que no llegó.
—¿Qué boda? —preguntó Laura poniéndose en pie.
—¿Qué boda va a ser? La tuya con Jordi.
Laura comenzó a caminar de una pared a otra como un animal enjaulado. A su alrededor sólo había cajas y una copa de vino tinto que reposaba sobre una de ellas. El rostro se le tiñó de un leve color escarlata. Núria, un tanto asustada, la observó moverse esperando una respuesta.
Cuando se serenó un poco, Laura al fin preguntó:
—¿Quién ha dicho que me voy a casar con Jordi?
—Madre y… bueno, todos. Todo el mundo lo comenta.
Laura tenía en la mirada la determinación de quien ha estado dudando mucho tiempo y por fin sabe lo que quiere. O lo que no quiere.
—No me voy a casar con Jordi —decidió. Y dio una patada a una de las cajas, que voló por la estancia en penumbra—. No me importa quién lo diga.
—Cuidado,
petiteta
, piénsatelo bien. Si padre y madre están tan convencidos… Piensa además que ya tienes cierta edad y… Y Jordi parece un marido tan bueno como cualquier otro. Si no mejor.
—Pero yo no quiero ningún marido. ¿Para qué necesito casarme? ¿Para vivir como tú y tu esposo? Apenas os habláis…
Núria no dijo nada más. Apretó la boca disgustada y dio media vuelta.
Laura lamentó lo que acababa de decir, pero permaneció allí sola, pensativa. No quería enfrentarse al mundo de apariencias que había en la tienda. En cuanto saliera de ese rincón se vería obligada a fingir: fingir cordialidad, fingir alegría, fingir que acataba… Volvió a sentarse sobre las cajas y encendió un nuevo cigarrillo. El calor de su brasa le alcanzaba la cara y la hacía arder más de rabia. Había sido cruel con su hermana: su matrimonio, que empezó siendo cómodo, era indudablemente infeliz y eso era algo de lo que ella siempre había querido huir. Jordi no la atraía. No representaba un desafío para ella. Era un amigo o un hermano y el mero pensamiento sexual relacionado con él le parecía una equivocación.
Ella quería un amor que no le permitiera respirar, no poder estar tranquila cuando él estuviera cerca. Que hubiera algo entre ambos flotando en el aire que compartieran, algo inaprensible pero contra lo que no pudieran luchar, algo que los fuera tejiendo, anudando, uniendo con más fuerza. Quería sentir una atracción física que le hiciera gritar y gemir, un pensamiento que le producía rechazo antes de comprender que éste desaparecería y la atracción, si encontraba al hombre que supiera despertarla, seguiría por siempre allí. Quería un hombre al que admirar, que no se cansara de ver, que fuera su compañero y del que le atrajeran hasta los más mínimos detalles, cómo se ponía el sombrero con una sola mano, cómo apretaba la mandíbula cuando estaba nervioso… Se imaginaba posando sus labios en su boca, o dejándose acariciar por sus manos grandes y fuertes mientras se le estremecía todo el cuerpo… Sólo de pensarlo un escalofrío recorrió su espalda.
Laura quería a un hombre que no se pudiera quitar de su mente cuando no lo tuviera frente a ella, quería pensar en él noche y día, preguntarse a cada momento qué estaría haciendo, si volvería a verlo como por casualidad.
Tiró el cigarrillo al suelo. Acabó de un trago la copa de vino y con las manos se alisó las arrugas del vestido. Quería un hombre que no sabía si estaría dispuesto a compartir su vida con ella, pero al menos, en todo caso, sí sabía lo que no quería.
Abrió la puerta dispuesta a salir de allí. La mirada de Jordi al otro lado de la tienda enseguida se clavó en ella, como si llevara buscándola mucho rato.
