Extrañamente, a medida que el vehículo descendía acercándose a la ciudad fue recuperando la calma. Como si la presencia cada vez mayor de edificios le fuese proporcionando asideros hacia los que tender los hilos sutiles de su propia seguridad. Barcelona estaba de nuevo allí, lacia, derramada entre pequeñas montañas que la empujaban hacia el mar. Y entonces las dudas empezaron a desvanecerse y lo que hacía y lo que era se convirtieron en una misma cosa. Él era Dimas Navarro y la ciudad estaba a sus pies, esperando a que la conquistase.
Esa noche Dimas decidió que no sería él quien se retirara. No quería que el pequeño Guillermo sufriera las consecuencias de su enfado, cuyo único causante era su padre, por lo que subió a cenar. A pesar de que los dos adultos trataron de mostrar normalidad, Guillermo notó que algo pasaba. Dimas lo acompañó al dormitorio y le dio las buenas noches.
Cuando salió, el padre seguía sentado a la mesa. Le lanzó una mirada distante, triste. Dimas, lejos de conmoverse, se mostró dolido:
—¿Cuántas veces se va a dejar humillar? —preguntó entre susurros para evitar que Guillermo les oyera.
Juan cabeceó con resignación.
—Hijo, deberías escuchar antes de tomar una decisión. Yo escuché y pude comprobar…
—Yo no soy usted —le interrumpió Dimas—. Yo no aguanto que me pisoteen.
Salió bruscamente del piso. Estaba cansado de la resignación de su padre, de su aceptación, de no afrontar la vida con todo lo que eso comporta. Decidió ir a la calle y se puso a caminar sin rumbo fijo, buscando de nuevo el acomodo en mitad de ese entramado urbano, duro y abrumador. Pasó junto a un edificio en ruinas. Igual que en la Sagrada Familia, a través de sus ventanas se veía el cielo, pero, a diferencia de ésta, aquél ya había vivido su esplendor. En él sólo permanecían los recuerdos de quien hubiese vivido allí. Pudo distinguir en una pared que aún quedaba en pie la huella de un cuadro o una fotografía. Una imagen que era a su vez recuerdo y ausencia.
Le pareció que esa imagen definía perfectamente a su padre, la sombra de algo que había sido y que ya nunca volvería a ser. Lo vio viejo, mayor, solo. Le pareció una imagen digna de compasión.
Se alejó caminando de allí y buscó con sus pasos el bullicio del centro, el ruido y el ajetreo de la otra Barcelona, la que no dormía, la que no se resignaba, la que luchaba por su esencia. Como él.
Desde su nacimiento en 1827, el paseo de Gracia era una de las vías más notorias de la ciudad. Antes incluso de que comenzara a hablarse del Ensanche, la burguesía catalana ya gozaba de sus paseos por esta arteria que permitía el tránsito tanto de los viandantes como de los carruajes. Con su amplitud de más de cuarenta metros de ancho, se convirtió en el lugar de encuentro al que acudía lo mejor de la sociedad barcelonesa para saludar a sus iguales, para presentar a su recién nacido o incluso para encontrar marido. Poco a poco ambos lados del paseo se fueron llenando de casas y palacios. Debido a la falta de infraestructuras de los primeros años sus propietarios se dieron en llamar «los protomártires del Ensanche».
No tardó en reproducirse la acostumbrada competencia entre los burgueses por ver qué residencia llamaba más la atención, y así el paseo de Gracia comenzó a disponer de auténticas joyas arquitectónicas diseñadas por los modernistas más reconocidos de la época, de la altura de Antoni Gaudí o Puig i Cadafalch. Cada edificio gozaba de una estética propia e independiente del adyacente, con la única pretensión de ser más bello. Bien lo ejemplificaba la «manzana de la discordia», donde cada uno de los inmuebles que la formaban rivalizaba en belleza y proporcionaba al conjunto una heterogeneidad abigarrada y ecléctica.
En este entorno se había situado la nueva tienda de la joyería Jufresa. Ferran llevaba tiempo buscando una renovación y le había insistido a Francesc al respecto en numerosas ocasiones. Lo creía totalmente necesario para adaptarse a los grandes cambios que se estaban produciendo en ese primer cuarto del siglo XX. En el interior, multitud de amigos y clientes, la flor y nata de la sociedad barcelonesa, acompañaban a la familia en un día tan especial como el de su inauguración.
El aperitivo se desarrollaba entre conversaciones formales y exclamaciones de admiración por el nuevo local, situado en el número 10 de la avenida. Los perfumes penetrantes de las damas se combinaban con el humo de los cigarros. Plumas y borlas sobrecargaban los sombreros y los chales con los que esas mujeres completaban sus excelsos vestidos. En las paredes, gran cantidad de estantes encerraban relojes, anillos, pendientes, pulseras, collares y todo tipo de joyas bajo sus cristales, las más espectaculares de sus colecciones, las más vistosas y con las piedras más grandes, que provocaban la envidia de muchos. Todo en la tienda acompañaba a esa ostentación. La decoración buscaba también deslumbrar al cliente, hacer que se sintiera en un lugar donde cualquier cosa que estuviese pensando en adquirir pudiera introducirle en aquel club exclusivo del lujo.