—Felicidades, Laura —la interrumpió la señora Miralles—. Ya nos hemos enterado de que pronto te casas. Jordi Antich será un buen marido…
La señora Miralles no pudo por menos que observar con recelo el vestido de Laura: su largo alcanzaba justo debajo de la rodilla, dejando a la vista las esbeltas piernas de la joven, un símbolo todavía erótico para muchos y un escándalo para los más tradicionales. Su silueta quedaba elegantemente dibujada por una tela que se entallaba y la hacía brillar en aquel entorno tan luminoso como si de una joya más se tratara. El cuello y los finos brazos de Laura también sobresalían sensuales, mostrando una piel suave y reluciente. No era común verla con un vestuario tan refinado, poco dada como era a las grandes celebraciones, y aquel día lucía completamente espectacular; hombres y mujeres se veían incapaces de resistirse a mirar con el rabillo del ojo a aquella muchacha que gozaba de un estilo tan propio. Los polvos y el maquillaje tornaban la piel de Laura en delicada porcelana, perfilaban sus facciones y pronunciaban más todavía su mirada nocturna, que ahora se dirigía penetrante a la señora Miralles. Pensando en su familia, se tragó las palabras que deseaba decir y de su boca carmesí sólo surgió un escueto «Gracias».
Mientras caminaba hacia la reunión formada en el centro de la sala por los Antich y sus propios padres, se fijó en cómo Jordi la contemplaba desde la distancia, con esos ojos grandes, brillantes y sedientos, como de cordero a punto de ser degollado, que parecían querer bebérsela. Entonces comprendió que él también deseaba ese matrimonio, que acordarlo no había sido cosa sólo de sus padres porque ella no era una amiga para él.
Se imaginó a sí misma vestida de blanco, con el ramo de flores entre sus manos y la música del órgano de fondo, caminando por entre las filas de bancos hacia el altar de la catedral, hacia Jordi que la esperaba al final del pasillo con una sonrisa de oreja a oreja y esos mismos ojos y su padre mirándola con inquietud mientras la conducía hasta él y le preguntaba sin cesar «¿Estás segura?».
Sintió que necesitaba otra copa de vino.
Pese a que los últimos días estaban resultando frenéticos, Dimas Navarro acabó pronto el trabajo. Tras la vuelta de Bilbao, un nuevo envío debía prepararse y lo que quince días atrás había resultado efectivo no tenía por qué serlo también esta vez. Su responsabilidad ahora consistía en preparar un itinerario alternativo y un barco diferente con otra tapadera: el ballenero no estaba disponible y no sabía qué hacer. Contar con Bragado garantizaba que no hubiera preguntas, pero no evitaba que los espías del bando contrario se enterasen del envío. Nadie confiaba en nadie en una Europa en guerra y toda la operación le estaba acarreando muchos dolores de cabeza. Aunque, por otra parte, el exceso de trabajo le venía bien: no quería darle más vueltas a todo lo ocurrido con su madre y tener la mente ocupada con mil asuntos le evitaba pensar en ello.
Dejó la chaqueta en casa y subió a ver a su hermano. Le gustaba pasar el rato con él. Veía en él una especie de proyección de sí mismo. La diferencia estribaba en que Guillermo había sufrido que la violencia policial le arrebatara a sus padres, mientras en su caso había sido su madre quien había tomado la fría decisión de abandonarlo.
Aunque Dimas era tan sólo un crío cuando Carmela se marchó, todavía guardaba algunos recuerdos maravillosos de lo que habían sido sus vidas hasta entonces: los domingos de excursión en Collserola, los juegos en familia durante las tardes en que Juan no trabajaba o el bizcocho que ella preparaba cada vez que llegaba un cumpleaños. A veces tenía la sensación de que, en lugar de recuerdos, todo aquello no era más que los sueños del niño que todavía habitaba dentro de él. Y cuanto más agradables, más alimentaban su insatisfacción de adulto.
Su padre no fue el mismo desde la marcha de ella; la ausencia de una explicación y las dudas fueron carcomiéndole día tras día. Los primeros meses apenas probó bocado ni durmió. Vivió sólo para conducir su tranvía, y cuando también eso se lo arrebató el destino, no quedó de él más que el esqueleto del hombre fuerte y decidido que un día fue. Dimas se había visto obligado a crecer muy rápido, más de lo que le habría correspondido, y no quería que a Guillermo le ocurriera lo mismo. Merecía disfrutar de la inocencia que sólo la niñez permite; debía seguir soñando muchos años más. Él era el mayor y, de alguna manera, se sentía responsable de todo aquello.
Nada más entrar escuchó una voz que no reconocía y que pertenecía a una mujer. No solían recibir visitas. Extrañado, cerró la puerta y, cuando cruzó el pasillo hasta la sala, oyó que su padre decía: «Ya ha llegado». A la mesa de la sala estaban sentados Juan, Guillermo y una joven que lo miró con gesto serio.
—Dimas, ésta es Inés —dijo su padre, circunspecto.
Ella se levantó y Dimas, aproximándose, hizo un leve asentimiento con la cabeza para saludarla.
—Es hija de Carmela —completó Juan.
Dimas se quedó paralizado en su sitio. Empezaba a sentir de nuevo en su estómago el mismo malestar que experimentó en los jardines del Casino. Antes de que pudiera decir nada al respecto Juan se puso en pie, cogió a Guillermo de la mano y se despidió alegando que debían ir un momento a la casa de un vecino. El niño rozó la mano de Dimas cuando pasó por su lado antes de desaparecer por el pasillo.
Inés era una muchacha atractiva; tenía los ojos grandes, de color caramelo. Llevaba el cabello castaño suelto, peinado de lado y a la altura de los hombros. Sus pómulos se pronunciaban en un rostro anguloso, con una boca carnosa y una barbilla recta. El vestido verde le quedaba algo ajustado. Cuando se levantó, se intuyeron las curvas sinuosas de su cuerpo.
—Tenía ganas de conocerte —dijo—. Me gustaría hablar contigo de algunas cosas.
Dimas no respondió. Le molestó un poco que se tomara tantas confianzas nada más conocerlo. Tuvo que contenerse para no soltarle ningún comentario ofensivo y largarse de allí.
—¿Quieres sentarte? —le preguntó ella tomando a su vez asiento—. Sé que lo correcto sería que fueras tú el que me invitara a mí en tu casa, pero de verdad creo que así estaríamos más cómodos los dos.
Dimas tomó asiento frente a Inés. Cruzó las manos y le sostuvo la mirada, desafiante. Tras una pausa que parecía interminable preguntó:
—¿A qué ha venido? —Él sí mantenía las formas.
—Te lo he dicho. Quería hablar con tu padre y también contigo. Creo que deberías saber algunas cosas. —Estaba algo nerviosa, pero no cejó en su empeño de intentar mostrarse confiada. Dio un trago al vaso de agua que tenía delante.
—No sé de qué tendríamos que hablar usted y yo. ¿La manda ella?
—No, nuestra madre no sabe que he venido. Y deja de hablarme así, después de todo compartimos algo de sangre.
—Esa señora ya no es mi madre y no me interesa nada que tenga que ver con ella —sentenció Dimas. Mantenía las manos entrelazadas para aparentar calma. La luz de la bombilla que colgaba sobre sus cabezas emitía un murmullo parecido al de una mosca que en ese preciso momento se le estaba haciendo insoportable.
—Mira, quiero mucho a mi madre y desde que la dejaste llorando el otro día no ha parado de hacerlo. Quizá si escucharas lo que tengo que contarte no pensarías así.
—O quizá no.
Inés sacó de un sencillo bolso de tela una pitillera metálica. Le ofreció un cigarrillo a Dimas, que lo rechazó. Ella prendió un fósforo y encendió uno. Pareció relajarse algo después de expulsar la primera bocanada de un humo espeso que permaneció por un momento nublándole el rostro.
—Por lo menos podrías intentarlo.
Con los dedos pareció quitarse hebras de tabaco que se le habían quedado en los labios.
Dimas se reclinó en la silla haciendo crujir la madera. La contempló un momento y ella no desvió un segundo esos ojos que parecían no pestañear nunca. Decidió concederle unos cuantos minutos. Después de todo, no era ella quien les había arruinado la vida.
Inés pareció comprender su postura. Se aclaró la voz y comenzó a relatar su propia historia; todo el mundo tenía una.
—Los últimos veintidós años de nuestra madre no han sido nada fáciles.
—Tampoco los de ninguno de los de aquí.
—Me lo imagino. Y no pretendo menospreciarlos; yo sólo sé cómo fueron los de ella, porque también los he vivido.