Los preparativos habían corrido a cargo de Ferran y no quería que se le escapara ningún detalle. Creía que el prestigio de la familia se jugaba en cada acto, en cada aparición pública. Había invertido mucho en ese nuevo local, en el que a esa hora del mediodía entraba una luz intensa a través de los grandes ventanales y de la puerta de cristal esmerilado. Ferran se preocupaba de recibir a los invitados que llegaban, de velar por la comodidad de todos ellos. Ofreció a dos de sus más preciados conocidos una visita guiada por los rincones de la joyería. Los halagos se sucedieron entre copa y copa de Moët & Chandon. Una bandeja medio vacía con canapés de queso y salmón apareció dispuesta sobre una mesa; Ferran ofreció las viandas a sus amigos y alzó la mano hacia la criada de la casa, Matilde, que aquel día había trasladado sus servicios a la nueva joyería. La mujer recogió la bandeja, desapareció un momento y al instante ya estaba de vuelta con otra llena de pequeñas brochetas de langostinos.
Ferran Jufresa, Andreu Cambrils i Pou y Josep Tordera, en un discreto aparte, se dispusieron a hablar de negocios.
—Estarás contento con el local, Ferran. Debo felicitarte —proclamó el teniente de alcalde.
—Gracias, señor Cambrils. Creo que el esfuerzo ha merecido la pena.
—Tiene una buena distribución y entra mucha más luz que en la otra tienda. Casi no van a tener que encender las lámparas —añadió Josep Tordera mirando a un lado y a otro curioso con sus ojos escrutadores—. Nosotros en la fábrica tenemos que estar tirando todo el día del tendido eléctrico. La Canadenca se está haciendo rica a mi costa. A veces pienso en poner velas o lámparas de aceite y así ahorrar un poco.
—Necesitamos que las joyas luzcan aquí en todo su esplendor, por lo que también tenemos lámparas. En nuestro obrador, en la vieja y oscura calle Fernando, trabajar sin la incandescencia sería ya imposible…
—Señores, me interesa muchísimo el funcionamiento de sus negocios, pero en este momento me tiene más preocupado ese segundo envío que están preparando a Alemania. Pónganme al día, si les parece bien.
Andreu Cambrils i Pou era un hombre muy ocupado y no le agradaba perder el tiempo en banalidades.
—Por supuesto. —Ferran carraspeó y, sin soltar la copa de
champagne
, comenzó a hablar—: El ejército alemán compra todo lo que se vende. No quieren tener problemas de abastecimiento.
—Cincuenta toneladas más —apuntó Josep Tordera—. Imaginad los ingresos. A estas alturas ya nadie parece creer que vaya a ser una guerra corta.
Con poco más de cuarenta años, Josep llevaba el negocio textil que su padre casi había abocado a la ruina. Esteve Tordera había perdido el juicio invirtiendo muchos de los ahorros de la familia en satisfacer los caprichos de su querida, a la que compró y amuebló un magnífico piso. Cuando se sintió presionado por su mujer y su hijo, les confesó estar locamente enamorado de ella. La sangre no llegó al río pero, como todas, la empresa de los Tordera pasó por momentos de inestabilidad y pareció venirse abajo. Hasta que Josep tomó las riendas y puso remedio como pudo: pidió préstamos que le colocaron en una situación difícil y anuló los gastos innecesarios. Desde aquel desafortunado acontecimiento había aprendido dos lecciones: que nadie da nada por nada y que a la hora de la verdad uno está completamente solo.
—¿Y cómo fue el primer envío, Ferran? ¿Se encontró algún obstáculo? —preguntó Cambrils i Pou.
—Ninguno, señor Cambrils. Los camiones llegaron en perfecto estado a Bilbao. La intervención de Bragado también facilitó algunos trámites, claro. Lo más complicado fue la travesía por mar, porque los franceses e ingleses tienen todo el frente occidental controlado. El ballenero rodeó Escocia por el norte e hizo escala en Bergen. Allí fue bordeando el litoral, llegó hasta Dinamarca y entró por el Elba en Hamburgo, el destino final.
—Estupendo. —Cambrils i Pou alzó la copa al tiempo que decía—: Por la guerra.
El brindis quedó camuflado por la euforia que se desató en Pilar, la matriarca de los Jufresa, al percatarse de la entrada de los Antich en la joyería. No pudo disimular su emoción y dejó a un lado al matrimonio Català, con quien llevaba charlando ya un rato, para dirigirse hacia los recién llegados. Anduvo hacia la puerta con su vestido ondeando sobre las piernas en un movimiento sinuoso; traído directamente de París antes del inicio de la guerra, Pilar no se molestaba en omitir ese detalle cada vez que alguien preguntaba por él, pues con el estallido de la confrontación el lujo proveniente de Francia e Inglaterra se estaba acabando. Su creador era ni más ni menos que el mismísimo Paul Poiret. Madres e hijas se fijaban envidiosas en la caída griega de aquel tejido ocre y en la estola de zorro que cubría su sugerente escote. El cabello cano de Pilar se recogía en un abultado moño alto que dejaba al descubierto su cuello, muy estilizado para los cincuenta y cuatro años que contaba.
—Remei, Josep Lluís y nuestro querido Jordi. —Sonrió mostrando sus dientes blancos mientras cogía las manos de Jordi en un gesto de bienvenida—. Me alegro mucho de que finalmente hayáis podido acercaros.
—Es un placer, Pilar. Estábamos ansiosos por ver cómo había quedado la tienda. Tengo que decir que unos lo estaban deseando más que otros. —El patriarca de la familia soltó una sonrisa pícara dirigida a Jordi.
Josep Lluís Antich poseía una planta elegante, aunque algo encorvada debido a un problema en las articulaciones. La moda masculina de la época no era demasiado aventurada y, como la mayoría de los presentes, vestía una levita negra. En sus brazos reposaba un abrigo largo de paño que entregó a la sirvienta junto con su sombrero y su bastón de empuñadura de oro. Como imagen visible de la empresa textil, sus trajes siempre eran de la mejor calidad.
—¡Padre! —le reprendió Jordi arrugando el gesto. Su mirada se desvió del grupo mientras su progenitor comenzaba a charlar animado con Pilar y Francesc, que también se había acercado para saludarlos.
Además de la amistad, las dos familias estaban unidas por los negocios: todas las piezas de joyería que se incluían en los diseños de ropa de los Antich eran encargadas a la joyería Jufresa. Por iniciativa de Jordi, que estaba al corriente de las tendencias europeas, desde hacía unos años habían creado una línea de ropa distinguida cuyos acabados se adornaban con joyería fina: detalles de perlas en los escotes de las mujeres, inserciones de oro en los bordados, botones de nácar, de plata, de oro… Además de exportar, el taller de los Antich distribuía a la mayoría de grandes almacenes y a otras muchas tiendas de menor tamaño, así que era un cliente al que convenía tener contento.
—Laura está dentro, preparándose. Ahora sale. —Pilar guiñó un ojo a Jordi, que continuaba mirando a su alrededor inquieto. El joven Antich carraspeó nervioso.
—¡Qué parados son los chavales hoy en día! —exclamó en un tono jocoso Josep Lluís tras dar un sorbo a la copa de coñac que acababan de servirle.
Josep Lluís Antich estaba convencido de que las generaciones se iban estropeando. Creía firmemente que todo pasado siempre había sido mejor. Jordi había luchado hasta cierto punto por negar tales afirmaciones, pero a esas alturas de la vida ya no confiaba en convencer a su padre; cada cual disponía de un terreno en el que dar cauce a sus ideas y ahora estaban en el del progenitor, así que se mantuvo impertérrito. Su madre permanecía callada a su lado, haciendo gala de una perfecta educación. Su vestimenta era mucho más clásica que la de Pilar. El cuello de su traje le llegaba casi hasta la barbilla, y no separaba una mano de él en ningún momento, como para asegurarse de que se mantenía en su sitio. Sus ojos azules y profundos seguían la conversación de un interlocutor a otro sin perder detalle.
—Lo que pasa es que hoy en día los jóvenes tienen más opciones y ya no es necesario que se casen a una edad tan temprana —comentó Francesc en el mismo tono distendido.
Pilar le dio un codazo con disimulo. No era el momento de contrariar a ningún invitado, mucho menos a los Antich. Francesc la miró de soslayo y dio un sorbo de su copa.
—¡Bah! Cuando yo era joven las cosas eran mucho más sencillas —comentó Josep Lluís Antich—. Ahora entre que si primero tenemos que conocernos bien, que si quiero estudiar una carrera y labrarme un futuro… El tiempo va pasando, tic, tac, tic, tac —dijo dando pequeños golpecitos sobre su novedoso reloj de pulsera—. Lo que deberíamos hacer es poner ya una fecha de boda y así se acabaría tanta tontería.
—Eso sería perfecto —exclamó Pilar dando palmaditas con las manos—. Será una boda maravillosa y Laura y tú estaréis guapísimos. ¿No crees, Remei? —preguntó.
—Sí, son dos jóvenes muy guapos. No cabe duda de que serán la pareja de la temporada —respondió prudente y sin alzar mucho la voz.
Jordi empezó a sentirse incómodo. No le gustaba que le presionaran y mucho menos rodeado de tanta gente.
—Todavía es pronto para hablar de todo eso —matizó mirando a su madre y luego a los demás—. Pero si me obligasen a concretar algo, yo creo que Laura votaría porque la boda se celebrase en primavera. Es la estación que más le gusta, y si el banquete tuviera lugar en unos jardines podríamos gozar de un ambiente espléndido sin sufrir los abusos del calor.
—¡A eso me refiero! —exclamó Josep Lluís—. Iniciativa, hijo, es lo que hay que tener —añadió sin bajar el tono y sin importarle los que curioseaban—: Y también tenéis que decidir dónde querréis vivir, claro. Creo que la mansión Jufresa empieza a estar algo sobrecargada, ¿me equivoco, Francesc?